Goth
Goth, de Estado Virgen. Me gustaban las chicas difíciles como yo pero ella era distinta a todas las demás, peligrosa...
Siempre me han gustado las chicas malas, sin importar cual sea su estilo de maldad...
Verónica tenía diecisiete años cuando la conocí aquel sábado.
Vestía de negro, de forma estrafalaria y su peinado (un montón de largos mechones enredados y sin orden aparente de llamativos colores) no pasaba desapercibido para nadie.
Unas mallas se ajustaban a sus torneadas y fuertes piernas. Una camiseta colgaba de su cintura, haciendo las veces de falda y recogiendo un pequeño trasero respingón. Sus pequeños y prietos pechos estaban cubiertos por lo que parecía una camiseta de tirantes, sobre la que llevaba un abrigo de cuero largo hasta los pies, a pesar de que no hacía frío. En las manos llevaba, a modo de guantes, unas medias negras rotas para que pasaran el pulgar por un agujero y los demás dedos por otro más grande. Su atuendo se completaba con pesadas cadenas plateadas. En la cintura y cadera llevaba varias de diferentes tamaños y grosores. Las llevaba también en el cuello y en las muñecas.
Sus orejas estaban llenas de agujeros atravesados por los más variopintos objetos haciendo de pendientes, desde pequeños imperdibles hasta una llave de buzón colgada de un aro.
En la ceja izquierda y en la aleta derecha de la nariz colgaban dos pequeños aros plateados más. Pero lo mejor, lo que más me llamó la atención y puso mis hormonas a trabajar fue una piercing en forma de bola con el tamaño de media canica bajo el labio y otra bola algo más pequeña clavada en su lengua...
¿Una niña mala? Tenía toda la pinta de ello, pero sin embargo, bajo la densa capa de maquillaje negro que llevaba en sus párpados, unos dulces ojos brillaban. Ojos que adoptaron una ligera expresión pícara cuando se cruzaron con los míos.
El conjunto Resultó al instante una mezcla fatal para que mis instintos sexuales despertaran. Pero no fui la única persona a la que su morboso y salvaje embrujo oscuro hizo efecto. Al mirar a mis dos colegas Santi y Mario, vi que sus ojos reflejaban deseo.
Lo sentía por ellos, pero yo ya había decidido que aquella "inocente diablesa" iba a ser mía. Por quien más lo sentía era por Carlos, que era quien nos la había presentado y quien en un principio le había echado el ojo. Él había hecho el trabajo de ligársela y traérnosla. Pero el trofeo, aquella noche, sería para mí...
Lo mejor de todo es que sabía que no me iba a ganar el rencor de mis colegas, sino que por el contrario a ninguno le importaría demasiado que yo catase a aquella chica antes de que pasara a sus manos. No era la primera vez que ocurría algo así. Ellos traían a una chica que habían conseguido ligarse y ella se convertía en mi "presa". Pero esa era la ventaja de ser la única chica, y encima bisexual, en un grupo de chicos. A ninguno le disgustaba ver los espectáculos lésbicos con lo que de vez en cuando yo les obsequiaba, y si conseguían participar, acababan de lo más agradecidos.
Pero esta vez, no pensaba compartirla. Carlos, o cualquiera de los demás tendrían que esperar para hincarle el diente...
Ella fue mía y yo suya antes de que nuestros labios y mejillas se rozasen para saludarnos con dos besos, Antes de que mi mano se apoyase sobre su hombro para poder superar los varios centímetros de altura que me llevaba, antes de que el aire volviese a correr entre nuestros cuerpos al separarnos...
Mientras besaba en la mejilla a Santi y a Mario, sus ojos estuvieron fijos en los míos, dejándome ver, como su mirada dulce e inocente cambiaba de nuevo convirtiéndose primero en divertida picardía y después en fuego salvaje.
No tardamos en ignorar a los chicos para meternos en nuestro pequeño e íntimo mundo...
Nunca he sido muy propensa a esconder mis inclinaciones y no estaba en mi naturaleza el avergonzarme de besarme o acariciarme con una chica en público. Sabía que era inevitable que la gente nos mirase y era consciente de que muchos lo hacían de forma anhelante, pero me daba igual.
