Génesis 1,27
Cuando se poseen unas armas de seducción a cuyo influjo nadie se puede resistir, se pueden producir consecuencias inesperadas, acabando por practicar sexo en los lugares más peculiares.
Cuando se poseen unas armas de seducción a cuyo influjo nadie se puede resistir, se pueden producir consecuencias inesperadas, acabando por practicar sexo en los lugares más peculiares.
La pequeña embarcación se deslizaba perezosamente con un ahogado ronroneo del motor. La prohibición de faenar seguía en vigor pese a lo cual no eran pocas las barcas de pesca, que rayando el alba, se habían adentrado en las plácidas aguas del Atlántico.
Aquella enorme burbuja que emergía de la superficie del mar, junto a los constantes movimientos sísmicos, había tenido en vilo a toda la isla durante un mes. Fuese o no la erupción de un volcán submarino, los pescadores habían decidido que sus familias estaban por encima de los potenciales riesgos. Ninguna de las pequeñas embarcaciones tenía pensado acercarse a la zona. Las patrulleras rondaban durante todo el día impidiendo que algún curioso se acercase a la inmensa zona convexa.
Ayoze tenía muy claro que no podía esperar subsistir de la promesa de ayudas públicas para los damnificados. Cuando la mancha sulfurosa se desplazó hacia el norte, él y otros muchos pescadores se decidieron a navegar las aguas del suroeste del mar de Las Calmas.
El sol salía perezosamente sobre la línea del horizonte bañando el mar con tonos pastel. La inmensidad infinita, hasta ahora plateada, adquirió un tono azul suave. El pescador comenzó a preparar la multitud de aparejos necesaria para poder regresar a la Restinga con algunas decenas de kilos de viejas y cabrillas. Se había separado varias millas de la costa, acción necesaria para pasar desapercibido a los ojos de la guardia civil.
Pasó la siguiente hora leyendo plácidamente un cómic, mientras la boya de la red daba suaves tirones de tanto en tanto. Izó las capturas, observando satisfecho que el mar había sido muy generoso con él. Revisó la red para verificar que no había ningún desperfecto que pudiera malograr la faena. Lanzó con energía los aparejos, permitiendo que la boya se desplazase algo más que la vez anterior.
De repente, el corcho amarillo comenzó a hundirse rápidamente. Ayoze miró fijamente cómo la boya desaparecía a toda velocidad bajo las cristalinas aguas. No tuvo tiempo de pensar la naturaleza del enorme pez que habría caído en la red, cuando se encontró pataleando sobre la superficie del agua. Su pequeño bote se encontraba girado mostrando su quilla al sol. Toda la captura había regresado al mar y el motor se encontraría inservible.
La embarcación comenzó lentamente a hundirse. Lo que fuera que se había enredado en su red tenía una fuerza descomunal. Tan solo los atunes listados eran capaces de tirar de ese modo, pero no estaba lo suficientemente mar adentro. Con enérgicas brazadas, llegó junto a la cuerda que sostenía la red fija al bote. Intentó tirar de esta comprobando la fuerza del pez. La maniobra fue completamente inútil. La barca continuaba sumergiéndose en el agua. Con un rápido movimiento del cuchillo que siempre llevaba al cinto, pudo cortar la soga que instantáneamente se adentró bajo la calma superficie.
El mar se encontraba en una serena quietud. La maniobra de girar el bote sería lenta y costosa, pero Ayoze no tenía más remedio. Si solicitaba ayuda por radio, de funcionar esta, la multa sería exorbitante. Un fuerte tirón de su tobillo hizo que su cuerpo se hundiera como una piedra.
Descendía a gran velocidad, sin poder advertir qué se aferraba a su pierna, arrastrándole a las profundidades abisales.
Cuando el hombre se detuvo, la luz del día se había atenuado considerablemente. Ignoraba cuántos metros habría llegado a bajar a aquella velocidad. El aire retenido comenzaba a escasear preocupantemente. Se proponía comenzar esforzadamente a ascender, cuando la visión más irreal que se pudiera esperar apareció frente a él como salida de la nada.
Un ser de apariencia celestial flotaba graciosamente encima de él. Cientos de diminutos pececillos jugueteaban sobre las desnudas carnes de una hermosísima mujer. Como un áureo abanico, su melena rubia se extendía absorbiendo los tenues rayos de sol que a tal profundidad pareciera que hubieran incrementado su luz para homenajearla.
Ayoze, absorto por el faérico espectáculo, no fue consciente de la ausencia de aire en sus pulmones hasta que estos comenzaron a arder de forma insoportable. La sorprendente visión había producido la fuga de las últimas reservas de aire en una cascada ascendente de pequeñas burbujas.
Aquel ser sonrió abiertamente al hombre. Sus facciones eran delicadas, casi adolescentes. Dos profundos hoyuelos se dibujaron junto a sus labios. Era la viva estampa de la inocencia. Lentamente, se acercó al pescador, posó cada una de sus delicadas manos sobre el rostro del hombre y unió sus labios a los de él.
Ayoce sintió cómo el aire fresco penetraba colmando todo su ser. Por increíble que pareciera, aquel ángel le estaba devolviendo la vida. La tranquilidad invadió su cuerpo. Sus extremidades laxas flotaban de manera perezosa. Una cálida lengua penetró su boca. Ni podía ni quería cortar aquella fuente de aire limpio, por lo que recibió al intruso con la boca completamente abierta y sellada a los labios femeninos.
Delicados roces como aleteos de mariposa se sucedían por todo el cuerpo del pescador. Ninguna zona escapó a los delgados y ágiles dedos de la enigmática rubia. Las ropas masculinas fueron desapareciendo a medida que las escrutadoras manos indagaban con mayor ahínco.
Ayoze no pudo más que pensar que todo aquello era un sueño. No podía estar besándose con la mujer más bella del mundo bajo el mar y respirando como si tal cosa. La escasa lucidez para discurrir fue paulatinamente abandonando al hombre. El ardor de los besos y la humedad de la lengua femenina comenzaban a despertar sensaciones muy placenteras en su cuerpo.
