Grushenka, Cap. II

Primer contacto de Grushenka con su ama

CAPÍTULO DOS

Hay que recordar que nuestra historia tiene lugar poco después de la muerte de Pedro el Grande y que los cambios revolucionarios que había hecho durante su violenta dictadura, obtuvieron en esta época su primer florecimiento. Pedro el Grande había acabado con el aislamiento de las mujeres, que hasta entonces habían vivido la vida oriental del harén. Las había impuesto en la sociedad, donde se sentían al principio tan incómodas que había tenido que emborracharlas para que se soltaran. Había desplazado a los boyardos, la casta aristocrática, a una posición elevada forzando a la clase trabajadora a grados nunca oídos de servidumbre y sumisión. Había construido, mediante las torturas más crueles, en las que participaba personalmente, un orden social en el que el poder era Dios y el siervo un esclavo. Había impuesto la cultura occidental a sus boyardos y una de sus órdenes había sido que deberían construirse para ellos mismos grandes castillos y casas.

Alexey Sokolov era solo unos cuantos años más joven que este gran soberano. Aunque ansioso por sacar todo el partido a las ventajas que se ofrecían a su clase, tuvo la astucia suficiente para ver que era más inteligente estar alejado del círculo interno de la corte, donde los generales y oficiales más grandes estaban en la incertidumbre de cuando se encontrarían en el potro o la rueda o incluso decapitados. Por ello Sokolov había establecido su vida ciudadana en Moscú en vez de en San Petersburgo y había erigido aquí el magnífico palacio que puede verse hoy.

Katerina despidió el droskhi a unas cuantas manzanas para no ser vista por los otros criados montada en un carruaje de alquiler, y condujo a las dos desconcertadas muchachas el enorme arco de la entrada principal, guardada por dos soldados con mosquetes, altos yelmos de metal y botas altas. No prestaron atención a las tres mujeres que entraron rápidamente por el arco y pasaron al patio interior.

Flores, farolas, césped y arbustos cubrían el tremendo cuadrado del patio interior, y mesas. Mesas, sillas y bancos por todas partes en gran desorden. Este patio era normalmente un lugar baldío de adoquines, pero la Princesa había dado una fiesta la noche anterior, para la que se habían cultivado las flores y el césped en invernaderos del país.

Katerina no dio a sus pupilas tiempo para mirar ni para pensar. Las hizo cruzar el patio aprisa y bajar por una escalera de piedra hasta el sótano, que consistía en vestíbulos y salas y cocinas sin fin. Aquí Katerina dejó a la rubia con una mujer que parecía ser una supervisora de este laberinto bajo tierra. Luego tomó de la mano a Grushenka y continuó con ella la marcha.

Esta vez la hizo subir por una pequeña escalera de caracol de madera, que terminaba en el segundo piso. Espesas alfombras turcas cubrían el luminoso recibidor y Grushenka pronto vio una habitación que iba a conocer a fondo más adelante. Era el probador de la Princesa, equipado con una gran mesa de roble en el centro de la sala y enormes armarios de castaño y aparadores a lo largo de las paredes, entre los cuales estaban instalados espejos de todo tipo y dimensiones.

A una orden seca de Katerina la muchacha se despojó de todas sus ropas, y, fue arrastrada, completamente desnuda, por la vieja ama de llaves a través de otras habitaciones, adornadas magníficamente con sedas y brocados.

Katerina llevó a la sustituta de Madame, atravesando una puerta medio abierta, al tocador de su ama, sin esperar, en su estado de excitación, el permiso para entrar.

La Princesa estaba sentada delante de un espejo en la mesa del tocador. Boris, el peluquero, estaba ocupado cortándole el largo pelo marrón oscuro.

Una joven sierva sollozaba, aparentemente por una paliza reciente, arrodillada en el suelo y aplicaba carmín a las uñas de los pies de su ama.

En una esquina, cerca de la ventana, se sentaba “Fraulein” una anciana solterona que había sido institutriz alemana en varias casas de la grandeza , y que ahora leía en voz alta, con voz seca y monótona alguna poesía francesa. La Princesa escuchaba con leve interés o comprensión. El poeta francés había incluido en su fábula todo tipo de personas de la mitología griega y latina, que no significaban nada para la caprichosa oyente. Pero cuando describía como el enorme mástil de Marte era empujado dentro de la cueva de Venus, consiguió una considerable atención.

