Grushenka, Cap. I

Novela sadoerótica rusa de autor anónimo, traducida por mí en 2006. La colección "La sonrisa vertical" tiene una traducción de esta novela, pero cuando la traduje, por encargo de un amigo, no lo sabía. En este primer capítulo se explica el encargo de comprar una sierva hecho al ama de llaves

GRUSHENKA

Tres veces mujer

Una mujer rusa es tres veces mujer ” viejo proverbio ruso.

Traducido del inglés por GGG, año 2006

PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN RUSA

(Petrovsky, editor. Kiev 1879)

Hay pocas dudas de que Grushenka vivió realmente a principios del siglo XVIII y que su vida está descrita con precisión en esta narración. Existen pruebas documentales que avalan esta afirmación. Cuando Grushenka, a la que se conocía en el mundo refinado de Moscú como Madame Grushenka Pavlovsk, estuvo implicada en 1743 en la muerte repentina del venerable Yuri Alexandrovich Rubin, contó la historia de su vida a los agentes de la investigación. Un documento completo con su testimonio está todavía disponible en los archivos secretos del Departamento de Policía de Moscú. El autor de la biografía de Grushenka se interesó en ella tras un examen de estos documentos.

Aparentemente Grushenka contó su historia en detalle y extensión para probar que era completamente inocente de la muerte de Yuri Alexandrovich. También quería probar que una de sus chicas, que era sospechosa de haber puesto veneno en el vino del difunto, no podía haber tenido esa intención. Por el contrario, puesto que Yuri Alexandrovich había sido uno de los mejores clientes del establecimiento de Madame Grushenka, sostenía que ella y sus chicas solo estaban interesadas en su buena salud y felicidad.

Es significativo que la declaración de la historia de Grushenka no mencione su primera juventud, su origen ni sus padres. Y, desde luego, hay silencio sobre la segunda parte de su vida y su final. El autor no ha sido capaz de encontrar ningún rastro sobre ello y por ello tiene que quedar sin contarse. Pero nos asegura que localizó y estudió los papeles del juicio de divorcio de Alexey Sokolov y los papeles familiares de Asantcheiev y que estos documentos coinciden y corroboran la declaración antes mencionada de los archivos de la policía. También nos dice que leyó y estudió muchas cartas contemporáneas, publicaciones y similares, que dan fe de la exactitud de sus descripciones, y, si ha añadido detalles, aunque los hubiera sacado de su propia imaginación, tenemos que estar de acuerdo con él que esto solo ayudaba a dibujar una vívida imagen de la vida de Grushenka y la moral de la época.

Se plantea la cuestión de si la historia  de la vida de Grushenka es realmente tan interesante e importante como para ser contada. Era, desde luego, solo una sierva, una mera esclava, una víctima de la casta dominante y de las instituciones sociales de su tiempo, metida en toda clase de aventuras, que a menudo terminaban en palizas o en abusos sexuales. Pero la historia, rica en fundamento histórico y asombrosamente colorista, muestra que incluso una sierva con las mayores probabilidades en contra, puede alcanzar al menos cierto grado de seguridad y poder si las cualidades de su carácter las merecen.

CAPÍTULO UNO

Katerina caminaba con gran consternación por una de las calles sin pavimentar del barrio septentrional de Moscú. Tenía muchas razones para estar intranquila y de mal humor. La primavera ya estaba aquí, pronto toda la familia se trasladaría al campo; pero ella todavía no había sido capaz de satisfacer la orden de su ama, la joven y caprichosa princesa Nelidova Sokolov. Al principio la Princesa Nelidova solo había mencionado por casualidad su petición, como algo que le gustaría tener. Pero últimamente la había exigido,  no, ordenado. La joven Princesa se había vuelto muy irritable. Siempre estaba en marcha, no descansaba nunca, ni siquiera para una oración tranquilizadora. Y no estaba al alcance de Katerina cuestionar las órdenes de su ama. Era el ama de llaves, una criada vieja y de confianza, endurecida por el trabajo duro, ahora cargada con el peso de llevar la enorme familia. Desde su temprana juventud había sido entrenada para cumplir las órdenes y hacerlo sin demora. Katerina no estaba consternada porque tuviera miedo a ser castigada. No temía al látigo. No, no era eso. Simplemente quería cumplir con su deber, y su deber era satisfacer a su Señora. Lo que la princesa Nelidova quería era esto: una sierva que tuviera exactamente sus medidas, que reprodujera exactamente su propia figura. Podía parecer extraño que Nelidova tuviera semejante deseo, pero no lo era. Hay que imaginar la tortura que para sus nervios, o así lo pensaba ella al menos, tenía que soportar Nelidova al estar de pie durante horas y horas como modelo en su tocador mientras el sastre, el camisero, el corsetero, el zapatero, el peluquero y todos los otros costureros jugueteaban con su cuerpo.

