Ginger

Interludio de una novela.

CAPITULO VIIa

Ginger 1. Verano.

El local estaba vacío en el interior.

El aire acondicionado a tope. La música de fondo resultaba alta, porque no había nadie más. Todo el mundo estaba en la terraza o en la calle.

No había nadie tampoco en el reservado oriental. Era el más apartado, no era un lugar de paso para ninguna parte. Se agotaba en sí mismo.

La luz, habitualmente escasa, parecía resaltar la oscuridad.

La luz se marcaba en la entrada y se difuminaba hasta casi perderse en el rincón opuesto, pared cubierta de banco de obra continuo, almohadillado, que Ginger había escogido. Esa noche me había escogido a mí.

En la calle, el verano lo marcaba todo: Camino de mi cita, en la calle, el asfalto desprendía calor. Las hojas de los árboles resucitaban para respirar en la oscuridad, después de un largo día de sol intenso.

En la puerta principal, grupos de personas expulsadas del hogar por el estío se paraban, comentaban, quedaban para más tarde. Sinfonía desafinada de móviles...

Era la hora en que la gente madura estaba a punto de recogerse, mientras que los más jóvenes aún no habían salido, sesteando un rato para poder aguantar hasta el amanecer.

En el interior no había nadie más que nosotros dos. La terraza estaba ocupada, pero no llena, en la acera que hace esquina con la puerta principal.

Los camareros atendían a la terraza entrando y saliendo por un antiguo balcón, poco elevado del piso de la acera, que comunica con el interior de la barra y la cocina donde se preparan batidos, té, cócteles.

Nosotros estábamos intencionadamente olvidados en el rincón.

Yo había dejado que ella eligiera dónde acomodarnos, porque al pasar me había detenido en la barra, donde era vagamente conocido, con la coartada de esperar a que algún camarero tuviera un hueco en la atención a la terraza y poderle encargar lo que, cuando fuera posible, nos llevaría.

Señalé el salón oriental porque ella había desaparecido en esa dirección, y me dirigí hacia allá, tras encargar las bebidas.

Como dije, el salón oriental no era un lugar de paso. Localicé a Ginger sin dificultad, como era de esperar. En el rincón apenas iluminado destacaban tan solo los claroscuros de su vestido en contraste con su clara piel, desnuda.

Ginger se inclinó hacia delante, pasándose los dedos por entre su rojiza melena.

De cara a la entrada, por supuesto, ella me indicó con la mano la porción del banco acolchado a su izquierda, en el mismo rincón.

Permaneció callada mientras el camarero nos servía y se iba.

En aquel apartado la música de fondo era menos molesta, pero garantizaba la intimidad de una conversación en un tono casi normal.

Ella me miró, con sus oscuros ojos, brillantes. Comentó lo agotador de la jornada mientras, despacio, probaba su gin-tonic. El mío se hizo notar ruidoso, hielo deshecho que tropieza con el cristal, debido al alcohol, no al calor.

No lo cogí, sin embargo. Yo también estaba cansado. Ni podía ni quería tomar iniciativa alguna. Tanto esperar, para verme así...

Escruté con curiosidad los negros ojos de Ginger para intentar leer sus intenciones, pero sólo un brillo inhabitual, o no advertido con anterioridad, delataba algo irregular.

No era del todo verdad, sin embargo.

Lentamente, un halo se estaba formando, compuesto de pequeños detalles que iban conformando un escenario indudablemente sensual, directamente sexual.

Detalles como el aroma que ella exhalaba. Sus movimientos pausados, seguros...

Parecía olvidada de sí misma, parecía no querer abusar del hechizo que sabía que provocaba.

Por extraña elección del "soufflé" del ordenador, comenzó a sonar Status-Quo, (Whatever you want, whatever you need...) y la guitarra sólida, rítmica, repetitiva, telúrica, nos arrastró en un extraño "crescendo".

Por un momento, estoy seguro, ambos asumimos ese ritmo primitivo, lo interiorizamos y empezamos a dejarnos llevar por las consecuencias.

No llegamos a la siguiente canción.

Antes ella tomó, de nuevo, la iniciativa. Cogió mi mano, abandonada sobre el almohadón del asiento corrido, que hacía de frontera entre los dos, dejó que el almohadón se deslizara al suelo, y apoyó mi mano sobre la mesa, las dos suyas encima, sin dejar de mirarme a los ojos.