La Princesa Nelidova había visto en el espejo aparecer a Katerina con Grushenka. Hizo una seña enojada para que no la molestaran, de modo que Grushenka tuvo una oportunidad de examinar el grupo que se acaba de describir. La Princesa llevaba solo una camisa corta de batista, que la dejaba más o menos descubierta. No le importaba que Boris, vestido con el uniforme oficial de la casa de los Sokolov, con una larga cola de caballo en la espalda, pudiera ver su desnudez, porque solo era un siervo. Había sido enviado hacía algunos años a Dresden para aprender el arte del peinado con un maestro muy famoso en la capital de Sajonia. Sokolov había pretendido alquilarlo a una de las peluquerías de señoras abiertas recientemente en Moscú, pero la Princesa había tomado al hábil elemento a su servicio privado. Era el responsable de los muchos mechones y rizos utilizados durante el día y de las pelucas empolvadas, decoradas con piedras preciosas, que llevaba con los vestidos de noche.

Cuando terminó la lectura del poema, Katerina no pudo contenerse más. “¡La tengo! ¡La tengo!” gritó, y arrastró a Grushenka más cerca de la Princesa. “Encontré una sustituta que encaja perfectamente. ¡Ahora es nuestra!”

“Sé que podías haberla encontrado antes,” dijo Nelidova maliciosamente. “Pero te perdonaré porque al final la desenterraste. Ahora, veamos: ¿de verdad tiene las medidas? O ¿me estás mintiendo?” Se levantó apresuradamente de su taburete, de tal forma que el pobre Boris corrió el peligro de quemarla con sus hierros calientes. “Coincide real y verdaderamente,” contestó Katerina. “Venid aquí, os lo mostraré.” Y diciendo esto sacó las cintas multicolores para demostrarlo.

Pero a Nelidova aquello no le interesaba. Con ojos severos revisaba minuciosamente el cuerpo de Grushenka, y no estaba descontenta.

“¡De modo que este es el aspecto que tengo! Un buen par de hermosos pechos , ¿verdad? ¡Pero los míos son mejores! Y sacando sus propios pechos de la tenue camisa y manteniéndolos cerca de los de Grushenka, empezó una comparación minuciosa. “Los míos son ovales y eso es raro, pero los de esta vaga son redondos. ¡Mira sus pezones! ¡Qué grandes y vulgares! Y cosquilleó con sus propios pezones los de la muchacha.

Es cierto que había una ligera diferencia, pero era apenas apreciable. Luego Nelidova tomó con ambas manos la cintura de Grushenka y no precisamente con ternura. “Siempre dije,” continuó, “que tengo una cintura excelente, y aquí se puede ver. Entre todas las damas de la corte ninguna puede compararse conmigo.”

Que no fuera su propia cintura la que admiraba sino la de su nueva esclava, no se le pasó por la cabeza. Siguió con los muslos, que pellizcó, sorprendida de la carne muy suave de Grushenka. “Mis piernas,” comentó, mostrando sus propios muslos y apretándolos un poco, “son más fuertes que los de esta putilla, pero le quitaremos algo de esa suavidad suya.”

Con una carcajada de mofa ordenó a Grushenka que se diera la vuelta.

Nelidova, igual que Grushenka, tenía una espalda notablemente bien formada: redondos hombros femeninos, líneas suaves y llenas bajando hacia el trasero, caderas pequeñas y bien redondeadas. Pero las nalgas de Grushenka eran demasiado pequeñas, casi de chico, y demasiado lisas y rectas hacia los muslos. Las piernas y pies era normales y rectas y podrían haber sido usadas por los artistas como modelos.

“¡Vaya!” se rió la Princesa. “Esta es la primera vez que veo mi propia espalda y verdaderamente me gusta. ¿No es magnífico que esta golfa tenga mi espalda? La próxima vez que mi confesor exija que me aplique algunos latigazos en mi pobre espalda puedo hacer que se los lleve ella como mi sustituta, y puedo ser generosa con el número de golpes que me aplique a mí misma.”

Para demostrar esta espléndida idea dio un considerable pellizco a la carne de Grushenka debajo de la paletilla del hombro derecho.

Grushenka torció la boca un poco, pero se mantuvo inmóvil y sin dar ni un grito. Estaba confusa respecto a lo que ocurría y habría soportado sin moverse cualquier impresión aún mayor.

Los testigos de esta escena, especialmente Katerina, estaban asombrados por la similitud entre aquellas dos mujeres mientras estaban juntas. Era impresionante que no solo las formas sino también las facciones y los rostros de ambas fueran tan parecidos que cualquiera podría haberlas tomado por hermanas gemelas. La naturaleza hace a veces esas jugarretas. Grushenka era más joven; tenía la piel más blanca; estaba sonrojada por la excitación y se la veía más vigorosa. También su carne era más suave y un poco más femenina y tenía un comportamiento tímido y no era tan pagada de sí misma como la Princesa. Por lo demás, eran extrañamente parecidas aunque nadie se habría atrevido a decirle aquello a la Princesa.

