Gran estreno en el Coliseum
Si el telón es una falda y el escenario unas nalgas, se augura un gran espectáculo.
Luces. Color. Grandes y coloristas letras rodeadas de bombillas que desprendían un intenso y brillante fulgor que parecía tomar el testigo del sol, desafiaban al atardecer que se cernía poco a poco sobre la Gran Vía. Todo estaba engalanado en la fachada del Coliseum. Aquella ciudad afortunada por albergar aun la mítica sala, respondería con la prolija asistencia de público. Flanqueada por dos columnas jónicas y, a modo de felpudo, escasos pero amplios escalones, la holgada entrada invitaba a los espectadores a pasar. En el añejo hall, que aun conservaba cierta distinción, a mano izquierda, se encontraba la taquilla; una minúscula ventanilla, enmarcada en un cristal translucido que solo dejaba entrever una boca, una voz y una manos que dispensaban el billete que daba acceso al espectáculo.
Juntando aquellas piezas, la imagen resultante del puzzle no era otra que María: morena de penetrantes ojos pardos, labios rojos, voz sensual, finas manos, veintiún años recién cumplidos y casi un mes trabajando en aquella sala. María no sabía nada de dramaturgia, desconocía las vivencias de la familia
von Trapp
pero, aun así, un extraño desazón la invadía, impidiéndola permanecer calmada: aquella noche, era noche de estreno. Se trataba de un veterano musical, apto para todos los públicos. Eso significaba mucho trabajo. Hordas de familias que parecían recién sacadas de retratos rectangulares con fondo celeste, jubilados dispuestos a justificar su existencia evidenciando su falta de ritmo y velocidad y grupos de inquietos menores que, al moverse tan rápido, parecían multiplicarse y abarcarlo todo.
A escasos treinta minutos para que el telón se alzara, el goteo de espectadores se hacia notar. A medida que se aproximaba la hora, el caudal era más denso y continuado. Mientras María se afanaba en repartir entradas y buenas noches por igual, la puerta a sus espaldas se cerro de un quedo movimiento, casi furtivo. Sin girarse, al instante, adivinó quien era la presencia que invadía su habitáculo: era Tomas Jodar. Eso, o el fantasma de Tomas Jodar. Había reconocido su intenso olor corporal, una atrevida mezcla de salitre y petroleo, apenas disimulada bajo un after shave barato. Él fue el encargado de hacerle su entrevista de trabajo; María se sintió un poco incómoda cuando las preguntas profesionales desembocaron en las personales, bordeando las íntimas. Tampoco pudo evitar ruborizarse cuando descubrió que sus descarados ojos hacían un repaso lento y perseverante de su escote. Tomas ostentaba potestad sobre el terreno de aquel teatro, a pesar de su apariencia sospechosa y ambigua, digna de frecuentar la más turbia oscuridad en las afueras de la ciudad. Ella no se explicaba como un hombre tan descarado e indiscreto había podido escalar en cualquier jerarquía y disponer de voz de mando. Pero, como reflexiono aquella noche que se sintió tan sola, por algo sería. Y, si encima, a pesar de haber conquistado esa posición, mantenía su grosera actitud, era un mérito doble.
Después de atender a una viejecita, los sonidos a sus espaldas cesaron. Parecía como si trasteara algo. Tras unos instantes de silencio impoluto y extraña inactividad, María notó una leve presión sobre sus caderas. No había rozado un mueble ni topado con un objeto inanimado; dedujo cierta intención, un toque humano. Unas manos perfilaron sus formas y rodearon su cintura, estrechando con parsimonia sus mullidas carnes. Antes de que pudiera reaccionar, la representación de un matrimonio feliz, con su progenie en forma de querubín pecoso, pidió tres para el anfiteatro.
Con una habilidad profesional, cultivada desde la experiencia, aquellas manos desabrocharon la falda de María, para degradarla hasta los pies. Después, unos pulgares invasores, se infiltraron debajo de los elásticos de las braguitas de encaje, conquistando por primera vez la cautiva y sensible piel de su monte de venus. La prenda fue bajando como un ascensor cachazudo, marcando el itinerario sobre la dermis de muslos, rodillas y, finalmente, tobillos. El frescor acarició sus nalgas y piernas, erizando el vello en un escalofrío, umbral de una incertidumbre de sensaciones: peligro, amenaza, abuso... acompañado de un desconocido e insólito pálpito apasionante. Una nariz, entrometida y curiosa, comenzó a cosquillear con su entrecortado aliento las posaderas de María y a escudriñar el pliegue de sus nalgas, en cuanto una lengua dueña de una humedad pegajosa, se introdujo, mojando su ano, a modo de lubricante. Su juguetón frescor se aplicaba punteando el orificio y rodeándolo, provocando que este se dilatara. María procuraba seguir con sus labores, intentando que aquella impresión que la invadía, una mezcolanza de suciedad y deseo, abyección y ambrosía, no la perturbara, sin apenas conseguirlo. Aunque trataba de resistirse a aquella sensación, una parte de ella, rebosante de lujuria y temeridad, quería dar rienda suelta, ávida de nuevas experiencias prohibidas y tabús.