Al rato nos despedimos de los chicos y nos fuimos. Yo no sabía a donde, pues fue ella quien tomo la iniciativa. Sólo me hizo una pregunta...
¿Te apetece vivir esta noche algo diferente a todo lo que nunca hayas vivido?
Una tentación irresistible, por supuesto, y ella vio mi aceptación en mi mirada...
Ella era muy joven para conducir y yo no había llevado el coche, así que fuimos caminando en medio de aquella oscura noche apenas iluminada por un puñado de viejas farolas, muchas de ellas con la bombilla fundida. Nunca había considerado aquel barrio de lo más aconsejable para dos chicas solas, pero al volver la vista y mirar a Verónica, pensé que en aquella calle lo más siniestro que había era ella misma, y ese pensamiento, por alguna extraña razón hizo que mi entrepierna empezara a destilar calor.
Anduvimos cerca de quince minutos. No hablamos demasiado, pero de vez en cuando nos deteníamos y nos besábamos y tocábamos por debajo de la ropa contra alguna pared llena de pintadas.
De repente Verónica se detuvo en un sitio en el que me parecía que no había nada de interés, al menos nada que pudiera interesarnos esa noche. La catedral se alzaba ante nosotras en todo su imponente esplendor. Oscura y misteriosa en una noche como aquélla.
La fachada principal constaba de tres grandes puertas de arco ojival, la central con una escultura de cristo en el parteluz que no parecía invitar a la entrada, aunque siguiendo los pasos de Verónica, me di cuenta de que era precisamente hacia allí a donde nos dirigíamos.
Según nos acercábamos, se perdían de vista los otros cuatro pisos que formaban el edificio, el segundo con su arquería de arquillos ojivales con parteluz, el tercero con su friso de nichos, con sus amenazantes esculturas de obispos, con sus mitras y báculos, que parecían desear castigar cualquier acto impuro que osáramos hacer allí. Por fin, en los dos últimos pisos, en el cuerpo central del gótico edificio, lucían el rosetón decorado con un enrejado de piedra y cristales y para terminar una nueva arquería, coronada en el centro con tracerías y pináculos que hacían parecer a aquel monstruo de piedra, sujeto por sus contrafuertes y arbotantes, esbelto e interminable.
No pude evitar preguntarle a Verónica que estábamos haciendo allí, pero no me contestó. Sólo cogió mi cara entre sus manos y me besó casi con rudeza. Fue en ese momento cuando me di cuenta, que hacía ya mucho rato que yo había perdido el control de aquella situación. Siempre me había gustado ser yo la que llevase a mis "victimas" por el camino que yo marcaba, pero esa vez, no iba a ser así. Sólo me quedaba irme o ver que era lo que ella se proponía, y de nuevo, aquella dulce vampiresa, me ganó la partida...
En contra de lo que me parecía probable, la gran puerta principal de la catedral se abrió sin resistencia ante la mano de Verónica, tras lo cual entramos en el primer cuerpo del edificio, encontrándonos rodeadas de una enorme arquería de arcos formeros.
Apenas se veían algunas velas encendidas en cada cuerpo del edificio, con lo que no se podían apreciar muchos detalles, aunque yo conocía aquella catedral de otras ocasiones, a la luz del día, cuando no parecía tan tenebrosa como en aquel momento y sabía que era rala en decoraciones, apenas algunas columnas con capiteles fitomorfos.
Pasamos por el triforio y por el claristorio, donde algunos rayos de luz de luna se filtraban por las vidrieras.
Se suponía que aquel edificio albergar a un Dios benevolente y misericordioso, pero yo caminaba unos pasos por detrás de verónica sin atreverme a respirar el mismo aire que ella, pues me daba la sensación de que la bóveda estrellada podía caer sobre nuestras cabezas para castigar nuestras intenciones. ¿Nuestras intenciones? ¡Si ni siquiera sabía que hacíamos allí!
Antes de llegar al altar mayor, verónica se metió a una de las naves auxiliares y allí, ante mi asombro, abrió la puerta de uno de los confesionarios reservados para los sacerdotes y con un gesto me indicó que entrara. Ya no pude más...