Desde luego es un deleite para cualquier mujer adornarse, elegir e inventar lo que mejor le va. Pero Nelidova tenía prisa de repente, prisa por vivir, por divertirse, por representar el papel de señora, por estar en todas partes, por ser vista, y por último, pero no menos importante, por ser adorada. Ser adorada y envidiada por las mujeres significaba trajes y más trajes. Y eso significaba estar de pie y sufrir, ser tocada por todas partes por las sucias manos de las modistas. La princesa despreciaba a las modistas como al resto de los trabajadores y las trataba con arrogancia e injusticia. Le disgustaba su olor pero tenía que aguantarlo para parecer rica y encantadora. ¡Rica! Esa era la palabra que canturreaba siempre en los oídos de la princesa recién casada. ¡Rica! ¡Poderosa! ¡Un personaje en la corte! ¡Dueña de muchas almas! Por supuesto había que pagar un precio por ello, un precio con aspectos repugnantes. Este precio era tener que ser la esposa de Alexey Sokolov. Le odiaba, pero ¿qué podía hacer? Era un precio que no podía confiar a sus amigas más íntimas. Siempre era consciente de que tenía que soportarlo, pero todavía no había pensado en como podía evitarlo. Porque Nelidova había sido terriblemente pobre. Tan pobre que, en el convento al que había sido llevada, no le habían dado lo bastante para comer. Las monjas la habían utilizado como pinche, y, en las grandes fiestas, cuando todas las otras muchachas de la aristocracia donaban velas grandes como troncos a los Santos, ella ni siquiera podía comprar un pequeño bastoncillo de cera. Su padre había sido un gran general y un espléndido aristócrata, su madre una princesa tártara. Pero cuando su padre, en una de sus habituales borracheras, se había caído al Volga y se había ahogado, su familia se quedó sin un penique. Parientes mal intencionados desperdigaron su “camada”, así la llamaban ellos, entre casas e instituciones de caridad.

Al cumplir los veinte, y sin ningún deseo de hacerse monja, Nelidova fue recogida por una anciana tía medio ciega en una ciudad pequeña. Allí se vio encadenada a una inválida irritada que le aplicó enseguida la vara, lo que era entonces la moda al uso, incluso con las muchachas educadas, mientras no estuvieran casadas. Por eso fue como un milagro cuando el encuentro con el poderoso Alexey Sokolov estuvo de repente en el aire. Fue como un fuego fatuo, en el que no se podía confiar, y cuando finalmente se confirmó Nelidova tuvo que pellizcarse muchas veces para asegurarse de que no estaba soñando.

El encuentro se había realizado, según la moda de la época, por correspondencia. En la pequeña ciudad en la que vivía entonces Nelidova había un jovencito inconstante, hijo del gobernador militar del distrito.  Se enamoró tan violentamente de Nelidova que le dijo a su padre, y se lo dijo con pasión, que se iba a casar con ella, incluso aunque fuera pobre y socialmente una donnadie. El padre, como suele ocurrir, no quería admitirlo. Lo mejor que podía hacer, o así se lo pareció, era apartar a la muchacha de la vista de su hijo. Y la mejor manera de apartarla era casarla. Habiendo sido compañero de colegio del poderoso Príncipe Alexey Sokolov, y habiéndose carteado con él durante muchos años, ahora le envió tal chaparrón de alabanzas sobre el encanto y las virtudes de Nelidova que tuvo éxito en la tarea de conseguir que el anciano soltero se prendara de la muchacha por correo.