Mientras despachaba a dos religiosas de hábito y cofia, María se dejaba hacer por aquel hombre, arrodillado frente su retaguardia, totalmente excitado, alejando sus ya huecas prendas de sus pies y lanzándolas a un rincón, hundiendo su cara hasta los carrillos, comiéndole el culo, lamiendo todos sus recovecos, sorbiendo sus paredes interiores, introduciéndose varios centímetros estimulando el umbral de su interior, expectante de una recepción futura. La lengua le pegó tal repaso al esfinter, de arriba a abajo, empapándolo todo, que las desnudas piernas de María, se estremecieron a merced de aquel placer lascivo, que siempre iba a más. Mientras vendía otro billete a un octogenario de trato afable, María retraso su brazo libre, agarrando el cráneo de su galán y aplastándolo contra su culo, obligándolo a hundirse en sus carnes, como si quisiera remacharlo en su trasero. Solo desistió de seguir apretándolo hasta que los resuellos de su amante se volvieron sincopados, rápidos y ansiosos: su oxigeno menguaba pero no el ritmo y tarea de su incansable y escurridiza lengua, que se revelaba con la soberanía y concupiscencia de un ser vivo desbocado.
Cuando María abandonó su movimiento, o más bien se deshizo en una embriagadora sensación de placer que la descolocó, alienándola del espacio y el tiempo presentes, obtuvo unos segundos de tregua para recuperar aire en unos desahogados jadeos que desorientaron al varón que recogía dubitativo su entrada. Había sido una experiencia tan intensa como novedosa, ante esta última cualidad, elevaba a la enésima potencia la primera. Aunque no quisiera admitirlo, María, en el fondo, albergaba grandes esperanzas a que la cosa continuara de una forma progresiva. Sentía su ojete bostezar al infinito, adoptando una anchura como nunca antes; notó la capacidad de abrirlo y cerrarlo, o tal vez, era el deseo que le había dado autonomía propia para aumentar y disminuir su diámetro, ávido, hambriento como la boca de un pez fuera del agua, o las de crías de pájaro que se abren ansiosas al aire para recibir su sustento. A pesar de que esta sería su primera vez, el agujero de su culo respiraba nervioso, abriéndose y cerrándose en una suspiro desesperado.
Algo caliente y duro comenzó a sobar sus posteriores partes bajas. Como una bola de demolición, la dureza del prepucio golpeó sus nalgas, haciéndolas vibrar cual aros de un charco que reptaron en sus glúteos al son de la rigidez del miembro que la restallaba una y otra vez. Notó como la punta inquiría los albores de su esfinter. El pronunciado glande, repasaba sus limites, cocinando su inmediata invasión. Como líquido en un desagüe, al atrapar el vacío del orificio, en un pequeño movimiento directo, comenzó a penetrar, poco a poco. María, abrumada, asistía ciega pero voluntariosa, tensando sus piernas, desde los tobillos hasta la pantorrillas, aguardando el deseado invasor, que hollaba desde su retaguardia toda su persona. El miembro ganaba terreno poco a poco, obligando a abrirse las paredes de su culo, colmando su esfinter hasta casi desgarrarlo; su anchura se imaginaba inconmensurable, imposible y poderosa. María pensó por un momento que su culo iba a estallar, pero tuvo que reconocer que aspiraba a que aquella sensación continuara y aumentara. Respondió a una pregunta de horarios con los ojos cerrados, porque en ese momento, la polla se abría paso, tan larga que era, tan amplia, clavándose en su interior, imparable en su trayectoria. María estaba ahora postrada, con los codos apoyados en su mostrador, su cara amorrada en la ventanilla de la taquilla. El empuje del miembro que la penetraba, la obligaba a inclinarse; el dolor era acuciante, el escozor que dejaba el rastro del miembro era inflamable pero el placer era indescriptible. El aumento del grosor del miembro que la violaba era cada vez más palpable, su culo era forzado a abrirse cada vez más y más, hasta límites inconcebibles. “El túnel del amor”, como lo bautizó inocentemente su novio que nunca le pondría la mano encima hasta pasar por la vicaria, estaba relleno de carne: era como una tuneladora que se abría paso por una grieta subterránea, agrandándola por la fuerza, resquebrajando sus paredes y avanzando implacablemente dejando un rastro de demonios y polvo. María separó sus dos nalgas con ambas manos, con la intención de abrirlas más, para dar cabida a aquel tronco de carne, lleno de surcos y venas, de una maciza dureza. Debido a la fuerza y compresión que ejercía en sus posaderas aquel pedazo de titán que la penetraba y a las incipientes chispas de dolor que desprendía, se puso de puntillas, para así amilanar la velocidad de la intrusión, intentando imprimir ella el ritmo, pero el apéndice que escarbaba dentro de ella no le daba opción y continuaba su trayecto implacable, intratable en su doma y severo en su autoridad; unos pétreos centímetros sometían a todo un cuerpo, con sus reducidos y concisos movimientos ¡A María le encantaba!
