Gorda (3)

Gorda (capítulo 5, SEXO y AMOR), la tensión sexual se resuelve al fin entre Beatriz y Mauro, dos personas que se atraen a pesar de sus diferencias físicas y sus complejos.

5

Sexo y Amor

«Le gusto. Me cago en la puta, yo le gusto».

—Puedes tocarlas.

Beatriz aun tenía sus manos puestas sobre el abdomen de Mauro y puedo sentir el sobresalto y la agitación del chico cuando este contrajo el vientre al oír cómo le daba permiso para tocarla.

Las manos de Mauro se movieron tímidamente sobre la superficie de sus pechos sin atreverse a apretarlos. El chico sentía en las palmas de las manos la suave textura de los encajes de la prenda, interrumpida por las protuberancias que los pezones, excitados, marcaban en la zona frontal.

Beatriz hizo lo propio con Mauro, deslizando sus dedos por el torso firme del chico, desplazando la camiseta hacía arriba hasta alcanzar sus prominentes pectorales. Las tetillas de Mauro eran de color oscuro y estaban presididas por unos pezones pequeños y duros. La respiración del chico aumentó de ritmo cuando Beatriz posó sus labios sobre uno de ellos, besándolo muy despacio. Las manos de Mauro se cerraron alrededor de los grandes senos de ella, apretando ligeramente. Beatriz le daba besos breves, apoyando apenas los labios sobre los pectorales, el cuello y el mentón.

Mauro soltó uno de los pechos y puso una mano grande y de largos dedos en la mejilla arrebolada de Beatriz, acercando su boca a la suya. El aliento de ambos se mezclaron en el breve espacio que separaba sus rostros segundos antes de besarse.

Las lenguas se acariciaron mutuamente; la de él, despacio, insegura, sin apenas atravesar la boca de ella; la lengua de Beatriz, en cambio, buscaba con avidez el aliento del chico, introduciéndose en su boca y libando con ansía y desespero. Ella cerraba la boca alrededor de los labios de él y aspiraba, succionando el aire que expulsaba el chico.

El mundo se convirtió en un maremagnum de lenguas, paladares, mejillas, labios, dientes y saliva. El calor de sus cuerpos los envolvió y la transpiración comenzó a aflorar en ambos, llenando el caluroso ambiente de feromonas.

Mauro bajó el sostén y liberó los grandes pechos de Beatriz sin dejar de lamerle la lengua dentro de la boca. Sus dedos buscaron a ciegas los pezones y los encontró mucho más grandes y prominentes de lo esperado. Al apretarlos Beatriz gimió en su boca. Ella retiró los labios y se apartó, dejando un débil puente de saliva entre ambos. Beatriz le quitó la camiseta: el pecho lampiño, amplio y varonil, estaba cubierto por una película de sudor que ella recogió con las uñas.

Mauro le abrió completamente la blusa y contempló las ubres de Beatriz: grandes y pálidas, con unas venas azuladas apenas perceptibles recorriendo las amplias curvas. Tenía unas aureolas oscuras, anchas y cubiertas de pequeñas protuberancias. Los pezones eran dos cilindros tiesos de color marrón.

Los senos descansaban en una barriga prominente, suave y tersa, sin defectos, que se agitaba al ritmo de la respiración de la excitada chica.

Beatriz siguió la mirada de Mauro y se ruborizó, sintiendo una vez más vergüenza de su cuerpo.

—No la mires.

Mauro la ignoró y se inclinó para introducirse uno de los gordos pezones en la boca mientras acariciaba el vientre terso y amplio de Beatriz, apretando con suavidad su barriga, amasándola con unos dedos grandes y fuertes. Las caricias provocaron que la húmeda vagina segregase fluidos con profusión, impregnando la ropa interior de Beatriz conforme éstos salían fuera de sus labios, hinchados y excitados. Su clítoris era un bastoncillo tieso que irradiaba un calor que los jugos de su sexo no podían calmar.

Mauro, a su vez, sentía el dolor físico que le proporcionaba la presión de los ajustados vaqueros en su glande. Desde el primer contacto con Beatriz había sufrido una erección animal, intensa, enorme. Su pene, atrapado en las recias ropas de trabajo, se endureció y el prepucio intentó seguir su camino habitual, pero se encontró con la resistencia de los vaqueros, impidiendo bajar del todo. El frenillo le dolía y el glande, estrujado y asfixiado, se quejaba de dolor, pidiendo ser liberado.

Las manos de Mauro recorrían el cuerpo de Beatriz: los pechos, el vientre, los brazos, la cara, el cuello, los hombros, el pelo…; intentaba abarcar cada parte de toda esa carne cálida, trémula y viva que latía y gemía frente a él. La desnudó con torpeza, a tirones, intentando acariciar y palpar con desesperación la carne que era liberada.

Beatriz se dio un festín con el cuerpo escultural de Mauro. Todo él era piel tensada sobre carne dura y tendones vibrantes; los músculos, definidos y surcados por venas pronunciadas, eran rocas a las que Beatriz se aferraba para no resbalar mientras escalaba ese cuerpo empapado de sudor.

