Gozando bajo la lluvia...

Ella tomó la resolución: abrió la puerta y salió a la lluvia, se lanzó de boca sobre el asfalto y potrilló como si hiciera ejercicios. La acompañé y retozamos entre gritos y alaridos, mientras el agua caía con sensación de diluvio. De pronto, estábamos abrazados, enredados en medio del camino, y copulamos lentamente con la lluvia golpeando mis espaldas, la cara de Rachel protegida en mi hombro y el cielo derrumbándose sobre los cuerpos: «No me importaría morir en este momento…», afirmó Rachel, y a esas palabras las llevaré en mi corazón mientras viva.

Gozando bajo la lluvia

No me sentía dispuesto a esperar a que arreglaran un paso transitorio o a que bajara el nivel del caudal para cruzar el arroyo, que debido a la acumulación de aguas provocadas por las lluvias en las serranías destruyó el puente. La única alternativa era el camino interior que cruza la zona chaqueña de norte a sur hasta unirse con la Ruta 16 para acceder a la 34, y seguramente transitable pese a las dos horas de aguacero sostenido. Serían doscientos cuarenta kilómetros más, pero por lo menos antes de medianoche estaría en casa, de no mediar dificultades. Conocía bastante bien a la región y siempre estaba preparado para contingencias así, cuando las lluvias de verano se presentan caudalosas y echan abajo las mejores obras de ingeniería, aislando poblaciones del norte argentino por los cortes inevitables de rutas y la ausencia injustificable del ferrocarril, desaparecido debido a las genialidades de los gobiernos.

Sin dudas ni vacilaciones al llegar al cruce, donde se amontonaban toda clase de vehículos a la espera de informes más precisos, me dirigí al camino de alternativa sin que me importara la tormenta que caía con furia creciente a las cuatro y media de la tarde del segundo sábado de enero. No me sorprendí al ver que nadie tenía la misma idea: eran muchos kilómetros de soledades hasta la próxima población importante, la mitad asfaltados y el resto mejorado con ripio, aunque transitables contando con la maravilla de la doble tracción de mi flamante 4 x 4. El temor de todos era lo imponderable, lo imposible de prevenir, y a nadie le gustaba quedar aún más aislado en distancias donde sólo había monte cerrado y campamentos petrolíferos abandonados. Utilicé muchas veces el mismo camino debido a mis actividades como vendedor de productos agropecuarios, aunque nunca lo hice con lluvia, y comencé a preocuparme en los primeros kilómetros, porque el agua aumentaba minuto a minuto y cubría la capa asfáltica, obligándome a adivinar en muchas partes el centro de la ruta.

A las cinco y media de la tarde, en pleno verano, tuve que encender las luces. La noche había caído sobre el mundo envuelto en cordajes de agua, y de acuerdo con el instrumental sólo recorrí veintidós kilómetros. Me entraron deseos de regresar y quedarme en el hotel confortable que ocupara a lo largo de la semana por lo menos hasta el día siguiente y realizar el viaje con mejor tiempo, pero continué, imaginando que un poco más allá, al penetrar más profundamente en la región chaqueña, apartada de la tropical y húmeda señalada por el Trópico de Capricornio, cambiarían las cosas. De pronto, perdí el control del volante, la camioneta entró de golpe en un bajío y flotó varios metros girando como si fuese un trompo. La suerte me ayudó: al ponerse de costado una de las ruedas delanteras se afirmó y frenó el derrape, aunque salí directamente a la banquina, deteniéndome por inercia a escaso medio metro de la cola de un vehículo que seguramente padeció idéntico problema.

Me puse el capote de goma y bajé, al mismo tiempo que el conductor de la combi estacionada hacía lo mismo. Pese a estar embarrado hasta los ojos lo reconocí inmediatamente: era el administrador del ingenio azucarero, un yanqui bastante gaucho que se había adaptado al país y se comportaba mucho mejor socialmente que la tropa de colaboradores traídos por los nuevos dueños desde yanquilandia. No nos conocíamos personalmente, pero nos habíamos cruzado en el hotel o en el restaurante de la ciudad próxima al ingenio, y ambos sabíamos quiénes éramos.

Explicó que rompió la caja de velocidad automática, de puro nervioso, y por radio pidió auxilio a los talleres del ingenio. La ayuda demoraría bastante, por cuanto un derrumbe del terraplén cortó la ruta y no había manera de hacerlo por otra parte. Seguramente el descalabro ocurrió minutos después de que yo pasara, explicando que no asomaran vehículos detrás de mí. De acuerdo con sus informes, recibidos por radio, en las últimas dos horas llovieron ciento ochenta milímetros y esa explicación bastaba para mostrar cómo estaban las cosas.

