Gracias por la sorpresa, Amo (3)

Mi amo castiga mi rebeldía empuñando las armas que más daño me hacen... A veces el castigo físico es el que menos duele...

Gracias a todos los que me habéis animado para que siga escribiendo, espero que ésta última parte también os guste.

Y por supuesto gracias a ti, Amo...

Gracias por la sorpresa, Amo (III)

Que mi amo me permitiese quedarme junto a él después de todo lo que le había hecho me hizo sentir extrañamente feliz y deseada. Era consciente de que el castigo que me esperaba iba a ser el peor de todos. Tal y como me explicó mi amo cuando hubo acabado todo, yo le había proporcionado el peor de los castigos, hiriendo su orgullo y desafiando de aquella manera su autoridad. Me dijo que jamás olvidaría aquella desafiante mirada, y que no podría consentir otro ataque de rebeldía como el de aquella noche.

Y allí estaba yo, en posición de sumisa al pie de la cama, con el vestido de esclava que mi amo me había regalado en aquella casa rural, en nuestra primera sesión... Por mi mente comenzaron a repetirse las imágenes de los castigos que él me había impuesto durante aquellas primeras sesiones y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, mi amo podía ser el más tierno de los amantes pero también el más severo de los amos.

Después de que mi amo me dio la opción de quedarme con él no volvió a dirigirme la palabra. Cubrió su cuerpo son una bata, cogió el paquete de tabaco y salió al balcón. Yo le observaba intentando descubrir qué estaría maquinando su orgullosa cabeza. Mi cuerpo se estremecía con cada larga y profunda calada. Sabía que podía salir corriendo de aquella habitación en aquel mismo instante, sin que nada ni nadie me lo impidiese, pero en el fondo, aunque rebelde, era una esclava fiel, era su perrita sumisa.

Recorrí con la mirada todos los rincones de la habitación, vi mi maletín de sumisa abierto, vi el consolador en la cama, las bolas chinas en la mesilla, la fusta, los pañuelos con los que había atado a mi amo... Intentando descubrir cuál iba a ser mi castigo, me aterró la idea de pensar que mi amo ya sabía qué era lo que yo más odiaba. Odiaba estar humillada ante terceras personas, odiaba la mordaza con bola que me impedía retener la saliva dentro de mi boca, odiaba que me rechazase... Cada vez estaba más nerviosa, y sin embargo, cada vez tenía más ganas de que mi amo entrase por fin y me diese mi merecido, por muy duro que fuese, al menos así tendría toda su atención.

Cundo terminó de fumarse el cigarro se quedó allí apoyado en la barandilla del balcón mirando al infinito. La espera se estaba convirtiendo en una agonía sin final.

Por fin entró y se situó detrás de mi.

Esclava.

Sí... amo...

No llevas puesto tu collar, ¿dónde está?

El corazón comenzó a latirme a mil por hora, la tortura había comenzado...

Perdón amo... está en mi bolso... olvidé ponérmelo...

¿Qué castigo conlleva esa falta, zorra?

Diez... azotes con la vara... señor...

¡Ve inmediatamente a por tu collar, perra!

Sí amo – me levanté inmediatamente, saqué el collar del bolso y se lo entregué para que me lo pusiera.

No te he dado permiso para que camines de pie...

Lo siento... amo...

Normalmente era bastante comprensivo con mis despistes, pero esa noche no me iba a dejar pasar ni una.

Sacó la correa del maletín y me la enganchó a la pequeña argolla del collar, me llevó a cuatro patas hasta el balcón y me quitó el vestido. Ató la correa a la barandilla y me dejó allí, totalmente desnuda, como una perra, a la vista de cualquiera. Efectivamente, mi amo sabía que yo odiaba aquello, la humillación en público, pero aquella noche me iba a dar en donde más me doliese. Al menos era de noche y no hacía frío, era una preciosa noche de verano, pero quién sabe qué personas podían estar hospedadas en el hotel, podían ser clientes o conocidos...

Desde el balcón podía ver el interior de la habitación, mi amo se había quitado la bata y vi su cuerpo ligeramente marcado por los golpes con la fusta. Recordar lo ocurrido hizo que mi coño se humedeciese, disfrutaba provocando a mi amo. Vi que hacía un par de llamadas mientras me miraba y sonreía malévolamente. Cuando terminó de hablar corrió las cortinas para que no pudiese ver nada.

No se cuánto tiempo pasó hasta que mi amo abrió la puerta del balcón. Llevaba su traje de amo, ese que me pone tan cachonda, consiste en minúsculos retales de cuero negro estratégicamente repartidos por su cuerpo, unidos mediante hebillas y que dejan al descubierto sus atributos. Desató la correa de la barandilla y me llevó a la habitación a cuatro patas.

Mis ojos se abrieron como platos cuando vi a aquellas dos fulanas tumbadas desnudas en la cama, me miraban y sonreían llenas de lascivia.

Esclava, te presento a Eva y María, salúdalas como lo que eres, una perra traviesa...

Las dos putas se colocaron a cuatro patas sobre la cama, mostrándome sus enormes culos. Yo me acerqué a ellos y los olisqueé como si fuera una perra curiosa.

Qué simpática es mi perrita – dijo mi amo acariciándome la cabeza y humillándome aún más.

Las dos mujeres volvieron a abrirse de piernas y a mirarme con ojos de deseo. Ambas eran rubias, con unos ojos verdes preciosos y unas tetas enormes, hasta en eso había pensado mi amo, en solicitar los servicios de dos putas guapas y con más curvas que yo.