Las largas y torneadas piernas se cerraron como los tentáculos de un pulpo alrededor de las caderas del pescador. Ni siquiera había sido consciente de la dureza de su miembro hasta que este comenzó a penetrar lentamente la gruta más cálida y acogedora que pudiera existir.
El ritmo cadencioso que impuso la mujer, hacía perder la consciencia al atónito hombre. Jamás su entrepierna le había dolido tanto de pura excitación. En cada ocasión en que las caderas se besaban, creía morir de placer. Nada en el mundo podía ser tan dulce como aquella intimidad. Los cuerpos ingrávidos danzaban al son de las corrientes marinas, arrastrándolos en espirales de lujuria.
Como un volcán que entrara en erupción, así descargó su esencia masculina en el interior de la mujer. Los escalofríos recorrían sus extremidades llevándole a un orgasmo dolorosamente delicioso, provocándole sensaciones que nunca hubiera pensado que se pudieran llegar a vivir. Todo su ser se concentró en aquella parte de su cuerpo que parecía ser absorbida por la cálida vaina femenina.
——**
EL DÍA
El Hierro, 13 de Diciembre de 2012
Ayer al atardecer, fueron encontrados dos cuerpos cerca de la zona de exclusión por la erupción subacuática del mar de Las Calmas.
Un vecino de la Restinga, Ayoze Díaz Fernández, fue encontrado sin vida flotando en las tranquilas aguas. Se desconoce aún la causa de su muerte, aunque fuentes no oficiales aseguran que habían desaparecido todos los fluidos del cuerpo del joven pescador, que deja viuda y dos hijos.
Junto al cuerpo sin vida se encontró a una joven inconsciente de la cual aún no se tiene más información.
——**
—
¿Li… li…? –preguntó el internista de guardia.
—
Es lo único que ha dicho desde que abrió los ojos. –respondió la enfermera jefe del pequeño hospital herreño de Valverde—. A lo mejor quiere decirnos cómo se llama.
—
¿Lidia ?—preguntó otra enfermera, pensando en el nombre de su propia hija.
—
Pues vete tú a saber –la enfermera jefe entró tras el médico cerrando la puerta tras de sí.
Sobre el lecho hospitalario se encontraba una joven rubia de cándida mirada celeste. El sol de la mañana despertaba iridiscencias en su larga y rizada cabellera. “Parece un ángel”, pensó el doctor Manrique perdido completamente en aquellos grandes ojos.
—
¿Cómo te llamas?, ¿te encuentras bien?
—
Li… li… —fue todo lo que respondió la sonriente muchacha.
—
¿Te llamas Lidia? –volvió a preguntar el doctor recordando lo dicho por la otra enfermera.
—
¿Lidia? –respondió inocentemente la postrada joven.
La lectura del informe previo, realizado la noche anterior, no dejaba lugar a dudas. Aquella mujer tenía todos los niveles vitales de un toro: exceso de hemoglobina, de leucocitos, de plaquetas, de cualquier cosa que se pudiera medir. Desde luego no tenía el aspecto de alguien enfermo. La mantendrían un par de días más en observación. Debía haber sufrido algún tipo de proceso amnésico. Sería mejor que la trasladasen al hospital de Santa Cruz. Un psiquiatra le vendría de maravilla.
El doctor Manrique reflexionaba sobre la paradoja de los dos cuerpos hallados en el mar. Aquel desgraciado pescador sin el más mínimo líquido en su cuerpo y aquella joven que parecía desbordar de vida y energía.
—
Pónganle la tele y denle revistas como ha dicho el psiquiatra. No creo que se pueda hacer mucho más por ella –concluyó el médico.
——**
El doctor Manrique había aguardado con inquietud a que llegase su próxima guardia. No sabía qué le impelía a visitar aquella habitación, pero lo cierto es que el influjo que ejercía sobre él aquella joven desconocida lo había tenido excitadísimo desde hacía tres días.
Con creciente ansiedad, aguardó a que llegase la media noche. No deseaba que cualquier compañero del hospital pudiera sacar conclusiones erróneas. Abrió la puerta con sigilo, intentando no despertar a la joven. Ella dormía placidamente, recostada sobre su espalda.
El médico introdujo la mano bajo la sábana, posándola con delicadeza sobre el firme muslo de la muchacha. Acarició con fruición toda la pierna sin atreverse a ascender más. El tacto de aquella cálida piel era embriagador. Su pene comenzó a palpitar lascivo dentro de su holgado pijama blanco.
El sexo femenino ejercía una atracción imposible de dominar. Descansó su mano sobre el recortado pubis, buscando con dedos torpes y nerviosos la humedad de la oquedad femenina. En cuanto el primer dedo se halló cálidamente a cubierto, los grandes ojos azules se abrieron de par en par. Manrique creyó que su corazón se acababa de detener. Si aquella jovencita gritaba sería el fin de su carrera.
Lidia tiró lentamente de la sábana que la cubría hasta dejar a la vista la perfecta desnudez de su maravilloso cuerpo. Un suspiro, mitad de alivio y mitad de lujuria, surgió de la garganta del doctor. Con indolencia, las piernas de la rubia se fueron abriendo ofreciendo su intimidad en toda su amplitud.
Los dedos redoblaron la intensidad con que masturbaban la cálida vulva. Lidia negó con la cabeza apuntando con su dedo índice a la entrepierna del hombre. Él, manipulando el mando de la cama, logró que esta ascendiera lo suficiente para que no fuera necesario tumbarse sobre la rubia. Con un rápido gesto, se deshizo del pantalón del pijama y del slip, permitiendo que su pétreo miembro brincara alegremente.
El médico se aferró de los tersos muslos buscando la gruta del placer con su enhiesto falo. Ella rodeó las caderas masculinas cruzando sus tobillos tras las nalgas masculinas.
