Génesis de una zorra

Lorena, una lolita de desmesurado vicio y lascivia, analiza su vida retrospectivamente en busca del origen de su lujuria. Morbo y perversión acompañarán su saga.

PRESENTACIÓN

Con este primer capítulo retrospectivo, comienzo a narrar la vida de Lorena, la viciosa lolita protagonista de "La saga de Lorena". Rastrearemos juntos el origen de su lascivia desmesurada, buscando las primeras manifestaciones en su más tierna infancia.

En realidad, habrá mucho de autobiografía en esta historia. Las experiencias de Lorena estarán basadas a menudo en otras que yo misma viví, concediéndome la licencia de modificarlas, magnificarlas y demás, en beneficio del morbo y el interés morbo-literario. Algunas otras también, enteramente ficticias, pretenderán narrar lo que pudo ser y no fue, lo que podría haber sido de haber tenido entonces, a la edad de Lorena, la experiencia e ideas tan claras que tengo ahora. En cualquier caso, ambas hablarán de mi espíritu, anhelos y psicología sexual, que es la más pura realidad de las personas.

Bueno, os dejo pues con Lorena. Quizá empiece un poco lenta la narración, pero encontraréis que pronto va cogiendo ritmo. Espero que esta nueva saga guste tanto con la anterior. Un saludo y ya sabéis; cuando vayáis por la calle y os encontréis con una bonita adolescente de atractivas curvas, recordad a Lorena y pensar que esa carita de ángel puede ocultar un diablo.

EL DESPERTAR SEXUAL DE LORENA

Hay tardes en las que sentada junto a la ventana de mi habitación, con el sol bañando mi rostro, su luz suavemente tamizada por las cortinas de encaje, me ensimismo y quedo absorta en mis pensamientos, que me trasladan a través del túnel del tiempo hasta los felices años de mi más tierna infancia. Intento rastrear en ellos las huellas de mi sexualidad, intentando rastrear sus orígenes como los antiguos buscaron las fuentes del Nilo. Pero invariablemente, se pierden en un velo de brumas infranqueable, tras el cual quedarán para siempre ocultos sus misterios y su magia.

Soy lo que los hombres llaman una lolita. Una preciosa jovencita que siente y gusta sentir sus miradas siguiendo los movimientos de mi culo, el balanceo de mis voluminosas tetas. No recuerdo exactamente desde cuando. Es decir, no siempre tuve estas formas voluptuosas, pero sí fui siempre una niña muy bonita. No podría señalar exactamente cuando los comentarios en este sentido, pasaron a contener algo más, ni cuando los varones dejaron de sonreír tiernamente al mirarme a los ojos, para sustituirla por un brillo de deseo en los suyos. De la misma manera, no sabría decir exactamente cuando empecé a fijarme yo misma en ellos con un interés propiamente sexual. Debió ser muy pronto, pero no acertaría a señalar exactamente cuando.

Recuerdo por ejemplo que desde muy jovencita, sentía verdadera fascinación por Brad Pitt y Leo Dicaprio. No sé cuantas veces vi "Titanic", y en cada una de ellas se me caía la baba contemplando esos preciosos ojos azules, tan profundos y cristalinos como las aguas del mar que lo acogieron en la ficción. Sentí una empatía total con la guapísima Kate Winslet que tan buen mozo se llevó aunque tan solo fuera por espacio de unas horas, y odié a su novio que a tan bonita historia se opuso. Pero nunca todo aquello fue algo sexual, sino más bien un enamoramiento de infancia, ingenuo y tierno al evocarlo. Sin embargo, al hacerlo, algo me parece entrever ahora, que ya anunciaba del animal sexual que dormía en mi interior. En la escena en que hacen el amor en el interior del coche, vista a través del vaho resultante de su pasión en los cristales, recuerdo perfectamente haber sentido una agradable sensación en mi bajo vientre, la misma que desde hacía años sentía al frotar mi entrepierna en la barra de un columpio del parque, similar a las de los espectáculos de strepteases. Un buen día, ascendiendo por ella, descubrí esa agradable sensación, y desde entonces gustaba de quedar colgando en la parte más alta, agarrada a un asidero transversal y frotando con fuerza mi pubis contra la barra transversal. Pues bien, ambas sensaciones eran una misma, pero en el primer caso producida por la visión de unas imágenes que por aquel entonces no entendía, y en el segundo por un acto mecánico.