Pero... ¿Se puede saber que pretendes hacer ahí dentro?
Te gustan las experiencias diferentes ¿verdad? El que hayas llegado hasta aquí, me indica que sobre tu prudencia prevalece la curiosidad. ¿De verdad te quedarías sin saber que pretendo hacer aquí dentro?
Su expresión me daba a entender que no me iba a explicar nada. O lo vivía yo o me quedaba sin saberlo. De nuevo me sentí vencida por aquella pequeña bruja y entré.
Ella pasó detrás de mí y cerró la puerta. Pensé que a ella le daba morbo follar en un sitio así, así que sin pensar demasiado en la situación, intenté acercarme a ella dentro de la oscuridad para besarla, pero antes de que mis labios pudieran acercarse a ella, sentí un ruido, como de una pesada puerta abriéndose y una corriente de aire acarició mi piel.
¿Qué...?
Shhhhh... Silencio ahora.
¿Pero, por qué? ¿Hay una puerta? ¿A donde vamos? ¿Qué...?
No pude preguntar nada más. La oscuridad que cubrió mi mente no tenía nada que ver con la falta de luz. Un aroma dulzón penetró por mi nariz y mis músculos empezaron a pesar como si se estuviesen hinchando. En apenas unos segundos había perdido la conciencia...
Fue aterrador, al despertarme, no entender donde me encontraba. Abrí los ojos y sólo pude ver muy lejos de mí, a mucha altura, un techo de piedra lisa. Había luces de lo que parecían antorchas y el único ruido era el del silencio. Estaba tumbada sobre algo muy duro que parecía una cama o una mesa de piedra.
De repente, todos los recuerdos vinieron a mí como una avalancha, mientras me daba cuenta de que no podía moverme. Mi cuerpo no respondía a ningún intento de movimiento, pero mi piel era un campo de sensaciones, sobre todo de frío, mucho frío. ¿Por qué sentía el aire rozando mi piel y la fría piedra directamente contra mí? ¡Estaba desnuda! ¡El pavor se apoderó de mí! Quise gritar pero ningún sonido salió de mi garganta. Mis brazos y piernas estaban separados, traté inútilmente de cerrarlos, quise revolverme, levantarme. Todo era inútil.
Fue entonces cuando una voz conocida susurró en mi oído...
Tranquila. No te pasa nada, sólo es el efecto de una droga, dentro de unas horas podrás volver a hablar y a moverte sin ningún problema, pero de momento, te necesitamos así, inerte, pero con tus sensaciones intactas. A fin de cuentas, no sería justo que no disfrutases también de la experiencia...
¿Una droga? ¿Quiénes me necesitaban inertes? ¿Dónde estaba yo? ¿Disfrutar? ¿De qué? Quería gritarle aquello a Verónica pero, evidentemente no pude.
De pronto comencé a oír música de órgano. Aquella música siempre había tenido el poder de darme cierto miedo y yo de eso ya tenía bastante en aquel momento. No necesitaba más.
Por fin Verónica se movió y pude verla, o más bien adivinar que era ella. Iba cubierta por una larga túnica negra con capucha y la mitad de su rostro se ocultaba tras un antifaz negro. Supe que era ella porque no se había quitado aquel piercing que hacía unas horas ¿horas? Me había vuelto loca. Si no hubiese sido por ese adorno, pocos segundos más tarde no hubiera sabido quien era ella, pues muchas personas más se unieron a ella, prácticamente tragándosela.
Todos estaban en silencio, todos con su túnica, su capucha y su antifaz. Pude distinguir hombres y mujeres aunque, tal vez, había más de estas últimas.
No pude evitar pensar en una secta, y por supuesto satánica. ¿Iban a matarme? ¿Era yo una especie de sacrificio? Pero, no podía ser. Verónica había hablado de que el efecto de la droga se me pasaría en unas horas, así que se supone que yo iba a salir de allí. ¿O es que me había mentido?
