Gorda (2)

Gorda (capítulos 3 y 4): Beatriz y Mauro tienen un tropiezo.

3

Beatriz y Mauro

—¡A y! ¡Ostia, ten cuidado joder!

Mauro, el chico de los pedidos, había estado tan ensimismado en su fantasía que no vio a la rolliza administrativa de la mesa 12 hasta que le aplastó los dedos del pie con la suela reforzada de su bota de seguridad.

Beatriz daba saltitos a la pata coja apoyada en la pared del pasillo, con una mano sobre el muslo del pie lastimado.

—¡Joder!, como duele, ¡ay!

Algunos compañeros levantaron la vista de sus teclados y papeles al oír las voces. Mauro dejó los paquetes del pedido en el suelo y se acercó a Beatriz, ruborizado hasta la raíz del cuero cabelludo, muerto de la vergüenza. Le puso una mano en el hombro e intentó disculparse.

—Dios, perdona, lo siento. No te había visto. Perdóname. ¿Estás bien? —«Joder, es ella, la gordita de la 12. Ostia, tío, me cago en la puta, qué mala suerte. Joder».

—Pues no, no estoy bien. ¿No ves que me has reventado el pie, capullo? —«¡¿Pero qué haces gilipollas, cómo le hablas así?! ¿No ves que es él, el tío bueno de mantenimiento? Tú eres subnormala, tía».

—Lo siento muchísimo —Mauro acariciaba el hombro de Beatriz sin ser consciente de ello, pues lo hacía de forma instintiva—. ¿Quieres sentarte? —«Pobrecilla… Pero qué patoso eres, tío, ¡ya podías haber mirado por donde ibas, tontainas! Le tiene que doler un montón, está por llorar y todo. Me cago en mi estampa».

—Gracias. —«Como duele, madre mía, como duele. Me estoy mareando y todo… ¿Me está tocando? Sí, me está tocando. Dios que no pare de tocarme».

Mauro ayudó a Beatriz a alcanzar una silla. Ella iba dando saltitos a la pata coja apoyada en el hombro (musculadísimo) de Mauro, y él había pasado un brazo por la espalda de Beatriz y la sostenía por la axila. Sus dedos percibieron la ligera humedad de sudor que había ahí.

—«Estoy tocando el sudor de sus sobacos. Qué morbo, ¡uf!».

—«Mierda me está tocando el sobaco y seguro que lo tengo sudado. Qué vergüenza. Mierda, mierda, mierda».

En el breve trayecto desde el pasillo hasta la silla, Beatriz había ido dando saltitos, provocando que su generoso busto saltase también, balanceándose arriba y abajo. Llevaba una blusa abotonada y por el resquicio que había entre los botones Mauro pudo verle el sujetador.

—«Vaya pedazo de tetas que tiene, y cómo rebotan, madre mía. ¿Has visto eso?, tiene el sostén de encaje y por los agujerillos se le veía la carne de las tetas. Me estoy empalmando, mierda».

—Siéntate aquí un momento, voy a quitar los paquetes del suelo no vaya a ser que alguien tropiece.

—Vale… ay…—Beatríz asintió con la cabeza, agarrándose el tobillo mientras una lágrima rodaba por la mejilla.

—«Esto duele una barbaridad. Espero no haberme roto la uña. ¡Ay!… Me ha vuelto a mirar las tetas. Los tíos son la hostia: te pisotean y luego te miran las tetas. Qué cerdos son, siempre están pensando en lo mismo. Pues aprovecha hija, que pareces tonta. ¿Con éste? Calla, calla, qué vergüenza. ¿Tú has visto lo gorda que estoy? El musculitos éste seguro que se pone a vomitar de asco si me viera en cueros ¿Por qué hace tanto calor aquí? Ya estoy transpirando, me cago en la leche».

Mauro agarró los paquetes del suelo, apartándolos del pasillo, y los llevó hasta la silla donde estaba Beatriz sosteniéndolos delante de él, ocultando la erección que le tensaba los vaqueros.

