Gozando con el engaño
Penetrada reiteradamente durante toda la noche, no comprendía como un solo hombre podía hacerlo. Exhausta y al límite, con el amanecer lo entendí todo...
«¡Qué mal se conduce con tacones, joder!». Pensaba en lo poco acertado de la indumentaria, adelantando una hilera de camiones que ocupaba el carril central. Contestaba a sus bocinazos con el codo apoyado en la ventanilla y mostrando el dedo de manera explícita, hasta que me di cuenta de que el desvío estaba a pocos kilómetros. Me ceñí al lateral. Nunca he sido agresiva conduciendo, pero andaba nerviosa con la mandíbula agarrotada y el corazón palpitando, efecto de los chicles que mascaba. Había dejado de fumar hacía poco, pero no de suministrarle a mi sangre: nicotina en cantidades industriales, vía parches y goma de mascar. Escupí el chicle y, ante el riesgo de provocarme una sobredosis, consideré las bolas chinas como terapia alternativa. Salí de la autopista por fin, sintiéndome mejor y recordando ese paisaje que había conocido tres semanas antes cuando Julián me presentó a su gemelo ( http://www.todorelatos.com/relato/73499/) Como en la vez anterior, también en esta ocasión me llamó a casa:
-¿Te gustaría pasar otro fin de semana con Adrián? -me preguntó.
-¿Y contigo?
-Me dijo que le encantaría volver a verte...
Sospesé la propuesta halagadora. En la escala de valores estéticos de Adrián, yo estaría a mitad de camino entre una cabra y la panadera del pueblo.
-¿Y tú? -le pregunté, ya que no me había contestado a eso.
-No puedo subir, Cris, pero tú si puedes hacerlo si quieres. Tengo una barbacoa con mi mujer y los suegros.
-De acuerdo -le contesté. Estoy dejando de fumar y me irá bien un poco de aire puro.
-Entonces te sentará de muerte meterte algo en la boca de vez en cuando... jajajaja
-Cabrón -le contesté. No sabes lo duro que es eso.
-Anda que no... lo habré intentado cientos de veces.
Y allí estaba de nuevo, esta vez sola, enfrentándome a ese solitario aparente. Sabía a lo que iba y me daba un morbo extremo, pero sin la complicidad de su hermano me sentía extraña. Llegué por la tarde cuando el sol escondía sus rayos. Había caído un chaparrón y todo tenía una aspecto fresco y limpio. Cuando apagué el motor, oí el ladrido de los perros y vi su silueta al contraluz con un estremecimiento. Era tan sólida, masculina... turbadora... Él era el amo de esa tierra o así la usaba, y en ese entorno primario me sentí como un animal más, cautiva de su poder; porque no hay olores, perfumes ni formas que enturbien lo más básico en la naturaleza salvaje. Mi alma se rendía de antemano mientras bajaba el equipaje del coche y él se acercaba para ayudarme.
-Hola, Cris -me dijo, abrazándome entre sus brazos poderosos. Mis manos se aflojaron dejando caer la bolsa que llevaba. No era sexo lo que me ofrecía ahora, sino ternura...¿y quién se resiste a eso? Yo le contesté acariciando su cara y él me apretó más fuerte, tan intenso que sentí ahogo, pero lo viví tan hermoso que igual me daba asfixiarme.
-Te he echado en falta -me dijo, mintiéndome y sin soltarme.
-Fue bueno -le contesté sin mentirle.
-¿Sólo eso?
-Fue perfecto -y sonreí.
-Lo arreglaremos para que sea supremo -dijo, levantándome en volandas y llevándome hasta el porche, tatareando...
Yo me reía mientras veía mi equipaje abandonado siendo pasto de las cabras y los perros. Nos esperaba la mesa dispuesta en el comedor, pero no nos detuvimos hasta llegar al baño iluminado con velas, donde la bañera humeaba empañando los espejos y creando una atmósfera extraña e irreal. Tras dejarme en el suelo, fue quitándome con delicadeza cada pieza de ropa, una a una, besándome las partes recién descubiertas con la ternura de un amante y, cuando me tuvo desnuda, me sumergió en la bañera. Vi su imagen difuminarse entre el vapor, sus brazos alejarse para arrancar la ropa que cubría su cuerpo y lanzarla al suelo hasta quedar sin ella. Sus dimensiones provocaron un pequeño maremoto que lanzó el agua por los costados y se deslizó bajo mi cuerpo, levantándome como un corcho. Cerré los ojos y sentí bajo mi culo la piraña lujuriosa. Levantó mis piernas y metió la cabeza bajo el agua. El placer tomó forma de burbujas al ritmo que salían de su boca mientras me recorría el culo y la polla, y cuando le atrapó la asfixia, salió para tomar aire y seguir con los pezones. Entonces le peiné el pelo hacia atrás con las yemas de los dedos y le olí el cuero cabelludo, aroma que me enloquece. Lo sentí hurgar en mi ano con los dedos, buscando el camino preciso y ahí la hundió hasta el fondo. Me estremecí y me abracé más fuerte a su cuerpo duro y velloso, oliendo su olor intenso. Dejé que mis piernas colgaran por los costados para así quedar más ofrecida a su goce y, cuando el agua se convirtió en un magma violento que volcaba al ritmo de las acometidas de su cuerpo, se corrió dentro de mí.