Observé que en la combi, cómoda y moderna, había más personas, y el ingeniero explicó que llevaban a la abuela de su mujer para que tomara el primer vuelo a Buenos Aires del día siguiente y alcanzara el del mediodía con destino a Los Ángeles, en California, donde debía estar sí o sí el lunes a primera hora, para cumplir un compromiso con la cadena de televisión que auspiciaba su nueva película. Recordé los comentarios acerca de que una actriz de Hollywood, famosa en las décadas de los años sesenta y setenta, también considerada por sus actuaciones actuales, visitaba frecuentemente el norte argentino para vigilar de cerca las inversiones realizadas por su difunto marido, uno de esos supermillonarios que adquirían por monedas las producciones más lucrativas del país, arruinadas por la política económica encarada por nuestros excelsos dirigentes. La racionalidad exigía pensar en lo improbable de que una de esas mujeres espléndidas acuñadas por la industria hollywoodense dejara las delicias del primer mundo para padecer las incomodidades del nuestro, ya ni siquiera marcado como tercero, sino más bien transitando por el cuarto o el quinto, más aún en pleno verano, con temperaturas asfixiantes, lluvias torrenciales, mosquitos para dar y repartir y sin diversiones próximas. Si una estrella de la talla de Rachel Morgan, viuda y heredera de la fortuna de Lothar Samuelson, llegaba a la región sería asaltada por el periodismo de Buenos Aires y del mundo entero, siendo imposible que pasara desapercibida en sus desplazamientos, aunque fuese realmente dueña absoluta del paquete accionario del ingenio azucarero. Yo mismo, que visitaba dos o tres veces por mes la región, jamás pude tener la certeza de que Rachel Morgan pasara largas temporadas entre zafreros y técnicos, recorriendo a caballo las plantaciones, tomando sol en las riberas del río y hasta compartiendo momentos con las comunidades chaguancas y wichis de las cercanías, pero se decían tantas cosas colmadas de fantasía lugareña que otra más no importaba. Además, alguien que manejaba dólares en profusión, dueña de cadenas televisivas e industrias informáticas, debía viajar en su avión privado y no andar buscando la manera de llegar a horario de abordar aviones de línea.

Me ofrecí a remolcarlos de regreso por lo menos hasta la zona cortada por el derrumbe, para que estuviesen cómodos hasta que pudieran acudir a auxiliarlos, pero después de hablar entre ellos el administrador me preguntó si podría llevar a su suegra hasta la ciudad, para que pudiera viajar. No hice más que decir que lo haría con todo gusto cuando ocurrieron movimientos apurados, sonidos de risas y llantos de críos despidiendo a la abuela, hasta que bajó una mujer descalza, cubierta por la capa plástica para defenderse del aguacero. Subió a mi camioneta por el lado del volante y se acomodó en el del acompañante, mientras el yerno ponía valija y bolso en el asiento trasero.

El ingeniero me dio un abrazo, me comprometí a visitarlo y me dio el número de celular para llamarlo en cuanto entrara en lugares con señal, tanto para él como para mí, ya que estábamos en zona neutra, aumentada por las dificultades climáticas. Subí, me quité el capote, me sequé las manos con el trapo rejilla y a la luz de la cabina me encontré de golpe con el rostro amable y risueño de una mujer que había visto en alguna parte. Estiró su mano y susurró su nombre, Rachel, y lamenté no ser muy aficionado al cine para reconocerlo.

Volví al camino sin dificultad y continué la marcha poniendo mayor cuidado, sobre todo porque ahora, y apenas iluminado por las luces del instrumental, tenía la imagen de dos piernas impresionantes, que la mujer secaba con ayuda de una toalla. Debía ser mayor, por algo tenía nietos, pero por milagro de la ciencia estética mostraba la edad que uno quería darle, no menos de treinta años ni más de cincuenta, aunque seguramente le cabría perfectamente una década más, muy bien conservada.

