Gracias al padre, estuve con la hija y la madre 3
Pensaba que mi relación con Lucía no podía ir mejor pero dando otra vuelta de tornillo decido aprovecharme de los problemas económicos de dos de sus amigas para convertirlas en nuestras putas. RELATO REVISADO, CORREGIDO Y VUELTO A SUBIR
Capítulo 4
Nuestra relación mejoraba, día a día. La mujer, joven e inexperta, se había convertido en una Diosa. Mi vida adquirió sentido. Con ella, no existía la monotonía ni el hastío. Decididos a seguir juntos, tomamos posesión del dinero que había robado su padre y como habíamos acordado nos lo repartimos a partes iguales.
En cambio en menos de tres meses, nos habíamos aburrido de su madre. Ya no nos divertía la sumisa en que se había convertido, era más un estorbo que un entretenimiento por lo que Lucía me pidió que le consiguiéramos una jubilación de lujo.
Como buen yerno, que soy, se la conseguí. Se la vendí a un socio por 500.000 euros. Lo más gracioso del asunto es que Juan, quizás uno de los economistas más brillantes que conozco, resultó ser un pésimo amo y en menos de 15 días, ya bebía en los zapatos de Flavia.
Así fueron pasando los meses, Lucía y yo, yo y Lucía, pareja, amantes, dominantes o dominados pero felices, cuando ya creíamos que no podía existir algo mejor, ocurrió lo que a continuación os relato…
Ese día me desperté temprano, mi novia estaba acostada a mi lado, con la cabeza recostada sobre mi pecho. La tersura de su piel me enloquecía, no fue un acto voluntario pero al mover mi brazo, oí su suspiro. Como si fuera el banderazo de salida, con la yema de mis dedos empecé a dibujar círculos en su espalda hasta llegar a sus nalgas. El sentir mis caricias, provocó que se estremeciera pegando más su cuerpo en el mío, lo que me permitió recorrer la costura de su tanga, la hendidura de sus glúteos y disfrutar con la rugosa piel de su agujero.
Su suspiro se convirtió en gemido. Retiré mi mano, y llevándola a mi boca, ensalivé mis dedos. La humedad de mi saliva entró en contacto con su piel. Abrió los ojos, y sin mediar palabra, se puso de rodillas con la cabeza en la almohada, dejando su culo expuesto a mis caricias.
Con mis manos, separé sus nalgas, teniendo cuidado que nada, ni siquiera su tanga, entorpeciera mis intenciones. Colocando mi lengua al principio de su espalda, fui bajando lentamente hacia el canalillo de su trasero, dejando tras de mi un rastro brillante. Al acercarme a su ano, me invadió el olor penetrante de hembra insatisfecha que necesita ser llenada. Con la punta recorrí las arrugas oscuras de mi destino, Lucía involuntariamente lo izó más, dejando me entrever como se contraía al ritmo de mis caricias. Su mano descendió hasta su sexo y con ansia castigó su montecito del placer. Ver su calentura, me excitó. Escupí en su agujero y con la lengua lo repartí, sin dejar pliegue ni rugosidad sin su dosis.
―Por favor― me suplicó.
Sabía lo que necesitaba pero iba a hacerla sufrir un poco más. Sacando del cajón un bote de aceite, derramé unas gotas sobre su cuerpo, lo suficiente para que con mis dedos, aflojara su tensión. Mi anular tomó posesión dentro de ella con desplazamientos laterales de forma que su esfínter se relajó.
¡Estaba preparada!
Apoyé mi pene en su entrada sin forzarla. Tras unos instantes, lo moví a lo largo de su canalillo, recorriendo su vulva hasta llegar a su clítoris. Ella protestó, quería que la tomara por detrás. Moviendo su cadera, intentaba introducírsela pero yo no la dejaba. Me apiadé de ella poniéndola en la abertura de su anillo:
–No te muevas―, le pedí.
Lucía me obedeció, quedándose quieta. Lentamente fui forzando su entrada, abriendo sus pliegues hasta que la cabeza de mi verga entró totalmente en su interior.
―Ahora échate hacia atrás, para que sientas como te penetra― dije.
