Génesis II

Aquel viaje entre primos derivó en rito inicial.

Los primeros días transcurrieron sin novedad en aquel verano. Juegos, risas, convivencia. Lo normal. Sin embargo yo no podía dejar de pensar en el primer encuentro con el placer por los pies. Tras haber conocido aquel disfrute y una vez despierto el morbo, me la pasaba mirando los pies de Aurelio y los de mi hermano y disfrutaba comparándolos; cuál tenía más pelos, a quién se le marcaban más las venas. Y junto con el interés por aquella parte del cuerpo vino el despertar por todo lo demás: comencé a fijarme en ambos mientras deambulaban por la casa en traje de baño, con el torso desnudo, y poco a poco fue despertando en mí el interés por el físico masculino. ¡Antes nunca había tenido erecciones con tal frecuencia!

A diferencia de mi hermano, Aurelio ya estaba en franco desarrollo: algo de pelo en el pecho y piernas, alrededor del ombligo y en las axilas. Antes jamás me habría detenido a mirar aquello, pero desde la jornada del viaje ya no podía dejar de contemplarlo cada que estaba al alcance de mi vista. Extrañamente, noté que en los días que siguieron él no me hacía el menor caso. Dejó de molestarme, de toquetearme las tetas molestando como solía hacerlo. De hecho apenas me veía. Casi se diría que me evitaba.

Mi contacto con él ocurrió hasta un día que mis papás, los tíos y el resto decidieron ir a la laguna cercana que yo decidí quedarme y Aurelio también, junto con las tías que harían de comer. La casa que nos prestaban era muy grande y el cuarto que se destinó para los primos estaba retirada de la zona de convivencia. Aquella mañana, luego de estar ambos en la alberca sin apenas comunicarnos, noté que Aurelio se fue hacia aquel cuarto. Pasados unos minutos decidí ir tras él, supongo que por el simple morbo de verlo. Entré y lo vi, acostado en una de las camas, haciendo nada. Tenía los brazos cruzados por detrás de la cabeza y miraba al techo, sin más. Recostado sobre una toalla, seguía en traje de baño. Me quedé parado en la entrada y lo miré sin que él hiciera ningún caso, como si no hubiera nadie. Yo sólo me dediqué a contemplar su cuerpo frente a mi: vi los pequeños pelos en sus axilas y fui recorriendo la vista por aquel cuerpo hasta llegar a los pies, y me detuve ahí sin reparar en que él ya me veía, hasta que noté su mirada que se cruzó con la mía. Nos quedamos mirándonos unos segundos y alzó las cejas como saludando; respondí igual y nos sonreímos. Entonces me dijo “ven”. Yo me acerqué junto a él dudoso todavía de lo que podría seguir. Y entonces lanzó el reto: “¿Quieres seguir?”, dijo, mirando hacia sus pies.

No hizo falta más. Me puso a mil. Asentí con la cabeza, incapaz de articular palabra, y como respuesta Aurelio se acomodó en la cama de manera que sus pies sobresalieran del borde. Me situé al pie de la cama, me hinqué y miré unos segundos aquellas bellezas, notando cómo mi corazón latía violentamente y aquel delicioso calor comenzaba a invadirme nuevamente mientras mis manos, como decidiendo por sí mismas, se acercaron a ellos y comenzaron a recorrerlos lentamente. Los empeines, sus vellos oscuros, las plantas tersas. Mis manos tomaron un pie cada una y los acercaron a mi cara, que apoyé contra sus plantas primero con una leve caricia hasta llegar a mi nariz. Aspiré profundamente y una vez más aquel olor dulce, amargo, acre, único, entró hasta el último rincón de mi cerebro para recorrer luego todo mi cuerpo. Recorrí así ambos pies, de los dedos a los talones, poco a poco, un par de veces para dar paso a mis labios, que pedían su turno. Sentir en mi boca aquella piel junto con su increíble aroma despertó el deseo de mi lengua, que asomó tímidamente primero para notar la sal del leve sudor que comenzaba a emanar, y de pronto la noté totalmente fuera recorriendo sin pudor las plantas de los pies de Aurelio, que en absoluto silencio y sin moverse me dejaba al mando de aquel maravilloso momento. Bajé sus pies hasta el colchón, me acomodé sentado frente a ellos y, ya decidido a entregarme por completo a mi placer, me acerqué a uno de sus pies para rozar con los labios sus dedos. Deslicé hacia adentro un pulgar. Me fascinó. Cerré los labios y apreté con ellos la base del dedo mientras mi lengua lo recorría, y poco a poco subí la cara para iniciar un lento mete y saca. Noté que Aurelio tuvo el reflejo de reitrar un poco el pie ante la sensación recibida; subí la mirada: estaba viéndome con los brazos detrás de la cabeza para mantener la postura en que atendía mis maniobras. Me sonrió mientras movió ligeramente el pie hacia mi boca, que acarició con la punta de los dedos. Volví a ellos lamiendo, chupando dedo por dedo, recorriendo con las manos los empeines hasta los firmes tobillos. Me perdí en aquel placer por varios minutos. En mi entrepierna, sentía que mi pequeña verga estallaría en cualquier momento.