No había duda de que Nelidova agarraría esta oportunidad con todos sus ágiles dedos. El Príncipe y exgobernador Alexey Sokolov era conocido por todo el país como uno de los más ricos terratenientes, figura de la corte y dirigente político y anfitrión de fiestas elegantes. Era uno de los grandes de su época, había heredado su fortuna y la había triplicado con golpes audaces que a menudo rondaban el latrocinio. A Nelidova no le molestaba que fuera treinta y cinco años mayor que ella. Todo le resultaba un tremendo golpe de suerte para ella. Pero que él hubiera aceptado casarse con ella la había maravillado muchísimo. No podía saberse si Sokolov hubiera podido conseguir como esposa a alguna de las ricas señoras de la corte. Pero es seguro que tenía sus razones especiales para tomar la abrupta decisión de casarse con la muchacha desconocida. Estas razones no eran que ella fuera aristócrata y la hija de un viejo amigo suyo. No, la verdadera razón era que Sokolov quería fastidiar a sus parientes. Ya estaban contando con su muerte, ya habían hecho cálculos de lo que heredarían de él, y, de hecho, les habría gustado envenenarle. ¡Ahora se iban a lamentar! Se casaría con esta muchacha joven y saludable, se casaría y tendrían hijos. Y todo el coro de amorosos parientes tendría que largarse con las manos vacías.

Cuando esta ingeniosa idea se le metió en la cabeza, Sokolov actuó con su brusquedad habitual. Nadie lo sabría de antemano.  Simplemente le escribió una carta a Nelidova, sin explicaciones de correspondencia previa, explicándole que había oído a su viejo amigo que era un persona casadera; que le adjuntaba 5000 rublos como dote; que el anillo que le mandaba lo había llevado su madre; que el carruaje que estaba en la puerta era para ella, y que la esperaba sin falta a vuelta de correo. Pero le advertía que hiciera el viaje “en etapas cómodas”, para que no estuviera cansada en las ceremonias nupciales, que tendrían lugar tan pronto como llegara a Moscú.

Y ahora aquí estaba el hermoso carruaje con un cochero enorme y dos lacayos a la puerta de Nelidova. Aquí estaban los 5000 rublos, nunca en su vida había visto tanto dinero. Aquí estaba la confirmación del gobernador militar de que todo estaba en orden.

Bien, Nelidova saltó al carruaje y no hizo el viaje en “etapas cómodas”, sino con tanta precipitación que el cochero tenía que cambiar con frecuencia a los pobres caballos. Nelidova no se cansó en absoluto. Estaba tan excitada que no notaba la falta de sueño o comida. Estaba en trance. Ni siquiera cuando vio al novio perdió aquel estado de excitación. Ningún poeta podría haberle convertido en un amante deseable. Estaba en la mitad de la cincuentena, bajo, calvo y brutal, con una enorme barriga que sobresalía por debajo de su pecho peludo. Solo cuando Nelidova se encontró con él en la cama se dio cuenta de la asquerosa realidad, pero esa parte de la historia tiene que ser contada más adelante.

Una vez que se convirtió en la novia de Sokolov la joven Princesa se zambulló con vigor en todas y cada una de las diversiones y libertinajes sociales. Tenía que desquitarse del pasado y tenía que hacer lo más que pudiera con su ganga. Por eso durante la segunda temporada de su vida en Moscú, removió cielo y tierra en pos de todo lo que significara algún placer para ella. Trataba a sus criados con imprudente brutalidad. Estaba nerviosa, irritable e inquieta. Pensaba incesantemente en las maneras de hacer que todo fuera para ella lo más fácil posible. Había decidido que no quería probarse su propia ropa, pero habría que encontrar una sustituta. Así es como Katerina recibió la orden de encontrar y comprar un duplicado de la Señora. Katerina había probado a cumplir su orden durante bastante tiempo, desde que a la Señora se le habían producido muchos dolores de cabeza probándose la última moda. Pero hasta ahora Katerina no había tenido éxito. No es que la Princesa tuviera una figura tan extraordinaria. Pero estas vagabundas, estas esclavas paletas tenían todas unos cuerpos miserables; robustas osamentas, anchas espaldas, grandes caderas, traseros y piernas terriblemente gruesos. En cambio Nelidova tenía pechos muy llenos, ovales y puntiagudos, soportados sobre una cintura sorprendentemente delicada. Tenía piernas rectas, muy bien formadas y pequeñas y aristocráticas manos y pies. Nadie conocía estas diferencias mejor que la anciana ama de llaves porque ella misma había tomado las medidas del cuerpo de Nelidova. La “madrecita” como la llamaban las siervas domésticas, se había estado bastante quieta mientras Katerina le tomaba las medidas de la altura, busto, por encima, sobre él y por debajo de los pechos, la cintura, las caderas, el trasero, los muslos, las pantorrillas y la longitud de los brazos y piernas. Nelidova se había estado bastante quieta y había sonreído, pensando que iba a ser la última vez que tendría que soportar la prueba sobre sí misma.