Obedientemente movió su cuerpo, introduciendo toda mi extensión. No fue un movimiento continuo sino que con breves envites, centímetro a centímetro, rugosidad a rugosidad, fue absorbiéndome en su oculto tesoro. El dolor se mezclaba con el placer. Ni una queja salió de sus labios mientras se empalaba.
Cerró los ojos al sentirla plenamente.
Mis huevos habían chocado ya contra sus nalgas. Experta, esperó unos momentos para que su esfínter se acostumbrara a su castigo. Con suaves movimientos circulares me demostró que podía empezar, por lo que con un leve bombeo comencé a moverme. Poco a poco, fui aumentando la velocidad.
―Más fuerte―, me exigió.
Aceleré mis arremetidas, a la vez que con mis manos abiertas marcaba el ritmo con azotes en sus nalgas.
–Me encanta― gritaba y al sentir como la vara de su hombre, se regocijaba en su interior mientras con una mano seguía castigando su clítoris, con la otra estrujaba mis testículos. Del interior de su vulva, emergía un manantial de caliente flujo que se mezclaba con el aceite.
Era una pasada verla moverse al ritmo de mis caricias. En su espalda, una gota de sudor bajaba por su columna, pero volvía a subir con mis embistes. Parecía jugar con nosotros en un trío involuntario. Sus gemidos y la humedad de su cuerpo, aumentaron mi calentura. Previendo su clímax, agarré su cuello con las dos manos impidiéndole la respiración.
Lucía no se preocupó por mi estrangulación, sabía que la necesidad de aire que sentía aumentaría su placer. Sus brazos cedieron, de forma que mi cuerpo se clavó más profundamente mientras su cadera se estremecía y todo su cuerpo entraba en ebullición. En la palma de mis manos latían sus venas hinchadas por la presión que ejercía. No aguantando más, se desplomó en espasmos de placer. La solté pero sin compasión proseguí con mi tarea hasta que sentí como me derretía en su interior.
Exhausto y satisfecho, me quedé abrazado a ella, sintiendo como mi sexo, perdía poco a poco su dureza, dejando salir el rastro lechoso de mi placer. Estuvimos en esa posición unos minutos, hasta que el despertador rompió el encanto del momento.
Fui el primero en levantarme, tras una ducha rápida y un café con leche, cogí mi coche en dirección a mi trabajo. En la radio no había más que noticias desastrosas, atentados, terremotos y las típicas peleas del gobierno con la oposición. Decidí apagarla, mi despertar había sido perfecto y no quería estropearme el día con cosas que no me afectaban.
La oficina me agobiaba, gracias al padre de Lucía, era rico pero como era un dinero ilícito, tenía que seguir con la pantomima del trabajo honrado. Sería sospechoso, el dejar de trabajar en el momento de irme a vivir con la hija de un ladrón. Dediqué gran parte del tiempo a gestionar "nuestra herencia".
«La gente no sabe lo que tiene que trabajar un rico, para ser aún más rico», pensé disfrutando al verificar los impresionantes réditos que me estaban dando las inversiones de la compañía que habíamos fundado en un paraíso fiscal.
Eran las dos de la tarde cuando me llamó Lucía para avisarme que esa noche venía a cenar Patricia, su amiga. Resultaba que tenía graves dificultades económicas, su socia y ella estaban a punto de ser embargadas por una compañía a la que debían dinero. Querían mi consejo y mi ayuda, ya que mi novia les había contado lo experto que era en temas financieros.
―No te preocupes, veré lo que puedo hacer pero dile que venga también su amiga para que nos den una visión global del problema― contesté.
Mi plan había resultado, durante los últimos tres meses había estado comprando en el mercado la deuda de ellas pero como era lento les di un empujoncito por medio de una compra masiva desde una empresa que a la semana quebró.
Por supuesto, ¡la empresa quebrada era mía!
Decidí que esa tarde, saldría temprano, ya que tenía que explicar a Lucía el plan. Pero antes de salir de la oficina, la llamé. No quería llegar a casa y encontrarme con la sorpresa de que se había ido otra vez de compras, cosa que se había habituado a hacer con demasiada frecuencia.