Mauro, enfermo de pasión, le agarró la amplia cintura, enterrando los dedos en las carnes blandas y la arrastró, llevándola hasta la pared donde estaban apoyados los viejos colchones, tirando uno al suelo.

Así, abrazándose, besándose, explorando mutuamente sus cuerpos entre gemidos y fuertes jadeos, arrancándose las ropas y tomando conciencia de la excitación que se provocaban mutuamente, cayeron encima del sucio colchón, confundidos los cuerpos en un caos de piernas, brazos y prendas a medio desvestir.

Beatriz sintió como la espalda desnuda se le impregnaba con la fina capa de polvo que cubría el colchón; separó las piernas y alzó los muslos grandes y rollizos para hacerle más fácil a Mauro quitarle los pantalones. Tras quitárselos, Mauro hizo lo propio con los suyos, dejando a la vista el pene erecto, ligeramente curvo y tieso como un signo de exclamación. Los testículos le colgaban varios centímetros por debajo, en una bolsa de pellejo abultada y totalmente rasurada que se agitaba en el aire con insolencia.

Mauro deslizó hacia abajo las braguitas de Beatriz. Al hacerlo, un pequeño hilo viscoso fue descolgándose desde el forro interno de la prenda hasta los hinchados labios del coño. Mauro admiró embelesado el sexo que apareció bajo la amplia barriga de la chica.

Un pequeño jardín de vellos entretejidos presidía el monte de venus, abultado e inflamado; justo debajo se abría un coño cuyo interior era un laberinto de carnes rosadas, pliegues y protuberancias, todo ello lubrificado por una pátina viscosa que refulgía bajo la luz amarillenta de las bombillas.

Por la zona inferior del coño resbalaba una gota de liquido cervical, dejando a su paso una línea blanca y espesa, que bajaba por el perineo hasta el ano. Mauro la limpió con la lengua.

El sabor de Beatriz era intenso, ácido, levemente agrio. A Mauro le supo a gloria. Los efluvios eran abundantes y la excitada chica no dejaba de segregarlos, inundando el apuesto rostro del chico con el almizcle que supuraban sus entrañas. El olor era fuerte, puesto que el sexo de Beatriz había acumulado fluidos después de una larga jornada, fluidos a los que se les había sumado el sudor generado entre sus muslos por el estrés y el calor. Aún así, la lengua entraba en esa cavidad con glotonería, dilatando la raja y penetrando en el laberinto de pliegues para lamer hasta el último rincón.

Mauro se ayudó de las manos para separar aún más los labios internos y levantar la capucha del clítoris, el cual se encontraba erecto e inflamado, sobresaliendo por encima del coño como un diminuto glande. La lengua lo rodeó en círculos, arrojando sobre él los gemidos graves y guturales que le salían de la garganta. El fuerte olor de ese coño excitado y lleno de babas le provocaba unas oleadas de lujuria intensísimas, haciendo que su polla sufriera espasmos continuos.

Los latigazos de la lengua de Mauro aumentaron de ritmo e intensidad, masturbando la raja de Beatriz en todas direcciones. A veces bajaba por el perineo para limpiar el sucio agujero trasero. Allí sentía la aspereza del vello que lo rodeaba. Mientras le lamía el ojete sus dedos exploraban la gruta de Beatriz, introduciéndose con gran profundidad, recogiendo los espesos grumos de crema que expulsaba la cérvix y follándole el coño con ritmo pausado, pellizcando el tieso clítoris y la resbaladiza capucha que lo envolvía.

Justo antes del orgasmo, los gordos muslos de Beatriz, ligeramente rugosos debido a la celulitis, se cerraron a ambos lados de la cabeza de Mauro, quedando este sumergido en un mar de carne caliente, con la cara embutida en ese coño que despedía fuego. El orgasmo de Beatriz fue una explosión que recorrió hasta el último nervio de su orondo cuerpo.

Mauro veía como toda esa carne vibraba y temblaba, agitada por seísmos de placer mientras sentía los espasmos vaginales en su boca y en sus dedos.

—¡Dioooooooss! —gimió ella al fin.

Beatriz, en el paroxismo del orgasmo, se agarró ambos pezones, tironeando de ellos constantemente.

Mauro, insatisfecho y horriblemente excitado, volvió a separarle las gruesas piernas a Beatriz para acceder al bajo vientre y lamer los pliegues y las lorzas de su barriga. Lamía, chupaba y mordía ignorando las quejas de Beatriz, puesto que a ella le daba vergüenza que le tocase los rollos de grasa y celulitis.

El muchacho, enfermo de lascivia, empujaba las tetas y metía la lengua debajo de ellas, justo en la base, lamiendo los restos de sudor allí acumulados. También le lamía el ombligo y los erectos pezones; le lamía el sudor del cuello y le chupaba la saliva que resbalaba de la comisura de los labios. Le besó las pecas de la nariz y le introdujo la lengua en la boca al mismo tiempo que le metía la polla en el coño.

