Gigoló por un día
Pobrecita, debía llevar 30 años sin correrse, fue lamerle el coño, aflojársele las piernas y caer arrodillada con los ojos en blanco.
Hace 45 años estaba yo partiendo leña con un hacha para la señora Gloria en la parte de atrás de su casa. La mujer tenía 60 años y llevaba treinta viuda. Vino a mi lado y mirando para mi torso desnudo y sudado, me preguntó:
-¿Quieres ganar mil pesetas, Quique?
-¿A quién le hay qué dar una paliza?
-A nadie. Si me dejas que te la chupe y me trague tu leche te doy mil pesetas.
-Por ese dinero dejo que me la chupes, te follo y de propina te doy por culo.
Me miró a los ojos, y me dijo:
-Júrame que no se lo vas a decir a tus amigos.
Le respondí, con solemnidad.
-Te lo juro.
Con mil pesetas en aquellos tiempos se hacía una fiesta. Con decir que un paquete de tabaco marca Celtas, que era el que yo fumaba, costaba cinco pesetas, ya está todo dicho.
Concha era una mujer con el pelo cano recogido en un moño. Era morena de cara, de ojos negros, alta para aquellos tiempos en que las mujeres mayores rara era la que pasaba del metro y medio. Estaba rellena, pero no era gorda.
Al entrar en casa y cerrar la puerta con la tranca, la cogí por la cintura con una mano y le bajé la cremallera del vestido, que le llegaba a los tobillos. La besé en el cuello y le quité el sujetador negro y las bragas blancas. Le di la vuelta y la vi tal y como era. Sus muslos eran blancos y sus piernas estaban cubiertas de pelo negro, bastante largo, de unos dos o tres centímetros. Su coño estaba rodeado de un poblado bosque de pelo negro. Sus sobacos hacían juego con el pelo del coño, ya que sobresalían por los lados. Sus tetas eran grandes y decaidas. Me importó un comino que estuvieran decaídas. Se las chupé y se las mamé mientras Concha gemía y me acariciaba el cabello. Bajé a su coño. Lo abrí con dos dedos. No eran telarañas las que iban de un lado al otro de los labios, era hilillos de flujo, parte de él, ya que el otro que echara bajaba por sus blancos muslos. Le olí el coño como se huele el café, aspirando profundamente hasta llenar los pulmones con su aroma...
Pobrecita, debía llevar 30 años sin correrse, fue lamerle el coño, aflojársele las piernas, y caer arrodillada con los ojos en blanco. Se corrió como un río. Dejó un charco de jugo en el piso de madera.
Jamás había visto a una mujer correrse así, ni tan peluda, ni tan, ni tan apetecible. Cuando se recuperó y se levantó, la llevé junto a mesa de la cocina, hice que se apoyase en ella. Le abrí las piernas, le cogí las tetas con las dos manos, puse mi polla tiesa como un palo en la entrada de su coño y empujé para meterla. Creía que iba a entrar como un tiro, pero a pesar de tener el coño empapado le entraba ajustado como si fuera una jovencita. Se le había cerrado por falta se uso. Tuve que quitar una mano de las tetas y darle cachetes en el culo para que se fuese relajando. Poco más tarde ya entraba y salía del coño sacando gemidos de la garganta de Concha, que al ratito se volvía a correr.
Cuando acabó de correrse, con la polla empapada de su jugo, la quité del coño y se la metí en el culo. Recuerdo que dijo, cuando le metí la cabeza:
-¡Coooooooooooño!
Le pregunté:
-¿La quito?
-Si no quieres cobrar, si.
-¡¿Qué has dicho?!
-Que si no me la clavas hasta el fondo no cobras, cabrón.
Le azoté el culo con las dos manos.
-¿A quién llamas cabrón, cerda?
-A ti, hijo puta.
La azoté. Le gustaba. Le gustaba que la azotara, que la insultara y que le dijera garrerías. Se puso tan cachonda, que media hora más tarde, al quitarle la polla del culo y métersela a tope en el coño, se volvió a correr. Esta vez tuve que sujetarla porque se quedaría sin dientes si diese contra la mesa.
Cuando acabó de correrse y se recuperó, me lavó la polla con un trapo mojado y me la mamó. No es que mamase bien. pero ya estaba tan caliente que no tardé en llenarle la boca de leche. ¡Y cómo saboreó la leche de su yogurín!
La mujer me dio las mil pesetas y me fui de su casa, sin acabar de cortarle la leña, y más contento que un cuco.
Fin