—¿Estás mejor?, ¿necesitas algo? —Mauro se fijó en la frente perlada de sudor de la chica—, ¿quieres agua?

—Sí, por favor. Te lo agradecería —Beatriz estaba sentada, inclinada, frotándose la pierna a la altura del tobillo; en esa posición su vista quedaba a la altura del vientre de Mauro.

—«No puede ser. Está empalmado. Lo intenta ocultar, pero se lo estoy viendo. ¿A este tío qué le pasa?, ¿siempre va así, con el rabo tieso? A lo mejor le gusto. Claro, y los cerdos vuelan. Debe ser cosa de las hormonas que se toman en el gimnasio, que les hace ir todo el rato cachondos. Joder qué alegría. Qué suerte tendrá la novia entonces. Porque éste tendrá novia, vamos, seguro. Alguna doña perfecta, como la jefa. Qué cabrón. Seguro que se hincha a follar todos los días. Y yo matándome a pajas. Que asco de vida. ¿Por qué mierda tengo que estar tan gorda? Qué ascazo me doy. Esta tarde me pongo a dieta, lo juro. Gorda de mierda».

Las lágrimas de dolor se mezclaron con las de auto compasión.

Cuando llegó al expendedor de agua Mauro se echó varios chorros por el cuello para enfriar el calentón y rebajar la erección. Llenó un vaso de plástico con agua fresca y se la llevó a la chica gorda.

—«¿Chica gorda? Eres un capullo, no la llames así. Al menos sé educado y pregúntale el nombre. Joder como llora, qué pena. Le he tenido que hacer mucho daño. Me cago en mi vida, por mi culpa. Con lo bonita que es cuando sonríe. No llores así, venga va, que me haces polvo, chiquilla».

Beatriz se apartó las lágrimas con el puño de la camisa, descubriendo unos ojos verdes vidriosos y enrojecidos. Mauro se fijó que tenía una pequeña constelación de pecas alrededor de la nariz, algo que la hacía aún más atractiva. Ella agradeció el agua, que bebió nerviosa en un largo trago. Una gota se le escurrió por la barbilla y a Mauro le hubiera gustado limpiarla con el pulgar.

—Deberías quitarte el zapato para ver como lo tienes. Si te duele mucho igual te he roto una uña o algo peor. Joder, no sabes cómo siento haberte pisado. De verdad, me sabe fatal verte así.

—Ya se me está pasando —mintió—, tampoco tienes toda la culpa. Yo también iba distraída —mintió otra vez—. Déjame sola y en un par de minutos se me pasará.

—«¡¿DÉJAME SOLA!? ¿Pero por qué he dicho eso! Joder, no te vayas, me he confundido, quería decir ‘déjame sólo un par de minutos’. Joder, ostia, no puedo ser más ridícula».

—Claro, tranquila —«está mosqueada»—, lamento haberte pisado. —Mauro se quedó prendado unos segundos más admirando el color verde de sus ojos—. Ya nos veremos por aquí.

—«¿Qué hago? ¿Me presento, le digo mi nombre? Está mosqueada y rabiando de dolor, quiere estar sola. Venga, déjala tranquila. Coge los paquetes, haces el pedido y te vas al sótano a hacerte una buena paja pensando en el sujetador, el movimiento de sus tetas y el sudor de sus axilas. Cretino».

—«No dejes que se vaya, capulla. Dile tu nombre al menos. ¿Para qué? Como si yo le importase lo más mínimo. Tú reza para que cuando te quites el zapato no tengas un dedo roto. Lo que me faltaría, un mes de baja tirada en el sofá. Mira que me están entrando ganas de llorar otra vez».

—Sí, nos vemos —dijo Beatriz despidiéndose de él.

Esa noche Mauro y Beatriz se masturbaron en casa pensando cada uno en el otro, ambos con una fantasía distinta: la de ella era salvaje, desesperada, sucia y violenta. La de él era pausada, platónica, llena de caricias y sentidos a flor de piel. Aunque los dos llegaron al orgasmo, ninguno quedó satisfecho.