La calidez y humedad que encontró el médico al adentrarse en las entrañas de Lidia, fue como si se hubiera sumergido en aguas termales: Revigorizante y relajante al mismo tiempo. No podía cesar de taladrar con desesperación aquella gruta que le atraía con la fuerza de un faro a los navíos. En un arranque de osadía, se atrevió a posar sus manos sobre los firmes y turgentes pechos. El bailoteo de estos finalizó de inmediato, apresados como estaban por las inquietas manos del doctor.
Lidia, con los brazos abiertos, observaba los rasgos del hombre, que ahora sabía, se dedicaba a la medicina. Debía controlar su sed si no quería embriagarse completamente hasta caer inconsciente. Con sutiles movimientos fue poniendo a trabajar sus músculos vaginales para que aquel hombre pudiera tocar el cielo antes de descender a los infiernos.
Con gran dificultad logró incorporarse. Debía aguantar las náuseas y los mareos si quería salir de allí sin llamar la atención. Ignoraba cuánto tiempo tardaría todo el proceso hasta asimilar las nuevas energías como propias. A sus pies, la carcasa que no hacía mucho había sido el doctor Manrique, le observaba sin ver desde unas profundas cuencas oculares.
Comenzó con presteza a despojar el cuerpo de toda su ropa. El slip le quedaba holgado, si bien el pijama se adecuaba bastante bien a su altura y longitud de extremidades. Aún no había logrado poner en orden todas sus ideas. Los recuerdos venían fugaces sin dejarse atrapar. Por lo menos se había dado unos días de descanso, los cuales había aprovechado muy bien para informarse sobre el terreno que pisaba.
——**
Dos días vigilando la terminal del aeropuerto de Santa Cruz de Tenerife fueron suficientes para que Lidia pudiera elaborar un plan. Le desconcertaba todo lo relativo a aquella sociedad y sus extrañas normas y aparatos. Actuar con cierta discreción era fundamental para no despertar demasiadas sospechas.
Salir de la pequeña isla en la que había emergido a la superficie, había sido relativamente sencillo. Un marinero del ferry, bastante pagado de su virilidad, había sido cuanto necesitó para poderse embarcar sin mayor problema. Cuatro horas de flirteo y una de sexo fueron los últimos momentos de aquel estúpido contramaestre. Abandonar el barco, mientras toda la tripulación maldecía la dejadez de aquel marinero que no aparecía por ningún lado, fue tarea sencilla. Algo más complejo fue imitar las conductas imperantes en aquella sociedad. Había recurrido al saqueo para poder mimetizarse con aquellas otras mujeres.
Se introdujo en la terminal por la puerta de servicio. Tenía claro a qué compañía dirigirse, si bien desconocía su ubicación entre el sinfín de pequeños despachos que se alineaban a lo largo del amplio corredor. Por fin, localizó la puerta que buscaba: Escandinavian Air Lines. Se adentró en la pequeña sala con paso resuelto. Delante de una pequeña mesa redonda había un rubio uniformado. Lidia sonrió haciendo que afloraran sus graciosos hoyuelos. Saludó en un más que correcto sueco y se dirigió con paso seguro hacia la puerta de los vestuarios femeninos.
Una hermosa rubia de largo pelo rizado y grandes ojos celestes terminaba de abrocharse los botones de una chaqueta azul de uniforme. La azafata saludó alegremente a la recién llegada. Había pensado que a aquellas horas tan solo salía su avión, pero podría estar equivocada. Era una isla con mucho tráfico y su aerolínea tenía numeroso personal al que ella no conocía. Todas las largas horas de observación le habían hecho a Lidia dar con la persona idónea. En el preciso momento en que Ingrid atravesó la puerta de servicio, la joven supo que debía actuar.
Lidia comenzó a desvestirse lentamente. Primero fueron unas estilizadas sandalias de alto tacón. Luego se desabrochó el pantalón tejano haciendo que este se deslizara por sus largas piernas hasta dejar su mitad inferior cubierta tan solo por un minúsculo tanga de encaje. Una escueta camiseta de tirantes, bajo la que no había prenda alguna, fue lo último de lo que se despojó. Ingrid, sentada como estaba sobre un banco, no pudo dejar de mirar aquella perfección hecha mujer. Se consideraba atractiva pero, comparativamente aquella jovencita, jugaba en otra liga.
—
Por casualidad no tendrás algo de crema hidratante ¿no? –preguntó Lidia esbozando aquella sonrisa cautivadora— Creo que se me han resecado los muslos ¿no crees?
El movimiento fue casual. Casi como con desgana, El pie de la extraña joven se posó en el banco junto al muslo de la asistente de vuelo. Ingrid jamás se había sentido atraída por ninguna mujer, pero si dejaba escapar la oportunidad de palpar aquellos muslos no se lo perdonaría nunca. Con mano trémula, acercó la yema de los dedos a aquella cálida piel. Recorrió lentamente toda la cara anterior del muslo hasta llegar a la cadera.
—
Tienes la piel perfecta –dijo la azafata tragando saliva sonoramente.
—
¿Seguro? ¿No me lo dices por cumplir? –coqueteó Lidia llevando la mano de Ingrid hasta su propio trasero— ¿El culito tampoco lo tengo reseco?
La rubia azafata, perdiendo todo atisbo de pudor, comenzó a amasar voluptuosamente aquella firme nalga. La sedosidad de la piel le atraía como un imán. No había deseado jamás a ningún hombre como deseaba poseer a aquella jovencita. Se alzó del banco, acercando su rostro a la hipnótica sonrisa de Lidia. Gracias a los zapatos de la escandinava, ambas bocas quedaban al mismo nivel. Los labios se unieron tímidos al principio. Leves roces de las sensibles pieles fueron todo a cuanto se atrevieron. La azafata, con un deseo que la consumía, abrió su boca para apresar el labio inferior de Lidia entre los suyos. Succionó de aquel gajo de pasión como si no se hubiera alimentado en días. La lengua, intrépida e inquieta, se introdujo en la boca de la enigmática muchacha. Un suave mordisco y una subsiguiente succión elevaron la libido de Ingrid, si aquello era posible.