Hablaba español sin dificultades, con acento mexicano, y contó que por cariño a los nietos postergó el viaje de regreso hasta último momento y ahora pagaba las consecuencias: el jet de la empresa se encontraba varado por tormentas de nieve en Seattle y no valía la pena utilizar aviones de mayor porte contando con aviones de línea. Le dije que si todo andaba bien en cinco o seis horas estaríamos en la ciudad, de manera que no se preocupara. Al ver que el parabrisas se empañaba obligándome a limpiarlo constantemente se acercó y se hizo cargo de la tarea, y era perturbadora su proximidad, tanto que al darse cuenta de mi nerviosismo sonrió con largueza y dijo que pusiera más cuidado en el camino y no me entretuviera en otras cosas que, por el momento, estaban prohibidas. Lo dijo con un gesto tan picaresco y encantador que entonces la reconocí, por haberla visto en la comedia de treinta años atrás donde ella representaba el papel de una recién casada que padecía el acoso de amigos y parientes del flamante marido, fascinados por las enjundias de su figura y el carácter juguetón que les permitía suponer que sus anhelos eran correspondidos, provocando los celos del recién casado. Como si acabara de verla la memoria trajo la visión de un cuerpo impresionante, vestido con atuendos de novia, sentado encima de un piano con las piernas cruzadas, un brazo en alto sosteniendo la copa de champaña y brindando con la rueda de admiradores, mientras el hombre vestido con frac parecía apocado ante el acoso de tamaño grupo de jóvenes buenos mozos. La imagen era la del cartel publicitario de la película que debí ver en mi juventud, cuando con mis amigos nos maravillábamos ante los físicos espléndidos y los rostros de muñecas, presentes en nuestras íntimas consolaciones. Al rostro no lo tenía demasiado presente, pero el cuerpo era inolvidable, y lo tenía ahí, a mano, tan perfecto y deseable como en aquellos tiempos, y agradecí al Trópico de Capricornio, al exceso de lluvias y a la pésima calidad de los caminos la suerte de por lo menos poder contar que tamaña actriz pasó unas horas a mi lado.

Una hora después mermó la lluvia, pudimos avanzar con mayor velocidad, y al llegar al ripio mantuvimos el ritmo. Siempre llevo un termo con café y otro con soda helada, y Rachel, como ordenó que la llamara, se encargó de servirlo en la tapa plástica, que compartimos sin problemas. Para ese momento ya reíamos y hablábamos como grandes conocidos, y muchas veces su mano tocaba mi brazo para rubricar un comentario o al comprender el chiste que le había contado.

Ninguna radio entraba en la zona y tenía estropeado el reproductor de CD, de manera que sólo quedaba hablar y enterarme de que tenía participación mayoritaria en la sociedad que adquiriera el ingenio, por lo tanto pudo imponer al yerno como administrador general, que le encantaba el país y cuando podía pasaba largas temporadas junto a su hija menor y sus nietos, provocando los celos de la que vivía en California y se dedicaba al cine, siguiendo su ejemplo. Contó, además, que las obligaciones empresariales no le permitían filmar como querría hacerlo, ya que llevaba al cine en la sangre, con más de sesenta películas protagonizadas junto a actores de las tallas de Rock Hudson, Burt Lancaster, Kirk Douglas, y otros mucho más jóvenes y contemporáneos. Ahora le ofrecían papeles que no soportaban su edad, aunque los milagros del maquillaje lograban efectos beneficiosos y aún podía seducir a la platea masculina.

Le dije, galantemente, que para mí seguía siendo la misma hermosa mujer de la comedia que recordaba, y sonrió con sarcasmo, mostró su brazo y palpó las carnes flojas: «Hago dos horas de gimnasio todos los días, aerobismo y aparatos, con media hora de salsa y hip hop, como menos que un pajarito y sólo frutas y verduras, no bebo alcohol, salvo en ocasiones especiales y sólo vinos buenos, pero llega un momento en que la vida te condena a volverte igual que un flan. Tengo algunos implantes y estiramientos que me permiten mostrarme lozana y agradable, aunque todos los días el espejo me devuelve la imagen de la realidad. Pronto sólo me ofrecerán papeles de bruja y guiones desarrollados en asilos de ancianos…», señaló, poniéndose seria, frunciendo el ceño, levantando los pies descalzos y colocándolos sobre el torpedo de la camioneta, sin preocuparse por el deslizamiento inmediato de la pollera que puso al descubierto gran porcentaje de sus piernas: «Aquí me mantengo dura, firme, lo mismo que en el trasero, pero brazos y pechos se caen irremediablemente, pese a las dos cirugías que me hicieron…», afirmó, tomando mi mano derecha y guiándola hasta su muslo izquierdo, para que palpara y comprobara lo que decía.

Fue como recibir la descarga eléctrica del rayo, la patada del acumulador de 24 voltios, el pinchazo letal de la serpiente señalando que acababa de firmar mi sentencia a la muerte. Por alguna razón Rachel sintió lo mismo, porque en cuanto mi piel contactó la suya saltó de pavor: «¡Cuidado!», gritó, con un alarido desgarrador, y en milésimas de segundo el brazo izquierdo giró el volante y sólo la experiencia de muchos años al volante hizo que esquivara al caballo que cruzó galopando la ruta surgiendo de los cordajes de lluvia. Por suerte íbamos despacio, a no más de cuarenta kilómetros por hora, y recuperé el dominio antes de salir a la banquina o caer fuera del terraplén. Detuve la camioneta y suspiré largamente, echando afuera el caudal de adrenalina alimentado por el susto. Permanecimos un rato en silencio, con el motor ronroneando y el crepitar de la lluvia golpeando la camioneta. De pronto, escuché su risa, las contorsiones de su cuerpo acompañando la carcajada: «¿Viste, querido? Todavía puedo hacer suspirar a un hombre con sólo ofrecerle tocar mi pierna…», dijo, y acompañé su risa con la mía, convencido de que acababa de cruzar una barrera temible, que abría puertas alucinantes para poner a la noche en situaciones aún más riesgosas.