Imperceptiblemente, se desplazó lo suficiente para que su muslo izquierdo, semidesnudo, rozara el mío hasta donde su rodilla, desnuda, que me clavaba suavemente, lo permitía.

Su aroma se hizo más familiar, más intenso.

Un aroma que, de alguna manera, sabía era algo más que su perfume habitual, rescatado ahora de mi inconsciente, aunque en forma difusa: Olor a hembra.

En realidad la temperatura, efecto del aire acondicionado que funcionaba como si el local estuviese lleno, era fría.

Pero no teníamos esa sensación, aunque yo notaba sus palmas frías, húmedas quizá por un leve sudor. Y quizá por eso, cubrí sus manos con la mía, que las abarcaba sin dificultad, notando su suavidad, su tacto que invitaba a la caricia.

Durante toda esta, a mi parecer, larga maniobra, ella en realidad no había dejado de hablar, con una cierta suavidad nerviosa, sobre algo, no relacionado con el trabajo, que yo intentaba contestar con monosílabos no sé si apropiados, porque era consciente de no estar atento en absoluto a sus palabras.

Mis pupilas se desplazaban nerviosas de sus ojos fijos a sus pechos, que a su vez se desplazaban adelante y atrás en movimientos respiratorios, lentos o bruscos, en función de su monólogo inútil, o en un intencionado intento de atraer mi atención. O consciente de ella, justo allí. Donde temblaba su falsa marca.

Yo en cierto modo trataba inútilmente de no evidenciar tales crisis oculares incontroladas, aunque en su sonrisa creí leer una cierta satisfacción por esa dicotomía en que me veía embarcado.

Por el rabillo del ojo vi pasar al camarero.

Sin duda lo que vio, en conjunto, no era muy diferente de lo habitual en aquel reservado.

Era consciente de su sonrisa comprensiva.

Ginger se apretaba contra mi pecho, abrazándome por los costados.

Hacía un rato que había dejado de hablar, al menos en forma coherente. Yo la abrazaba, por encima de sus hombros desnudos. Su pecho y el mío no respiraban acompasados, lo que resultaba altamente excitante.

Como era evidente, Ginger no necesitaba, y no llevaba, sostén.

Justo cuando sintió la erección de sus pezones sobre la seda oscura, se dejó caer sobre mi pecho. Trepó con los labios por mi cuello, me acariciaba y me olía, exploraba los músculos tensos de mi espalda, apretando con fuerza.

Yo acariciaba el arranque de su espalda y su nuca, con suavidad, y permitía su investigación por mi cuello, mi cara, con sus labios húmedos, su lengua, mi cabeza perdida a medias entre sus cortos cabellos lisos, que yo husmeaba y rozaba con mi mejilla libre.

Si sus pezones, erectos y finos, sus pechos elásticos, se apreciaban bajo la ligera ropa de verano, ella necesariamente había tenido que sentir mi excitación en forma física, y la buscaba elevando su muslo, que dejaba ahora entrever su ropa interior, azul claro, frotándolo sobre mi pene, más y más tirante, subiendo y bajando, despacio, su vulva sobre mi otro muslo.

Bajé la mano hacia el exterior de su muslo, la subí bajo su falda y sentí en ella un estremecimiento que se tradujo en una apagada exclamación ininteligible, a modo de suspiro corto.

Vi sus ojos cerrados, sus párpados temblorosos, sus largas y cercanas pestañas, sus cejas elevadas, su boca semiabierta, y mi excitación creció.

Ella volvió a besar mi cuello con más violencia, y se incrustó a un más, presionando aún con más fuerza, entre mi barbilla y mi hombro, contra mi pecho.

Noté sus uñas atravesar mi camisa de lino en mi espalda.

Yo exploraba su pierna desde la rodilla hasta la seda de sus bragas azules, que apenas cubrían su nalga tersa, y más arriba, y más atrás,...

(...)

Ginger 2. Invierno

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Mi mano tembló un momento bajo la suya al entrar en contacto con su muslo, lo noté ligeramente más frío de lo que imaginaba.

Suave, transparente, terso (joven). Eugene me hizo deslizar la mano hacia abajo, luego hacia arriba, donde el calor aumentaba.

(...)