Todo giraba a gran velocidad alrededor de la guapa escandinava. Se sintió desfallecer cuando unos dedos largos y ágiles se introdujeron bajo su falda acariciando sus muslos con manos incandescentes. La ropa de la azafata fue desapareciendo con mayor celeridad de lo que lo había hecho la de Lidia. Inquietas, las manos de Ingrid magreaban con ansiedad creciente cuanta carne se ponía a su alcance. Lidia, más sosegada, administraba certeras caricias que erizaban toda la piel de la sueca.
La muchacha desconocía cómo debía proceder con alguien de su mismo sexo. Hizo que Ingrid se recostase sobre el banco de madera, abriendo sus muslos y enterrando su propia cara entre ellos. “Será tan sencillo como con el sexo masculino”, se dijo Lidia acercando su boca a los palpitantes labios íntimos. La nórdica aferró con energía la cabeza de la muchacha, impidiendo que esta comenzara a degustar su sexo. Hizo que Lidia ascendiera hasta volver a tener los rostros enfrentados. Con delicadeza, logró que los cuerpos rodaran quedando la jovencita bajo su exuberante cuerpo.
La necesidad que tenía de saborear aquel lozano cuerpo era muy superior a las ansias de recibir. Lidia se dejó hacer con divertida curiosidad. Deseaba ver dónde llegaban todas aquellas manipulaciones.
Ingrid se irguió sentada a horcajadas sobre los torneados muslos de su amante. Con la yema del índice delineó los párpados y las doradas pestañas de la muchacha. Rozó la respingona nariz descendiendo hacia los labios los cuales acarició como si fueran de extrema fragilidad. La pasividad de Lidia concluyó cuando abrió su boca para apresar el dedo. Succionó el apéndice enardeciendo aún más a la apasionada sueca.
La humedad de los labios de la escandinava recorrió todo el torso de la muchacha. Lamió con fruición aquellas rocosas tetas. Mordisqueó dulcemente aquellos pezones que coronaban la obra más perfecta de la naturaleza. Continuó más al sur, dejando un cálido rastro tras su lengua. Alcanzó el sedoso vello íntimo. Posando sus fruncidos labios sobre los rizos, recorrió los escasos centímetros hasta llegar a la oculta flor que abría receptiva sus pétalos.
Un latigazo recorrió la espalda de Lidia cuando sintió la inquieta lengua sobre su perlita. Era la primera vez que sentía algo similar y le gustó la reacción de su cuerpo. Ingrid, glotona, lamió y sorbió el clítoris mientras penetraba la cálida intimidad de Lidia con dos intrépidos dedos.
La joven percibió cómo sus muslos y su vientre se tensaban, cómo su respiración se hacía jadeante. Lo que no pudo adivinar es la explosión de sensaciones que anunciaban aquellas reacciones. Llegó como un violento espasmo que contrajera todo su cuerpo. Una energía elemental que nació en sus entrañas y que se expandió por todo su ser. Durante lo que le parecieron horas, perdió cualquier control sobre sus reacciones musculares. Las manos y los pies se engarfiaron tensos como cuerdas de violín. Su espalda se arqueó y su cabeza golpeó varias veces contra la dura madera del banco.
Ingrid, con ojos vidriosos, admiraba el espectáculo. Nunca había pensado que dar placer podía ser algo tan sensacional. Siempre se había sentido orgullosa de excitar a sus amantes, pero aquella vez había sido especial. Desconocía si era igual con todas las mujeres o solo con aquella jovencita tan particular. Cuando el cuerpo de Lidia dejó de convulsionar, la escandinava se recostó a su lado cubriendo su rostro de rápidos y amorosos besos. Ella se dejaba mimar ronroneando cual gatita satisfecha. Unos largos dedos se cernieron sobre el cuello de Ingrid. Un chasquido seco y la rubia cabeza descansó inerte sobre el hombro de la joven.
——**
El guardia de aduanas observó la alta mujer que se acercaba por el pasillo de servicio con andares resueltos. No pudo evitar hacer un gesto con la cabeza a su compañero de vigilancia Joaquín, apuntando con el mentón a la guapa rubia que se acercaba. Estaban acostumbrados a ver mujeres de bandera. Muchas de las asistentes de vuelo eran verdaderas preciosidades, aunque ninguna serviría ni siquiera para besar los pies de aquella hembra.
—
Documentación –solicitó Joaquín con tono adusto. Para nada se dejaba impresionar por aquellas espectaculares señoritas. En el aeropuerto de Barajas no eran pocas las bellas auxiliares que deambulaban por aquí y por allá.
Lidia puso su mejor cara de inocencia y extrajo el pasaporte de la rubia Ingrid. Manolo, con mirada depredadora, pegó un somero vistazo al documento dedicando más tiempo a admirar las largas piernas de la joven azafata. Joaquín, con cierta desconfianza, movió el detector alrededor del esbelto cuerpo. Algo no le gustaba en aquella jovencita. Parecía buscar guerra y no tendría más edad que su hija mayor. Antes de que se plantease el porqué, había aferrado de las manos de su compañero el pasaporte de la rubia.
—
Esta no eres tú –afirmó contundente el guardia—. Deberás acompañarnos un momento.
—
¡Hostias! Pues es cierto. No me había fijado. Hay que ver cómo se parecen. Si quieres ya le tomo los datos yo.
—
Será mejor que tú te quedes en el control. Enseguida termino con ella. Debe haber confundido la documentación con alguna compañera. Estas nórdicas…
Joaquín indicó a la muchacha que le siguiera a un despacho adjunto al control de pasaportes. Ella, sumisa, hizo cuanto le indicó el hombre. La estancia era pequeña. Una amplia mesa de oficina la ocupaba casi por completo. Joaquín intentó preguntar a la joven rubia de mil maneras diferentes, utilizando su macarrónico inglés, pero no obtuvo ninguna respuesta comprensible. Lidia se limitaba a repetir diferentes fórmulas del “no comprendo”, todas ellas en sueco.