De pronto, mi cuerpo se convirtió en un mar de sensaciones, al sentir un montón de manos recorriéndolo sin previo aviso. Aquellos hombres y mujeres estaban acariciando mi cuerpo desnudo sin ningún reparo o pudor. Rozaban mis brazos y muslos, arañaban mis hombros y rodillas, pellizcaban mis pezones y amasaban mis pechos, acariciaban las plantas de mis pies y mis ingles. No tardaron en llegar a la intimidad de mi entrepierna, la cual recorrieron con avidez. Jugaban con mi clítoris, haciéndolo salir de su escondite, tiraban de mis labios menores y trazaban los mayores.
Intenté rebelarme a todo aquello, quería gritar y salir corriendo, quería enfrentarme a ellos, pero todo era inútil. Olvidé incluso que la endemoniada música del órgano era lo único que rompía el silencio en aquel lugar. Al menos comprendí, por qué me necesitaban inerte. Aunque seguía sin saber quienes eran aquellas personas y si sólo querían tocar mi cuerpo o algo más.
Al final, no me quedó más remedio que resignarme, cosa que ellos debieron notar debido a que mi respiración se calmó un poco, aunque casi sin darme cuenta, pronto volví a tenerla agitada, pero no por el miedo, sino porque aquella marabunta de caricias a la que me estaban sometiendo, empezaba a tener su efecto, sobre todo cuando alguien penetró mi coño con un par de dedos. Lo hizo sin miramiento, pero no me dolió, con lo que debía estar bastante lubricado.
Alguien levantó un poco mi pierna derecha, doblándome la rodilla y a los pocos segundos sentí con un dedo jugaba en la zona de mi ano. Lo sentí frío y mojado mientras penetraba en mi sin demasiada dificultad.
Todo aquello me estaba poniendo al borde del orgasmo. Jamás había imaginado cómo podía ser la sensación de ser tocada en tantos sitios al mismo tiempo. Sólo podía definirlo como brutalmente delicioso. Casi me daba igual lo que quisieran hacer conmigo, no me importaba quienes fueran, no me importaba nada. En ese momento sólo quería correrme.
Y fue justo entonces cuando todas las manos desaparecieron de donde estaban, dejándome vacía, insatisfecha, abandonada. Quería gritarles que no parasen ahora, pero no podía hacerlo. Me entró la desesperación. Necesitaba correrme y quería hacerlo con aquellas manos sobre mi cuerpo. Con todos tocando a la vez mis puntos erógenos, pero era evidente que esa no era su idea.
Poco a poco todos empezaron a irse. No podía girar la cabeza, así que no podía saber a donde, pero enseguida empecé a oír gemidos de placer, ropas cayendo al suelo, besos, roces. Se estaban dando entre ellos lo que a mi me estaban negando.
Pero no todos se habían ido. Había tres figuras a mi alrededor. La que estaba situada a mis pies era verónica con su piercing. A mi derecha había un hombre cuya edad, por el mentón y la boca hubiese supuesto en unos cuarenta años y a mi izquierda había un chico que me pareció muy joven, tal vez dieciséis años.
Miré a verónica con ojos suplicantes, aunque ni yo misma sabía si le estaba pidiendo que me liberase o que me dejase tener un orgasmo, aunque pronto dejó de importar. Ella se inclinó y su cabeza quedó enterrada en mi entrepierna.
El primer contacto de su lengua en mi clítoris fue como una descarga eléctrica. Si mi cuerpo hubiese podido moverse, me hubiese encorvado hasta casi romperme. Los segundos siguientes fueron casi una tortura. La punta de su lengua exploraba cada rincón pero apenas rozando mi carne. Yo hubiera querido agarrar su cabeza con furia y obligarla a comer me con fuerza, pero no podía hacer más que resignarme y aguantar lo que quisieran hacer.
De pronto, para acrecentar más mi tortura, el hombre y el chico se apoderaron con la boca de cada uno de mis pezones. Los lamían, los mordisqueaban y los besaban con fuerza. A esto se le unió el que Verónica cambiase el ritmo de su comida y comenzase a devorarme con hambre. Notaba la bola del piercing de su lengua apretado contra mi carne, volviéndome loca de placer. En breves segundos me puse de nuevo al borde del orgasmo, pero una vez más, no me permitieron correrme. Cuando estaba a punto de hacerlo, como si estuviesen perfectamente sincronizados, los tres se detuvieron y se alejaron de mi.