Pero como digo, todo esto sería muy confuso de rastrear y señalar, y andaría continuamente cambiando las fechas y el orden, sin llegar nunca a una solución definitiva. Años, antes, bastantes años antes por ejemplo, viví una experiencia que seguramente debió condicionar mi percepción de la sexualidad de por vida. No variarla, pues para hacer lo que hice ya debía esta estar especialmente predispuesta, pero sí condicionarla en algún modo. Fue cuando apenas debía tener tres o cuatro añitos. Entonces y por las tardes, mi madre solía llevarlos por las tardes a jugar a un campo que había tras la urbanización donde vivíamos antes. Allí los niños más mayores jugaban al fútbol, mientras los más peques y las niñas correteábamos de aquí para allá dedicados a otros juegos, siempre bajo la atenta mirada de nuestras madres. Bueno, no tan atentas en realidad. El campo resultaba una extensión bastante grande, en la cual únicamente una pequeña cañada situada hacia el centro y algunos algarrobos dispersos se levantaban para estorbar su planicie. Así pues, nuestras progenitoras abarcaban tranquilamente con la mirada todo aquello, sin que ningún niño pudiera salir de allí o alguien extraño entrar sin que alguna de ellas, sino todas a la vez, se percatara, por lo cual se relajaban y charlaban animadamente entre ellas.

Un día, cuando la necesidad me apremió, fui en busca de mamá para hacerle saber que quería hacer pipí. Me llevó entonces ella donde las cañas, y allí, oculta a la vista de la gente, me subió la faldita para que me aliviase. No tenía noción yo hasta ese momento de que aquel era el lugar reservado para estos menesteres, pero ya no lo olvidé. Algunas veces más hubo de acompañarme mamá en los días subsiguientes, hasta que cogí la confianza necesaria para hacerlo yo solita. Era fácil, me acercaba corriendo, me internaba entre las cañas y, agachándome y remangándome la falda, aflojaba mi cuerpo y dejaba salir mi agüita amarilla mientras, a través de las cañas, miraba a los niños mayores jugar al fútbol. Había algunos más guapos que otros, ya para entonces era eso evidente a mis ojos de jovencita, y su contemplación era un grato entretenimiento mientras duraba aquello. En particular me cautivaba Salvi, un guapo y vivaracho pelirrojo cuya pérdida hubimos de lamentar años después.

Y fue a través de esto, que descubrí una contemplación aún más placentera, cuando cierto día Salvi se desentendió del juego para acercarse corriendo hasta la cañada. Pero no se internó en ella como yo, sino que quedando al borde, liberó su pantalón del cinturón y, desabrochándolo, sacó su miembro para orinar allí mismo, sin percatarse de mi presencia a apenas dos metros de él. Así, pude ver la primera picha de mi vida, y digo picha porque a la dotación de un chico que por aquel entonces debiera tener 11 o 12 años no puede llamársele "polla". Allí acurrucada, quedé como hipnotizada contemplándola, esforzándome por no hacer ningún movimiento ni sonido que delatara mi presencia, sintiendo esa misma sensación placentera que ya describí en mi bajo vientre. Sin que hubiera sabido explicar por qué, me fascinaba aquella contemplación, y pensé que si el chico me descubría saldría corriendo avergonzado.

A partir de entonces, todos los días me acogía a la excusa del pipí, y hasta de la caca para disponer de más tiempo, para acercarme hasta mi puesto de observación a deleitarme con mi secreta afición. Y no tan secreta, pues pronto la compartí con otras amiguitas. Estas reían y les parecía divertido, pero no eran como yo y pronto se cansaron. Entre las personas hay superdotados para cada cosa. Los hay para la inteligencia, para la fortaleza, para la belleza…Los hay extremadamente altos, extremadamente gordos o bajos…Hay plusmarquistas de velocidad, resistencia o en el agua y, como no, también ha de haberlos para los aspectos sexuales. Y yo, señores, siempre he sido una superdotada en lascivia y vicio, un auténtico putón desde mi más tierna infancia.

Así seguí yo solita con mis observaciones, hasta que un día ocurrió lo que estaba cantado que debía ocurrir; un chico me descubrió. Con la práctica me había vuelto más osada, y cada vez me había ido acercando más a la línea donde acababan las cañas y orinaban, y finalmente fue mi atrevimiento desembocó en aquello. Allí, depié ante mí, reparó en mi presencia. No salió corriendo como temí que hiciera Salvi la primera vez, sino que me miró a los ojos, duramente.

-¿Qué miras?-me dijo.

-Nada -contesté intentando excusarme con mi vocecita, ruborizada.

El chaval no se inmutó. Sin alterar su expresión siquiera, giró cuarentaicinco grados hacia el lado en que yo quedaba, para encararme y regarme con su lluvia amarilla. Cayó esta sobre mi cara y mi pecho, empapando mi ropa. Sonreí. Siendo tan niña, no tenía noción total de que aquello fuera algo repugnante, y me pareció divertido. Divertido y algo más. Su chorro dio en mis dientes, y el chico me pidió que abriera la boca al ver que no me apartaba. Lo hice con mucho gusto, aunque no llegué a tragar su orina. No porque me diera asco o aprensión, sino porque simplemente no se me ocurrió.