Rachel bajó los pies del torpedo, acomodó la pollera, clavó los ojos al frente como si precisara borrar lo ocurrido y recuperar cordura. Pero hasta seria era pura seducción, algo que le manaba de su naturaleza como un aroma. Hasta esos momentos ni siquiera había imaginado la posibilidad de una relación tempestuosa, consciente de la enorme distancia que nos separaba, no solamente por edad, sino por racionalidad. ¿Qué podía ver tamaña mujer en un ingeniero agrónomo casi cincuentón, nada fuera de lo normal, sin experiencias amatorias y sólo concentrado en su trabajo?

Tenía cuarenta y ocho años, me había casado a los veintiséis con la novia de mi adolescencia y separado sólo dos años más tarde al darnos cuenta de que éramos incompatibles en las relaciones maritales: ella sentía repulsión por el sexo, saberse penetrada le causaba sensaciones denigrantes, y pese a que mi arboladura era apenas un poco superior a lo normal en cuanto la punta se situaba convenientemente comenzaba a temblar como si estuviese a punto de fusilarla, obligándome a calmarla y calmarme. Sin embargo, aunque pareciera mentira, nos amábamos: no en vano fuimos novios formales desde sexto grado, pasando por todo tipo de experiencias, incluyendo la ocasión en que al terminar el secundario y ante la exigencia de dejar la provincia para ir a la universidad me entregó su doncellez como prueba y testimonio de amor. En aquella ocasión noté su esfuerzo por recibirme, su dolor por el desgarro de su virginidad, la pasividad de su cuerpo en el ejercicio de la cópula, pero gocé tanto al hundirme en sus entrañas que mi amor se multiplicó hasta alcanzar límites notables.

Pasamos los años de universidad sin necesidad de copular, como si no lo deseáramos, aunque el amor continuaba firme y gozábamos compartiendo todos los momentos, como siempre, además de prodigarnos caricias y saborearnos los cuerpos cuando las ocasiones se presentaban. Sus besos eran ávidos, golosos, interminables, y sus manos osadas: le encantaba colocarlas en mi bragueta y sentir la mecánica de la erección, me bajaba el cierre y sobaba mi verga suave, deliciosamente, y en alguna ocasiones, cuando se presentaba la oportunidad, bajaba la cabeza y jugaba con el glande con la punta avispada de la lengua, afirmando que le encantaba darme placer de esa manera. Pero se enojaba si yo intentaba hacer lo mismo con su enjambre vaginal y saborear sus mieles: No puedo, amor, no puedo…, decía, con tanta ternura que me acostumbré a respetar su pudor, convencido de que una vez unidos por la sacralidad del matrimonio se derribarían todas las barreras y nos amaríamos a lo grande, como ambos lo queríamos.

Al casarnos las cosas se pusieron extrañamente difíciles. En la noche de bodas percibí la vacilación de mi flamante mujer, el ruego de ocultar la desnudez con la oscuridad, la ridiculez de cubrirnos con la sábana como si tuviésemos testigos observando el accionar de los cuerpos: No me penetres, por favor, hazme el amor con tu lengua y tus dedos, como querías hacérmelo de novios…, dijo, y puse toda mi energía en complacerla, en ponerle el clítoris a punto de disparo y la vagina chorreando jugos como los damascos maduros. Mis dedos hurgaban las profundidades sintiendo los estremecimientos interiores cada momento más caudalosos y los orgasmos se sucedieron sin pausas, con gritos y movimientos que daban muestras cabales del placer que los hacía explotar como fuegos de artificio. En el instante de mayor conmoción mi mujer me aferró el pene y lo colocó entre sus labios vaginales, impulsando el vientre para que la profundizara y la elevara a nuevas alturas del placer. Pero en el momento de vaciarme me di cuenta de que mi flamante esposa no gozaba, sí hacía esfuerzos sobrehumanos para tragarse las lágrimas y mentirme un gozo que no sentía. De todos modos, continuábamos siendo felices y dichosos durante la claridad del día y al llegar las noches poníamos voluntad enorme para sentirnos macho y hembra, hombre y mujer, amantes dispuestos a compartir las existencias. En una de las noches de la segunda semana de la luna de miel, cuando la sentía preparada para penetrarla, mi mujer empuñó la verga y la situó en su orificio anal, ante mi sorpresa: Deseo hacerte feliz, mi vida, y si no puedo entregarme plenamente por adelante probemos por atrás…, susurró en mi oído, buscando la posición más adecuada para permitir la invasión, tan extraña para ella como para mí, ya que todas mis cópulas de adolescencia y juventud fueron por sitios normales. Fue labor ardua, trabajosa, y si no hubiese sido por su empeño y decisión no habríamos podido lograr la introducción del glande en el conducto anal. Una vez salvado el esfínter pude accionar como corresponde y me hundí hasta los testículos, aunque en el momento de mi eyaculación me di cuenta de que había cometido el peor de los errores y mi mujer no volvería a intentarlo jamás.