Aurelio estaba totalmente entregado a mí. De vez en cuando se movía un poco para acomodar sus piernas y en algún momento él mismo me ofreció el otro pie, o bien alzaba un poco el que estuviera en turno para pedirme lengua en la planta o entre los dedos. Yo estaba absorto en aquella delicia sin poner mucha atención en él; de pronto, noté un mayor movimiento de su cuerpo cuando apoyó sus talones en la cama por unos instantes para volver a extender las piernas después y situar de nuevo sus pies ante mis labios. Alcé la mirada para ver qué sucedía, y entonces vi que se había bajado el traje de baño a la altura de las rodillas. Sin prestar mayor atención, volví a mis maniobras con sus pies, oliendo, lamiendo, dando ligeros besos en los empeines, paseando mi lengua entre sus dedos. En esas estaba cuando noté un movimiento contínuo de su cuerpo. En ese momento tenía dentro de la boca varios de sus dedos y mi lengua los recorría despacio. Sin detenerme, alcé de nuevo la mirada y entonces tuve ante mi un espectáculo nunca antes visto. Entre la media luz de aquella habitación, que apenas recibía la resolana del mediodía, pude ver que Aurelio, con la cabeza echada hacia atrás sobre uno de sus brazos, frotaba la palma de su mano su verga desnuda y erecta. Tuve la extraña y deliciosa sensación de estar viendo algo prohibido. Sin dejar de lamer sus pies, miré absorto aquel espectáculo. En aquella edad yo sólo había visto mi propio cuerpo y alguna vez el de mi hermano mayor, sin que hubiera en ello morbo ni curiosidad. Además, nunca había visto un pene en erección excepto el mío, que de vez en cuando me producía algún placer al hacer lo que miraba a Aurelio hacer ahora. Su verga me pareció enorme. No distinguí detalles, pero noté que era grande y gruesa. Aurelio la acariciaba, la oprimía contra su vientre, la apretaba en un puño mientras yo seguía dedicado al mutuo placer de sus pies. Seguí en ello un rato más, cuando noté que sus movimientos eran más bruscos. Me detuve entonces y dirigí la mirada hacia el centro de su cuerpo para ver cómo agitaba su verga con mayor rapidez. Solté sus pies y me quedé absorto ante aquello. Entonces se detuvo. Se incorporó y me miró a los ojos por unos segundos eternos. Yo me quedé congelado, sin saber qué ocurría. Extendió hacia mi una mano y dijo “ven”. Obedecí sin pensarlo. Tomó la mano que le extendí para jalarme hacia él mientras se sentaba en la orilla de la cama; yo avancé de rodillas hasta quedar frente a él. “Levántate”, ordenó. Gracias a la luz que caía sobre él pude ver mejor su verga, sobresaliendo entre sus muslos, rodeada de pelo oscuro y espeso. Recuerdo que me llamó la atención su cabeza, hinchada y enrojecida. ¡Era mucho más grande que la mía y que la de mi hermano! Se me atoró la saliva en la garganta, no podía dejar de mirarla. Sin saber qué hacer, volví la mirada hacia Aurelio como esperando instrucciones. Me miró un momento mientras sostenía mis manos, y de pronto soltó casi en un balbbuceo “me gustan tus tetas”. Solté sus manos mientra daba un paso hacia atrás, sintiendo enojo al pensar que volvía aquel fastidioso Aurelio que me las apretaba entre risotadas delante de los demás primos en las fiestas. Entonces me detuvo por la cintura y me dijo, bajito, tranquilo, “espera, no te voy a molestar”. Hizo una pausa y me miró de nuevo a los ojos.  “De veras me gustan”.