-¡Eh, chavales! –gritó llamando a sus amigos- ¡Venid¡ ¡Corred!

Tras un primer momento de extrañeza, todos se acercaron a la carrera, incluido mi adorado Salvi con el balón bajo el brazo.

-¡Mirad¡ ¡Se deja mear!

-¡A ver, a ver! ¡Yo también quiero!

En un momento, quedé rodeada por un círculo de pichas que orinaban sobre mí, mientras yo reía divertida y encantada. Sobre todo se centraron en mi cara, quedando totalmente empapado mi pelo, pero también mis ropas.

-¡¿Lorena?! –se oyó de repente la voz de mi madre llamándome. Debía haber llamado la atención de las mujeres aquel corro de chicos, y entonces me reclamó. -¡¿Dónde estás Lorena?!

Todos los chavales salieron corriendo, y yo me alcé para acercarme contentísima, con una sonrisa de felicidad en mi cara.

-¡Pero Lorenita! –exclamó al verme- ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo te has puesto así?

-Los niños me han hecho pipí –contesté sin ningún rubor, muy contenta. Como ya he dicho, no tenía noción de haber hecho nada sucio, y sí en cambio me había parecido aquello algo muy divertido. Las mujeres en cambio no parecieron opinar lo mismo, y un gesto de sorpresa se dibujó en sus rostros.

-¡Cochina! –me recriminó mi madre. Mis hermosos ojos castaños debieron abrirse mucho, tan sorprendida por su reacción como ellas por la mía, y rompí a llorar. -¿Dónde están esos niños?

Pero ya no quedaba ninguno en el campo, escapados de allá como alma que leva el Diablo.

-Mujer, no te lo tomes tampoco a la tremenda –le aconsejó alguna de las señoras.

-Son niños –añadió otra.- No es más que otra diablura, y la niña…ángelito, no sabía que estaba haciendo mal. ¿Verdad, cariño?

Y yo asentí, con el rostro bañado en lágrimas.

-Vamos, cariño, ya está –me consoló la señora, a la vez que me limpiaba la cara con un pañuelo. Pero no dejes que te hagan eso otra vez, ¿vale, Lorenita?

Y asentí de nuevo, confundida y acorralada como solo puede saber quien haya sido castigado por algo cuya negatividad no comprende.

-Vale, ya está, cariño –se tranquilizó también mi madre, agachándose para quedar a mi altura. –No te voy a castigar, pero no vuelvas a hacer eso, ¿vale?

-Vale –acepté con voz quebrada.

-Tu eres muy pequeñita y no lo entiendes, pero es algo muy feo lo que te han hecho esos niños. ¿Sabes quien son?

Negué con la cabeza en respuesta, mintiendo. Llevábamos tiempo yendo allí a jugar, y varios eran los nombres de los niños que conocía. Pero no quería que mi madre hablase con sus padres y los castigaran. Pese a lo que dijera ella y las señoras, yo no entendía que había de malo en aquello. Me había gustado mucho y estaba muy contenta con ellos por lo que me habían hecho, y no me parecía correcto pagárselo de aquella manera.

-Vale, no pasa nada. Pero si alguna vez intentan repetirlo, me llamas enseguida, a mí o a cualquier persona mayor. ¿Vale?

-Vale.

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Desde ese día, mi trato con los niños pasó a ser bastante diferente. Sentía algún extraño complejo, pues sabía que había algo prohibido en este, que delimitaba lo que estaba bien dentro de él y lo que no, pero no acertaba a entenderlo ni por tanto a tener claro como debía actuar con ellos. ¿Qué estaba bien y que no? ¿Qué era bueno y qué algo que haría enfadar a mamá de nuevo? Porque lo que estaba claro que mi mamá era mi mamá, me quería mucho y con ella siempre estaría protegida, pues siempre cuidaría y desearía lo mejor para mí. Ella no me engañaría nunca y si decía que algo estaba mal, debía estarlo aunque yo no lo comprendiera pero, por otra parte, estaba mi propia lógica infantil interna. Según esta, algo que me gustaba y hacía disfrutar, sin implicar ningún mal intrínseco, ¿cómo podía ser malo? En fin, me decía, misterios de la vida que no podía entender una niña pequeñita, y que ya lo haría cuando fuera mayor.