El guardia pidió permiso para tomar la mano de la azafata, con el fin de poder digitalizar sus huellas. Un cosquilleo le recorrió todo el cuerpo. Intentó luchar contra las ganas de poseer aquel monumento hecho mujer. Treinta años en el cuerpo no se merecían concluir expedientado por pillarle con los pantalones bajados. Soltó bruscamente la mano cuyo tacto le había perturbado tanto. Su querida Esperanza y sus dos hijas abominarían de un padre tan crápula. Debía ser firme como exigía el vestir el uniforme del cuerpo.
Un movimiento rápido y los dedos de Lidia se entrelazaron con los del guardia. Él intentó desasir la mano del dulce abrazo de los tentáculos femeninos. Cuando Joaquín alzó la vista para mirar a aquella jovencita, toda su fuerza de voluntad se desvaneció.
—
Tómame –dijo Lidia en un perfecto castellano.
El hombre luchaba en vano con sus deseos más primitivos. Nunca le había sido infiel a su querida esposa, pero aquella orden parecía haber atravesado todas las barreras de autocontrol. Sin perder el contacto visual, Lidia fue rodeando la mesa hasta situarse junto al guardia. Con movimientos felinos fue arrodillándose entre las temblorosas piernas del maduro hombre. Comenzó a manipular la bragueta de los pantalones al mismo tiempo que intensificaba la mirada de dominio. La voluntad de Joaquín se había quebrado por completo. Podría pedirle lo que fuera, que estaría dispuesto a hacerlo en tal de que ella no parase en aquel instante.
Cuando las yemas de los delicados dedos acariciaron el prepucio, el pene de Joaquín se puso tan duro y largo como una estaca. Parecía haber recuperado el vigor de hacía años. Su violáceo glande asomaba orgulloso, sobre el cual, se posaron los labios con delicadeza, saboreando golosamente toda la cabeza. La dulzura de aquella boca no era normal. Joaquín no había estado jamás con ninguna mujer que no fuera su Esperanza, pero no creía que una simple lengua pudiera despertar aquel millar de sensaciones.
Lidia, hambrienta, degustó todo el tallo con lentas lamidas de su húmeda lengua. Succionó el glande con aquellos jugosos labios que volvían loco a Joaquín. Se introdujo toda la longitud de la dura virilidad en su boca. Pudo sentir en su paladar la vida que fluía por el cuerpo del hombre. Cómo su corazón se esforzaba por bombear sangre a su enhiesta herramienta y cómo la lujuria recorría cada célula de su ser. Aquella febril carne comenzó a convulsionar en el interior de la boca de lidia. No tardó en comenzar a fluir la vida de aquel hombre a grandes chorros. La garganta, ávida, deglutía cuanta cremosa sustancia llenaba la delicada boca. Joaquín pensaba que no se podía ser más feliz. En aquel instante se alegraba de no haberse podido reprimir. Perderse aquello habría sido un pecado.
Manolo escuchó un tenue gemido procedente del interior del despacho. Se acercó, abriendo cuidadosamente la puerta. Ignoraba qué se iba a encontrar pero aquella manifestación de placer era inequívoca. Cuando entró en la habitación, un terror gélido atenazó su corazón. Sentado sobre la butaca principal se encontraba lo que parecía ser Joaquín. Arrodillada a sus pies, la felona muchacha trabajaba incansable.
A través de la piel del rostro de su compañero se podía adivinar la forma de la calavera, los ojos hundidos en sus órbitas, los labios pálidos y retraídos luciendo una sonrisa mortal. El canoso cabello de Joaquín se había desprendido del cráneo cayendo a grandes mechones sobre sus hombros. “Qué mierda de pesadilla es esto”, se dijo Manolo extrayendo con mano temblorosa la nueve milímetros.
No se podía decir que la esencia de aquel hombre fuera la más vigorosa que Lidia hubiera exprimido, pero ayudaba a incrementar su energía. Cuando sintió que las últimas briznas de vida henchían su boca, se separó lentamente del reseco falo. Con gesto aprendido en sus múltiples horas de televisión, se secó los labios con el dorso de la mano.
Con mirada pícara y divertida, observó las temblorosas manos del otro guardia que empuñaba lo que ahora sabía era un arma de fuego.
—
De… detente… —ordenó Manolo con voz insegura.
—
¿Vas a disparar? –preguntó Lidia acercándose con paso tranquilo.
—
Si das un paso más dispararé. ¿Qué carajo le has hecho? –preguntó el guardia dirigiendo la mirada al montón de huesos y piel que era Joaquín.
Aquella mirada fugaz a su compañero fue la perdición de Manolo. Cuando sintió el brutal golpe en la boca del estómago, ya era demasiado tarde para presionar el gatillo. Con absoluta indiferencia, la joven tomó el arma de las débiles manos. El hombre, arrodillado, jadeaba buscando aire desesperadamente. Con calma, Lidia guardó la automática en su bolso. No sabía muy bien para qué le podía servir aquello, pero le había llamado la atención. Con un gracioso movimiento, casi delicado, tomó la cabeza del guardia entre sus manos y puso fin con un enérgico giro a la vida de aquel entrometido.
——**
EL PAÍS
Madrid 22 DE Diciembre de 2012
Siguen sucediéndose las extrañas muertes. Un taxista fue encontrado sin vida, completamente desecado, en el interior de su vehículo. Ya son nueve las víctimas que se atribuyen a la extraña joven encontrada en las costas de la isla del Hierro. De momento tres de ellas en Madrid.
Ayoce Díaz (pescador de la Restinga), Ancor Manrique (médico internista del hospital de Valverde), Enrique Padrón (contramaestre del Ferry Nuestra Señora de los Mares), Carlos Pérez (dependiente de una boutique), Tomas Larson (turista sueco), Ingrid Palme (asistente de vuelo de Scandinavian Airlines), Manuel Expósito (Guardia Civil de Aduanas), Joaquín Reinosa (guardia civil de aduanas) y la pasada madrugada, Eustaquio Rodríguez (taxista del barrio de Vallecas).
