Gimnasium
Las mujeres somos grandes luchadoras. Somos tenaces. Y somos pasionales. El gimnasio nos ofrece la oportunidad de probarnos a nosotras mismas, a nuestros cuerpos y a nuestros anhelos.
Gimnasium
Duele un huevo, para qué vamos a engañarnos. Subir y bajar. Parece fácil, sólo subir y bajar. Sencillísimo, vamos. Pero cuando vas a por la segunda repetición, la cosa cambia. Ay, chica, ahí las cosas cambian de repente. La mancuerna te parece que pesa el doble. El bíceps parece resquebrajarse y comienzas a sudar de una manera exagerada. Una y otra vez, subir y bajar, subir y bajar. Notas como todo tu cuerpo aumenta de temperatura, sentada como estás en el banco, una mano apoyada en la rodilla, la otra agarrando la mancuerna con firmeza, codo apoyado en la rodilla, cuerpo lo más relajado posible, sintiendo como todo tu brazo parece desencajarse del esfuerzo. El pantalón de deporte se humedece en la entrepierna, el top comienza a destilar regueros de sudor por los costados, incapaz de absorber más fluidos. El canal entre las tetas parece un pantano, tu espalda parece embadurnada de aceite, te notas la cara empapada, el cabello apelmazado, la coleta fláccida. Quieres parar, te dices que ya basta, que nada compensa tanto sufrimiento, que ya te ves guapa así, con ese culillo respingón y las tetas talladas en piedra, el abdomen firme como una tabla, los muslos recios como árboles, los hombros redondeados y altivos. Ya basta, te dices, ya basta. Pero no puedes parar, chica, no puedes, eso es lo jodido. Porque, aunque cueste reconocerlo, aunque no sepas la razón, aunque dudes que sirva para algo… aún a pesar de todo, te gusta. Te gusta sufrir, sí. Machacarte el cuerpo en el gimnasio, oliendo a sudor joven por todas partes, acalorándote con todos aquellos cuerpos cincelados en mármol, aquellos músculos prominentes, aquellos culos atómicos, todo te embelesa y te atrapa. Te impulsa y te conmina a seguir. A continuar. Dale fuerte, Verónica, dale más fuerte, hostia puta, una más, que no se diga, otra, solo otra, joder, venga, otra más, que tú puedes. Y cuando acabas la repetición te sientes muerta, jodida, desvencijada, atolondrada. La cabeza te da vueltas, los ojos te hacen chiribitas, los oídos te pitan y aquel mar de sudor te golpea y te envuelve y te impregna toda entera.
Luego pasas a otro aparato, otra tortura. Dulce tortura. Vas sumisa, esperando no sufrir tanto, no cansarte tanto. Pero las abdominales inversas son tu alimento, son tu vida. Mientras sientes tu vientre contraerse y tus costados endurecerse, sonríes. Sí, sonríes. Sonríes como una animal, un animal acorralado, furioso, irracional. Atacas, muerdes, arañas, escupes, gritas, desgarras, empalas. Cualquier cosa. Se te vienen a la cabeza mil cosas violentas, cada una más salvaje que la anterior. Te notas los abdominales a un paso del estallido final, del culmen de su desgarramiento. Pero tú sigues. Joder, claro que sigues, claro que sí. Matar, sí, matar, regodearse en la muerte. Qué idea más horrenda y dulce.
Y luego otro aparato. Y otro. Y otro.
No acabas muerta. Es peor. Todo tu cuerpo gime y clama un descanso, un lugar donde dejarse caer, donde morir a gusto. Pero sonríes. Vaya que si sonríes, hostia puta, sonríes triunfante porque lo has conseguido, porque has llegado al final, porque no te has dejado avasallar por la modorra, la vagancia, la indolencia. Eras una puta y jodida triunfadora. Sí señora. Una ganadora. Todo para ti, para nadie más. Iros todos a tomar por culo, joder.
Caminas con la toalla sobre los hombros hacia el vestuario, como una campeona, sintiendo las piernas titubear a cada paso, el corazón derrengado a cada latido. La garganta más seca que una piedra. Más acalorada que un día de verano bajo el sol. Y el sudor. El sudor te envuelve por completo. Notas cada milímetro de tu cuerpo cubierto de ese divino fluido. Te excita sentirte húmeda de tu propio sudor, recorriendo cada recoveco de tu anatomía, de toda tu anatomía. Tus axilas parecen surtidores, tu sexo parece una fuente, tu frente y tus sienes un géiser.
Echas un último vistazo hacia el resto de luchadoras y luchadores antes de meterte en el vestuario. Clang, clang, suenan las pesas al chocar unas con otras. Resoplidos, gemidos, susurros de ánimo, insultos, alardeos. El sudor parece manar de cualquier parte, incluso de las máquinas, del suelo, de las paredes, del techo. Sudor, calor. Aquí se viene a ganar. A ganarte a ti mismo, a ver sufrir tu cuerpo, a implorar clemencia y escupirte ante la debilidad. A ganar, sí. No queremos perdedores. Marchaos, cobardes.
Te refugias en el vestuario. A salvo del acero de las máquinas que gimen y gritan extasiadas de contemplar tanto poderío. Suspiras y te agarras la cabeza. Abres tu taquilla. Te quitas la coleta y te sacudes la cabellera empapada. Te quitas el top y los pantalones. Te quitas el tanga. Todo húmedo, enrollado. Toda tu ropa está empapada. Coges una toalla limpia, unas chanclas, gel de ducha, champú, acondicionador, jabón y una esponja. Unas bragas limpias y un sujetador. Caminas hasta las duchas y abres la puerta de una vacía. Al lado hay otras mujeres duchándose. Alguna silva, otra canta, otra tararea. El haber torturado el cuerpo de formas indecibles e inalcanzables te hace otra. Lo que no harías en tu casa no te importa hacerlo en un lugar extraño, sin miedo al qué dirán, el qué pensarán, el qué imaginarán. Tú has triunfado, tú has ganado, te mereces ser cómo eres en realidad.