Me acercó a él y por alguna razón supe que esta vez sería algo distinto. Él y yo ya teníamos una conexión diferente y lo que seguiría no podía ser malo. Subió sus manos hacia mi pecho, y envolvió en ellas cada una de mis tetas. Ya he dicho antes que por mi complexión rolliza en mi temprana adolescencia, mis pectorales eran voluminosos. Aurelio los miraba entre sus manos y a mi me produjo una sensación extraña sentirlas así, quietas, sin apretar. Las noté suaves, tibias, ligeramente húmedas de sudor. Me quedé quieto, viendo cómo sus ojos se posaban en las redondas manchas rosadas de mis pezones; lentamente acercó su cara hacia mi y posó sus labios en uno de ellos. Se quedó así unos segundos, con los ojos cerrados, inmóvil. Yo aproveché para volver la vista hacia su verga y noté en ella una pulsación que por un instante hinchó aún más su glande. El corazón me latía agitadamente. Estaba ocurriendo algo tremendo, hermoso y muy extraño, pero absolutamente delicioso. Mi erección era casi dolorosa, nunca antes había sentido tal energía en mi cuerpo, desde su centro hasta los extremos. Cuando volví a poner atención en lo que sucedía, Aurelio abrió un poco sus labios sobre mi pezón, acariciándolo apenas con ellos. ¡La sensación de aquella cálida humedad me produjo una sensación maravillosa! Noté su lengua en una leve caricia sobre aquella piel tersa. Sentí una especie de carga eléctrica que corrió todo mi cuerpo. Aurelio notó mi estremecimiento; alzó la vista hacia mis ojos, que con un parpadeo le dijeron “sigue”. Y entonces paso de la inmovilidad a una dinámica lenta, lentísima. Sus manos cobraron vida y en coordinación con sus labios y lengua comenzaron un juego de caricias, besos, lenguetazos y leves mordiscos sobre mis tetas. Yo miraba atento sus movimientos, sus ojos cerrados, escuchaba sus suspiros y su respiración cada vez más agitada. Y sentía tener bajo mi poder a mi primo mayor, al líder en el grupo, al indomable Aurelio, ligado a mí, disfrutando de mí, haciéndome parte de él mismo. De la sorpresa y nerviosismo iniciales pasé a un primer estado de gozo en el que me abandoné a lo que él quisiera hacerme. Cerré los ojos y me concentré en la maravillosa sensación de sus manos y su boca tocándome, succionando suavemente y su lengua, húmeda y rasposa, dibujando círculos alrededor de mis pezones que, extrañamente, comenzaron a tener una reacción totalmente novedosa: placer.

Todas las emociones por mí conocidas hasta entonces se concentraban en mis pezones, que generaban cargas eléctricas por todo mi cuerpo al tacto de su lengua, sus labios, sus dientes que daban leves mordiscos, y de las puntas de sus dedos que comenzaron a dar pequeños pellizcos que hacían aun mayor mi placer. En un momento noté una reacción extrañísima: el centro de mis pezones crecía formando una tetilla dura, hinchada. Me aparté un poco y Aurelio, al notar mi reacción, me miró a los ojos primero, a mis pezones despúes, y tras una leve sonrisa que entonces no entendí, comenzó a succionar con mayor intensidad aquellos botones rosados. Los toqueteaba con la punta de su lengua, los rodeaba con los labios y succionaba como si tratara de extraer algún néctar de ellos, pasaba las yemas de sus dedos sobre ellos para comprobar su rigidez y volvía a después al chupeteo. ¡El placer que me daba era increíble! Una de sus manos se situó de pronto en mi espalda para acercarme hacia él, mientras su cara se apretaba contra mis tetas. Se perdió en su propio placer sin reparar ya en mi. Su respiración era ya un jadeo; boca, labios, lengua y manos me tocaban con intensidad creciente, y entonces dirigió una de sus manos a su enorme verga para apresarla en un puño que comenzó a frotarla vigorosamente. Detuvo sus incursiones orales sobre mis tetas para arrojar un pequeño escupitajo en su mano, que de inmediato volvió al sube y baja mientras él, ya del todo perdido en su placer, seguía hundiendo la cara entre mis tetas. De pronto, el jadeo se hizo más corto y rápido; sentí su cara apretada fuertemente contra mi pecho y noté la tensión en sus hombros, donde descansaban mis manos. Su mano libre se posó en mi espalda y me estrujó contra él mientras un largo gemido salía de su garganta. Yo sólo podía ver la parte alta de su cabeza, hundida en mi pecho. Asustado, aguardé el tiempo que le tomó recuperar el aliento hasta que sentí su cuerpo suelto frente a mi. Se retiró un poco hacia atrás; instintivamente bajé la mirada hacia su entrepierna y ahí, entre su puño apenas abierto, estaba su verga, lánguida, cubierta de un espeso semen que escurría lentamente entre sus dedos.

Aquella sería la primera de un par de jornadas más con Aurelio, mi primo, sumo sacerdote de mis ritos iniciáticos.