Se ha decretado una orden de búsqueda y captura para la joven de la fotografía. Las Autoridades solicitan la colaboración ciudadana para dar con el paradero de la presunta asesina.
——**
Lidia se miraba fijamente en el espejo del lavabo de la habitación de aquel cochambroso hostal. Llevaba dos días escondida por culpa de la televisión. Su fotografía, en camisón hospitalario, aparecía constantemente en todos los canales nacionales. Por lo menos aquel taxista había hecho bien su trabajo. Le había llevado al hotel que menos preguntas hacía en toda la ciudad.
Durante los dos últimos días, había permanecido en vela analizando todos los deshilachados recuerdos de su mente. Un extenso conocimiento del cuerpo humano había germinado haciendo que supiera tanto del tema como un médico experimentado. El sinfín de calles y avenidas de Madrid se representaban en su cabeza con toda nitidez. Conocía la ciudad a la perfección. En un instante de aburrimiento volvió a entretenerse desmontando y montando la nueve milímetros Parabellum. Esa acción siempre le traía a la memoria la imagen de una triste mujer de mediana edad junto a dos bonitas muchachas adolescentes.
Su cuerpo y su mente evolucionaban a gran velocidad. Se sentía más poderosa cada día que transcurría. Tan solo debía despejar la multitud de preguntas que rondaban en su cabeza. Los retazos inconexos de recuerdos estaban ahí. Únicamente debía encadenarlos dotándolos de sentido.
Se recostó sobre el desvencijado camastro. El amarillo enfermizo de las paredes, junto a las manchas de humedad aquí y allá, daban un aspecto deplorable a la estancia. A pesar de no sentir frío, la apertura de la pequeña ventana tampoco le alegraría la vista. Un oscuro patio interior atestado de olores malsanos era todo el espectáculo que se le ofrecía.
Encendió la televisión a la búsqueda de alguna diversión. Hacía unas horas la visión de quien se decía ser el monarca le había revuelto las tripas. Cómo podían permitir aquellas personas que les reinaran individuos tan débiles. Los cánticos y las danzas le habían entretenido durante buena parte de la tarde y el principio de la noche. Ahora le resultaban monótonos y repetitivos.
Un extraño ritual apareció en pantalla. La curiosidad de Lidia se despertó y atendió con interés a las palabras que un anciano narraba a la concurrencia. Hablaba de la natalidad de un Mesías. Con absoluta dedicación escuchó la joven aquellas lecturas evangélicas.
Los pensamientos se agolpaban en el subconsciente de la joven como si de un momento a otro fueran a emerger concretándose en ideas sólidas. Se esforzó al máximo captando cuanta información transmitía la pantalla.
—
Génesis 2.18
Dijo Yahvé Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una auxiliar a su semejanza —recitó el anciano orador frente a la multitud y a las cámaras tiempo después de haber hablado del nacimiento de Jesucristo.
Una luz se abrió paso con celeridad en la abotargada mente de Lidia. Una idea fue tomando forma haciendo que todas las piezas, dispersas hasta aquel momento, encajaran perfectamente.
—
No, apestosos manipuladores. Antes que Eva, antes de que el hombre sometiera a su voluntad a la mujer, antes del bien y del mal nació Lilith para enseñorearse de las bestias del mar, del aire y de la tierra. No para doblegarse, no para someterse a los designios de quien no es superior a ella, no. Para reinar en igualdad sin volver a ser súcubo de nadie.
«Lilith ha emergido de las más lúgubres profundidades. Lilith la irreductible, Lilith que desafió al propio Creador pronunciando su nombre en voz alta. La expulsada del Edén ha vuelto para cobrar merecida venganza en el nombre de todas las ultrajadas, de las que fueron siervas, quebradas, doblegadas. Ha retornado para hacer justicia por la matanza de sus hijos.
Gruesas y cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas. Había sufrido una eternidad por defender lo que era suyo, por reclamar sus derechos de igualdad, de insumisión. A su mente regresó la imagen de la azafata Ingrid. Le dolió a la joven en lo más profundo de su ser aquella muerte. No cabían reproches. Tenía una misión y debía asumir ciertos daños colaterales.
——**
Los últimos parroquianos abandonaban perezosamente el templo. Una amalgama de edades, nacionalidades y tonalidades, habían adornado los bancos de la iglesia no hacía mucho. El padre Varela tenía sentimientos enfrentados. Le henchía de felicidad ver todos los bancos repletos. Aquel humilde barrio necesitaba de toda la fe que la palabra de Dios pudiera transmitir. La amargura venía dada porque era en la misa del Gayo, la única vez en que las tres naves y el crucero se encontraban repletas de fieles. Una o dos filas de asientos eran más que suficientes para albergar a los pocos devotos que asistían con regularidad a las eucaristías diarias.
El padre apuntó con el mentón a José el diácono. Tras ello, fijó la mirada en las grandes puertas del fondo. El seglar no necesitó de más indicaciones para encaminarse a ordenar la iglesia y cerrar los grandes batientes de doble hoja. Eran pocas las ocasiones en que el templo se vestía de gala, pero por eso mismo a José no le importaba que el trabajo se multiplicase.
A sus cincuenta años, el padre Varela había tenido varios diáconos y algún coadjutor. De todos ellos, sin duda alguna, José era el que mejor había servido a la iglesia y al que más había estimado. Comenzó lentamente a recoger sus útiles de faena. Cerró el gran Misal. Colocando con cuidado la cinta marcador, se acercó al ambón y tomó el Leccionario llevando ambos libros a la sacristía. Una vez allí, él mismo, sin esperar a José, comenzó a desvestirse. Retiró la casulla doblándola amorosamente. Se quitó la estola y seguidamente el alba. Vistiendo su sencilla sotana se sentía mucho más cómodo.