La encontré enfrente del ordenador. Por lo visto, estaba buscando en internet mansiones en las islas Caimán para cuando nos fuéramos de España. Me enseñó la que le había gustado. Una verdadera exageración con 10 dormitorios, una barbaridad de terreno, piscina, padel, frontón, es decir un palacio. Estaba tan entusiasmada, que tuve que pedirle que se callara porque quería decirle algo importante.
― ¡Nos han descubierto!―, exclamó totalmente asustada: ―¡Dime la verdad!
―No, tonta, es algo bueno.
Mi respuesta le tranquilizó, por lo que con una sonrisa, me pidió que le explicara entonces que era eso tan importante. Tomé un breve respiro, antes de empezar a hablar:
―Últimamente, te has quejado de no tener nadie de servicio. ¿Te gustaría educar a dos nuevas perras? Una de 24 y la otras de 28 años, morenas, buenas tetas, y dos magníficos culos que azotar― le solté a bocajarro.
Se quedó con la boca abierta, aunque habíamos hablado de ello no se lo esperaba. Tras unos momentos, empezó a sospechar:
―¿Quién son las candidatas?― preguntó.
―Patricia y su socia―, dejé caer como quien da la hora, sin darle la mínima importancia.
―¡Estas completamente loco! Son un par de estrechas que están esperando a su príncipe azul― dijo totalmente alterada pero por el brillo de sus ojos supe al instante que no le desagradaba la idea.
―Pues si tú quieres, a partir de esta noche tendrán su rey y su reina―, contesté, explicándole acto seguido que las teníamos en nuestras manos, o mejor dicho que sus cuellos estaban bajo nuestras botas y que en cualquier momento podíamos apretar y asfixiarlas.
No se podía creer que hubieran sido tan bobas y menos que yo hubiera ardido un plan, tan maquiavélico, que les hizo cavar su propia tumba.
―¡Eres un hijo de puta! Pero, ¡me encanta! Ya que tú has diseñado la primera parte del plan, déjame que yo sea quien ejecute la segunda.
No tuve nada que objetar, era justo y menos cuando sentí que me bajaba la bragueta y me empezaba a hacer una mamada. La sensación de poder, la había excitado. Separándola de mí, le indiqué:
―Guarda fuerzas, para esta noche. Si todo sale bien, vamos a estar muy atareados….
Eran la 8:30 de la noche, quedaba una hora para que llegaran nuestras presas, por lo que nos fuimos a preparar la encerrona. Lucía se vistió para la ocasión. Cuando la vi salir, me quedé alucinado. Llevaba puesto un vestido negro de cuero que más que tapar enseñaba. Totalmente pegado, sus nalgas y sus pechos resaltaban en su figura.
―¿Y eso? ― pregunté.
―Lo tenía preparado para una ocasión especial― contestó muerta de risa.
Como ella iba a ir de negro, en plan Madam Fatal, no quise quitarle protagonismo por lo que me vestí de blanco, en plan moda ibicenca, con una camisa de lino y unos pantalones de pintor. No me había terminado de atar los cordones, cuando sonó el timbre.
«Alea jacta es, la suerte está echada», pensé parafraseando a Julio Cesar. Él conquistó un imperio, yo estaba formándome un harén.
Cuando llegué al salón, las dos incautas estaban conversando animadamente con mi novia. Patricia e Isabel se levantaron a saludarme, lo que me permitió observar sus cuerpos. La primera, delgada, menuda, una joven morena que parecía que no había roto un plato, de pechos pequeños pero apetecibles. En cambio su socia, era un mujerón, más de un metro ochenta de lujuria, el pelo rizado, y dos espectaculares melones que serían la delicia de cualquier hombre, todo ello enmarcado en un cuerpo espectacular. Encima de la mesa, había dos carpetas con toda la documentación que tenía que estudiar por lo que tras las corteses presentaciones, me excusé y cogiendo todos los papeles me dirigí hacia mi despacho.
Conocía el contenido del 90% de los documentos pero como tenía que hacer tiempo, me serví un whisky mientras ojeaba las fotocopias de la empresa. Realmente, estas dos mujeres eran tontas, como dicen en México "las nalgas están peleadas con el cerebro". Desesperadas por su situación habían falseados sus balances, de forma que no solo las iban a embargar, sino que iban a pasarse una buena temporada en la cárcel.