Katerina había tomado las medidas a su manera. No sabía leer ni escribir; no se manejaba con la cinta métrica de forma tan habilidosa como estos estúpidos costureros que hablaban francés. Por eso tomó cintas de todos los colores, cada vez un color para cada medida, y las cortó exactamente de la longitud adecuada. (Podía recordar sin fallo que color representaba, por ejemplo, la medida de la muñeca o el tobillo, porque esta gorda y ligeramente gris e ignorante campesina tenía una memoria mejor que cualquiera de la casta de los hombres instruidos y educados. Luego estas cintas de colores se cosieron todas juntas de manera que formaron una larga tira en el orden en el que Katerina fue tomando las medidas. De esta práctica manera se consiguió un patrón con las proporciones de Nelidova.

Pero cuantas veces había Katerina intentado en vano encontrar a alguien que las cumpliera. Primero había ido a las casas de otras personas importantes, y, después de una charla amistosa con el mayordomo o el ama de llaves principal, había buscado entre las siervas, porque siempre era posible comprar una chica determinada si no había razones especiales que la retuvieran en la casa, como que al amo le gustara especialmente como compañera de cama. Pero ni siquiera entre las criadas de las señoras y las encargadas de la ropa, que se suponía que eran de lo mejor, pudo encontrar ninguna que se acercara a sus medidas. Luego había ido a los mercados de siervos, que se celebraban de vez en cuando para permitir intercambios de siervos entre las diferentes casas de la aristocracia. Después de eso había visitado a los que se podía llamar “tratantes”, ciertas personas que en un tiempo habían sido mayordomos y fueron liberados por una razón u otra, y que, posteriormente sacaban una escasa comisión comprando y vendiendo siervos, en su mayoría muchachas jóvenes de buen aspecto que se vendían a los muchos burdeles que en aquella época empezaban a florecer en Moscú, una moda importada recientemente de París. De esta forma Katerina había estado de caza todo el invierno, y mientras buscaba aquí o allí una muchacha que se acercara a los requerimientos, le habían dicho que llevara una muchacha que los cumpliera exactamente. Pero ¿cómo conseguirla?

Todo esto pasaba por la mente de Katerina aquella tarde de abril, que tuvo que ser, aproximadamente, en el año 1728, mientras se dirigía hacia un tratante particular en el barrio pobre del norte de Moscú. La súbita precipitación que se había adueñado de ella le hizo hacer algo que para ella era poco frecuente. Llamó a uno de los droshkies (N. del T.: se trata de un tipo de coche de caballos utilizado en Rusia) que se encontró al doblar una esquina de la calle, uno de aquellos carruajes ruinosos de un solo caballo que no prometían precisamente una llegada segura a ningún destino. El cochero medio borracho, arrancó con ella hoscamente, después de haber llegado a un acuerdo de ganga sobre la tarifa. Pronto se encontró en una conversación balbuceante con el cochero, que era de los suyos en lo de ser incapaz de mantener la boca cerrada, y que se rascaba el largo cabello cuando su mal alimentado y cansado caballo tropezaba sobre los desiguales adoquines.