“Estoy contenta contigo,” dijo Nelidova al fin. Luego añadió para Katerina: “Te regalaré mi nuevo devocionario con los dibujos de los santos que admiraste el otro día. Es tuyo. Vete y cógelo.”

Katerina, con una profunda reverencia, besó la mano de su ama. Rebosaba de alegría de que al fin la hubiera satisfecho. Se estaba llevando a la muchacha fuera de la habitación cuando la detuvo una última palabra de su ama, que observaba a la forma desnuda mientras salía.

“De paso, Katerina, que le quiten todo el pelo de debajo de los brazos y entre las piernas para que no me infecte la ropa. Y que la laven perfectamente y la empolven. Ya sabes lo asquerosas que son estas marranas.”

Katerina le aseguró que se ocuparía de cuidar de la muchacha.

Katerina hizo que Grushenka se llevara su ropa en el brazo y se la volvió a llevar al sótano. Sabía que las dos muchachas tenían que ser alojadas como nuevas siervas y se ocupó, con su eficiencia habitual, de los requisitos normales.

Pocos minutos más tarde Grushenka y la otra muchacha se sentaron delante de una enorme mesa lavada a fondo. Pronto ante ellas se apilaron platos con comida, traídos por las otras siervas. El nuevo amo siempre alimentaba con cuidado a una nueva sierva, y las muchachas a duras penas fueron capaces de hacer justicia a los recursos de la cocina del Príncipe Sokolov. La última comida que les había suministrado la roñosa prima había consistido en pan duro, cebollas y arroz y muchas de las viandas que tenían ahora delante eran totalmente desconocidas para ellas. Comieron todo lo que pudieron, pero tuvieron que darse por vencidas cuando un gran pudin de manzana demostró ser demasiado para sus estómagos llenos.

Grushenka había estado sentada desnuda durante la comida. Cuando terminaron le dijeron a la rubia que se quitara también la ropa. La mujer que se ocupaba del sótano les mandó tirar sus ropas en la gran estufa de la cocina, donde pronto ardieron totalmente. Un gran amo no permitiría llevar a una sirvienta ropas que previamente le hubiera dado otro amo, y también era bien sabido que la ropa a menudo traía a una casa los gérmenes de la enfermedad.

Florecían la peste y la viruela y no se podía omitir ninguna precaución contra los azotes de la época. Después de esto las muchachas fueron llevadas al baño del servicio, donde unas pocas bañistas las estaban esperando. Las enjabonaron a conciencia con un jabón que escocía y luego las metieron en dos bañeras de madera con agua muy caliente que hizo que la piel se les pusiera roja como una langosta cocida. Luego las llevaron a empujones a la sala de vapor, que estaba a cargo de un inválido con un solo brazo, un antiguo soldado y miembro del cuerpo de guardia del Príncipe. Ni siquiera miró a las muchachas. Se limitó a toser y a murmurar palabras groseras y de enfado, porque su cuerpo y su mente no estuvieran equilibrados.

Grushenka se sentó en la gran sala sin muebles, con paredes de ladrillos húmedos y calderas humeantes y empezó, por primera vez, a hacer un repaso de las últimas horas. De las pobres habitaciones de la tacaña y flaca prima la habían llevado al palacio de hadas de un Príncipe. El por qué era algo que no podía entender. Y, mientras se secaba las perlas de agua que se formaban en su busto y vientre, susurró a su compañera:

“¿Qué es lo que quieren de mí? ¿Qué crees que quieren?”

Pero la rubia le susurró a su vez que sería diez mil veces mejor que antes y que el Príncipe Sokolov, se había aprendido el nombre gracias a las muchachas que las habían servido previamente, tenía tantos miles de siervos que, si se lo hacían bien, iban a pasar realmente la mejor época de su vida. Hasta aquel momento era demasiado bueno para contarlo: una cena abundante; un baño de verdad como solo se lo daba la gente elegante; ¡incluso una sala de vapor para los sirvientes! ¿Quién habría soñado eso?

De vuelta al presente las llamaron para que salieran de la sala de vapor, con la piel relajada por el calor, y les dieron un baño de agua limpia muy fría, que les echaron encima con cubos. Temblaron y gritaron, intentando evitar los chorros, pero pronto acabó todo. Luego las restregaron con gruesas toallas y las secaron a fondo.