Es más, al pedir su último préstamo que estaba ya en poder de mi empresa se habían inventado unas partidas inexistentes y para colmo, se les ocurrió poner como aval al padre de Patricia, que llevaba muerto seis años. Era un fraude de lo más burdo:
«Seis añitos en la trena», calculé.
Era bastante mejor de lo que suponía, por lo que con la excusa de que quería otra copa, llamé a Lucía explicándole las novedades y que ya no eran problemas económicos sino penales.
―Dame media hora― me pidió.
Era su turno. Tenía que preparar el terreno, por lo que me puse a leer una revista para pasar el rato. Pero me resultó imposible. No me podía concentrar en los artículos. No dejaba de especular en los tres bombones que tenía a 10 metros de mi puerta, en cómo serían en la cama y en el uso que les iba a dar. Los minutos transcurrían con una lentitud exasperante, parecía que el reloj no funcionaba. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para quedarme sentado en la silla y no salir corriendo hacia mi futuro.
«Ya no puedo mas, no me importa que solo hayan pasado 20 minutos», mascullé mientras recogía las carpetas y salía con aire preocupado a reunirme con la mujeres.
Al verme entrar tan serio, en la habitación, Patricia me preguntó:
―Tan mal, estamos―, en su voz noté que había bebido. Sobre la mesa estaban dos botellas de vino, vacías y otra a medio terminar, Lucía les había dado de beber para bajar sus defensas.
―Peor―, contesté― tenéis un 90% de posibilidades de terminar en la cárcel.
―¡No puede ser!― saltó Isabel ―Nuestro asesor nos ha dicho que, como máximo, nos embargan.
Su tono de voz se oía francamente preocupado, en su interior debía de saber que yo tenía razón.
―Seguro que no sabe que el padre de Patricia está muerto. Habéis suplantado su personalidad con el objeto de engañar al banco. Eso es delito y se paga con 15 años de cárcel.
Era una exageración pero nos venía bien. Las dos muchachas se desmoronaron. Patricia llorando se refugió en brazos de Lucía, que la estaba esperando. Con delicadeza, acarició su cabeza, tratando de tranquilizarla.
Durante unos minutos, las dejamos llorando para que se fueran hundiendo más en su propia miseria. Isabel, estaba sola, nadie la estaba animando. Desesperada, se lanzó a mis brazos en busca de consuelo.
Mi novia, al ver que me abrazaba, se levantó de su asiento y cogiéndola de los pelos, le gritó:
―No te parece bastante, lo que has hecho a mi amiga, que ahora, ¡quieres quitarme el hombre!― a la vez que empezaba a pegarla, a insultarla, echándole la culpa de la desgracia de su amiga haciéndola sentir más cucaracha, de lo que ya se sentía.
Esperé unos momentos antes de intervenir, la violencia era un paso más en el derribo de sus defensas. Separé a las dos mujeres, pidiéndolas tranquilidad. Lucía no quiso quedarse quieta, todo lo contrario, y dirigiéndose a donde estaba Patricia, le dio un sonoro bofetón que la hizo caerse de espaldas.
―¡Eres imbécil, ¡no esperes que te vaya a visitar a la cárcel!, ¡Ojalá te encuentres con una bollera que te viole todas las noches! ― exclamó maldiciéndola mientras la muchacha caída en el suelo, no paraba de llorar.
La cosa evolucionaba mejor que lo que me hubiera podido imaginar. Lucía era toda una actriz, merecía una óscar por su actuación, echándose a mis brazos llorando me imploró:
―Pedro, ¡no lo puedes permitir! No te lo he contado nunca pero aunque estoy enamorada de ti, amo a Patricia. No puedo soportar que alguien la toque, ¡ayúdala!, ¡Por favor!
―Zorra―, contesté mientras la separaba de mí.
Las dos socias pararon de llorar para mirarnos. Mi novia seguía abrazada a mis pies, pidiéndome que las ayudara. Tan buena era en su papel, que hasta yo me lo estaba creyendo.
―Pedro eres millonario, tú puedes ayudarlas.
En los ojos de nuestras dos víctimas brilló una leve esperanza que quedó deshecha al oírme decir que jamás ayudaría a la amante lesbiana de mi mujer.