Hacía más de diez minutos que el café había burbujeado indicando que estaba listo. El diácono debería haber regresado hacía mucho. El padre Varela, paciente como era, no se inquietó y aderezando su café con unas gotas de brandy decidió no esperar a José para tomar su reconstituyente.
Cuando terminó su carajillo, anduvo hasta la iglesia con el fin de poder averiguar la causa del retraso de su ayudante. Había cumplido diligentemente con la misión de apagar todas las luces. Tan solo los dos cirios que adornaban el altar continuaban dando algo de luz a la amplia nave. Tomó el pasillo principal dirigiéndose hacia las altas puertas. Llevaba veinte años en aquella iglesia y no consideraba que necesitase más luz que aquellos grandes velones y las pequeñas bujías eléctricas que los fieles encendían por cincuenta céntimos. Conocía la estructura palmo a palmo; no obstante, era la casa del Señor pero también la suya.
Las pisadas producían ecos en el abovedado techo. El padre Varela, tranquilo como era, no temía nada procedente de la morada de Dios, pero una extraña sensación se apoderó de él. Un sudor gélido comenzó a discurrir por su columna vertebral. Giró la vista hacia la capilla de nuestra Señora del Olvido y creyó percibir luz en su interior. Algo tiraba de él hacia el pequeño altar que mostraba la imagen de la Virgen.
A medida que se acercaba a la nave lateral, no le cupo la menor duda: habían encendido velas en el pequeño recinto. Una alta y delgada joven miraba fijamente los frescos de la bóveda. El techo se encontraba a menor altura que el de la nave central, pero aún así resultaba imposible percibir algo con tan poca luz. El padre Varela se quedó petrificado al comprender que aquella joven estaba completamente desnuda. A sus pies aparecía el bulto informe de un hombre tumbado.
—
Es mejor marcharte por tu propio pie que esperar a que te echen, ¿no crees Jacinto? –preguntó Lilith con voz meliflua.
—
Co… co… cómo… —pudo responder a duras penas el religioso.
La joven debía estar mirando el fresco que representaba la expulsión del paraíso pero era imposible que lo pudiera apreciar. El sacerdote miró el cuerpo de quien debía ser José, su diácono. Repentinamente, la cabeza comenzó a darle vueltas.
—
No sabes quién soy, ¿verdad?, por lo que veo solo te interesan mis pechos al igual que los de doña Mercedes ¿no? –la joven se acercaba con paso felino hacia el inmóvil padre—. ¿Ella tiene las tetas tan bonitas como las mías?
El religioso dejó caer laxamente su mandíbula, observando atónito cómo aquella muchacha sostenía entre las manos sus propios senos. ¿Cómo podía saber que él había desviado alguna vez la mirada hacia el voluptuoso busto de doña Mercedes? Con la ligereza de una gacela, aquella muchacha comenzó a girar alrededor del atónito hombre sin que este pudiera dar respuesta a los interrogantes que se agolpaban en su cabeza.
—
Me habéis olvidado. Qué decepción –susurró al oído del fornido religioso.
—
¿Qui… quién… eres?
—
Soy tu madre Jacinto, la madre primigenia, aquella que marchó por propia voluntad del Edén. Soy Lilith –La rubia muchacha posó una mano protectora sobre la cabeza del párroco. Ante su mirada de incomprensión, aferró con fuerza los densos rizos del hombre y tiró de él arrastrándolo por toda la nave central.
Cuando se encontró frente al altar, se ayudó de la mano libre para alzarlo como si de un muñeco se tratase, depositándolo sobre la amplia mesa de mármol a la que ella se subió de un gran salto colocando una pierna a cada lado del desvencijado cuerpo.
—
Un hombre. Os envió un hombre para redimiros, para salvaros del pecado original y seguís siendo tan necios como siempre –dijo Lilith mirando el gran Cristo que había sobre el elaborado retablo.
De un brusco tirón desgarró la sotana del párroco. No tardó en lograr que los genitales asomasen entre sus destrozados pantalones. La joven arrugó la nariz ante el olor a orines.
—
¿Tanto miedo te doy? –preguntó la rubia observando los empapados calzones del robusto hombre.
Con un delicado pie masajeó la entrepierna masculina. Los dedos jugueteaban con los gordos testículos. Al poco tiempo la planta ascendía para rozar sutilmente el tallo de la fláccida verga. Lentamente, fue adquiriendo la consistencia que perseguía la joven. Su grosor fue incrementándose así como su longitud y su rigidez.
Lilith rio alborozada al ver la cara del sacerdote. Lujuria y pánico se fusionaban en los oscuros ojos del hombre que no desviaban la mirada de la entreabierta vulva. La joven dobló las rodillas haciendo que sus caderas descendieran amenazadoramente.
—
No llores, Jacinto. Va a ser muy placentero, te lo aseguro –tiernamente, como una madre a su hijo, Lilith secaba las abundantes lágrimas que brotaban descontroladas.
La cálida entrepierna contactó con el febril glande. Un estremecimiento recorrió el cuerpo tendido del religioso. Súbitamente, las manos se proyectaron hacia las caderas femeninas empujando estas hasta que la muchacha quedó empalada por completo. Una sonrisilla de satisfacción hizo aparecer los sensuales hoyuelos en el rostro de Lilith.
Poseído por la lascivia, el párroco gemía y resoplaba como un buey. La mujer hacía rotar sus caderas elevando la libido del descontrolado hombre. Con suma destreza, unos dedos fueron profundizando en un intersticio costal. La piel fue cediendo y los dedos penetraron en la laxa carne.
Las caderas, casi perezosamente, ascendían y descendían empapando todo el falo de espesa melaza. Completamente fuera de sí, el presbítero ni siquiera percibió el momento en que una delicada mano se cernió sobre su palpitante corazón. El orgasmo llegó como una tromba de agua que arrasara con todo a su paso. Una explosión de vida y energía abandonaba su cuerpo haciendo que espasmos le recorrieran.