Luego Katerina se hizo de nuevo cargo de ellas para llevarlas a sus cuartos. Los sirvientes varones vivían en los establos o encima de los establos. Las mujeres tenían los cuartos en el desván de la casa principal que estaba bajo la supervisión de una anciana sierva.

Respirando con dificultad, Katerina las llevó arriba por las escaleras traseras, regañándose interiormente a sí misma  por acudir tan pocas veces al desván. (Ella misma tenía una cámara en el sótano). Sus viejas rodillas se resentían por los muchos cientos de escalones. El piso superior del palacio tenía muchas habitaciones y  grandes vestíbulos en algunos de los cuales había hileras de camas de madera y armarios para la ropa y la ropa de cama. La encargada se despertó de su adormecimiento para encontrarse con la visita inesperada de Katerina y mostró a las muchachas las dos camas desocupadas al fondo de uno de los vestíbulos. Salió, siguiendo las órdenes de Katerina, a buscar algo de ropa blanca y vestidos para las recién llegadas. Katerina, recuperado el resuello, se volvió a las muchachas.

“No contaba contigo antes de comprarte,” le dijo a la muchacha rubia y achaparrada. “Era mi deber, pero espero que estés limpia y que no traigas enfermedades a la casa. Ahora déjame que te vea a fondo.”

La muchacha rubia sonrió, sabiendo que estaba sana como un oso y que su piel morena no era blanco fácil para las infecciones.

Katerina empezó su inspección como cosa de rutina. Abrió la boca de la muchacha y miró a fondo los dientes, que eran afilados como los de un animal. Le palpó los breves pechos. (La muchacha no tenía más que diecisiete años.) Revisó la carne del vientre, las piernas, la espalda, bajo los brazos y finalmente hizo que muchacha se tumbara sobre la cama con las piernas bien abiertas. Luego abrió los labios de su tierna gruta y palpó con un dedo buscando la membrana de la virginidad, que todavía estaba en su sitio. Katerina entendía de estas cosas. Había ayudado a muchas mujeres en el embarazo y había actuado como comadrona cuando cualquiera de las mujeres de la casa daba a luz. No olvidó el recto, que podía indicar enfermedades del estómago, pero la muchacha estaba en buena forma y sobrellevó estas operaciones con la sumisión persistente de la sierva rusa.

Katerina dirigió luego a las muchachas un pequeño discurso, cosa normal esas ocasiones. Señaló que seguirían comiendo como habían comido hoy; que serían vestidas y alojadas de forma espléndida y que estarían orgullosas de ser sirvientas del noble Príncipe Sokolov. Por otra parte se les exigiría ser extremadamente obedientes y trabajadoras y hacer lo mejor por su nuevo amo. Si fallaban en eso serían castigadas con dureza.

Y así sería por su propio bien, el someterse a las reglas y las órdenes.

Para dejarles esto claro, y para inaugurarlas en el servicio de la casa, les daría ahora una azotaina ligera y amigable, esperando que nunca más tuviera necesidad de hacerlo. A continuación ordenó a Grushenka, a quien iba dirigido esto sobre todo, que se tumbara en la cama para recibir los golpes. Mientras había vuelto la mujer con sábanas y ropa blanca y, al escuchar las palabras de Katerina, trajo del centro del vestíbulo dos cubos con varas tiernas mantenidas en agua salada.

Grushenka se tumbó sobre la cama sobre el estómago y enterró la cara en las manos. A menudo se había visto sometida al castigo corporal, no podía soportarlo. Temblaba,  y cerró las piernas juntas llena de tensión nerviosa.

Pero eso no le gustó a Katerina, que lo vio como un acto de rebeldía. Separó con rudeza las piernas de la muchacha, gritándole que relajara los músculos y estuviera tranquila o le aplicaría el látigo de cuero mucho más doloroso. “¿No escuchaste lo que dijo la Princesa?” añadió. “Te quitaremos esa suavidad tuya, perra amarilla.” Y empezó a preparar el bonito trasero para el castigo estrujando con fuerza la carne plena, tirando incluso del vello del Monte de Venus, que sobresalía entre las piernas.

Katerina tenía ahora una mirada malévola; la boca cerrada con fuerza, y las ventanas de su nariz se movían con avidez. ¡Vaya con el diablillo de la sierva, armando jaleo porque iba a tomar la vara!

Grushenka gruñó e intentó dejar de temblar, pero estaba tan asustada que a duras penas podía controlarse. Katerina tomó una vara de la sirvienta y ordenó a la rubia, que observaba los actos sin emoción, que contara en alto hasta veinticinco.