4

Mauro y Beatriz

B eatriz accionó el interruptor de la luz, pero no sucedió nada.

—Mierda.

El subsótano 3 seguía tan oscuro como un pozo. Era un espacio enorme, atestado hasta arriba de máquinas, herramientas, mobiliario y cajas (muchas cajas) de todo tipo. Beatriz sacó el teléfono móvil y accionó la linterna. Unas formas imprecisas aparecieron ante ella perfiladas contra la pintura grisácea de los muros de hormigón, sucios y polvorientos. Aquello era un caos. Apuntó el foco de luz hacía el fondo, buscando la estantería de los anales pre-digitalización que necesitaba, pero no los vio, aunque sabía que estaban por allí.

Un gemido se le escapó de la garganta. Apenas había espacio para caminar entre todos los trastos que había ahí acumulados, desde muebles de oficina hasta máquinas expendedoras, pasando por objetos de decoración y viejos colchones de muelles, apolillados y cubiertos de polvo. También había puertas de metal y maquinaría de imprenta antiquísima. Vio que tendría que pasar entre ellas y el espacio era reducido.

—«¿Reducido? Eso está mas estrecho que mi ojete. Con este barrigón que tengo no paso yo por ahí ni loca».

Intentó mover alguno de los objetos, pero era imposible. Pesaban demasiado.

—«A lo mejor puedo pasar por encima».

Habían pasado dos días desde que Mauro le pisó el pie y ya no lo tenía inflamado, aunque la uña del dedo gordo se le había puesto morada y aún le dolía. Beatriz se subió a unos archivadores, alumbrando con nerviosismo la montaña de objetos variados que la rodeaban, rezando para que no saliera ningún bicho de allí. El polvo le hacía toser y constantemente se pasaba la mano por el pelo y la ropa para quitarse las pegajosas telarañas. De forma instintiva procuraba no descargar todo el peso en el pie herido, lo que hizo que perdiera el equilibrio y que cayera hacía el suelo con un grito.

Por suerte consiguió aferrarse a una barra de conducción que había en un muro, evitando una caída muy, pero que muy peligrosa.

—Yo no tengo cuerpo para estas aventuras —dijo en voz alta, asustada—. Me voy a matar aquí abajo.

Echó un vistazo al móvil y comprobó que se le hacía tarde. Dentro de poco cerrarían y solo quedaría en las oficinas el agente de seguridad. Éste solía quedarse en el cuarto comunal, cinco plantas más arriba, viendo la televisión, jugando al ordenador o viendo porno en el móvil. Beatriz necesitaba acceder a esos anales. Wilma le había exigido un informe sobre un contrato antiquísimo (vaya usted a saber para qué) y el informático le dijo que todas las copias de los informes que necesitaba se habían perdido al quemarse un servidor. Las únicas fuentes que le quedaban eran los originales en papel que se guardaban allá abajo.

Eran unos informes del año del pedo, pero le hacían falta.

Resignada, intentó probar a meterse entre las máquinas.

—Me voy a poner sucísima —Beatriz hablaba en voz alta para ahuyentar a los posibles roedores y demás alimañas que hubiera por ahí—. Qué asco, qué asco, ¡qué asco!

La centenaria maquina de imprenta era una mole informe llena de todo tipo de engranajes, tubos, ángulos, planchas, ruedas, cables y rodillos; todo de metal y madera, nada de plástico. Tenía grandes grumos de grasa viejisima solidificada y restos de tinta petrificados. La madera estaba agujereada por la carcoma y las planchas de acero estaban descascarilladas de óxido.

—«De aquí salgo con el tétanos» —pensó.

Beatriz entró en el reducido espacio entre las máquinas de lado, sintiendo en seguida todas esas piezas enganchándose en la ropa. Cada dos por tres tenía que parar, moviendo el trasero y la barriga en varias direcciones, apretando y aflojando para hacer hueco.