Como no había manera de que Katerina se guardara algo para sí misma, el cochero pronto supo que salía a comprar una sierva para su Princesa y ama. Aquí vio una oportunidad para sí mismo y le dijo a Katerina que una prima suyo, que había visto mejores días, iba a vender dos de sus chicas, trabajadoras jóvenes y robustas y muy obedientes. Pero Katerina no quería escucharle. Estaba decidida a ir a su destino y allá fueron. Pagó al cochero y su comentario de que esperaría hasta que su clienta terminara con el negocio no recibió respuesta.

Se esperaba a Katerina en la casa de Ivan Drakeshkov porque le había enviado un mensaje diciéndole que echaría un vistazo a sus chicas antes de que fueran ofrecidas en subasta. Fue saludada con dignidad y casi reverencia. Un comprador con dinero es siempre bienvenido. Ivan Drakeshkov vivía en una casa de pisos pequeña, rodeada por un pequeño jardín descuidado en el que algunos pollos buscaban alguna presa tras la lluvia. Ivan había comprado la propiedad cuando era tallador de ébano, un artesano de éxito en su campo, y durante ese tiempo se había casado con la sirvienta de una gran duquesa, que le había dado a la chica la libertad y una dote. Pero Ivan había contraído una enfermedad ocular que le dejó casi ciego, y su esposa, en un tiempo de buen corazón y alegre, se había convertido en una vieja bruja amargada que le gobernaba sin piedad. De hecho fue ella quien empezó con el comercio de siervos, y ganaba lo justo para la comida y la leña, pero nunca lo bastante para una botella de licor fuerte, por la que Ivan suspiraba en vano. “El que no trabaja no bebe,” era su lema, y forzaba al inútil de su marido a lavar los platos.

Con mucha amabilidad le ofrecieron a Katerina un enorme y cómodo sillón. La invitaron a té del siempre hirviente samovar. Soportó una larga conversación sobre el Zar y su amo. Pero estaba apurada; intranquila; quería ver a las chicas. Madame Drakeshkov vio que había que tratar  enseguida del negocio. “Ya ve,” le dijo a Katerina, “Tendré para la subasta más de veinte chicas, pero todavía no están todas aquí. Cuanto más tarde me las traigan menos tendré que alimentar vagas. Así que si no encuentra lo que está buscando manténgase en contacto conmigo y estoy absolutamente segura de que puedo servirla. No hay nadie que conozca tan bien en toda la ciudad a las siervas.” (En aquel momento solo tenía siete, y no esperaba tener más para la subasta, cosa que sabía muy bien Katerina.) Madame Drakeshkov se levantó y fue al dormitorio a buscar a las chicas. “Levanta las cortinas y que dé un poco de luz en el salón,” le gritó a su marido, que obedientemente hizo lo que le decía. Después se sentó en rincón oscuro, mirando hacia la pared. Era por sus ojos por lo que el salón estaba siempre en semioscuridad.

Katerina miró por encima a las siete muchachas. Estaban inmóviles formando una fila, vestidas con blusas rusas cortas y amplias faldas de lana barata; no llevaban medias en los pies desnudos. Katerina descartó enseguida a cuatro de ellas, mientras Madame Drakeshkov alababa con entusiasmo la belleza y salud de todas ellas. Las cuatro, que eran o demasiado bajas o demasiado altas, fueron despedidas por Madame, que se consoló con la petición de Katerina de que las tres restantes se despojaran de sus ropas. (Los compradores normalmente escudriñaban los cuerpos desnudos minuciosamente antes de comprar.)