Al regresar de la luna de miel mi mujer me pidió que cambiáramos la cama doble por dos gemelas, aduciendo que estaríamos más cómodos, y meses después utilizamos habitaciones separadas. Me costó mucho esfuerzo aceptar las cosas, pero con excepción de los asuntos de cama mi mujer era perfecta, cariñosa, amable, una beldad exquisita, hasta que en determinado momento ella descubrió la razón de su rechazo al sexo como Dios manda y vino a mi lado desesperada, asustada, temblando como hoja de álamo ante el presentimiento del huracán: «¡Estoy loca, querido! Ayer conocí a una alumna de quinto año y fue como si la vida me abriera las puertas de par en par. Nos enamoramos instantáneamente y a la tarde no podíamos separarnos, de manera que pasamos la noche amándonos como jamás imaginé que podía disfrutar del amor…», dijo, con absoluta sinceridad, e inmediatamente consensuamos la separación y ella se fue a vivir con su enamorada en una ciudad del sur, donde nadie se asombraba demasiado ante este tipo de situaciones.

Para evitar estar en el centro de los comentarios acepté el trabajo de vendedor de productos agropecuarios de una compañía internacional que me permitía pasar los días de semana recorriendo la región norte de Argentina y volver a la ciudad capital de la provincia sólo en los fines de semana, sin amigos y con poco contacto con la masa de parientes, entretenido en jugar al rugby con los veteranos los sábados por las tardes y al tenis los domingos, manteniendo el físico deportivo, sin rollos incómodos ni grasas amontonadas. El divorcio puso las cosas en equilibrio y vivía solo, sin necesidades ni apremios sexuales, aunque no dejaba de tener aventuras con lugareñas dispuestas a copular con quien, a la larga o a la corta, era excelente partido. Nunca tuve relaciones fijas ni busqué la manera de reintentar el estado matrimonial. Siempre hice como los pescadores, tirando la línea en el centro del río, y si alguna mordía el anzuelo y se dejaba sacar del agua la ponía en el morral, siempre y cuando no buscara convertirse en pareja, y lo que más me gustaba era enganchar muchachas sencillas de la zona que a la hora de la verdad se entregaban sin exigencias raras.

A medida que avanzaba el camino y arreciaba la lluvia la posibilidad de tener algo con Rachel se hizo carne, y me prometí a mí mismo hacer lo mejor posible para que, en caso de darse, semejante diosa tuviese una experiencia inolvidable, y como por encanto despareció de mi mente el fantasma de la edad, de manera que por milagro de las cosas sólo vi en ella a una mujer que quizá no considerara viejo a un tipo de cuarenta y ocho años.

Poco antes de las nueve de la noche llegamos a la población considerada como capital departamental, a la que encontramos completamente oscura y recibiendo el acoso infernal de la lluvia torrencial. Entré en la estación de servicio y, como me conocían, los dueños se las ingeniaron para llenar el tanque de combustible, además de servirnos un refrigerio rápido a la luz de lámparas de gas. Supimos que no llegaron vehículos de ninguna clase durante las últimas horas, incluyendo el servicio de ómnibus con horario de llegada a las seis y media de la tarde, aunque no era raro, por cuanto la cordura y la experiencia de los choferes les hacía respetar las condiciones de los caminos y detenerse en sitios seguros hasta que pasara el mal tiempo. Rachel no llamó la atención de nadie, saboreó el sándwich triple de jamón cocido y queso, la Coca Cola dietética, fue al baño y regresó inmediatamente, en tanto hice llenar un termo con café y el otro con soda helada, además de comprar un surtido de galletitas, alfajores y caramelos para entretener el viaje. Normalmente, en tres o tres horas y media llegaríamos a la ciudad.

