Gotas de vida

Te quiero desnuda, entregada a mí, -mi vida-.

GOTAS DE VIDA

Las lágrimas resbalaban por su piel.

No llores, -le decía él- guarda las gotas que tu cuerpo destila para el lugar secreto.

No suspires todavía, espera a hacerlo de verdad.

No rechaces mis besos, entrégate a mí.

No te muevas, yo te quitaré la ropa.

No escuches nada más que mi voz.

No tiembles, sólo espera gozar.

No pienses, sólo siente.

-Amada mía-.

Ella gemía.

Le deseaba desde hacía tanto tiempo, que todo esto era para ella como la culminación de todos sus anhelos, la consumación de todos sus suspiros lanzados al aire desde el principio de los tiempos.

Él era Él.

Empezó a sentir su aliento en el oído y las palabras que le susurraba eran tan dulces como la miel para sus labios; sentía escalofríos en su cuello, que se deslizaban por toda su integridad y la piel erizada que delataba impúdicamente la fina ropa que cubría sus pechos.

Sólo sus palabras, sólo su proximidad, sólo su olor, sólo su calor, hacían que lentamente fuese creyendo perder la razón.

Ella alcanzó a sentir que si él la tocaba, moriría de placer.

No te voy a privar de ningún sentido, -le dijo él-, los vas a disfrutar todos, mi dulce amor.

Él empezó acariciando su ropa, despacio, sin rozarle la piel. Ella notaba el vaivén de la tela, no los dedos, no el contacto de las manos de su amante.

Quería gritar, decirle, -tócame-, pero no podía, era tan fuerte lo que sentía, que las palabras no alcanzaban a salirle de su laringe.

Cerraba los ojos, deseando adivinar lo que seguiría luego.

Abre tus ojos, mira los míos, -le decía, mientras poniéndose a su altura la miraba con ráfagas de fuego-.

Ella le miraba y sus piernas flaqueaban.

Él la hizo retroceder adelantando sus pies, lentamente, como si de un baile se tratase, ella incrédula caminaba hacia atrás, intentando esquivarle.

Apóyate en la puerta, sino caerás, -le dijo él- sonriendo.

Sintió la madera tras ella, la manilla de la puerta a su lado, y su amor, a medio dedo de distancia, demasiado lejano.

Levanta los brazos, -dijo-, mientras empezaba a subirle el vestido sin tocarla y sin dejar de observarla.

Ella sudaba.

Te quiero desnuda, entregada a mí, -mi vida-.

Asentía, temblaba, vibraba, todo era nuevo, todo especial.

Gotitas de sudor adornaban su bello cuerpo, resbalaban por su canalillo, serpenteaban hacia el ombligo y de allí a su bajo vientre, y algunas, las más atrevidas se dirigían hacia sus dos montañas coronadas cada una por un bello pico sonrosado, para distraídamente caer infelices al abismo.

Le retiró el vestido, lanzándolo sin miramientos al fondo del dormitorio.

Sacó un cutter de su bolsillo, y mirándola, al tiempo que cogía un tirante de su sujetador, se lo cortó sin avisar, haciendo lo mismo con el otro.

Acercó sus labios a ella, y casi cuando el contacto era inminente, ella notó cómo se expandían sus senos fuera de su cárcel, sintiendo el roce de la camisa de él y el calor que se desprendía de su cuerpo.

La abrazó intensamente. Ella le rodeó con sus brazos, mientras apreciaba cómo lentamente y con unos sutiles movimientos le eran retiradas sus braguitas.

Quedó desnuda ante él.

-Se retiró para observarla-.

Ella hizo ademán de cubrirse cuando vio que él se lo negaba con su cabeza. Y desistiendo, de su empeño, separó los brazos ligeramente mostrando toda su desnudez, no sin pudor.

Eres preciosa, -mírate al espejo-.

Ella se miró, el espejo estaba justo enfrente, reflejaba a una mujer bella, y más cuando él le decía que lo era.

Él también era guapo, tenía esa belleza especial del hombre experimentado y curtido por la vida, su educación iba precedida siempre por su caballerosidad, y su olor a macho limpio y almizclado la volvía loca.

Él sacó un cepillo de pelo de su bolsillo, era pequeño, pero lo acercó a su pubis, y sin decir nada, le cepilló su ordenado vello durante unos minutos con extremada delicadeza y mimo.

Eres preciosa, -repetía una y otra vez-, mientras llevaba un dedo peligrosamente a su ombligo.