Justo cuando se acercaba un señor entrado en años (bigotito gris estrecho y recortado, pin del águila de San Juan en la solapa) se estableció una situación de impasse. El hasta ahora imparable miembro vio interrumpido su camino al interior, debido a la angosta gruta que le impedía avanzar, atascándolo en un nudo de carne palpitante, atorado, a punto de reventar.
-Señorita, ¿me puede dar una localidad que este cerca del escenario?
A pesar del atasco, impulsando la pelvis y las caderas, fijando toda la fuerza que podía, conjugada con la consistencia de su polla, el amante se esforzaba por empotarla en el culo de María. Como estrategia, retrocedió un poco desde dentro, y sin sacarla, incidió en un fuerte y violento empellón, que le hizo ganar gran trecho en un instante. María sintió como se traspasaba una última frontera, como algo cedía, se rompía dentro de ella, por la fuerza de la lanza de carne que la atravesaba, en una amalgama de agudo dolor y placer mágico, inmoral e inconfesable, una punzada ardiente que la abrasó y regocijó, todo a una. De su boca brotó una sonrisa, bañada su comisura por dos lágrimas que brotaron de sus ojos. No pudo reprimir un gran alarido que extinguió sus decibelios en un gemido ambiguo y sostenido.
-¡Jesús, María y José! ¿Se encuentra bien, señorita?
El ritmo se acentuó y las embestidas eran cada vez mayores y más fuertes. Tenía que apoyarse en el panel translucido que tenía delante. Parecía que la polla que la taladraba pretendía despedirla por el minúsculo hueco de la taquilla. La cadencia de aquel miembro, en su movimiento de entrada y salida, cada vez era más veloz, audaz y furiosa; había nacido para correr. El culo de María se amoldaba forzosamente a aquella situación, imbuido en un halo de adictivo vicio, sazonado por una áspera fricción y una afán obsceno.
Alarmado, Don Bigotito armó un revuelo en el hall, solicitando ayuda urgente. María permanecía ajena a todo. Habían desaparecido los espectadores, los actores, el Coliseum, el cielo y las estrellas... Solo unos escasos conceptos podían ser asimilados por su abotargada mente: el salvaje, la inocente y el baile de la calle E. Apretó su culo para abrazar aquella polla con sus carnes, para poner a prueba su pericia y solidez, para tenerla presa allí para siempre. No quería soltarla. No quería liberarla y por un momento creyó haberla detenido, domado y sometido. Pero él la agarró de los brazos y la atrajo a su cuerpo, clavándosela más aun; ella no se imaginaba que podría superar más profundidad. Su cuerpo vibraba a cada empellón, incluso, a veces, sus pies se elevaban varios centímetros del piso. Después una mano la agarró del cuello, apretando firmemente y zarandeándolo, mientras la otra hizo una travesía por su entrepierna, cambiando de ángulo los rizos de su vello púbico a pellizcos y entrometiéndose en su vagina, rebosante de lujurioso flujo.
Una muchedumbre se arremolinó en el hall, inquietos y sobresaltados, testigos de los gritos de la taquillera, graves augurios de lo que estaba pasando. “Parece que la están matando” apostillaban los más convincentes agoreros. En intensos y fugaces relámpagos, María se deshizo en orgasmos mientras aquella polla la penetraba sin descanso y, casi simultáneamente, una explosión acuosa, rellenó de líquido espeso y caliente su culo. Cuando el miembro salió al exterior, dejó un hueco por donde desembocó en forma de cascada el rio de esperma que se vació desde el recto hasta el suelo, en un charco espeso y humeante.
María, despertando de la embriaguez y mareo al que la impudicia la había secuestrado, pudo distinguir, entre el tumulto, al mismísimo Tomas Jodar, con su porte impertinente y aspavientos crispados. Desconcertada, se dio la vuelta para ver como un individuo vestido de militar se subía los pantalones para, acto seguido, improvisar unos pasos de baile y cantar:
No hay solución al caso de María
¿Cómo apagar el fuego de un volcán?