Los años fueron pasando, y llegó esa época en que los niños y las niñas se sienten enfrentados y reniegan de juntarse y jugar los unos con los otros. Esa época que precede y es inmediatamente anterior al despertar sexual en ambos sexos, a lo largo de la cual tanto los varones como las hembras nos vamos preparando para despedir finalmente la infancia como las semillas que sienten el final del invierno deseosas de despertar con la nueva estación. Antes de llegar a esta etapa de transición, aún compartí algunos juegos con los niños, siempre con la terrible duda de si estaría haciendo algo incorrecto y con la convicción de que era mejor mantenerlo en secreto. De ellos, recuerdo con especial cariño mis juegos de médicos y similar, en la que ellos me tocaban por todas partes y a mí me encantaba. No entendía aquello como algo sexual entonces, solo entendía que me encantaba sentir el tacto de las manos en mi cuerpo, muy especialmente cuando tocaban aquellas zonas que se suponía había que mantener ocultas a la vista. Tanto me gustaba, que debió correr el rumor por la escuela con facilidad, pues pronto chicos más mayores comenzaron a apuntarse a aquellos juegos, tocando de una manera algo distintas que los otros más pequeños, y que a mí me gustaba especialmente. Ahora, recordando todo aquello, no puedo evitar que una dulce sonrisa aflore en mis labios, sin apenas ser consciente de ello ¡Cuan lasciva era ya tan pequeñita!

Durante los años siguientes, esos en que me juntaba con las otras niñas y no quería saber nada de los niños, siempre estuvo presente en mí el recuerdo de aquella lluvia que me prodigaron estos en la cañada. Con el tiempo, había ido tomando noción de esas artificiales nociones a las que los seres humanos hemos dado nombres como "bien" y "mal", "tabú", "inmoral", "sucio"…y realmente llegué a sentirme muy sucia al ser consciente de la "verdadera" naturaleza de aquel acto, y digo verdadera entre comillas porque luego he llegado a la conclusión de que muchas, sino casi todas las grandes verdades y convenciones de las personas, son en realidad un dar la espalda a nuestra verdadera naturaleza de animal sexual, la más profunda aberración y traición para con nuestra más verdadera e íntima esencia.

Muchas fueron las veces que corrí arrepentida al lavabo a cepillarme los dientes compulsivamente y hacer gárgaras con elixir, en un vano intento de limpiar una suciedad que no era física, sino espiritual. Muchas las que miré a Salvi y los otros chicos con odio, respondiendo ellos con socarronas sonrisas a mi rencor. Pero como ya dije, el tiempo fue pasando. La vida es un reloj al que nunca se le agotan las baterías y nunca se detiene, continuando para todos sin excepción. Y llegué así a la primavera de mi vida, al definitivo despertar sexual como una bella mariposa salida de su crisálida, que revolotea bajo el sol entre los maravillosos campos de flores descubriendo el mundo ahora que puede volar y ya no se arrastra a ras de tierra. Imposible marcar una fecha determinada para ello, en realidad fue algo gradual, como cuando dormimos y los rayos de la mañana vienen a saludarnos bañando nuestro rostro cálidamente y sacándonos lentamente de nuestro sopor. No sabría decir exactamente cuando mis miradas hacia los chicos comenzaron a ser diferentes, cuando comencé a fijarme en los cuerpos y no solo en las caras, cuando en sus expresiones y miradas además de en la simple belleza de sus rostros, solo podría citar momentos puntuales. Por ejemplo, en lo referente a los que han sido dos de mis mayores amores de toda la vida; Leo DiCaprio y Brad Pitt. Recuerdo el sentimiento que me embargó la primer vez que vi "Titanic". Fui a verla con mamá y mi hermano seducida por la fama que se había extendido sobre el atractivo de Leo, y me enamoré de él desde la primera escena en que apareció. Aquellos bellísimos ojos azules me cautivaron como llama a la polilla, pero no fue algo puramente sexual, sino más bien espiritual, de pura admiración por la belleza. Sentí una enorme empatía por la guapísima Kate Winslet, que tan buen gusto mostraba y tan buen mozo se llevaba, y odié a su prometido que tan bonita historia pretendió estropear. Pero el punto de inflexión llegó al llegar, valga la redundancia, la famosa escena dentro del coche, entrevista a través del vaho fruto de su pasión en los cristales, ye n la que Leonardo la hizo suya. No entendía muy bien lo que estaban haciendo aparte de besarse, pero un cosquilleo muy especial, aquel mismo que me producía la fricción de la barra en mi vagina o en mis juegos con los niños, invadió mi bajo vientre. Instintivamente, me llevé la mano al pubis para presionar aquella deliciosa intranquilidad, y noté esta intensificarse. Una intensa alegría me embargó, sintiendo que había descubierto algo maravilloso. No obstante, no le dije nada a mamá ni a Ernesto –mi hermano-, guardando aquello como mi secreto particular.

Ocurrió aquello todavía muy pronto, todavía sumergida en la etapa de recelo para con los chicos, pero ahora sé que marcó el principio del proceso irreversible que acabaría transformándome de niña a mujer, como la oruga lo hace de esta a mariposa. A partir de ahí, muchas noches en mi cama llevaba mi mano hasta mi entrepierna para presionarla y frotarla. Me gustaba, pero nunca volvió a ser como aquella vez en el cine.

