Graciela
Mi vista se topó con el coño esculpido en unos pantalones de licra mientras esperaba el autobús. Su cabellera salvaje y las llamaradas de sus ojos reflejaban el ardor que contenía aquella mujer alta y fornida.
La descubrí en la parada del autobús. Confieso que desde hace unos meses mis ojos buscan siempre la entrepierna de las mujeres que llevan pantalones. He descubierto verdaderas obras de arte. Los pantalones tejanos y los de licra esculpen a la perfección la forma de los coños. Según cómo sean los labios mayores, abultan más o menos; la hendidura entre ambos se marca mejor o peor. Ella mostraba un promontorio notable. También el surco tenía una profundidad apreciable.
Levanté la vista por un momento para ver a quién pertenecía aquella maravilla de la sensualidad. Una mirada de fuego atravesó el espacio y se clavó en mis ojos. La cabellera abundante y encrespada atribuía a su rostro un aire salvaje. Las cremas y el maquillaje no lograban ocultar por completo los surcos de la edad. Tampoco contenían la sensualidad feroz que ardía en sus labios. No fue una mirada cariñosa ni provocadora. Me recriminaba mi descaro.
Superé el primer ataque y me regodeé de nuevo en el vértice invertido de su pelvis. Cruzó las piernas para ocultar su provocación. Alcé la vista y me llamó poderosamente la atención el volumen de sus tetas. Los botones de la camisa resistían como mejor podían la presión y dejaban aberturas por las que se veía el sujetador negro. Quiso ocultar esos encantos con una blusa fina que escondía las abundancias de carnes y lo inadecuado de las prendas que vestía. Era una mujer alta, fuerte y completa, exuberante, bien proporcionadas.
La llegada del autobús la pilló descolocada y subió al final. Yo conseguí el último asiento que quedaba libre. La vi a poco más de un metro intentando mantener el equilibrio antes los bruscos acelerones y frenazos. Subieron más pasajeros en la segunda parada y tuvo que desplazarse hasta quedar a la altura de mi asiento. No se lo cedí. Durante unas décimas de segundo me fulminó con la mirada y respondí mirándola de arriba a abajo. La brusquedad del autobús lanzaba su cuerpo contra mi hombro, primero fue su cadera cuando intentaba mirar hacia delante; luego su tripa prominente y su entrepierna cuando se giró para mirar por la ventana. Forcé la situación y me refregué con su entrepierna. Primero intentó retirarse, pero finalmente quedó enganchada a mi. Tal vez así soportaba mejor los embates del viaje. Moví el hombro a sabiendas de que rozaba su pelvis y, probablemente, el coño esculpido en los pantalones de licra. Sentí la presión de su cuerpo contra mi. El placer había vencido la resistencia inicial. Nuestras miradas se encontraron cuando ambas buscaban una explicación. Mis cincuenta y pocos años me decían que no se puede perder ninguna oportunidad. Su mirada lasciva me transmitía el mismo pensamiento. Moví el hombro con descaro y ella abrió ligeramente las piernas para facilitar el contacto.
Cuatro paradas más adelante puso su mano fuerte y grande sobre mi cabeza y, acariciando mi pelo, me dijo que bajaba en la próxima si yo la acompañaba. Asentí. No sin dificultades nos abrimos paso hasta la puerta trasera del autobús. Mi cuerpo se pegó al suyo y mis manos palparon los excesos de carne en su cintura y la dureza de su espalda. Me sacaba algunos centímetros. Caminé a su lado por un par de calles. Cruzamos una puerta flanqueada por dos macetas y un individuo con uniforme nos recibió inmediatamente y nos introdujo en un ascensor. Mientras volvía con unas llaves, nos miramos y mi boca se abrasó con el ardor de la suya.
- Me llamo Graciela –Me dijo.- Aunque eso no importa ahora.
- A mi me llaman Luis- Respondí cuando el ascensor se puso en marcha. Nuestro recepcionista vuelto de espaldas respetaba nuestra intimidad.
Mis manos palparon de nuevo su espalda, sus costados y su voluminosas y duras nalgas en el breve trayecto hasta el cuarto piso.
Cogidos de la mano, seguimos al uniforme de botones dorados por un par de pasillos hasta una habitación. Graciela me hizo pasar y se quedó unos segundos hablando con aquel individuo. Cerró la puerta tras de sí y se desprendió de la blusa. Como supuse, la camisa apenas podía contener sus carnes duras. Las lorzas de la cintura resultaban encantadoras porque no lograban romper su figura.