Patricia trató de defenderse diciendo que ella era heterosexual, que jamás había estado con ella pero no la escuché y saliendo de la habitación, las dejé solas.
No me había dado tiempo a servirme una copa, cuando Isabel entró en mi despacho, sabía que yo era su única salvación y no la podía dejar escapar:
―¿En serio podrías ayudarnos? ― preguntó.
―Podría pero no quiero― fue todo lo que oyó de contestación.
―¡Por Favor! Ayúdanos. Haría cualquier cosa para no ir a la cárcel.
Estaba destrozada y decidí aprovecharme de esa circunstancia.
―¿Cualquier cosa? ¡A ver si es verdad¡ ― contesté mientras liberaba a mi miembro, el cual debido a mi excitación estaba totalmente erecto.
Isabel se quedó paralizada. Por su modo de pensar, nunca imaginó que eso es lo que le iba a pedir a cambio de mi ayuda.
―¿Y Lucía? ― su cara reflejaba el miedo que la tenía.
Estaba más preocupada por su reacción que por el hecho de hacerme una mamada.
―¿Quieres que te ayude?
Asintiendo con la cabeza, me contestó. Supe que se había rendido y que lo sabía. Si quería librarse de ser enchironada, debía de obedecerme. Sumisamente, se arrodilló frente a mí. Mi pene le quedaba a la altura de su boca. Sin mediar palabra abrió su labios, introduciéndoselo en la boca. No pudiendo soportar la vergüenza, cerró los ojos, suponiendo que el hecho de no ver disminuía disminuiría la humillación de ser usada.
―Abre los ojos, quiero que veas que es a mí a quién se la chupas― exigí.
De sus ojos, dos lágrimas de ignominia brotaban, entretanto sus labios y su lengua se apoderaban de mi sexo. De mi interior salieron unas gotas pre-seminales. Las cuales fueron sin deseo, mecánicamente recogidas por su lengua. Era una puta pero no la perra que yo quería, cabreado la separé de mí, jamás me había gustado como las prostitutas me follaban, ¡les faltaba pasión!
―Así, ¡No me vale!― le solté, dejándola sola, en el despacho.
En el salón, Lucía me esperaba impaciente.
―¿Patricia?, pregunté, notando su ausencia.
―Se ha ido.
Su cara parecía preocupada, su amiga se había sentido ofendida y se había largado enojada.
―No te preocupes, ya caerá― y llamando a Isabel que en ese momento se reunía con nosotros, con la cara desencajada por haberme fallado, le pedí que se sentara en frente de nosotros.
Dejé que se acomodara en el sillón, antes de empezar a hablar:
―Mira zorrita, estáis en un buen lío. Si no os ayudo, y que conste que solo lo haría por ella― señalando a mi novia que seguía con su actuación, gimiendo y llorando ―vais directamente a la cárcel. Salvaros me costaría un dineral, por lo que quiero algo a cambio.
La morena sintió la dureza de mi mirada, fuera lo que quisiera sería muy duro aceptarlo pero más aun negarse. Se sentía como si le persiguieran una jauría de perros y de pronto se encontrara con un precipicio. La única vía de escape era lanzarse al vacío. Sin pestañear siquiera, esperó mi propuesta.
―Solo, os voy a hacer una oferta. La tomáis o la dejáis, no acepto negociación. Tenéis dos opciones, el trullo, durante quince años, o ser nuestras, en cuerpo y alma durante dos años.
No era tonta, comprendió a la primera a lo que me refería, su mente luchó durante unos instantes, no iba a ser fácil pero la otra alternativa era mucho peor. Levantando los ojos, y mirándome a la cara, respondió:
―¿Qué quieres que haga?
―Baila― exigí, mientras ponía música.
Incapaz de negarse, se levantó de su asiento y empezó a bailar siguiendo el ritmo pausado de la canción. Dos lágrimas surcaban sus mejillas pero ninguna protesta surgió de su garganta.
―Ahora sin dejar de bailar, desnúdate.
Su ropa empezó a caer al suelo, dejándonos ver la rotundidad de sus formas, duras horas de gimnasio habían modelado su cuerpo y se notaba. Miré a Lucía, por el color de sus mejillas supe que se estaba excitando. Solo le quedaban el sujetador y las bragas para terminar, tras un breve titubeo se despojó de estas dos prendas, quedando totalmente desnuda.