En cuanto volvimos a la ruta noté que Rachel estaba molesta, intranquila, con gestos de aguantar algo con visible esfuerzo. Me di cuenta de que no pudo utilizar el baño, seguramente por culpa de la suciedad acumulada por el gentío que ocupaba las instalaciones de la estación de servicio. Pensé un momento, y con seguridad busqué en el piso del asiento trasero el estuche metálico que guardaba planos y mapas de rutas y lugares a visitar. Quité los papeles, los puse en el asiento, y coloqué mi capote de goma a modo de panel divisorio entre los asientos delanteros y traseros: «A grandes males, pequeños remedios…», filosofé, y Rachel pescó al vuelo el mensaje. Pasó por encima del respaldo, sin ocultar la premura, acomodó las cosas, y como había disminuido la velocidad al mínimo escuché perfectamente el sonido del chorro insolente de orina cayendo en el fondo del cilindro metálico, junto con los inevitables suspiros de alivio de la pobrecita, desesperada por los reclamos de la vejiga. También oí que abría el bolso, buscaba cosas, las sacaba, se las ingeniaba para pasar toallitas húmedas por sus rincones íntimos, seguramente ponerse bombacha nueva, perfumarse, y hasta abrir la ventanilla contraria a la inclinación de la lluvia para volcar el contenido y lavar el cilindro. Rato después, y con sonrisa pícara, volvió a su lugar, maquillada, con los pies calzados en zapatos con suelas de goma y señales de estar ahora cómoda y limpia.

Le pedí que sirviera café y lo hizo con una sonrisa, para después acompañarme a beberlo de la misma tapa y contarme que el viaje le hacía recordar sus comienzos, cuando viajaba de pueblo en pueblo dando funciones de teatro con el elenco constituido por miembros de su familia. Viajaban en un camión rescatado de los sobrantes de guerra donde llevaban todo, las camas y la cocina, los muebles de la sala y los decorados para el escenario, hasta que a los catorce años la descubrió el director de cine para interpretar el papel de Julieta en el drama de Shakespeare, con una producción impresionante. La película no se hizo y el director desapareció en cuanto logró meterla en la cama y convertirla en mujer, aunque la mala experiencia le permitió ingresar en la comunidad de Beverly Hills, junto a miles de chicas que llegaban dispuestas a todo con tal de conseguir papeles para mostrarse en las pantallas. Trabajó como extra en varias películas, a costa de beneficiar a iluminadores, tramoyistas, sonidistas, camarógrafos, hasta acceder un día a los gustos especiales de un productor de la Metro Goldwin Mayer, el que a cambio de favores exclusivos la colocó en el elenco que encabezaban actores de renombre, sobre todo uno, cargado con la fama de ser el más galán entre los galanes: «Tenía sólo dieciséis años, pero experiencia de una mujer de treinta, y cuando quiso meterme en su cama me defendí como loca, pese a que el muchachito lindo medía dos metros y podía conseguir cualquier cosa que llevara faldas. Cuando estábamos en la mitad de la filmación, exigió que la suspendieran un par de días, apenas lo necesario para buscar a mi familia y tener la autorización para casarnos. A él, a mi primer marido, le debo mi carrera como artista de cine, y cuando me abandonó, al encontrar a la criatura que de niña prodigio pasó a ser la actriz que más premios Oscar ganó, podía manejarme sola y contar con mi propio dinero para vivir bien, al mejor estilo de Hollywood…», señaló, recuperando la necesidad de seducir que le manaba como un aroma.

Lamenté no ser aficionado al cine y desconocer el desarrollo de la industria, porque no lograba ubicar en el tiempo las épocas recordadas por Rachel, por lo menos para ubicarla en su edad real. Para mí estaba rozando los sesenta, sobre todo al describir la película que le permitió ganar su único Oscar cuatro años atrás, pese a estar nominada en ocho ocasiones. Hizo el papel de una cantante pretendida por un presidente de los Estados Unidos en ejercicio, con pasado oscuro, utilizado por los adversarios políticos para ridiculizar a quien ostentaba la responsabilidad de ser el hombre más poderoso del mundo, y su actuación fue impresionante, sin que el público advirtiera que se trataba de una mujer demasiado mayor para enamorar a un cuarentón afortunado: Es increíble, pero hace sólo cinco años, ya viuda, sentía el deseo de quienes trabajaban en la película, jóvenes o maduros, dándome seguridad de que estaba haciendo muy bien mi trabajo de seductora incorregible…, dijo, y mis sentidos se alborotaban como cuando entraba en la discoteca de Tartagal para extasiarme con las beldades empeñadas en atraer mi atención, no por mi planta viril, sino por la generosidad de mi billetera.