Sus ojos brillaron como dos llamaradas fulgurantes entre su cabello salvaje. Abrí un par de botones de su camisa y dos pechos grandes, redondos y aún duros aparecieron aprisionados en el sostén. Los pezones gruesos como dos aceitunas se clavaban en el encaje y amenazaban con agujerearlo. Enloquecí besando y lamiendo la piel ardiente y aún tersa de las grandes tetas después de que ella las liberase y dejase caer la prenda al suelo. Se desprendió de los pantalones entre gemidos y susurros. De tanto en tanto, con frecuencia, interrumpía mi excursión por su torso para besarme en la boca, absorber mi lengua y casi arrancármela.
La empujé suavemente hasta que cayó de espaldas en la cama, vestida únicamente con una braga negra que cubría todas sus nalgas pero que traslucía su piel y un espeso matorral de vello sobre su pelvis. Se las quité con delicadeza simultaneando besos en su vientre, en las ingles y en los muslos.
El olor de su coño era fuerte. Dos grandes pétalos de piel rugosa emergían de los gruesos, asombrosamente gruesos, labios mayores. Los separé y los labios menores dejaron ante mi, tras separarse, una hendidura rosácea y brillante. El clítoris aparecía tímido en la parte superior. Pasé la lengua a lo largo de toda la raja, hasta llegar al ano, abultado y estriado. Jadeó.
- Cómemelo, cómemelo todo – Me ordenó agarrando mi cabeza con sus grandes manos y obligándome a chuparle el coño.
Obedecí apasionadamente. Le chupé los dos gruesos labios mayores y luego los menores, introduciéndolos en mi boca, ingiriendo el sabor agriamargo. Mis manos se aferraron a las dos fuertes y grandes tetas, aprisionando los pezones y friccionándolos con rabia.
Mi lengua buscó ávida el clítoris y los sollozos y jadeos fueron en aumento hasta arrancarle unos gritos e insultos que anunciaban que se venía, se corría con unas convulsiones de su cintura que me rompían el cuello.
- Chupa, chupa cabronazo. Cómete toda mi chocha, toda. Chúpala, sigue chupando y no pares. ¿No querías mi coño? Ahí lo tienes, dame más gusto, sigue chupando….
Dejé de oír sus palabras cuando aprisionó mi cabeza entre sus muslos. Continué lamiendo el clítoris. De su coño manaban chorros abundantes de un líquido viscoso que empapaba mi cara.
La corrida fue larga e intensa. Tiré de sus pezones con fuerza y espachurré sus tetas duras y grandes con rabia.
Cuando por fin se relajó, me atrajo hacia sí y volvió a besarme en la boca, lamió mi cara y me miró con una mirada viciosa.
- ¿Te gusta el sabor de mi chocha? A mi también – Dijo sin esperar respuesta y lamiendo los restos de sus flujos que quedaban en mi barbilla.
Tomó su cara entre mis manos y me miró fijamente al tiempo que sus piernas fuertes me envolvían y mi polla se acoplaba a su coño con naturalidad.
- Me la has metido – Dijo con rabia y apretando sus paredes vaginales- ¿Lo notas?.
Ella hablaba sin dejarme contestar. Hacía lo que le apetecía y a mi me gustaba. Me lo daba todo hecho. Contoneó un poco la cintura y mi polla notó el ardor de sus entrañas. Me vino un arrebato de gusto. Podría haberme corrido en aquel momento con uno de sus duros y grandes pezones en mi boca. Me contuve e intenté tomar la iniciativa.
- Tienes muy caliente la chocha, pero quiero que me chupes la polla y así saborearás mejor los jugos de tu coño. Por cierto, lubricas muy bien para tu edad. ¿Cuántos años tienes? – Dije con insolencia.
- A ti que te importa mi edad. Lo que te interesa es este cuerpo que devorabas en la calle. ¿Te parece atractivo? – dijo.
- Me parece lujuria pura, pasión salvaje e insaciable – Contesté poniendo mi polla en su boca.
La chupó con una maestría indescriptible. Tomó el capullo entre sus labios y lo saboreó como si fuese un caramelo. Me abrasaba con sus labios y la lechaza amenazó con salir. Se escaparon algunas gotas blanquecinas que paladeó con deleite mirándome fijamente a los ojos. Se la tragó toda, los quince centímetros entraron hasta su garganta. Sus labios apretaban cada milímetro que iba extrayendo de su boca.
- ¿Te gusta la lechaza? Creo que la disfrutas más en la boca que en el coño. – Dije sin esperar que me contestara.
Me tumbé boca arriba y dejé que me la chupase a su manera. Lamió mis huevos y levantó mis rodillas para pasar la lengua y juguetear con mi culo hasta hacerme gemir y perder el sentido de la realidad.
Continuó besándome en el vientre y llegó hasta mis pezones. Los besó y chupó mientras me introducía el dedo corazón en el culo. Su mirada inquisidora buscaba una respuesta que no necesitaba. Enganchó sus labios a los míos y me besó con ardor durante varios minutos, al tiempo que su mano grande se deslizaba por mi polla, meneándola y apretándola para provocarme un placer irresistible.