Abres el grifo y esperas a que el agua se temple. Te introduces entre nubes de vapor e irrealidad. El agua se lleva todas las impurezas, toda tu piel reluce, todas tus curvas se propagan hasta más allá de tus sentidos. Untas bien la esponja de gel y la restriegas por todo el cuerpo. Tus tetas son macizos pétreos que resisten erguidos al paso de la esponja, tus pezones son puntales orgullos. Notas una tímida llamada de la vulva. La ignoras. El calor del agua te debilita y te adormece. Paseas la esponja por todo tu cuerpo. Tus hombros, tus axilas, tu vientre, tu espalda, tu rabadilla, tu sexo, tu culo. Abres las piernas para introducir bien la esponja dentro de la raja del coño y entre las nalgas. No debe quedar ni rastro de impurezas. Notas el calor ascender por tu vagina. Lo ignoras pero el maldito placer se ensancha, te reconforta y se adueña de tu vientre. Cada vez más. Desvías la vista hacia la puerta y te reconforta saber que un pestillo separa tu desnudez del resto de mujeres. Frotas la esponja por los muslos prietos, por las rodillas, por las piernas. Levantas una pierna e internas bien los pliegues de la esponja entre los dedos de tus pies. Te apoyas en una pared de azulejos, envuelta en el agua caliente, insoportablemente caliente. Agua espesa, que fluye como caricias sobre tu piel desnuda. Suspiras y te dices a ti misma que no puede ser, que aquí no. Pero el calor es infernal en tu coño. Terminas con el pie y levantas la otra pierna. Retienes la esponja en tu muslo, rozando el vello recortado de tu coño. Resoplas con la libido encendida, a punto de explotar.
No, maldita sea, no, te dices. Aquí no, joder. Sigues con la rodilla, pero la esponja vuelve a tu coño, restregando ahora sin insinuaciones todo el pubis, ahondando en tus zonas más íntimas, más fugaces, más ocultas. Frotas y frotas. Te muerdes el labio inferior y giras la cabeza de nuevo hacia el pestillo de la puerta. Es el único obstáculo entre tu desquiciada forma de frotarte el coño y la realidad. Puta realidad. Ahora solo sientes como los ardores te corroen las entrañas, como tu clítoris clama misericordia, como tu corazón bombea sin descanso, preparado para una nueva prueba. Tiras la esponja y usas los dedos para frotarte el coño. Sientes como tu interior se licua y se deshace como tu vientre se convulsiona y se agarrota pidiendo más. Él quiere más, tú quieres más, tú coño quiere más. Sigues con la pierna levantada y los dedos de tu mano se afanan en desentrañar todo tu interior oculto.
Gimes incapaz de aguantar el estallido de placeres que manan de tu coño, que te hacen vibrar las nalgas, que te hacen doblar la espalda, que te hacen palpitar las tetas. Cierras los ojos y dejas que la marea de sensaciones te atrape sin remedio, sin posibilidad de escapar. El agua anega tus escasas reticencias, llevándoselas por delante como las impurezas. Hundes dos dedos en tu vagina, frotas con el pulgar el capuchón del clítoris. El placer te obliga a abrir la boca y sorber el magma fundido que fluye de la ducha. Tu coño te regala espasmos de incontrolable placer. Gimes más fuerte, aprietas los dientes, sintiéndolos castañetear. Más rápido, más rápido, te dices penetrándote con mayor fiereza, con mayor profundidad. Tu coño va a explotar, tus sentidos van a estallar, tu corazón va partirse en dos.
El orgasmo te golpea como una maza enorme sobre tu coño. Gritas sintiendo el agua caliente penetrar tu boca. Las sacudidas te hacen retorcerte como una soga que restalla y sus filamentos cortan el aire. Jadeas y gritas, sintiéndote desfallecer. La pierna que te yergue se niega a sostenerte por más tiempo. Apoyas la otra, la que tenías levantada, y conservas una suerte de equilibro engañoso. Respiras furiosamente bajo el agua caliente. Abres los ojos. Chispas de colores danzan ante ti. Jadeas sin control. Sonríes. Sí, sonríes, campeona. Hostia puta, menuda corrida. Joder.
Recuperas la respiración. Untas de nuevo la esponja de gel. Te limpias a conciencia. Otra vez, todo el cuerpo. Notas tu coño palpitar cuando lo restriegas, eliminando la suciedad de tu orgasmo. Suspiras a gusto. Ha sido espectacular, claro que sí. Te enjabonas el cabello. Frotas bien el cuero cabelludo. Restriegas la melena. Aclaras. Otra vez. Ahora mucha más espuma brota de tu cabello. Aclaras. Luego el acondicionador. Tu pelo restalla limpio y brillante al pasar los dedos entre él.
Te tapas con la toalla. Te calzas las chanclas. Te secas a conciencia, insistiendo en el cabello, en la espalda, entre los pechos, entre las nalgas, en el coño caliente. Te colocas el sujetador y te pones las bragas. Sales de la ducha y te diriges hacia tu taquilla. Notas sus miradas esquivas. Sonrisas, ceños fruncidos, murmullos. Todas las mujeres saben de ti, de tu coño y de tu orgasmo en la ducha.
Qué se jodan.
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Ginés Linares
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