Poco a poco la inquietud fue aumentando conforme el espacio entre las maquinas se hacía más y más estrecho; sentía que le costaba más trabajo avanzar y el riesgo de quedarse allí atrapada era más que probable. Un par de metros más adelante ya estaba totalmente asustada. La claustrofobia y la oscuridad la envolvieron y sintió un congoja horrible en el pecho; empezó a jadear y gimotear. Quería salir de allí.

Asustada, intentó girar un poco para regresar por donde había venido y se le cayó el móvil al suelo, con la linterna bocabajo.

La oscuridad la engulló y gritó lo más fuerte que pudo.

Comenzó a agitar el cuerpo desesperada, intentando alcanzar el móvil con las manos, pero estaba más allá de su alcance. Podía verlo gracias a la luz de la linterna, que salia por debajo, e intentó moverlo con el pie, pero en vez de acercarlo lo alejó de una patada, enviándolo lejos, bajo una estantería.

Volvió a gritar de rabia, con una desesperación que rayaba en el pánico.

Muerta de miedo intentó deshacer el camino a oscuras, restregándose contra las maquinas sin importarle la suciedad o los bichos, pero la ropa se le enganchaba cada dos por tres y su pecho se le atoraba entre grandes paneles de metal. El pelo le daba tirones cada vez que los rizos se metían entre los engranajes o se enredaba con las rejillas de metal oxidado y su barriga parecía que había crecido y ahora se empeñaba en atorarse, al igual que su culo.

Se hizo varios arañazos con los ángulos y esquinas afiladas de metal oxidado y las diminutas heridas le escocían cuando el sudor entraba en contacto con ellas. Allí hacía mucho calor y ahora, al estar atrapada, la sensación de asfixia y bochorno era aún más alta. Debido a los movimientos bruscos de su cuerpo algo se cayó en la oscuridad, golpeando otros objetos y provocando una pequeña avalancha llena de ruidos metálicos. Beatriz sintió que un objeto muy pesado le presionaba la espalda, impidiendo cualquier movimiento por su parte.

Comenzó a gritar desesperada, con gruesas lágrimas corriendo por su cara, pidiendo auxilio.

—«Nadie va a venir. El guarda no baja nunca aquí. Apenas sale del cuarto comunal. Nadie va a venir y hoy es viernes. Estarás aquí encerrada tres días, hasta el lunes. ¿Tres días? ¿Quién le va a dar de comer a Tito? Y yo aquí a oscuras y sola. O a lo mejor no tan sola. A lo mejor hay ratas. Sí, ratas cobardes que no se atreven a acercase a los humanos… Bueno, a los humanos que se mueven libres no se acercarían, pero a lo mejor se envalentonan con una gorda como tú que no puede defenderse ni moverse. Seguro que empezarían a comerte por la barriga. O quizás por la cara».

Beatriz oyó un ruido varios metros más allá, un golpe seguido de un sonido como de patitas diminutas corriendo por el suelo de cemento, acercándose hacia ella. Beatriz gritó y un par de bombillas de baja intensidad se encendieron en el techo.

A la tenue luz amarillenta de las bombillas vio que el sonido que había oído provenían de un puñado de tornillos que rodaban hacía ella por el suelo.

Mauro apareció de detrás de unas sillas de metal apiladas junto a unas cajas de tornillería y ferretería, con una expresión de sincera preocupación en el rostro que rápidamente se convirtió en alivio.

—¡Estas ahí! Ostras, te estaba oyendo desde arriba y no te localizaba.

La primera sensación que recorrió el cuerpo de Beatriz también fue de alivio, pero en pocos segundos fue sustituida por una vergüenza tan intensa que por poco le hace perder la conciencia. El rubor le encendió la cara y su corazón comenzó a latir a tres millones de latidos por segundo. Las lágrimas le caían a borbotones y sollozaba a moco tendido. En toda su vida de adulta no había llorado con tanta intensidad. Quería morir de vergüenza, literalmente.

—Vale, venga, ya está, tranquila —Mauro se acercó a ella con agilidad felina, sorteando los obstáculos con facilidad pasmosa—. Ya estoy aquí, ¿estás herida?, ¿estas bien?, cálmate, tranquila.