Se desnudaron rápidamente. Solo hacía falta soltar los botones de las blusas, los corchetes de las faldas y las muchachas ya estaban desnudas. Miraban a Katerina, porque podía ser su futura ama, y, aunque descubrieron por su atuendo y comportamiento que ella misma era solo una sierva, era evidente que debía estar en una posición importante puesto que la habían delegado para comprar nuevos sirvientes. Katerina revisó las formas desnudas. Dos de las chicas resultaban imposibles con un solo vistazo. Una tenía los pechos muy pequeños, casi de muchacho, y las caderas anchas que eran tan comunes entre las campesinas. La otra tenía unos muslos tan gruesos y un trasero tan ancho que podía haber tenido ya un par de hijos. Katerina las descartó completamente y, aunque siguieron en el salón fue solo porque se olvidaron de despedirlas. Katerina se llevó a la última muchacha más cerca de la ventana y sacó, para sorpresa de Madame Drakeshkov, las cintas mencionadas anteriormente. Con algo de recelo empezó con la altura, que era correcta; siguió el busto, donde se habían perdido más de dos dedos y abandonó el proyecto cuando las caderas resultaron ser demasiado grandes en más de un palmo. Con un suspiro volvió a guardarse las cintas en la bolsa y se dirigió hacia la puerta de salida sin decir nada. No prestó atención a la lluvia de palabras que le soltó la totalmente desconcertada Madame Drakeshkov, que no había entendido lo que acababa de ver. ¡Medir a una sirvienta! ¿Había oído alguien semejante disparate? Pero Katerina ya estaba en la calle con la expresión de un perro apaleado en sus ojos, sin saber que hacer.

El cochero del droshki , templado entretanto por alguna copa en la taberna cercana, la saludó alegremente y la convenció para que le alquilara de nuevo. Esperaba que su eminencia hubiese completado perfectamente su misión y que pudiera llevarla a casa a crepitante velocidad. Katerina le hizo saber que no había tenido éxito y que, por el nombre del santo que veneraba, tendría que darse por vencida. Entonces el confundido cochero recordó que quería comprar algunas muchachas y de nuevo ensalzó el material del que quería deshacerse su prima. La llevaría allí rápidamente y..., Katerina miró al sol. Todavía era temprano. Un intento fallido más o menos no importaba gran cosa. Se volvió a subir al carruaje, que contestó con un suspiro, doblándose bajo su peso.

A continuación vemos a Katerina respirando con dificultad mientras trepa por una crujiente y empinada escalera hasta el ático de la prima. Resulta que esta prima, una solterona flaca de unos cincuenta años, manejaba un negocio de bordados a pequeña escala; que tenía dos muchachas trabajando para ella; y que quería deshacerse del negocio y abandonar Moscú para irse al sur con sus parientes. Como le faltaba dinero para el largo viaje, la venta de las dos muchachas le suministraría los fondos.

Condujo a Katerina a la habitación aledaña, una sala enorme, muy luminosa desprovista de muebles a excepción de una mesa de trabajo repleta de materiales de todas clases: Sobre un banco situado delante de esta mesa se sentaban las dos muchachas. La prima les ordenó levantarse y fue entonces cuando Katerina dejó escapar un grito de sorpresa. Una de las muchachas era un duplicado exacto de su Princesa; al menos la cara y las facciones eran tan exactas a las de Nelidova que Katerina temió que un espectro pudiera estar engañándola. En todo caso el rostro no importaba lo más mínimo. Eran las medidas correctas del cuerpo lo que estaba buscando. La estatura era correcta, las formas lo parecían, y Katerina pidió apresuradamente que se desnudara aquella muchacha de pelo oscuro de los ojos azules brillantes.

La otra muchacha era una criatura baja, chata, robusta. Katerina la descartó. No así la prima. Le dejó bastante claro que no vendería solo una de las muchachas; debían ser las dos o ninguna. Katerina masculló que todo eso se podía arreglar, que le dejara ver a la morena. Las muchachas, que no tenían conocimiento previo de lo que su madame tenía planeado para ellas, se sonrojaron levemente, se miraron la una a la otra y a la prima, y se quedaron de pie avergonzadas. La prima abofeteó a la morena y le pidió que le dijera si se había quedado sorda y cuando quería empezar a quitarse la ropa. Unos dedos excitados soltaron los botones de la blusa. Luego vino un corpiño de lino vulgar, encordado y sujeto con muchas cintas. Finalmente, de debajo de una camisola áspera, salieron dos pechos llenos y duros con pezones muy rojos: Katerina, la que nunca sonreía, sonrió. Era el tipo de busto que estaba buscando.