Pasaron un par de minutos, en los cuales la necesidad de un orgasmo inminente se redujo un poco, pero en los que no se atenuó el ardor de mi deseo. Entonces tres personas diferentes, esta vez dos mujeres jóvenes y un hombre muy mayor, casi un anciano, se situaron en el sitio en el que antes habían estado Verónica y sus compañeros. El hombre, tras mirarme unos breves instantes, hundió la cabeza entre mis piernas retomando el trabajo de Verónica, mientras las dos mujeres tomaron mis pechos e hicieron lo que quisieron con ellos.
Durante largo tiempo, todo fue así, cada poco, cuando yo estaba a punto de correrme, las personas que me hacían gozar se iban y eran sustituidas por otras diferentes a los pocos minutos, pero siempre dejando mi deseo sin satisfacer.
La desesperación me quemaba, creí enloquecer con tanto placer frustrado, hasta que de repente ocurrió algo que no esperaba. Un hombre se acercó a la mesa de piedra y subiéndose en ella, se sentó a horcajadas sobre mi pecho. Pude ver como su mano acariciaba su polla de forma frenética hasta que un chorro de esperma caliente baño mi cara. El hombre se retiró mientras sentía otro chorro cayendo sobre mi vientre, tras lo que pude ver a un joven en los últimos estertores del orgasmo, de pie a mi lado.
Varios más se iban acercando a mi, corriéndose sobre mis pechos, mi cara, mi estómago o mis piernas, hasta que la parte frontal de mi cuerpo estuvo completamente embadurnada del semen de al menos una decena de hombres.
Me sentía sucia, humillada, rabiosa, pero aún así excitada. Nadie me acaricio ni me hizo nada mientras los hombres derramaban su leche sobre mí, pero cada chorro caliente recibido hacía que el calor de mi coño se mantuviese álgido.
Fue entonces, cuando entre dos hombres, manipularon mi cuerpo para ponerme de bruces sobre la roca, aunque no sin antes cubrirme los ojos con un pañuelo, supongo que para que no pudiese ver lo que me rodeaba.
De nuevo comencé a sentir chorros de semen esta vez sobre mi espalda, mi pelo, y mis nalgas. Algunos se subían sobre mí para dejarme sus muestras de placer, otros lo hacán de pie a mi lado. Y así siguieron hasta que mi cuerpo, estuvo completamente cubierto de aquel pringoso líquido.
De pronto, sentí algo raro sobre mi piel descubierta. Lo sentía en muchas partes a la vez, desde mis pies hasta la nuca, pasando por la hendidura de las nalgas y el propio ano. Comprendí que eran lenguas. ¡Estaban lamiendo el semen de mi cuerpo! Los labios y las pieles que acompañaban a aquellas lenguas eran suaves, así que ¡eran las mujeres! Los hombres me habían usado como recipiente de su esperma y ahora las mujeres lo bebían de mí.
En el momento en que debieron decidir que ya no quedaba que lamer en mi parte trasera, me dieron de nuevo la vuelta y me quitaron la venda de los ojos, así pude ver a un montón de mujeres, en las que en una pude distinguir una bola plateada en el mentón, lamían la parte delantera de mi cuerpo, incluida mi cara, de la cual besaron mis labios, incluso llegando a introducir sus lenguas con sabor a semen en mi boca.
Mi coño tampoco se libró del tratamiento, y esta vez pude correrme. Lo hice varias veces, de forma casi encadenada, pues cuando una dejaba de lamer otra la sustituía. Sabía que mi cuerpo luchaba por convulsionarse, pero no creía estar haciendo ningún movimiento. Mi garganta luchaba por emitir gritos de placer, pero apenas si conseguí que sonaran un par de gurutales gruñidos.
Por fin, mi cuerpo debió quedar libre de los efluvios masculinos y se alejaron de mí.
Pasaron varios minutos en los que no pude ver a nadie a mi alrededor, hasta que de pronto la cara de verónica apareció ante la mía. Se acercó muy despacio, de forma casi dulce hasta mis labios y me besó con suavidad, tras lo cual se alejó. ¿Era una despedida?