Le rozó el ombligo y lo fue haciendo descender dibujando espirales en su vientre hasta adentrarse en las profundidades de su monte.

Ella se sentía turbada, notaba que ante la proximidad de los dedos de él, en la parte más baja de su abdomen, una humedad fresca empezaba a salir de su cuerpo, y se deslizaba piernas abajo.

Él sonreía. Ven, -le dijo-. Ofreciéndole su mano.

Ella le siguió, y obedeciendo a su ademán, se sentó en un sillón estilo Luis XVI.

-No ofrezcas resistencia amor-, y diciendo eso le abrió las piernas delicadamente y se las colocó a ambos lados de los apoyabrazos del sillón. –Quédate así, abierta-.

Ella estaba avergonzada al sentir la frescura de su humedad y al no poder esconder el deseo que sentía en su interior.

Él le dio dos copas de cristal que contenían agua en sus dos terceras partes. -Cógelas de la base con tus manos, -le dijo-. -Y estira tus brazos en cruz, procurando que no se derrame nada-.

Ella le obedeció. Se observó a sí misma reflejada en el espejo completamente entregada al hombre de sus sueños.

Cada una de sus concisas órdenes le servía para que sintiese palpitar su alma y su sexo. Para que se sintiese la mujer que nunca se había sentido. Para que no pudiese decirle “no” pues no era su deseo.

Él se acercó a ella, y con un mimo exquisito la besó en los labios, prolongando ese beso hasta el infinito, deslizando su lengua junto a la de ella, enroscándola, jugando, hundiéndosela hasta el fondo de su garganta. Segundos, minutos… horas eternas que les parecieron el paraíso.

Ella se observó en el espejo con sus brazos extendidos sujetando las copas, con sus piernas a ambos lados de los antebrazos del sillón y su sexo expuesto destilando su libertad recién descubierta.

Sigue así, -le ordenó él- no te muevas-, y ella al oírle sintió otra bocanada de flujo, fluyendo vientre abajo.

Él se acercó a su seno izquierdo, lamiendo su protuberancia despacio, succionando tiernamente, para poco a poco ir aumentando en intensidad, mientras con su otra mano jugueteaba traviesamente con el otro seno, con su otro promontorio.

Ella se sentía presa del delirio.

Él impúdicamente introdujo uno de sus dedos en la abertura de su sexo increíblemente húmedo y deslizante, para comprobar de inmediato que tres de ellos también entrarían perfectamente. Iba introduciéndolos y sacándolos al compás de los gemidos de su amada, cada vez más en aumento. Su boca succionaba y mordisqueaba los pezones sonrosados de ella, objeto de su culto.

Ella gritaba, gemía, se debatía entre salir del sillón o dar saltos de desesperación. Sujetaba con fuerza las copas, que amenazaban con estamparse contra el suelo o la pared. Parecía poseída por un espíritu maligno.

De pronto él bajó la cabeza hasta su sexo y empezó a relamer la humedad que involuntariamente ella había dejado escapar de entre su cuerpo lascivamente. Sorbió, lamió, chupeteó toda la rajita de su amor sin dejar de bombear con sus dedos la apertura desvergonzada de ella y con su otra mano presionar y pellizcar sin parar sus pezones cada vez más doloridos.

Él oyó sus jadeos entrecortados, su respiración agitada, su sexo palpitar a la entrada de su lengua, y constatando su inminente orgasmo, mordió su clítoris ligeramente, pellizcó sus pezones con fuerza, e introdujo sus dedos hasta casi la muñeca, bombeando rítmicamente hasta que del interior de ella salió un inmenso chorro intermitente de líquido transparente conforme a la magnitud de su orgasmo, y un grito profundo y prolongado que se oyó, seguro, hasta el último rincón de la ciudad, y que fue decreciendo a medida que disminuía la intensidad del sentir.

Él sacó los dedos de su delicioso emplazamiento y se apresuró a coger las copas, que como era de suponer no contenían ya agua alguna. Las depositó en la repisa de la ventana y se dirigió hacia ella, que había caído en el estado de postración propio de quien ha experimentado semejantes sensaciones.

La cogió en brazos y la depositó en la cama.

Cuando ella despertó, a las dos horas, él le dio un dulce beso y le dijo: - Tenemos dos problemas, amor-. –Uno: has derramado el agua de las copas-. –Dos: todavía tienes dos orificios más por explorar, y yo no estoy cansado en absoluto-.

Ambos sonrieron maliciosamente…