Comenzamos a faldear las serranías y encontramos varios vehículos detenidos a la vera del camino, entre ellos el ómnibus del servicio de pasajeros. A gritos intercambiamos informaciones, y todos coincidían en que el camino hasta la ciudad estaba transitable, sin inconvenientes insalvables, pero la gran cantidad de agua que caía aconsejaba detenerse, porque los badenes cargaban demasiado caudal y hasta los vehículos pesados flotaban. Además, la lluvia debía moderarse en cualquier momento y bajar la intensidad, y más valía perder dos o tres horas que correr riesgos de cualquier desgracia. Rachel dejó la decisión en mis manos, pero afirmó que mientras llegáramos a tiempo no importaba pasar dos o tres horas seguros, de modo que avancé cien metros más, elegí bien el lugar y estacioné la camioneta en la banquina, en la punta de una cuesta, con las luces de balizamiento encendidas.

Observé la señal del celular y no tenía una miserable rayita, busqué en el dial alguna emisora y sólo encontré las señales del mal tiempo: «Hace años hice una película parecida a esta situación, aunque la anécdota ponía a los protagonistas perdidos en el mar y en un yate que se hacía pedazos… Lo lindo era que el peligro desataba las pasiones y llegaba un momento en que la tormenta no significaba nada…», contó, sonriente, para aclarar que lo único distinto era que la pareja se mostraba joven y pletórica, donde el amor podía aparecer con facilidad, y en la presente ocasión la posible protagonista se encontraba demasiado cargada de años.

En ese momento supe que acababa de pasarme el mazo de cartas a mí para que abriera o cerrara el juego, y sin vacilar me aproximé a su cuerpo, le pasé el brazo por el hombro y atraje su cabeza hacia mí: «El amor sólo necesita un hombre y una mujer, nada más, el resto es solamente adorno…», dije, y Rachel me ofreció sus labios con una sonrisa tan deliciosa que me hundí en su boca paladeando todo el sabor que le brotaba de la exaltación incontenible que sucedía en sus interiores. Jamás fui besado así, tan intensamente, y me pregunté si en el mundo del cine existirían escuelas de besos, porque en cada movimiento de lengua o de labios me estremecían cataclismos que demoraban en aplacarse, y en cuanto emergía la calma se lanzaba por la cuesta abajo otra catástrofe que superaba lo anterior, sobre todo cuando el beso comenzó a acompañarse con la urgencia de manos que penetraban en mi camisa y jugaban con la piel de mi pecho, pellizcaban mis tetillas y se atrevían a bajar hasta donde las detenía el cinturón, mientras que la mía rozaba suavemente sus muslos y los descubrían duros, firmes, poseídos por la sed de los ríos que labran sus propias riberas. Entré profundamente en sus muslos y me sorprendí al no encontrar rastros de bombacha: «Sabía lo que iba a pasar, y hace rato me la saqué para evitar incomodidades…», señaló, sacando la boca de la mía, buscando el botón del asiento para reclinarlo totalmente. En mis tiempos de casado mi mujer sólo gozaba en el momento en que le comía la concha y ella picoteaba mi miembro erguido, de manera que era experto en buscar el clítoris y chuparlo hasta hacerla morir, y aunque ella no se tragaba la verga endurecida se las ingeniaba para darme placer pasando la lengua de punta a punta y mordiendo mis huevos como si quisiera cascarlos. Encontrar el clítoris de Rachel fue fácil, y ya estaba duro como el carozo de una aceituna, y el orgasmo le explotó con tanta fuerza que hasta pude sentir las salpicaduras de sus jugos en mi cara. Ella ya me había desprendido el cinturón y sostenía mi virilidad en sus manos, y sólo necesité hacerme sitio entre sus piernas para penetrarla hasta sentir los testículos golpeando sus nalgas. Rachel tenía las plantas de los pies apoyadas en el techo de la camioneta y su vagina recepcionaba mi pene con tanta sapiente furia que ambos supimos que a lo largo de las horas el subconsciente sólo había imaginado el momento en que destrabaríamos los nudos y nos soltáramos al placer. Rachel me besaba, me mordía y gritaba expresiones en inglés, seguramente cochinas, levantaba la pelvis coincidiendo con mis empujes y llegamos al orgasmo con precisión letal, por cuanto los dos nos sentimos morir y penetrar en los abismos donde reina la nada.