Volví a sentir el olor dulzón que me embriagó en el confesionario de la catedral, los músculos volvieron a pesarme como piedras y el manto de la oscuridad veló mis ojos. Dejé de estar allí...
Esta vez, al despertar, sentí el olor de la cera derretida y vi la cara de un anciano sacerdote...
Otra vez ha vuelto a ocurrir...
Su suave voz sonaba preocupada.
Hacía mucho que no sucedía. Hubo un tiempo en que aparecía aquí cada mañana una chica denuda y oliendo a sexo, pero creí que aquello había terminado...
Luché por incorporarme mientras la conciencia de lo sucedido venía a mi mente como una losa enorme. Me sentía dolorida, pero perfectamente lucida, sin una sola duda de que aquello que venía a mi mente había sucedido. Noté que mi cuerpo respondía perfectamente. Intenté hablar y lo conseguí sin problemas.
¿Dónde estoy? ¿Quiénes eran? ¿Por qué...?
Estás en la catedral y nadie sabe quienes son, que hacen o donde llevan a cabo lo quiera que sea que hacen. Nunca una chica ha querido contar que es lo que le ha pasado.
Entendí perfectamente por qué nadie lo contaba. Ni siquiera me salían las palabras y menos aún en presencia de aquel anciano cura con cara de santurrón que me tendía mi ropa.
Estaba tirada en el suelo, al lado de este banco donde te dejaron dormida...
Me vestí rápidamente mientras el anciano miraba hacia otro lado. El no dijo nada y yo no me sentía con fuerzas para hablar. Cuando acabé de vestirme, le di las gracias y me fui sin mirar atrás...
En la calle estaba amaneciendo...
No hace falta decir que nunca volví a ver a Verónica y que jamás les conté a mis amigos nada de lo que había ocurrido aquella noche. Les dije simplemente que había echado un polvo con ella y nada más.
Las cosas siguieron como siempre, exceptuando aquellos sueños en los que aquella extraña noche se volvía a repetir, haciendo que despertara entre sudor y flujo...
Un día por fin, un mes más tarde, no aguanté más la curiosidad de intentar averiguar algo sobre todo aquello y volví a la catedral. Recorrí el mismo camino que aquel día con verónica y asegurándome que nadie me veía, entré el confesionario. Pasé allí más de media hora intentando encontrar un mecanismo que abriese una puerta. Puerta que yo no estaba convencida que existiese, pero que era la única pista que tenía.
Por fin me di por vencida, y salí, con cuidado del confesionario.
Decidí intentar sonsacar algo más al anciano cura, así que me dirigí a la sacristía, en la cual encontré a varios sacerdotes. Al verme, uno de ellos, un hombre de unos treinta años se acercó a mí y me preguntó en que podía ayudarme.
Verá, quisiera hablar con un sacerdote, pero no conozco su nombre.
¿No está en la sala en la que yo estaba?
No, no. No le he visto allí.
Es extraño, porque estamos todos ahí reunidos. Pero si puedo ayudarte yo...
No pude evitar mirar al joven cura con extrañeza.
Estoy segura de que no estaba allí, y es con él con quien debo hablar.
Bueno... ¿como es ese sacerdote?
Pues es bastante mayor, casi un anciano, estaba aquí hace cosa de un mes por la noche...
Ahora fue el joven cura el que me miró con extrañeza.
No. No puede ser, a lo mejor te confundes de lugar. Aquí todos los sacerdotes somos más o menos jóvenes. El más mayor tiene cincuenta y tres años y por la noche no se queda nadie. La puerta queda cerrada y nadie entra ni sale hasta que hay que preparar la misa de las ocho. De todas formas insisto, si puedo ayudarte yo en algo, lo haré encantado...
No... no. Muchas... gracias.
Mi voz sonaba balbuceante, pues mientras el joven cura hablaba vino a mi mente la cara del anciano sacerdote, recorrí las líneas de su cara, de su mentón y de su boca y vi esas facciones bajo un antifaz antes de que su cabeza se hundiera entre mis piernas en el sitio en que había estado verónica...