Me dejó para que me vistiera y observé que igual que en la visita anterior, yo debía cumplir con su obsesión: la lencería blanca victoriana, con muchos lazos y puntillas, corsés y medias de seda. Toques de rosa o malva en las ligas y ligueros, esta vez con el complemento de unas largas botas de media caña con cordones. Y sin perfume, para su gusto, fui hasta el comedor donde esperaba, esta vez, sin menú de cabra ni requesón; sino con marisco, vino blanco y candelabros. Adrián estaba radiante aunque sin excesiva etiqueta, con camisa blanca y chaqueta negra, indumentaria que no empañaba ese aire rudo y casual que en él era inherente. Me sirvió y apenas nos dirigimos la palabra a causa del hambre que sentíamos y de la relajación, secuela del baño y el sexo.
Saciados, hablamos sobre temas cotidianos e iniciamos una conversación agradable sobre nuestras obsesiones, buscando una complicidad que encontramos en el aspecto fetish de la indumentaria. Le pregunté porque sólo el blanco le erotizaba, contestándome que más colores surgían ese efecto en él, pero que a mí, prefería verme con el color de la virginidad. ¿...? Me dieron ganas de reír pero me contuve, preguntándome que partes de mí le sugerían esa cualidad. Esa mezcla de sofisticación y rudeza me volvía loca y, cuando ya habíamos acabado con los postres, me dijo:
-En el baño yo he cumplido un deseo: follarte en la bañera. Ahora te toca a ti.
Una oleada de calor me subió a las mejillas, pero no titubeé:
-Permanecer boca arriba sobre la mesa con la cabeza colgando mientras me follas las tetas y la boca.
-De acuerdo -me contestó- pero con una condición: Te vendaré los ojos y no vas a correrte.
Me pareció muy morboso y lo acepté, facilitando las cosas y apartando la vajilla. Él me ayudó en la labor y puso unos almohadones bajo mi espalda. Después, me vendó los ojos con una cinta malva. La postura por si sola empujaba los pezones fuera del corpiño y pronto sentí sus manos allí, estrujando con fuerza o dándome gusto con las yemas de los dedos. La sangre latía en mis sienes a causa del sofocón y la postura. Hubo una pausa larga en que noté que se alejaba y me pareció extraño, pero volvió a los pocos segundos para meterme la polla entre las tetas y frotarse con ellas. Saqué la lengua para buscar los huevos que calculé colgando frente a mí, y él, viendo mi desespero, los acompañó con la mano y me los metió en la boca. No estaban colgando, sino prietos, y yo los chupé con gusto durante un buen rato, maniobra que le enervó, llevándole a masturbarse más fuerte con mis tetas. De vez en cuando, me las humedecía con crema mientras me decía con respiración agitada:
-Esa es mi puta zorrona... cómo me gusta así, ofrecida a su macho vicioso...
Me pareció que usaba las mismas palabras que su hermano, «curiosidades de gemelos», pensé. Mientras, notaba su polla en mis labios, tanteando y jugando conmigo, ansiosa por alcanzarla. A ciegas, yo la buscaba con la lengua como un camaleón desesperado, y él sólo la golpeaba con el capullo para volverme loca. Yo sollozaba de rabia hasta que se apiadó de mí y la hundió, provocándome una arcada al pillarme por sorpresa. La sacó y dejó que me recuperara para volverla a meter, esa vez con más calma, y yo se lo agradecí haciéndole el molinillo con la lengua. Saboreé su glande, y a ratos, lo situaba de lado para que mordisqueara las venas de su mango. Nunca me harto de eso ni de la lechada que salió inundándome la boca, pero la postura no era la más adecuada para tragar y, con todo mi dolor, expulsé parte de ella. Recogió la que pudo y la frotó sobre mis tetas, sintiéndola yo tan caliente que no me corrí por pensar en la promesa que le había formulado. Me ayudó a incorporarme y me limpié la boca, sentada en el borde de la mesa. Estuvo un rato abrazado a mí, dándome besitos que yo correspondía y mordisqueándome la nuca hasta que me dijo:
-Espérame en el dormitorio que te he asignado, en cuclillas encima de la cama con el culo en pompa y de espaldas a la puerta y, sobre todo, con las bragas bajadas hasta medio muslo Tendrás tu paga por haber hecho una mamada tan buena.
No me había corrido aún y le obedecí, delectándome con la promesa de fornicio salvaje en mi recto. Tan absorta estaba en mi propio placer, que no me extrañó que al rato de haberse corrido ya estuviera disponible y tan fresco. Le esperaba temblando, excitada, relamiéndome y, cuando oí la puerta abrirse, empecé a sollozar:
-Por favor... síííí... síííí... síííí... hazlo... tú lo has dicho, he sido buena. Me lo merezco...