La segunda cópula superó ampliamente a la primera: estábamos desnudos y había colmado sus pechos con sensaciones inconcebibles, por cuanto mi boca se apoderó de los pezones largos y puntiagudos y mis manos trabajaron tanto en la carnadura de los pechos que lograron ponerlos llenos, pesados, como si hubiesen sido lamidos por la furia de la juventud. Jamás pensé estar amando el cuerpo de una mujer mayor, siempre lo hice con jóvenes que no superaban los treinta años, pero en esos momentos supe que era el más hermoso y pleno del mundo, el más rico y dulce, y para demostrarlo busqué los pies, los besé y lamí con toda mi capacidad de ternura, hice lo mismo con tobillos y pantorrillas, me demoré largamente en recorrer los muslos y al llegar a la entrepierna enterré mi boca en la vagina y la chupé desde el pubis al botón sacrosanto del ano, y con insolencia de amante que sabe hasta dónde quiere llegar clavé la punta de la lengua en el anillo temeroso del esfínter. Rachel dio un salto, sorprendida por mi osadía, seguramente, pero al punzarla por segunda vez y dejarla retozar en los movimientos vacilantes que se abrían paso desde el recto me di cuenta de que estaba tactando territorios jamás o pocas veces hollados. Saqué la lengua y volví a recorrer los labios verticales, succioné el clítoris hasta sentir la sensación de que lo arrancaba, y cuando Rachel suplicaba la cópula y acomodaba el cuerpo para facilitar la entrada le puse el glande en el ano y empujé ayudando a la verga con mis dos manos, presionando y sin aflojar medio milímetro. Había humedad de sobra, y la elasticidad del esfínter permite el paso de volúmenes ampulosos, generalmente de adentro hacia afuera, aunque también de afuera hacia adentro, y en cuanto Rachel se armó de coraje y pujó a su vez el glande se hundió sin dificultad. Ahí me detuve: besé profundamente a Rachel en la boca, en la frente, en las mejillas, le aseguré que en esos momentos la amaba y ella repitió lo mismo, y poco a poco el ano se fue abriendo y el miembro deliciosamente endurecido se deslizó paso a paso, urgido por los latidos provenientes de las profundidades que, cuentan muchas mujeres, son más excitantes que los surgentes de la propia vagina.

Rachel volvió a sorprenderme: mientras la culeaba y acompañaba mis arrebatos me contó al oído que desde los catorce a los dieciséis se acostó con docenas de tipos, algunos con placer, pero la mayoría para abrirse paso en la industria del cine. Todos quisieron inaugurarle el ano, y ella logró mantenerlo invicto hasta los treinta y siete años, cuando conoció a su segundo marido y no dudó en permitirle que la utilizara cómo y por dónde quería: «Me di cuenta de que amar es no guardarse nada, y mientras aullaba de dolor le gritaba que me penetrara por donde quisiera, pero que lo hiciera con amor, con ternura, con deseos de hacerme y de ser feliz… Y te aseguro que en estos momentos soy feliz, y creo que también lo eres tú…», dijo, y acabamos tanto que el vestido que colocara a modo de protector del asiento estaba empapado de semen y jugos vaginales, también de miasmas intestinales y cosas que los estruendos del placer soltaban con naturalidad vertiente.

Ella tomó la resolución: abrió la puerta y salió a la lluvia, se lanzó de boca sobre el asfalto y potrilló como si hiciera ejercicios. La acompañé y retozamos entre gritos y alaridos, mientras el agua caía con sensación de diluvio. De pronto, estábamos abrazados, enredados en medio del camino, y copulamos lentamente con la lluvia golpeando mis espaldas, la cara de Rachel protegida en mi hombro y el cielo derrumbándose sobre los cuerpos: «No me importaría morir en este momento…», afirmó Rachel, y a esas palabras las llevaré en mi corazón mientras viva.

Llegamos a la ciudad a tiempo de que tomara el vuelo a Buenos Aires y la acompañé hasta el último momento. Con la claridad del día se notaba su madurez, aunque desde el primero al último pasajero que abordaba el avión no dejaba de mirarla, porque era un espectáculo de galanura y elegancia pese a la sencillez de sus ropas. Se aferraba a mi brazo con fuerza emocionante y me miraba a los ojos como si fuésemos adolescentes en el recreo del colegio y en plena primavera. Cuando no tuvo más remedio que separar el brazo me besó en los labios y siguió la fila de pasajeros. Antes de perderse en el túnel de embarque dio la vuelta, se disculpó ante la azafata que contrala el ingreso, y corrió hacia mí. Me besó con todas sus fuerzas y prometió regresar en cuanto termine la película comprometida. Le dije que la aguardaría con ansias, y hasta le pregunté si podría llamarla telefónicamente, porque me encantaba estar con ella: «Sólo quería decirte que cuando regrese tendrás un inconveniente insalvable, y deberás superarlo, porque si no lo haces perderemos el tiempo…», señaló y clavó sus ojos en los míos.

Le pregunté cuál sería el inconveniente: «Dentro de tres meses, o sea el nueve de abril, tendré un año más que ahora… ¿Te atreverás a hacer el amor con una abuelita de setenta y nueve?»

¡Por supuesto que le dije sí, aunque no pudiera creerlo!

Desde ese momento la estoy esperando, convencido de que cumplirá su palabra