El primer golpe fue a parar al lado derecho del trasero, y fue un golpe fuerte porque Katerina estaba enfadada y era una campesina musculosa. Grushenka gritó y dobló el cuerpo hacia arriba como si quisiera levantarse pero volvió a recuperar la posición. El segundo golpe y unos cuantos de los que siguieron fueron al mismo muslo, donde apareció un dibujo carmesí en agudo contraste con la blancura del resto del cuerpo. Katerina pasó al otro muslo, que estaba más cerca de ella, y aplicó con gran firmeza un golpe tras otro sobre la piel.

Grushenka gritaba y agitaba su cuerpo, pero no se apartaba y siempre volvía a su posición. Había recibido casi veinticinco golpes. Katerina había cambiado las varas varias veces, rotas en pedazos.

Cuando Katerina aplicó los últimos golpes en la parte interior de las piernas, donde no había sido golpeada todavía, fue demasiado para Grushenka. Rodó hacia la pared y se agarró el trasero con las dos manos, suplicando piedad y asegurando que no podía aguantarlo.

Pero Katerina no estaba dispuesta a que se saliera con la suya una joven y obstinada sierva. Por eso, con una energía y brutalidad que uno no habría sospechado en esta ama de casa gorda y grisácea, forzó a Grushenka a colocarse en mitad de la cama, tumbada sobre la espalda, con los brazos detrás de la cabeza, y abrió a la fuerza las piernas de la muchacha. “Si tu espalda no puede soportarlo,” gritó a la atemorizada muchacha, “entonces podrá tu parte delantera, y no te atrevas a moverte, porque si lo haces haré que algunos hombres del establo te coloquen en el potro y te den con el látigo del ganado y verás como eso te gustará.”

Empezó a azotar con golpes furiosos el interior y la parte delantera de los muslos. Grushenka estaba tan completamente paralizada y asustada que no se atrevía a cerrar las piernas ni a protegerse con las manos, aunque se movía instintivamente para hacerlo. Recibió de esta forma unos diez golpes, y, aunque Katerina evitó golpear en el punto más vulnerable, para Grushenka fue una agonía que parecía no tener fin. Finalmente se terminó. Los ojos de Katerina seguían fijos en el bulto del vello púbico. Había olvidado revisar si esta muchacha era virgen o no, y ahora se disponía sin ninguna ceremonia a hacer el examen. Tan pronto como la tocó Grushenka empezó a tener convulsiones, en parte porque esperaba un castigo más doloroso, en parte porque era muy sensible en aquel punto. Katerina la empujó hacia abajo y enterró el dedo en la abertura y encontró la resistencia de la membrana.

Grushenka era todavía virgen y, por lo que concernía a Katerina, seguiría así. La vieja mujer había olvidado su propia juventud y la emoción que solía obtener de un buen puyazo, y mantenía a las muchachas bajo estricta vigilancia.

Ahora había terminado con Grushenka. Le ordenó que se levantara y miró con desdén su cara convulsa y llorosa.

¡Vaya muchacha de mantequilla, que no aguantaba ni un castigo tan pequeño!

Sin mucho entusiasmo se volvió hacia la criatura rubia. Le ordenó tumbarse sobre la espalda y levantar las piernas hasta que los pies le tocaran los hombros. La rubia lo hizo sin vacilación. Tenía una piel gruesa y unos azotes más o menos no significaban mucho en su joven vida. Katerina palpó la carne de las firmes nalgas, que en esta posición estaban convenientemente a su disposición. Apenas pudo estrujarle el trasero porque la carne era tan dura que no se movía bajo sus dedos.

Aplicó a la muchacha unos veinte golpes, no tan severos como los que le había dado a Grushenka, y la rubia contó los golpes ella misma, con voz clara aunque atenuada. Fue una de esas palizas rápidas y sin interés que no significan nada porque la parte que da no se siente muy emocionada con el trabajo y la parte que recibe está más molesta que dolorida. Cuando acabó, la rubia se restregó el trasero y eso fue todo.

Katerina hizo que las dos muchachas besaran el extremo de la vara que tenía en las manos, y luego les ordenó irse a la cama y quedarse allí hasta que las llamaran al día siguiente para sus respectivas obligaciones. La rubia se iba a unir al grupo de las costureras, porque se manejaba con la aguja tras su aprendizaje con la prima. De Grushenka se ocuparía la propia Katerina.

Las dos muchachas se metieron atontadas entre las sábanas, Grushenka sollozando, la otra bastante contenta. “¿Qué quieren de mí?” sollozaba Grushenka. “¿Qué pueden querer?...” hasta que se quedó dormida.