Beatriz no podía hablar. Estaba teniendo un ataque de ansiedad y sólo podía llorar con los ojos cerrados, sin atreverse a mirar a Mauro, jadeando con la boca abierta, la cara llena de chorretones por las lágrimas mezcladas con el maquillaje, el polvo y la suciedad. Una mano cálida le acarició las mejillas con timidez, limpiando con dedos nerviosos las lágrimas de su cara.

—Ya va, ya pasó. Estoy contigo. Todo va a salir bien.

Una idea llenaba la mente de Beatriz y le impedía hablar o reaccionar con racionalidad: «Gorda obesa atrapada por mi gordura obesa atrapada como una rata por obesa de mierda gorda gorda gorda».

Durante un par de minutos Mauro intentó tranquilizar a Beatriz, pero la ansiedad y un absurdo sentimiento de vergüenza abrumaba a la chica, bloqueando sus sentidos.

—Te llamas Beatriz, ¿verdad?, yo me llamo Mauro. —El chico, preocupado, recorrió el cuerpo de Beatriz con la mirada, sin lascivia—. ¿Estás bien?, ¿estás herida?, ¿crees que puedes salir sola?

Beatriz negaba con la cabeza.

—¿Qué hacías aquí abajo?, ¿buscabas los archivos viejos?

Beatriz asintió.

—¿Por qué no esperaste al lunes? Los de archivos podrían haberte ayudado. —Las constantes preguntas tenían como objetivo distraer a la chica y desbloquear su cerebro al obligarlo a buscar respuestas. Lo había leído en una revista—. ¿Tan importantes son?

Beatriz sorbió por la nariz y se restregó las lágrimas con la manga de la blusa. La crisis pasó y la chica fue calmándose.

—Wilma necesita esos archivos —respondió al fin—. Yo quería terminar pronto su informe para…, para, —«para que ella supiera lo buena que soy en mi puesto de trabajo; puede que no tenga su físico, pero intento hacer mi trabajo mejor que nadie» , —para complacerla —dijo al final.

—Ya veo. ¿Encontraste los archivos?

—Están al fondo. —Beatriz se atrevió a mirar fugazmente a Mauro y le dijo entre hipos y sollozos—: Dios, qué vergüenza, quedarme aquí atrapada.

—Mira, no tienes por qué avergonzarte de nada. —Mauro miraba alrededor, buscando la forma de sacarla de ahí—. Hay que tener muchos huevos para bajar aquí abajo, de noche, a solas y totalmente a oscuras.

—Sí —dijo Beatriz sorbiéndose los mocos—, valiente para bajar aquí y acabar atascada por culpa de esta lorzas.

—Oye, no digas eso. De verdad, no debes castigarte de esa manera. Mira, creo que si empujo ese panel podrás salir por allí.

Beatriz recordó algo.

—La luz no funcionaba, ¿cómo la has encendido? —preguntó, más tranquila.

—Desde el diferencial. Vamos.

Mauro hizo palanca con su cuerpo, tensando los bíceps y los músculos de la espalda, gruñendo y resoplando, empujando con sus fuertes piernas. Algo se desplazó detrás de Beatriz y ella notó en seguida que la presión en su espalda disminuía. Estaba libre.

—Prueba a pasar por detrás de mi —dijo Mauro.

Beatriz encogió la barriga todo lo que pudo, pero aún así no pudo evitar restregar y estrujar su barriga y sus senos contra la espalda de Mauro mientras éste empujaba la plancha de metal. A partir de ahí el hueco era más amplio y Beatriz consiguió salir sin más ayuda. Cuando lo hizo, se dejó caer al suelo. Sus piernas no la sostenían. El sentimiento de vergüenza aún no la había abandonado.

—«Antes de llegar a casa me suicido, me tiro por un puente, o me reviento los sesos con el coche. Éste tío se lo va a contar a todo el mundo. Ya me lo imagino. La gorda atrapada: ‘Aquella foca parecía la crema aplastada entre dos galletas oreo, qué risa, si no llego aparecer se la hubieran comido las ratas. Hubieran tenido comida para seis meses’. Yo me mato. Cabrón. Mierda, no me puedo matar. ¿Si me mato, quien cuidará de Tito?».

