Gracias al padre, estuve con la hija y la madre 2

Lucia creía que me tenía en sus manos, por lo que tuve que demostrarle que estaba equivocada. Su madre y ella, eran mis dos zorras. RELATO REVISADO, CORREGIDO Y VUELTO A SUBIR

Capítulo 3

Llevábamos viviendo quince días juntos. Cada uno se había adaptado a su papel. Lucía seguía castigando a su madre por cualquier motivo. Su venganza era cruel e inhumana. La obligaba a estar desnuda en la casa con un collar atado al cuello como única vestimenta y  a dormir en el suelo a los pies de la cama. Yo por mi parte, en mi papel de hombre de la casa, novio, esposo o pareja, me acostaba todas las noches con esa estupenda mujer y aunque podía participar más que de los castigos a Flavia, me tenía vetado el uso de la perra en la que la estábamos convirtiendo.

Me desperté a las tres de la mañana con ganas de ir al baño. Al levantarme como la mascota fiel en que se había convertido la que hasta hace dos semanas era una señora, me siguió a gatas esperando cualquier recompensa, una caricia, una sonrisa, o unas buenas palabras.

Sabía que de su hija, nada podía esperar.

La situación era dantesca. Yo, de pie con mi pene en la mano, orinando y ella a cuatro patas, esperando cualquier orden de su amo. Empecé a acariciar su cabeza, dándole a entender que agradecía su fidelidad. Ante esa actitud de cariño, me preguntó:

― ¿Le puedo servir en algo?

Por su actitud sumisa, supe que se estaba acostumbrando a su nuevo estado.

―Cuando termine, quiero que me limpies― respondí.

No esperó a que terminara e introdujo en su boca mi sexo, de tal forma que tuvo que beberse los últimos restos de mi orín antes de proceder a dejarlo inmaculado. Se demostró como una maestra. Después de asearlo con su lengua, se concentró en mis testículos, lamiéndolos y mordisqueándolos. Mi reacción no se hizo esperar. Poco a poco fue creciendo en mi interior la calentura mientras mi cuerpo reaccionaba bombeando sangre hacia mi pene. En su cara pude observar la satisfacción de mujer que ha conseguido excitar a un hombre.

―Cierra la puerta― ordené.

Una vez que me había obedecido, me senté con las piernas abiertas para facilitar más sus maniobras. Flavia se arrodilló frente a mí y volvió a meterse mi miembro en su boca.

―Mastúrbate, tú también― dije.

No se lo esperaba ya que tenía prohibido obtener placer. Como una loca comenzó a frotarse su clítoris mientras no dejaba de incrementar el ritmo de la mamada. Llevaba mucho tiempo siendo usada, excitada y controlada, por lo que al dejar salir todas sus emociones se corrió en seguida. La suya fue una corrida silenciosa. No se atrevía a gemir para no despertar a su hija. De sus ojos salieron unas lágrimas de agradecimiento mientras de su cueva manaban litros de flujo que recorrían sus muslos.

La obligué a levantarse y a montarse encima de mí. Mi sexo la empaló con facilidad y sus pechos quedaron a mi merced. Estaban firmes, acerqué mi boca a ellos. Un suspiro surgió de su garganta cuando sintió mi lengua jugar con sus pezones. Su movimiento, que empezó siendo suave vaivén, se convirtió en el de un tren a punto de descarrilar. Fuera de sí, clavó sus uñas en mi espalda coincidiendo con su segundo orgasmo. El dolor que sentí, la humedad de su entrepierna, pero sobretodo el morbo de estármela tirando contra la voluntad de Lucía hicieron el resto. Como un volcán exploté mientras con mis dientes mordía su cuello.

Un sabor dulce inundó mi boca. Donde esperaba ver las marcas de mi mordisco, había una pequeña herida de la que manaba sangre. Como un poseso, empecé a beberla, mientras ella se deshacía en placer. Era una sensación nueva, jamás la había probado, pero su sabor me gustó tanto que no pare de sorberla hasta que paró de salir.

―Gracias― dijo quitándose de mis piernas y volviendo a ocupar su puesto, a cuatro patas a mi lado, lloriqueó: ―¡Por favor! No se lo digas a Lucía, ¡me mataría!