La chupó de nuevo con glotonería. Estuvo mucho rato lamiéndola, absorbiéndola y jugando con ella. Su lengua la envolvía y la recorría viciosamente.
- Quiero que me la metas- Dijo al cabo de un rato y se tumbó boca arriba con las piernas abiertas.
Me coloqué de rodillas ante ella y levanté sus piernas para colocar mi polla en la hendidura. Me la agarré fuerte con la mano y la descapullé. Mi mano dirigía el capullo a friccionar el clítoris. Recorría la hendidura de arriba abajo y de abajo hacia arriba. Lo frotaba con los labios menores y después con los labios mayores. Dibujaba círculos o introducía la punta en el coño. Luego volvía a refregarla entre los labios, o por el clítoris. Jugué mucho rato a aquel juego, y funcionaba. Graciela gemía y sollozaba; rabiaba cuando no se la metía; jadeaba cuando frotaba el clítoris con mi capullo. Finalmente se agitó su respiración. Continué frotando y brotó un nuevo orgasmo lleno de convulsiones e insultos. Levantaba la pelvis y la giraba sin perder el contacto con mi polla. La restregué sin cesar. Encadenando un orgasmo tras otro. Orgasmos prolongados que llegaron hasta cuatro; de mayor o menor intensidad. Sus ojos se llenaron de lágrimas y a través de ellas me miraba mientras profería insultos que alternaba con gritos y jadeos.
Al fin se quedó quieta de pronto.
- Basta. Basta ya. Tengo el corazón muy acelerado. Para, para ya.- Me ordenó.
Me tumbé sobre ella y besé sus labios. Ardían. Sus pezones se clavaban en mi pecho. Moví la cintura para situarme entre sus piernas. Mi polla entró suavemente en su chocha. Me moví lentamente y ella respondió contoneándose lentamente.
- Eres pura lujuria. El vicio se ha hecho mujer en ti – Le susurré al oído.
- Sí, soy muy caliente. Soy ahora más caliente que cuando era una jovencita o una madura cuarentona. Mi ginecólogo no lo entiende. Me despierto cada mañana con deseos de hombre. Por eso me visto así, para provocaros. Luego en casa me toco yo sola durante toda la tarde. Sólo pretendo eso, provocaros y ver el bulto que os crece en los pantalones. Sois muy simples.
- ¿Pretendes que me lo crea? ¿Qué haces aquí conmigo si sólo querías provocarme? - Dije sin parar de moverme.
- Ha sido el roce con tu hombro en el autobús lo que me ha perdido. Me puse tan caliente que necesitaba culminar ya. No me hubiese bastado con tocarme yo. Necesitaba el cuerpo de un hombre, una picha.
Me incorporé y saqué suavemente la polla de su chocha. El flujo empapaba sus ingles y bajaba por el interior de sus nalgas. Contemplé el paisaje de placer que se ofrecía ante mis ojos.
Apunté mi polla hacia el ano y empujé suavemente.
- No, por ahí no – Protestó – Me molesta.
No hice caso. Continué empujando y vencí su resistencia. Se la metí toda, hasta que los huevos chocaban con sus nalgas. Me moví con suavidad para no provocarle dolor. Tenía la polla a punto de reventar. Manoseé sus tetas y tiré de sus pezones. Eso la volvía loca. La besé apasionadamente sin dejar de mirarla a los ojos. Le costaba mantenerlos abiertos. El placer inundaba de nuevo su cuerpo. Ahora no era el placer físico, sino el gusto de sentirse sometida. Eso fue lo que me dijo. Se tocó el coño. Agarraba con rabia sus labios mayores y menores y tiraba de ellos como de los pezones. Finalmente, el dedo corazón giró sobre el clítoris y sus ojos se pusieron en blanco. Se corría de nuevo, pero ahora con mi capullo entrando y saliendo de sus culo sin parar, produciéndole un ligero dolor que se mezclaba con el placer.
Gritó sin rubor. La debieron oír hasta en la calle. Jadeaba y sollozaba, se convulsionaba y me costaba mantener la polla dentro. Me agarré a su cintura y se la metía hasta el fondo. Embestí una y otra vez sin piedad. Me corrí con un grito liberador que casi la asustó. Su pecho jadeaba con cada embestida en la que yo descargaba chorros de leche. Fue una corrida imposible de describir. Fue larga e interminable. Abrasadora. No me salía más lechaza pero tenía un placer sublime.
Caí rendido sobre su cuerpo, intentando recuperar el ritmo en la respiración. Nos besamos con ternura. Nos miramos durante largo rato sin hablar.
- Tengo sesenta y dos años –Me dijo.
- Yo cincuenta y tres – le respondí – Pero ¿qué importa la edad cuando tu cuerpo es tan ardiente y provoca tanto deseo?