—He encontrado tu móvil —Mauro se lo tendió mientras se agachaba clavando una rodilla frente a ella.

—Gracias —dijo sin atreverse aún a mirarle a la cara.

—Ya pasó todo —Mauro extendió una mano con la intención de apartarle el cabello y verle el rostro, pero la timidez le venció y no se atrevió.

—¿Estás herida?, ¿estás bien?

Beatriz simplemente movió la cabeza a los lados y Mauro no supo si le estaba diciendo que no estaba herida o que no estaba bien.

Mauro vio que se le habían roto un par de botones y la blusa se había abierto, dejando a la vista un sujetador con unas copas de tamaño considerable. Curiosamente, en esos momentos no sintió morbo ni excitación.

—Se te han saltado un par de botones —señaló la blusa—. Oye, ¿quieres que vaya yo a por los informes que necesitas?

Beatriz se tapó con indiferencia mientras asentía con la cabeza.

—Necesitaría los del 54 y 55 —dijo entre hipidos—. Gracias.

Mauro regresó al montón de maquinaria y Beatriz se incorporó y se limpió los mocos y las lágrimas como buenamente pudo con las mangas de la blusa, que a esas alturas estaban hechas un asco. No paraba de lagrimear y moquear. Miró el móvil y vio que la pantalla estaba destrozada. Luisa observó su propio cuerpo —«gordo y obeso»— , buscando heridas. Encontró varios arañazos, pero ningún corte profundo. La ropa estaba más allá de cualquier posible recuperación. Se le habían roto varias costuras y tenía pegotes de grasa y polvo por todos lados.

Mauro regresó con una carpeta y Beatriz, tras comprobar que eran las fechas correctas, le dio las gracias de nuevo.

—Gracias por todo.Vaya forma de hacer el ridículo, ¿eh?

—No digas eso. Lo has debido de pasar muy mal.

—Ya. Al menos tú tendrás una buena anécdota que contar —Beatriz jugaba todo el rato con la carpeta, nerviosa y algo mosqueada. La vergüenza estaba dando paso un sentimiento de hostilidad y rechazo. Estaba empezando a enfadarse consigo misma, a volver a la vieja cantinela auto compasiva.

—«Esta va a ser una anécdota memorable en el gimnasio. Tú y tus amigos os estaréis riendo a mi costa una buena temporada».

—No tengo intención de hablar de esto con nadie.

—Claro. Seguro —respondió ella, escéptica. Se sacudió la porquería de los pantalones con la carpeta mientras se sujetaba la blusa con la otra mano—. Tengo que irme.

—Deja… —Mauro luchó contra su timidez—, deja que te acompañe. ¿Te puedo invitar a un café?

Beatriz frunció el ceño y miró a Mauro a los ojos, descubriendo que los tenía marrones.

—«¿De qué va éste? ¿Un café? Después del bochorno y el miedo que acabo de pasar, lo último que quiero ahora mismo es tirarme una hora con la ropa llena de mierda hablando contigo. Ya te has lucido, tío bueno. Has hecho tu papel de macho heroico y tendrás una bonita historia que contar mañana a tus amigotes del gimnasio y a tu novia esta noche, en la cama. Ahora mismo lo que quiero es hundir la cabeza en un tarro de dos litros de helado y ahogarme en él» .

—¿Un café?, ¿de noche? —Estaba a la defensiva. No confiaba en Mauro—. Un estimulante es lo último que necesito ahora mismo.

—Claro —Mauro desvió la mirada.

—Además no quiero que tu novia se ponga celosa.

—Yo no tengo novia —Mauro contempló el campo de pecas que crecían alrededor de la nariz de Beatriz—. Yo antes era como tú —dijo de improviso.

Beatriz levantó las cejas.

—¿Como yo?