Todo en ella, denotaba preocupación. Con su cabeza gacha mirando al suelo, estaba implorándome ayuda. Decidí aprovecharlo.

―De acuerdo pero desde hoy eres de mi propiedad. Obedecerás a Lucía siempre, excepto si yo digo lo contrario― contesté.

Al oírlo, levantó su cabeza, y en su mirada supe que lo haría. Salí del baño, Lucía dormía ajena a lo sucedido. Estuve a punto de despertarla para continuar con mi noche loca pero prudentemente decidí no hacerlo, no fuera a imaginar que esa noche era el segundo plato.

Relajado, me dormí en seguida.

Me despertó la alarma del reloj de la mesilla. Cansado por las pocas horas dormidas, me levanté de mal humor. Tras una ducha rápida, salí de la habitación. Al llegar a la cocina, el olor a café recién hecho me relajó pero sobretodo la escena con la que me encontré.

Lucía estaba desayunando, desnuda mientras su madre postrada a sus pies le hacía la manicura. Al verme, me saludó preguntando qué tal había descansado.

–Bien, es fácil, acostumbrarse a lo bueno― contesté mientras le acariciaba un pecho ― y tú eres lo mejor―.

No hay cosa mejor para una mujer que levantarse con un piropo y ella no era la excepción.

―Gracias―, respondió.

Divertido pensé que en menos de cinco horas dos mujeres me habían dado las gracias, eso sí, por motivos muy diferentes. El resto del desayuno, fue rutinario. Después de preguntarme qué iba a hacer ese día, me comentó que ella se iba de compras y después a comer con su amiga Patricia.

Como no me sonaba, me explicó que era la muchacha con la que habíamos cenado cuando nos conocimos.

–La morena de ojos verdes―, recordé.

Algo en mi mirada, la enfadó.

―Que ni se te ocurra. Tenemos un acuerdo, ¡durante un año eres mío!― espetó, celosa e indignada.

Como no tenía ganas de discutir, salí de la casa, cabreado, sin mediar más palabras. Me estaba cansando de sus celos y de su dominación. Yo no era su esclavo y se lo iba a demostrar.

La propia actividad del día, los problemas de los clientes y los pesados de mis socios, con sus interminables comités, terminaron por hacerme olvidar lo sucedido. Solo en el trayecto de vuelta, pude empezar a maquinar mi respuesta:

«Lucía es una muchacha resentida, bellísima, pero resentida», pensé, «el haber perdido a su padre, le ha marcado para siempre. Su necesidad de dominio no es mas que un reflejo de esa necesidad de autoridad paterna» y entonces decidí que si necesitaba autoridad, ¡la iba a tener!

Convencido de mis pasos a seguir llegué a la casa. Lucía estaba sentada en el sofá de la sala, el mismo en el que habíamos tenido nuestro primer acercamiento, hablando tranquilamente con su amiga.

―Hola, cariño― dije mientras me sentaba a su lado y le daba un beso: ―Tráeme un whisky que llego cansado.

No se lo estaba pidiendo, se lo estaba ordenando. En su cara se reflejó el disgusto pero no quiso montarla enfrente de la gente y a regañadientes se levantó a servírmelo.

―Ah y de paso, unas aceitunas. No te preocupes que mientras tanto, yo entretengo a Patricia.

Mi alusión a lo sucedido en la mañana, fue como si un rayo la partiera en dos. Estaba jugando con ella, y lo sabía. Mi conversación con su amiga divagó sobre temas triviales, pero el volumen de mi voz, parecía que estuviéramos hablando de temas íntimos. No dejaba de observarnos mientras localizaba la lata y me servía la copa. Por la tirantez de sus movimientos, supuse que se estaba enfadando. Yo, por mi parte, estaba disfrutando.

―Aquí lo tienes―, dijo al volver con la bebida, tratando de aparentar ser una novia cariñosa.

―Ves, me ha tocado la lotería. Quién iba a suponer que iba a ser una mujercita de su casa― y dirigiéndome a ella,  susurré: ―Siéntate en mis piernas, al final de cuentas, Patricia es como de la familia. Que no te dé vergüenza.