María se levantó de la cama y mi amo ocupó su lugar. Eva me mostró su conejo mientras se masajeaba las tetas como una golfa cachonda.

Sierva, a comer.

No podía creer lo que mi amo me estaba ordenando, me conocía mejor de lo que yo pensaba, sabía que los conejos de las putas me daban nauseas. Al ver que no me movía del sitio me dijo totalmente serio:

Vete de aquí ahora mismo si quieres, pero no volverás a verme jamás.

Inmediatamente me tragué mi orgullo y mis escrúpulos y hundí mi cara entre las piernas de aquella ramera. Siempre había imaginado un olor y sabor fuerte y desagradable, pero no fue así, y a medida que mi lengua jugaba más y más con su concha mi coño iba entrando en ebullición.

De pronto mi amo le ordenó a María que le hiciese una mamada. Aquello sí que me dolió, miraba de reojo a aquella guarra disfrutando de la verga de mi amo y veía el gesto de placer en la cara de mi amo. Aún no se cómo fui capaz de contener mi rebeldía y no lanzarme sobre aquella zorra como una leona herida. Supongo que el miedo de perder a mi amo para siempre me hizo mantener la calma, pero estaba sintiendo que el alma se me partía en mil pedazos, hubiera preferido la fusta a ver a mi amo disfrutando con otra. ¿Qué clase de sumisa era? ¿Qué derecho tenía a ponerme celosa? Él me conocía y me estaba dando mi merecido, y cómo dolía...

Cuando a mi amo le apeteció cambiar de juego decidió que cambiásemos los roles, él y Eva se incorporaron y comenzaron a darnos sexo oral a María y a mí. Aquella zorra me estaba volviendo loca de placer, pero el dolor de ver a mi amo comiéndole el coño a otra me estaba matando. Cerré los ojos para no sufrir, pero entonces mi amo le ordenó a Eva que gimiese y gritase como lo que era, una golfa. Así que ni con los ojos cerrados pude apaciguar el dolor. Creo que si no hubiera sido por aquella puta escandalosa me habría corrido en la boca de aquella profesional del sexo oral.

De pronto mi amo dejó de chupar y en ese momento supe que llegaba lo peor...

Se acabó el juego, zorra. María, coge la mordaza del maletín, Eva, ponle a esta perra la barra de hierro en los tobillos, las esposas y átala a la argolla del techo.

Eva me colocó la barra en los tobillos dejándome con las piernas totalmente abiertas. Me puso las esposas, las enganchó a un cable y unió su extremo a la argolla que mi amo había colocado en el techo, dejando mis brazos totalmente tensados por encima de mi cabeza. María me colocó la temida mordaza, la odiaba, mi amo sabía que la odiaba, al igual que odiaba que no soportaba que me humillase en público,

Las miradas de Eva y María ya no eran lascivas, prepararon mi cuerpo con gestos tiernos y ahora me observaban sentadas en la cama, con cara de pena... mierda... también odiaba que la gente sintiese pena de mi...

Allí estaba yo, totalmente expuesta, desnuda, indefensa, atada, amordazada, humillada, con el collar de perrita y la correa colgando del cuello. Entonces mi amo cogió la vara del maletín y paseó su afilada punta por todo mi cuerpo... mi cara... mi boca... mi cuello... El primer azote aterrizó en mi vientre, provocándome un ardor y escozor horribles. El segundo azote en los muslos, el tercero en la espalda, el cuarto en las pantorrillas, el quinto en el pecho y los otros cinco muy fuertes y seguidos castigaron mis nalgas sin compasión. Mi amo se quedó observando las marcas en mi cuerpo, cogió un tarro de crema del maletín y se lo dio a Eva y María para que me lo untasen y no quedasen demasiadas marcas.

Cuando terminaron de curar mis heridas mi amo se acercó a mi con las pinzas en la mano, las mismas que yo había utilizado con él. Me colocó una en cada pezón y otras dos en los labios vaginales. A continuación se acercó al maletín y sacó... el consolador metálico, el que me aterraba... Era enorme, estriado y tenía una base con un botón que hacía que el consolador girase sobre si mismo a tres velocidades. No utilizó anestesia alguna, me colocó la punta en la entrada del ano y lo metió hasta el que sólo quedó fuera la base. Cerré los ojos a causa del dolor y un gemido ahogado se escapó a través de la mordaza. Mi amo accionó la primera velocidad y entonces sentí el consolador revolucionarse dentro de mi culo. La sensación era espantosa, parecía que un taladro enorme me intentaba perforar las entrañas. Abrí los ojos y vi los gestos preocupados de Eva y María. Mi amo accionó la segunda velocidad y realmente sentía que el consolador iba a traspasarme el vientre. La tercera velocidad consiguió que brotasen lágrimas de mis ojos, cerré los ojos y esperé a que aquella tortura se acabase de una vez.

De pronto, sentí los dedos de mi amo acariciando mi concha. Abrí los ojos cubiertos de lágrimas y vi su rostro ante mi, ya no mostraba enfado, sólo buscaba mi arrepentimiento... Entonces asentí con la cabeza y bajé la mirada al suelo.

Mi amo detuvo el consolador y me lo sacó suavemente. Eva me quitó la mordaza y María me liberó de las ataduras. Yo caí rendida en el suelo, humillada. Las dos mujeres se vistieron, recogieron los sobres con el dinero, me dieron un beso en la mejilla y se fueron sin despedirse de mi amo.

Entonces él me recogió del suelo en brazos y me tumbó en la cama. Había sido una lección que ninguno de los dos olvidaría jamás...