Bien, si ese momento y escena marcaron en inicio de mi evolución como hembra, otra marcó el paso definitivo, el final inminente del proceso de transición. Y el artífice de esta última no pudo ser otro que mi otro gran amor del celuloide, el hermosísimo Brad Pitt. Esta vez no pudo ser en el cine. Hacía tiempo que había pasado el momento de Leonardo, y un nuevo dios llegaba para nosotras. Sus fotografías adornaban las carpetas de todas las niñas, y su nombre era pronunciado con devoción juvenil. Con el estreno de "La Odisea", todo se transformó en un maremagnum arrollador alrededor de su figura. Coleccionábamos sus fotos sus fotos recortadas de las revistas de nuestras madres, y aquello se convirtió en una pura locura. A las salas no pudimos acceder las más jóvenes al ser una película para mayores de 14 años, pero ello no impidió que acabáramos viéndola en video antes o después. Mamá se opuso en principio, y también papá, pero finalmente acabaron accediendo, como todos los demás padres de jovencitas.

La historia se repitió. Con la primera escena en que apareció Bradd, durmiendo con tres chicas guapas, mi devoción se transformó en adoración al instante. Al contrario de lo que ocurrió con "Titanic" y Kate Winslet, estas no me cayeron nada bien, me sentí celosa y las odié. Recuerdo perfectamente el canalillo formado entre los hermosos pectorales del guapísimo rubio y la chocolatina de sus abdominalees que me hicieron subir la temperatura corporal. Pero fue de nuevo otra escena sexual, en la que besaba con pasión y se levaba a la cama a la bella Briseida, la que me hizo sentir de nuevo aquel cosquilleo. No era la primera vez que lo sentía desde aquella primera vez al contemplar alguna escena de estas características, pero sí la primera en que volvía a hacerlo con aquella intensidad. Y esta vez sí conocía perfectamente su naturaleza y significado.

Y ese fue el despertar total. A partir de entonces, faltaba recorrer el camino e ir conociendo sus sendas y caminantes, pero ya sabía que andaba en él y adonde llevaba. A partir de entonces comenzó a interesarme el sexo propiamente dicho, muchísimo más que a cualquier otra niña de mi edad. Tendría entonces once añitos, y ya anhelaba que llegara el día de perder mi virginidad en brazos de alguien tan guapo como Leo o Brad. Por que sería tan guapo como ellos.

Mis padres, como los de cualquier otra niña o niño en nuestra edad, vetaban nuestro acceso a la pornografía pura. En una ocasión, papá encontró en el Historial del ordenador unas páginas del tema a las que alguien había accedido desde allí. Resultó ser Ernesto, que era mayor que yo, y desde entonces revisaban de continuo este y siempre que nos poníamos ante la pantalla debía estar él o mamá allí para vigilar por donde navegábamos. De esta manera, mi primera visualización de este tipo de imágenes, llegó de una manera bastante imprevista, cuando contaba doce años ya y nos encontrábamos en casa de una amiga. Es decir, en su otra casa, pues vivían en una principal y habían tenido aquella alquilada hasta entonces. Ahora los inquilinos habían cambiado de domicilio tras bastantes años, y su madre nos invitó a ir allí. Se trataba de arreglar la casa para alquilarla de nuevo, y podríamos recoger de entre aquello que se hubiesen dejado lo que nos gustara. Y en esas estábamos, cuando la señora recibió una llamada al móvil requiriéndola. Habría de salir un momento y dejarnos allí solas. Éramos tres niñas, y nos hizo prometer que nos portaríamos bien y esperaríamos allí sin salir hasta su vuelta. Obviamente lo hicimos, y nada más salir continuamos con nuestros juegos de búsqueda, ahora con más libertad al estar solas. Y encontramos algo que ninguna de nosotras hubiese esperado, en el cajón de la mesita de noche, quienquiera que allí hubiese residido había dejado un enorme vibrador negro. Nos miramos atónitas, antes de devolver la mirada al aparato. Alargué mi mano para cogerlo entonces.

-¡Qué haces! –me recriminó Isabel, la hija de la señora que nos había traido-¿Estás loca?

-¿Por?

-¡A saber en que coño ha estado metido eso¡

Una risita escapó de mi boca con aquellas palabras.

-Tienes razón.

-Vamos a seguir buscando, seguro que hay más…"cosas" por ahí.

Estuvimos totalmente de acuerdo con Isabel. De allí al armario. Ropa de uno y otro tipo, pero nada que nos llamas la atención. Aupa y miramos sobre el techo del armario. Cosas de niños, solo a ellos se les ocurre mirar allí. Y sorpresa de nuevo, cuando Ana bajó un lote de cuatro o cinco revistas pornográficas. A juzgar por la estética de la portada, nos parecieron bastante antiguas, de cuando aún no debiera haberse impuesto la red de redes y la gente accediera a estos temas a través del papel couché mayoritariamente.