Mauro penetraba a Beatriz con una rabia apenas contenida, insertando el tieso mástil en el excitado coño con fuerza, usando toda la potencia de sus musculadas piernas para llenar hasta el último rincón de esa chorreante vagina con su hombría. Los colgantes huevos palmeaban la parte inferior del coño y el grueso glande dilataba las paredes internas, profundizando y excavando entre chapoteos y viscosos sonidos.

El afeitado pubis de Mauro pronto se convirtió en una pista resbaladiza cubierta de sudor mezclado con los flujos sexuales de Beatriz, aumentando aún más el demencial ruido que hacían las carnes de ambos al golpearse.

Beatriz chillaba de placer en la boca de Mauro y éste, a su vez, gemía y bufaba sobre ella, regando su cara con finas gotas de saliva y sudor, pues la frente del chico era una fuente de transpiración debido al bochorno que los cubría.

La chica no podía pensar en nada más que en la nube gloriosa de placer en la que estaba flotando, con todos los nervios electrizados, sintiendo calambres de éxtasis que viajaban desde la zona lumbar hasta el interior de su vientre. Sus uñas recorrieron la topografía accidentada de la espalda de Mauro, un mapa lleno de músculos y tendones duros como cables de acero, que se contraían y expandían al ritmo de sus empujes. Sus enormes tetas eran un juguete a merced de la gravedad, balanceándose de forma errática en todas direcciones, con los doloridos pezones tirando de ellas.

Con un rugido Mauro empotró su cuerpo contra la gorda tripa, insertando la polla hasta sentir en la punta del carajo el cuello uterino, aplastando el hinchado clítoris con el pubis. La descarga de semen inundó la vagina en sucesivos chorros, eyaculando copiosamente y ahogando con fuego líquido la entrada del útero.

Beatriz, con las sienes surcadas por dos regueros de lágrimas, le mordió la boca y chilló al correrse con tanta intensidad que expulsó pequeñas cantidades de líquido por el agujero del meato.

Extenuado, Mauro se derrumbó sobre el sudoroso cuerpo de Beatriz, mullido y caliente, sintiendo los últimos coletazos del orgasmo simultáneo, que provocaba leves espasmos en ambos cuerpos.

Mauro sintió los dedos de Beatriz en su cara y abrió los párpados para enfrentarse a los ojos verdes de la chica. Ella sonreía.

—Deberías sonreír más veces —dijo Mauro—. Creo que no le sacas suficiente partido a esos hoyuelos —diciendo eso la besó, esta vez sin lengua.

—¿Por qué yo? —Beatriz jugaba con el cabello de Marcos—, ¿por qué a mi?

Mauro reflexionó un momento.

—Porque me atraes —volvió a besarla—. Me gustas.

Beatriz aceptaba los besos mientras negaba levemente con la cabeza. Sentir el peso muerto de Mauro sobre ella era reconfortante.

—¿Te gusto? ¿Así? ¿Cómo? —Beatriz no encontró otras palabras—: ¿Con este cuerpo tan gordo?

—Sí. No sé. Y por tu cara, tus ojos. Tu boca también.

—No lo entiendo. ¿Es una especie de fetiche que tienes, las gordas?

Mauro contempló largo rato el bello rostro de Beatriz.

—«Realmente no sabe lo guapa que es. Está tan acomplejada que no es capaz de ver sus virtudes».

—Beatriz, acéptalo. A pesar de la imagen que tienes de ti misma, aquí hay una persona que le gustas, tal y como eres.

—¿Y cómo soy yo? —Beatriz se resistía a aceptar las palabras de Mauro —. No me conoces de nada.

—No, tienes razón, y si no dejas que las personas se acerquen a ti por culpa de tus complejos, nunca podrán conocerte.

Beatriz supo que esas palabras también estaban dirigidas a él mismo.

El corazón de Beatriz latía con fuerza, desbocado. Aún sentía el pene de Mauro palpitar en el interior de su vagina anegada de semen. Un pensamiento fugaz pasó por su mente:

—«No hemos usado protección y yo no tomo anticonceptivos. Total, ¿para qué, si nunca follo? A lo mejor me quedo preñada. No me importaría. Dejaría que el bichito creciera dentro de mi y luego lo pariría, lo cuidaría y tendría alguien con quien compartir mi vida y ya no tendría que preocuparme de mi ansiedad, ni de mis gorduras ni de lo que piensen de mí. Además, Tito tendría un hermanito humano».

—¿Qué pasaría si adelgazase y dejase de estar gorda? ¿Te seguiría gustando?

—No lo sé, Beatriz —la besó con suavidad y ella le devolvió el beso—, ¿por qué no permites que te conozca mejor y lo averiguamos?

Beatriz comenzó a notar como se agitaba el miembro que había dentro de su cuerpo, endureciéndose y creciendo. Ella lo recibió estimulando los músculos pélvicos, dando la bienvenida a su nuevo amigo.

Mientras abrazaba a Mauro pensó que, después de todo, merecía la pena olvidar por un momento sus complejos y aceptar lo que la vida tuviera que ofrecerle.

FIN

K.O.