Me puse a su lado y cual ganadero revisando un ejemplar, sopesé el peso de sus pechos, la forma de sus glúteos, la fortaleza de sus bíceps y de sus piernas. De lo que estaba tocando, lo que más me gustaba eran sus negros pezones pero había que reconocer que estaba buena la condenada. Me concentré su sexo, la total ausencia de pelo facilitó mi reconocimiento. Separando sus labios, introduje mi dedo índice en su interior. Estaba claro que no le estaba gustando mi examen, se mantenía seco, sin flujo. En cambio, al probar su sabor, me encantó. Tenía todas las características necesarias para terminar siendo una buena yegua, sonreí satisfecho.
Quien sí se había sentido afectada era Lucía. No me había dado cuenta pero durante mi exploración había aprovechado a desnudarse y desde el sofá en el que estaba sentada y señalando su vulva, le ordenó:
―Cómeme.
Sin protestar, se arrodilló en la alfombra. Desde mi puesto de observación, pude apreciar como los labios de la vagina de mi novia brillaban por la excitación que sentía, como su dueña los separaba en espera de su lengua. Isabel, sin dejar de llorar se disculpó, diciendo que no sabía y que nunca lo había hecho. A lo que le contesté que solo tenía que hacer lo que le gustaba que le hicieran a ella.
Más segura de sí misma, introdujo toda su lengua en el agujero y deslizándola lentamente hacia arriba, se apoderó de su clítoris. Lo envolvió con sus labios quedándose allí, chupando y succionando con suavidad. Lucía, al notarlo, dio un respingo y sujetándole la cabeza, la obligó a profundizar en sus caricias. Por sus gemidos, supuse que lo estaba haciendo bien. Nunca había visto a ella con otra mujer, esa visión me entusiasmo. Me sobraba la ropa, quería hacer uso de ese coño depilado por lo que con celeridad, busqué quedarme desnudo.
Arrodillándome, me acerqué a Isabel por detrás, sus nalgas duras y morenas me esperaban. Puse mi pene en la entrada de su cueva, seguía seca. Pero ese, no era mi problema, por lo que usando mi saliva, lo humedecí y separando sus labios, la penetré hasta el fondo. Un grito de dolor y humillación salió de su garganta, parando en su labor. Lucía le exigió que continuara y yo para afianzar la orden, azoté su trasero. Reinició con sus maniobras, a la vez que yo incrementaba mis acometidas. Poco a poco, mi sexo entraba y salía con menos dificultad, aunque no estuviera excitada, no podía evitar que su cuerpo se fuera relajando. Mi novia, por su parte, arqueó su cuerpo al recibir las sacudidas de su orgasmo y con el vaivén de sus caderas, intentó prolongar al máximo su placer. Necesitaba descargar urgentemente, mi calentura era brutal, puse mis manos en sus hombros y usándolos de anclaje, ferozmente introduje toda la extensión de mi vara, chocando contra la pared de su vagina. La pobre muchacha gritaba de dolor, pero eso no me amilanó, sino por el contrario aumentó la temperatura de mi libido. Notando que se acercaba mi explosión, aceleré mis movimientos, descargando en sus entrañas en placenteras andanadas toda mi energía acumulada.
Cansado y saciado, me senté junto a Lucía. Isabel, derrotada y degradada, lloraba tumbada en el suelo asimilando su desgracia. Esperé unos minutos a que se calmara. Cuando consideré que ya era suficiente, le ordené que se vistiera, avisándola, que las esperaba a las dos mañana en la noche o no había trato.
Lentamente, se vistió, su mente debía de estar cavilando como convencer a Patricia, de su destino común. Para ella, no había marcha atrás, o convencía a su socia, o se pudría en la cárcel. Caminó como una zombie, hacia la puerta, donde mi novia la esperaba, pero antes de irse dirigiéndome una mirada de odio, se despidió con un "hasta mañana".
Con una carcajada, le dije a Lucía:
―Mi amor, tenemos un problema―
―¿Cuál?―.
―Tenemos que comprarnos una cama más grande, en esta ¡no cabemos los cuatro!― le respondí, dándole una palmada en su culo.
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