-No lo vas a recibir por buena... no... lo vas a recibir por mala y puta que has sido...
-Por lo que tu quieras... pero házmelo, por favor -le supliqué, deseosa de verga.
Y mientras, me bajó las braguitas blancas hasta las rodillas para darme unos buenos azotes con la palma de la mano. Llevó mis muñecas a la espalda y, con lo que supuse la misma cinta con la que me había cegado, las ató, dejándome sostenida en precario. Sentí la saliva chorrear en mi ano y la punta de su verga tantearme y entrar con un golpe bruto. Ese era mi delicioso sacrificio porque no había dureza que yo no soportara en ese punto. La idea de que un macho me usara para darse gusto sin apiadarse de mis trastornos la convertía en placer extremo, y yo era capaz de aguantar las más salvajes envestidas. Apretaba los dientes, chirriaba, sollozaba, y mi recto violado por esa polla pedía una clemencia que no saldría de mi boca con palabras. Aguantaba, firme, culo en pompa, partida y con la cara estrujada contra la colcha. Sacó y metió muy rápido hasta hartarse, y casi perdí la conciencia mientras sentía hincarla en ese punto que me volvía loca. Ese punto de placer que yo imaginaba rojo como el hierro fundido, se doblegaba bajo ese martillo de carne, duro, constante y, sin sentir ni un dedo en mi polla, me corrí entera, reclamando más y más hincada. Se sació de nuevo en mí, dejando así sellados todos mis agujeros con semen. El juego parecía gozosamente inacabable y aún recuperábamos el aliento cuando me dijo:
-Ahora te toca a ti.
-¿Quieres matarme? Estoy agotada... ni siquiera puedo pensar en eso ahora... ¿Cómo lo haces... tomas coca?
Se largó riendo entre dientes, y fue entonces cuando me pareció oír que hablaba con alguien, pero estaba tan cansada que me dormí. Me sumergí en al negrura del abismo, acariciando los recuerdos más morbosos. Fue un sueño de sensaciones más que de imágenes. Sentí a los gemelos atrapándome como la vez anterior que estuve en esa casa, pinzándome entre sus cuerpos. Yo no podía escapar, pero tampoco quería. Tumbados de lado en la cama, les recibía a los dos con las piernas alzadas, y el placer que me inundaba era producto del acto límite al que me sometían. Penetrada por los dos, yo intentaba gemir, pero uno de ellos me sellaba la boca con sus besos para silenciarme. Sentía un dolor y un placer infinito, pero también miedo; miedo de anhelar para siempre ese momento y de no gozar ya jamás con placeres más sencillos. Volvió la negrura a mí.
Al día siguiente desperté sola y con la boca seca, parecía que ese iba a ser mi destino. Agotada, las piernas no me sostenían y, como pude, fui al baño donde me di una ducha larga. Mientras me secaba con la toalla, busqué rastros de vida por la casa. No estaban Adrián ni las cabras y la mesa olvidada ofrecía un banquete a las moscas. Tras desayunar, decidí salir para andar y desentumecer las piernas. Al pasar por la cuadra donde estaban los útiles, tuve un presentimiento y levanté esa manta vieja: Entre pacas de paja estaba la moto de Julián, su hermano... hijo de p---... ¿Barbacoa con los suegros? Embustero. Entonces comprendí esas pausas extrañas y ese cambio sutil en el vaho de su aliento: Julián fumaba y Adrián no, pero a veces el spray me confundía. Todo había sido una trampa, un juego morboso, una travesura de gemelos que habían llegado a la edad adulta con las mismas complicidades, pero cambiando los juguetes por personas. Se habían turnado para follarme hasta la madrugada. Sentí una rabia sorda y subí corriendo hasta mi habitación. Cuando pasé por el comedor vi el mantel manchado: huellas de vino tinto sobre ese blanco virgen que tanto le ponía a ese cabrón... ¿a cuál de ellos?, si ni siquiera sabía con quien había cenado... Tiré fuerte de él, arrastrando los restos de la orgía como si quisiera borrar para siempre ese pasado inmediato. Las moscas quedaron en el aire, atónitas, sorprendidas ante el ruido de los platos quebrándose.
Llevé el equipaje hasta el coche donde lo introduje de cualquier manera y salí por la pista de tierra hasta alcanzar la carretera, levantando una nube de polvo. Miré por el retrovisor deseando que la casa desapareciera junto a ella. Huía de la mentira, de mí misma y de esa puñetera jodienda que me tenía enganchada. «Si no te gusta la mentira no te engañes, Crisálida -contestó mi parte más lúcida-, estás mostrando rabia para tener tu orgullo satisfecho, pero te lo has pasado de muerte, reconócelo, zorra». Era cierto, tenía el culo partido y ese dolor residual me daba morbo, pero me asustaba tanto placer con esos psicópatas embusteros.