-¡Hala, que…¡ -exclamó Isabel. Nos miramos.

-Las vamos a ver, ¿no? –pregunté yo.

Dudaron un poco, pero enseguida estuvieron de acuerdo, seducidas por la curiosidad, morbo y espíritu explorador de la preadolescencia. Así pues, nos sentamos en el borde de la cama muy juntas. Isabel se colocó en el medio con las revistas sobre sus piernas, y abrió la primera. Y esa fue mi entrada en el mundo del sexo, el morbo y la lascivia. Un mundo nuevo se abrió para mí con aquella revista, uno que me cautivaría desde el primer momento y del que ya nunca volvería ni desearía volver tras desembarcar en sus para mí inexploradas costas.

Como digo, Isabel abrió la revista, y nada más hacerlo quedé cautivada por lo que vi en sus páginas. En ellas, un musculoso macho penetraba a una bellísima rubia de rasgos nórdicos. El lucía un aparato de proporciones enormes. Nunca yo había visto un pene salvo aquellos de los niños en mi más precoz infancia, con lo cual no tenía sobre qué juzgar y pensé que aquello debía ser lo normal en ellos, apoyada esta conjetura por el tamaño similar del vibrador de la mesita. Sentí algo de miedo, pensando en el daño que debía hacer aquello abriéndose paso por mis entrañas aún vírgenes, y de momento ya no me pareció tan seductora la idea de perder esa virginidad. Pero al mismo tiempo, sentí un morbo indescriptible y el famoso cosquilleo invadió una vez más mi bajo vientre. Aquello debía doler mucho, sí, pero…no sé, había algo morboso en aquella perspectiva de sufrimiento que la hacía deliciosamente deseable.

-¡Hala! ¡Vaya…! –exclamó Ana, sin acabar la exclamación.

-¡Polla! –lo hizo Isabel, y las tres reímos. -¿Son todas así?

Al parecer mis pensamientos no eran exclusivos.

-No lo sé, pero como lo sean…¿Te imaginas?

Intentamos hacernos idea de lo que representaba, con Ana marcando con ambas manos unas dimensiones aproximadas.

-¡Buuuff! ¡Cómo tiene que doler! –se quejó Isabel-.

-Bueno, hay que pasar por ello antes o después –añadí yo.

-Yo me buscaré al que más pequeña la tenga.

-¡Qué va, tías! –intervino Ana. –A mí me mola.

-¡Quéeeee! –saltó Isabel. -¿Te mola esa mostruosidad’

-S…si- contestó con una tímida sonrisa.

-Pero…¡estás loca! ¡Eso te puede destrozar!

-Bueno…mira a la chica. Por la cara que pone, debe estar pasándolo de miedo. ¡Yo también quiero que me destrocen así!

-¡Ja, ja, ja!- reímos las tres.

Seguimos mirando. Observé mejor al chico. Estaba buenísimo. No era tan guapo que Brad o Leo, desde luego, pero tenía un cuerpo musculoso muy morboso. Me deleité admirando sus pectorales, brazos, abdominales, y muy especialmente su culo. ¡Vaya glúteos de gimnasio, daban ganas de darles un bocado! Pero allí hubo un descubrimiento que me dejó totalmente confusa y desorientada, y no fue el cuerpo del chico sino…¡el de la chica! De repente, ocurría algo que no me había ocurrido nunca antes. . ¿Qué…qué estaba pasando? Era realmente preciosa, bellísima. Quedé cautivada con su rostro, hermoso hasta lo sublime. Su cuerpo…se veía vestida en las primeras imágenes, y me pareció una auténtica diosa. No sabría describir el exacto sentimiento de esos momentos. No es que deseara ese cuerpo tan bello para mi, más bien que deseaba tocarlo. Acariciarlo, besarlo,adorarlo…Estaba como aturdida. No es que sintiera que me gustaba más que los hombres, solo que era algo totalmente novedoso. En una foto en particular, miraba de frente a la cámara mientras él la embestía desde atrás, quedando ella a cuatro patas. Su lacio pelo dorado caía a ambos lados de su cara, y sus preciosos ojazos azules parecían mirarme directamente a mí, hablándome. Sentí como si se estableciera una conexión telepática entre aquella diosa y yo, que solo se rompió cuando Isabel pasó la página, rompiendo el hechizo y sacándome de él.

En la nueva, las escenas pasaban a ser más fuertes. En especial, nos impactaron aquellas en que se veía un primer plano donde la enculaba.

-¡Ay, va! –exclamó Ana.