Ahora cayeron al suelo la amplia falda de tela barata de flores y quedaron a la vista un par de pantalones amplios, que llegaban a los tobillos. Un matojo de espeso pelo negro sobresalía por la raja abierta de los calzones, colocada allí por razones de comodidad. (Las mujeres de la época atendían a sus funciones naturales a través de la abertura  de sus calzones, que abrían mientras se sentaban para hacer sus necesidades.) Pronto desaparecieron también la camisa y los pantalones y Katerina miró a su hallazgo con creciente satisfacción. Dio vueltas y más vueltas alrededor de la muchacha desnuda. La cintura era perfecta; las piernas llenas y femeninas pero delicadas; la carne de las nalgas aún más suave que la de su ama.

Katerina se acercó a la muchacha y sintió su cuerpo. Estaba contenta. Esta no era del tipo habitual de las campesinas. No era una mocosa dura y vulgar. Esta muchacha tenía las formas de una aristócrata, unas formas que tenían que ser muy parecidas a la de su “madrecita”.

Katerina recordó sus mediciones, sacó las cintas y empezó con las comparaciones. La estatura era casi perfecta, ligeramente más alta; pero podía tolerar aquella pequeña diferencia. La longitud de la espalda, los pechos, la cintura, el grosor de los muslos, eran correctos o lo que uno podía llamar correcto. Incluso las muñecas y los tobillos coincidían. Encontró que la longitud de las piernas, medida desde la entrepierna al suelo era un poquito mayor, pero Katerina ya había resuelto que esta era la muchacha que iba a comprar. Cuando había tomado la última medida y Katerina, de rodillas en el suelo tocó con los dedos la abertura desguarnecida de los calzones la muchacha se había echado para atrás ligeramente y de manera airada. Otra cualquiera se habría comportado con tranquilidad y con la ausencia de vergüenza o timidez características de otras siervas. (Esas muchachas ni siquiera conocían la existencia de algo como la vergüenza. Desde su temprana juventud se ponían sus cuerpos a disposición de sus amos; sus partes íntimas no eran más secretas que sus manos o sus rostros.)

Ahora empezaba el regateo. Katerina solo quería comprar a la muchacha morena y no quería pagar más de 50 rublos; no quería al diablillo rubio; su amo era dueño de 100.000 almas y no necesitaba ninguna más. La prima gritó que entonces tampoco había necesidad de comprar a la morena. Mientras Katerina defendía fervientemente el dinero de su amo, la muchacha rubia se apoyó contra la mesa y la morena desnuda se quedó inmóvil con los brazos colgando en el centro de la sala, como si no tuviera nada que ver con el asunto. El cochero soltaba una y otra vez alguna palabra apaciguadora desde la puerta, merodeando como un testigo que estuviera esperando una hermosa comisión.

La prima era delgada y dura. Katerina estaba ansiosa por comprar, y, después de una batalla, la mano de la anciana ama de llaves se metió dentro del corpiño que cubría su enorme pecho y sacó un feo bolso de cuero, del que pagó a la prima 90 rublos de brillante oro. Había pagado un precio inferior a los cien que le pedía, pero tenía que llevarse las dos muchachas. No, no iba a mandar un coche a recogerlas. Se las iba a llevar a las dos con ella. Temía que pudiera perder su precioso descubrimiento. Saldrían inmediatamente. Las muchachas no tenían nada que llevarse. No tenían pertenencias excepto algunos pañuelos y similares, con los que hicieron enseguida un hatillo.

Después de que la muchacha morena se hubiese vestido a toda prisa, Katerina salió rápidamente con su compra, aunque no sin asegurar otra vez a la prima que el precio pagado había sido exorbitante. La prima hizo la señal de la cruz sobre sus antiguas siervas. Ellas a su vez, de forma automática y sin ningún sentimiento besaron el borde de su vestido. Pronto las tres mujeres estuvieron sentadas en el carruaje. Pagó al conductor a poca distancia de la casa de Sokolov y le dio lo que pedía. Era bastante seguro que con este dinero y la comisión de su prima iba a estar borracho e inconsciente durante varios días. De camino hacia el palacio Katerina preguntó a la muchacha morena cual era su nombre. “Grushenka,” contestó prontamente la muchacha. Era la primera palabra que pronunciaba desde que se había convertido en una de las incontables almas del Príncipe Alexey Sokolov. Ni siquiera sabía entonces el nombre de su nuevo amo.