―Pedro, Patricia me acaba de comentar que se tenía que ir, la acompaño a la puerta y vuelvo a tus brazos― respondió con una sonrisa.

Su amiga, percibiendo que algo pasaba, cortésmente cogiendo el bolso se despidió de ambos.

―No hace falta que me acompañes, quédate con él, que no le has visto en todo el día―, dijo saliendo de la habitación.

El silencio se apodero del salón, espero a que el ruido de la puerta al cerrarse lo rompiera para estallar en cólera.

―Pero tú quien te crees― gritó, a la vez que intentaba abofetearme.

Como era algo que tenía previsto, le sujeté la mano con fuerza, impidiendo sus movimientos.

―Tu pareja, al menos durante un año, si no te comportas como una buena mujer, tendré que enseñarte―, contesté mientras la ponía en mis rodillas, boca abajo y empezaba a darle unos azotes, los mismos que su padre podría haberle dado.

Lucía me gritaba que la soltase pero, lejos de parar, sus gritos eran un acicate para mí. Cuanto más berreaba, más fuerte le pegaba. Tras unos minutos de castigo, su rebeldía había desaparecido, solo sus llantos respondían al sonido de mis manos al castigar sus nalgas. Cansado, por el esfuerzo, la solté.

―Tienes suerte que no esté tu madre, sino ella también me hubiera ayudado.

Se levantó y corriendo se encerró en el baño. A través de la puerta, se oían sus sollozos. Cansado de ellos, puse la televisión con la esperanza de no escucharlos. En ese momento, llegó Flavia.

Su hija la había mandado a por la compra. Nada más entrar, se despojó de su vestido dejando solo el collar que mostraba su estatus. Al ver que no estaba su hija, se relajó, y acercándose a mí, andando, me preguntó que donde estaba. Como única respuesta obtuvo el mismo castigo que su hija, una tunda de azotes. Sus gritos, hicieron que Lucía saliera del baño, preguntándome la razón del correctivo.

―Se ha atrevido a andar como un humano, no a reptar como la serpiente que es― respondí.

Lejos de enfadarse, sacó una fusta de un cajón, y comenzó a ayudarme. Mientras, yo la sujetaba, ella con saña la castigaba. Sus palabras fueron bálsamo para mí:

―Pedro es tu amo, le mereces respeto.

La situación me había puesto cachondo y retirando a su madre me levanté, abrazándola, la besé. Mis manos torpemente intentaron liberar sus pechos de la prisión a la que le tenían sometida la camisa y el sujetador. Lucía no podía esperar y rasgando su camisa, los libró de sus ataduras. Imitándola, la despojé de su falda, de sus bragas, dejándola desnuda. No tuve tiempo de llevarla a la cama, alzándola la deposité sobre la mesa del comedor. Sus piernas se abrieron, deseosas de recibirme en su interior. Su gruta brillaba por la excitación, de un golpe me introduje dentro de ella. Gritó de placer cuando coloqué sus piernas en mis hombros, prosiguiendo con mis acometidas. La posición permitía que toda mi extensión fuera absorbida por su sexo y que mis testículos como en un frontón rebotaran contra ella. Su respiración entrecortada, el sudor que le corría por sus pechos, descubrían a mis ojos su excitación. Flavia no pudo soportar la calentura y con ansia desesperada empezó a masturbarse:

«Tendré que aplicarla un correctivo», pensé mientras mordía la pantorrilla de la muchacha, clavándole los dientes en su carne joven. Su grito coincidió con mi primera eyaculación, usando sus pechos como sujeción, proseguí en mi cabalgada, mezclándose su flujo con el torrente que salía de mi pene. Sus movimientos se aceleraron, sus músculos pélvicos se contraían rítmicamente. Me estaba, literalmente, ordeñando. Exhausto, caí encima de ella coincidiendo con su propio clímax, el cual prolongué castigando con mis caricias su botón del placer.

Era mía, todavía no era consciente pero lo era. Había aceptado mi autoridad y yo iba a ejercerla...



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