-¿Eso también quieres que te lo hagan?

-¡No, no…! ¡Eso no! –se apresuró a contestar con una mueca de dolor intuido. Hasta yo me encogí ante la visión de aquel monstruo taladrando el orto de la hermosa.

Finalmente, el chico se corría abundantemente en su cara, recibiendo ella su leche con expresión de vicio.

-¡Qué asco!- de nuevo Isabel, y Ana acompañándola con la expresión. –Nunca chuparé una polla, ya puede venir a pedírmelo Brad Pitt.

-A mí no me parece tan asqueroso.

-¡¡¿Nooooooo?!!

-Bueno…no. Parece como…leche, ¿no?

-Leche asquerosa.

Nunca habíamos visto ninguna el semen. Personalmente, lo imaginaba…¿qué se yo?, negro o no sé como. Cambio e página. En la nueva, dos chicas sentadas en un acogedor salón charlan animadamente. Una morena de ojos obscuros, la otra negra, ambas guapísimas. Una foto después, la morena alarga la mano para sobar una de las grandes tetas de la rubia, y ambas sonrían. Una más y ya se están besando apasionadamente. La negra ya tiene las dos fuera de la camisa abierta, y busca con sus manos las de la morena. Poco más y ya están en plena efervescencia sexual, la negra lamiendo la vulva de su amiga que, con los ojos cerrados, se entrega al aparentemente profundo placer que le provoca con su lengua. Siento el cosquilleo intensificarse de nuevo.

-¡Qué…asco! –exclama ahora Ana, siendo Isabel la que acompaña con el gesto de repugnancia esta vez.

-Tampoco lo veo tan asqueroso.

Me miran sorprendidas de nuevo.

-¡Pero tía…! ¿Te gustan…esas cosas?

-Bueno… –respondo un tanto cortada –no he dicho que me gusten. Solo que no me parecen tan asquerosas.

-¿No te lo parecen?

-No, tía. Dan…no sé, morbo.

-¿Te dan morbo?

Me siento atacada.

-¡Y a vosotras también!

-¡La llevas guapa!

-¿La llevo guapa? ¿Por qué entonces estamos mirando estas fotos?

Me miran, pero no contestan.

-¿Por qué no has cerrado la revista cuando hemos visto la corrida en la cara de la rubia?

-Es…asqueroso. Las miro para darme cuenta del asco que dan.

-Ya.

Sonrió. Mi mirada debe haber cambiado, pero no soy consciente. Llevo al Diablo en el cuerpo, debe haberse apoderado de mí. Manteniendo esa enigmática sonrisa, me tiendo hacia un lado para abrir la mesita de noche en busca del vibrador. Lo tomó en mi mano y las miro perversa.

-Os da asco chupar pollas, os da asco ver como una chica le come el coño a otra

-¿Qué haces? ¡Deja eso, no seas guarra!

Pero no lo dejo, sino que lo agarró plenamente por su base. No soy yo la que actúa, el animal que dormía dentro de mí ha despertado definitivamente. Llevo el glande de látex hasta mis labios y lo beso. Mi lengua sale a su encuentro para lamerlo. El rostro de mis amigas se descompone en un gesto de repugnancia.

-¿Qué haces? ¡Qué asco!

-¡Qué va! Es muy suave, mola. Probadlo.

Alargo el brazo y acerco el vibrador a sus labios. Ana se aparta enseguida, Isabel muestra repugnancia, pero no se aparta tan rápido. Duda. Con un gesto repentino, doy con la polla artificial en su boca.

-¡Ja, ja, ja! Vamos, lámelo.

-¡Qué dices!

Me lo meto en la boca y mamo profundamente durante unos segundos ante sus atentas miradas.

-Ya está limpio. Lo que hubiera del coño de aquella está ahora en mi estómago. Vamos…lame.

Se lo tiendo de nuevo. La expresión de repugnancia se ha suavizado, pero sin llegar a desaparecer. Me mira a los ojos.

-Vamos…debe ser como una polla de verdad más o menos. Pruébala y sabrás si te gusta o no, y cuando llegue el momento con un chico sabrás si debes mamar o no.

No debe estar muy convencida, pero acerca ligeramente la cara. Saca la lengua tímidamente y lame.

-¿Qué tal?

-Es…suave.

-Ya te dije. Vamos, métetela en la boca.

Vencidas sus reticencias, lo hace y comienza a mamar. Al cabo de unos segundos cesa.

-¿Qué te ha parecido?

Sonríe, confusa pero agradada.

-Mola.

-Claro que mola, ya te dije. Ahora tú, Ana.

Mira dudando, pero adelanta su rostro. No quiere ser menos que nosotras.

-¿Qué tal? –pregunto de nuevo cuando a acabado. Sonríe también.

-No parece tan asqueroso.