—Hace cinco años pesaba ciento cincuenta kilos.

Beatriz estudió atentamente el rostro de Mauro, intentando averiguar si le estaba tomando el pelo.

—¿Tú?, venga ya.

—Sé lo que es estar… —Mauro buscó la palabra adecuada–, en tu situación, ya sabes, con sobrepeso.

Beatriz le miró en silencio, escéptica.

—Mira —el chico sacó su teléfono y buscó entre los archivos—.

Le tendió el móvil y Beatriz dejó la carpeta en el suelo para verlo mejor. Vio la foto de un chico gordísimo, con una camiseta que podría haber servido como carpa de circo. Eso no era estar gordo. Era obesidad mórbida.

—¿Este eres tú? —Por primera vez desde que había bajado al sótano Beatriz sonrió, aunque no había humor en esa sonrisa, si no incredulidad y estupor.

—Sí, ¿ves? Horrible. Estaba muy mal. —Mauro iba pasando fotografías–. De hecho estaba tan mal que tenía serios problemas de salud. Mi diabetes viene de esa época.

Beatriz miraba alternativamente a las fotografías y al rostro anguloso y atractivo de Mauro. Ciertamente el parecido estaba ahí. Era algo turbador, como ver las fotografías de antepasados lejanos en los que distingues rasgos comunes con los más cercanos.

—¿Cómo lo hiciste?, ¿cómo perdiste peso?

—La única solución si quería llegar a los cuarenta años era pasar por el quirófano —Mauro evitaba mirar a Beatriz a los ojos—, pero antes debía de bajar una buena cantidad de kilos para no tener complicaciones durante la intervención. Así que me impusieron una dieta estricta y una rutina de ejercicio físico agotadora. —Mauro soltó una carcajada nerviosa–. Resultó que aquella rutina me gustó tanto que me volví adicto al deporte y la comida sana. Al final no fue necesario pasar por quirófano, excepto para quitarme el exceso de piel sobrante. Mira.

Mauro se levantó la camiseta y se bajó un poco la cintura de los vaqueros para dejar al descubierto una cicatriz que recorría su bajo vientre, justo por encima del pubis.

—Mira, ¿ves cómo esta zona está mas dura? —Mauro tomó la mano libre de Beatriz y la puso sobre su piel desnuda, encima de la pálida cicatriz. Lo hizo de forma natural, sin doble intención. De alguna manera Beatriz se percató de ello, de que Mauro simplemente quería contarle su historia sin pretender nada, sólo para hacerla sentir bien, para solidarizarse con ella sin buscar nada más que su comprensión y, quizás, su amistad.

Beatriz acarició la piel de Mauro, suave, tersa, dura y cálida. Sentía bajo las yemas de los dedos la electrizante juventud de Mauro y le era transmitida a su centro nervioso, provocando una serie de reacciones químicas arrolladoras. Beatriz admiró el abdomen plano y subió la mano desde la cicatriz hasta el ombligo, pasando luego el dedo por encima de los abdominales. Extendió el otro brazo para acariciar el vientre con ambas manos al mismo tiempo, y al hacerlo, la blusa quedó libre, abriéndose otra vez dejando el sostén a la vista. Ella no se cansaba de explorar los valles y montañas que surcaban el vientre de Mauro. Los abdominales eran definidos, muy duros, cubiertos por una fina capa de sudor. Beatriz, hipnotizada, introdujo un dedo en el ombligo y lo movió dentro. Se rió por lo bajo al descubrir una pelusilla.

La chica sintió una mano sobre una de las copas del sujetador y Beatriz le miró a la cara.

Mauro retiró la mano de golpe.

—Perdona —Estaba ruborizado, con las orejas ardiendo—. Perdón.

Beatriz se dio cuenta entonces de dos cosas; primero, que la diabetes no era la única secuela de su obesidad: también había heredado una timidez casi patológica; segundo: —«Le gusto. Me cago en la puta, yo le gusto».

—Puedes tocarlas.

FINALIZA EN EL CAPITULO 5: Sexo y Amor

K.O.