-¿Lo veis? Todo hay que probarlo antes de decir que no te gusta.

-Sí, bueno…pero

Mientras hablamos, nuestras miradas permanecen fijas, la de una en la de la otra.

-Todo –sentencio acercando mi rostro al suyo, pero se aparta cuando mis labios casi rozan los suyos.

-¡Tía, qué haces!

Sonrío. Isabel mira confusa.

-Lorena…esto ya es pasarse.

-¿Por?

-Lo otro al fin y al cabo…es un juego.

-¿Y esto no? –pregunto arrimándome a ella, pegando mi busto al suyo y acercando mi rostro. Como Ana, evade mis besos.

-Lorena…no me van las tías.

-¿Cómo lo sabes?

-Lo sé.

-No lo has probado para opinar.

-He dicho que lo sé y punto.

-Vale, vale…Nunca besarías entonces a otra chica.

-No.

-Ni mamarías de sus tetas.

-No.

-Ni comerías su coño.

-Tampoco.

-Vale, lo respeto. Pero…¿dejarías que otra mamara el tuyo?

-¿Cómo? ¡Tampoco!

-¿Por qué?

-Porque no.

-Vamos…solo tienes que dejarte hacer.

Me acerco de nuevo. Acaricio sus pechos sobre la blusa. Duda.

-Tú no vas a hacer nada. Cierra los ojos y disfruta simplemente. Si no te gusta me lo dices y para.

Me mira indecisa.

-Yo no te voy a hacer nada después.

-Tranquila. No te lo voy a pedir. Solo quiero chupar tu coño.

La empujo suavemente con las palmas de las manos apoyadas en sus hombros, recostándola sobre la cama. Le quito las zapatillas y desabrocho sus pantalones, tirando de ellos para casarlos. Luego la libero de sus braguitas.

-Lorena…¿estás segura?

-Segurísima.

Un segundo después, mi cara se hunde entre sus piernas y saboreo por primera vez el dulce néctar femenino. Está totalmente mojada. Entonces todavía no entendía demasiado del tema, hoy en cambio sé que debía estar tan cachonda como yo, aunque no tan decidida. A los pocos minutos, Isabel gime de gusto, mientras yo me aplico en mamar con deleite. No lo he hecho nunca, pero me gusta, siento que he nacido para el sexo. Mi amiga se corre entre gritos de placer, y yo aparto mi cara un tanto indecisa. Es mi primera experiencia y estoy muy verde, los flujos que manan ahora de su vagina me cogen por sorpresa y siento un poco de aprensión.

-¡Uuuff! ¡Tía, qué pasada! –exclama Isabel abatida sobre la cama.

-¿Te gustó?

-¿Qué si me gustó? Esto vas tener que hacérmelo a menudo.

Sonrío.

-Siempre que quieras.

-Yo…-interviene Ana-yo también quiero.

La miro y sonrío.

-Quítate los pantalones y las bragas, y túmbate en la cama pues.

A los pocos minutos, Ana gime como una becerra, al igual que poco antes hiciera Isabel. Lamo y lamo con deleite y disfrute, hasta que dejo de escuchar los gemidos. ¿Qué ocurre? Alzo la mirada y me sorprendo al ver a mis amigas fundidas en un apasionado morreo. Es su debut como besadoras, y parecen muy entregadas a su labor. Me incorporo y asciendo. Uno a uno, desabrocho los botines de sus blusas, dejando al descubierto sus incipientes tetitas. Lamo cariñosamente los pezones de Isabel, mientras con un dedo continúo trabajando la gruta de Ana. Pronto, ambas acarician mi cabeza delicadamente. Levanto la mirada para encontrarme con las suyas. Me miran tiernamente.

-Ahora te toca a ti, Lorena -me dice Isabel. Sonrío ilusionada. En un momento estoy desnuda y tumbada sobre la cama de espaldas, mientras mis amigas lamen mi coño a la par, arrancándome gemidos de puro placer. Estoy a punto de correrme cuando se oye el sonido de una llave entrando en la cerradura de la puerta de la calle. Saltamos asustadas y nos vestimos precipitadamente. Para cuando la madre de Isabel llega a la habitación, apenas nos ha dado tiempo de hacerlo, olvidándonos de las bragas por supuesto.

-¿Estáis bien?

-Sí, mamá. Jugábamos al escondite.

-¿De quien eran esos gritos?

-¡Ja, ja, ja! –reímos las tres.

-Era Lorena, que se había dado un golpe en la cama con la espinilla.

-Bueno, voy a la cocina, que me he dejado por limpiar el frigorífico.

-Vale.

Cuando la señora sale, Isabel saca una mano de su espalda. En ella, una gran polla negra de plástico luce descarada.

-A esto tenemos que jugar más veces, ¿eh?