La joven podía sentir cómo su vagina recibía gustosa aquella nueva existencia. Su mano percibía, cada vez más tenue, la vida que aún permanecía en aquel corazón.
Cuando tan solo quedó una vacía carcasa sobre el altar, Lilith se alzó tirando del vital órgano. Como un azucarillo, el músculo se deshizo entre los largos dedos de la chica. La reseca sustancia cubrió el rostro del sacerdote como un polvo oscuro.
Con un ágil salto, descendió Lilith de la marmórea superficie. Se acercó lentamente hacia la alta cruz en la que crucificado Jesucristo miraba con infinita indulgencia. Con delicadeza posó una mano sobre los clavados pies.
—
Cuanto has hecho olvidar, yo lo recordaré. Yo soy tan hija de Él como tú, pero yo no me dejaré crucificar. Yo reinaré, dominaré y me enseñorearé de tus hijos y de los hijos de tus hijos y traeré de regreso a aquellos que me arrebataron, a los que sacrificaron y díselo a tu padre: nunca jamás conseguirá que agachemos la cabeza.
——**
Los tacones de las altas botas resonaron en las pulidas baldosas. En aquellas últimas horas vespertinas, el templo se encontraba en penumbras, Levemente iluminado por la llama del ner tamid que pendía delante del tabernáculo. Sobre un altar ardían humeantes inciensos envolviendo con su pesado aroma todo el santuario.
La joven no percibió ningún ser vivo en la amplia sala. Con paso calmo se dirigió hacia las estancias anexas dedicadas al estudio. En la segunda de estas, localizó dos personas con sus cabezas inclinadas sobre una pulida mesa en actitud de concentración. Ambos alzaron sus testas, adornadas por el kipá, al escuchar el chirriar de la puerta.
—
Disculpe, joven, pero no puede estar aquí. Debe abandonar el recinto –dijo un alto y apuesto joven de cabellos rizados.
—
¿Seguro? –preguntó inocentemente la muchacha inclinando ligeramente la cabeza a un lado.
—
¡Márchese! —El mayor de los dos hombres miró con irritación desde unos pequeños ojos separados por una ganchuda nariz.
—
¿Vosotros también habéis olvidado? Pensé que al no haber recibido vuestro mesías, tendríais los albores más presentes Pero como animales de tiro continuáis con el yugo que se os puso sin osar desafiar a vuestro carcelero. Solo yo quebranté su voluntad, solo yo salí del paraíso por mi propia decisión. Solo mis hijos serán libres de las sogas que os amordazan.
—
¡Senoy, sansenoy y Semangelof! ¡Reclamo vuestra protección! –el anciano maestro no había tardado en relacionar las perturbadoras noticias de la prensa con las palabras de aquella desconcertante muchacha. El más joven miraba a uno y a otra sin comprender el intercambio dialéctico.
—
Vaya, vaya. Veo que algunos estudiosos aún me recordáis. ¿Crees que tres ángeles verdugos de inocentes niños van a hacer algo?
Con una agilidad y fuerza impropia de su estilizado cuerpo, la joven asió al anciano por la mandíbula alzándolo en vilo. El rabino de menor edad corrió a intentar salvar a su compañero tironeando inútilmente del brazo de la muchacha.
—
Lilith, perra entre las perras, serás castigada y esta vez sin remisión –logró balbucear el anciano con la cara tensa por el esfuerzo.
—
No comprendéis nada. Esta vez reinaré yo. Una nueva historia se escribirá y los rabinos la narrarán a las nuevas generaciones.
Con pasos enérgicos la joven salió de la estancia precedida del cuerpo alzado del maestro. Fútilmente, el otro rabino continuaba tironeando del cuerpo de Lilith sin conseguir que esta soltase su presa.
De regreso al santuario la muchacha se dirigió al tabernáculo. Con la mano libre corrió las cortinas que cubrían el armario que cumplía la función de Arca de la Alianza.
—
Torá Bereshit 1, 27 –dijo con voz autoritaria la joven dirigiéndose al hombre que insistentemente tiraba de su cuello.
Ante la negativa del rabino por cumplir sus órdenes, Lilith apretó con fuerza la mandíbula del anciano hasta que un seco chasquido resonó en la gran sala.
—
Lee si no quieres que le mate ahora mismo.
Con dedos temblorosos el maestro más joven rebuscó entre los rollos hasta dar con el que había solicitado aquella demonio.
—
1, 27:
«
Creó, pues, Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.
» —la voz del hombre apenas era un susurro tembloroso.
—
¿y quiénes sois vosotros para separar a las mujeres en el culto?, ¿para someterlas?, ¿para relegarlas?
Lilith no obtuvo respuesta de ninguno de los dos hombres. El anciano, con la mandíbula quebrada, se esforzaba por respirar atenazado por los fuertes dedos de la mujer. El más joven, con el rollo de la Torá en la mano, miraba con ojos desorbitados cómo ella buscaba algo en el interior de su anciano maestro.
Los largos y delicados dedos femeninos extrajeron una estrella de David colgada de una fina cadenita del interior de las ropas del anciano. Sosteniendo la alhaja en la mano miró fijamente los ojillos del rabino. Sin mediar palabra, colocó el objeto sobre la amplia frente surcada de profundas arrugas. La piel siseó como si el metal del símbolo estuviera al rojo vivo. La carne humeó mientras la estrella de David se incrustaba profundamente en el cráneo. Un alarido brotó de lo más profundo de la garganta del anciano. Sus piernas patalearon en el aire mientras su cerebro hervía burbujeante. Un líquido oscuro brotó de los oídos y de la nariz del hombre dando por concluido el esperpéntico baile de sus extremidades.
Con la mano manchada de la sangre del viejo rabino, la muchacha anduvo hasta situarse delante del tebá. Con sus largos dedos dibujó unas letras sobre la pulida superficie del altar:
“
Laila”
—
La noche será mi morada. En ella encontraré vuestra simiente de la cual me apoderaré hinchiéndome de vital energía.
El rabino que quedaba vivo, con la cara desencajada por el terror, dejó caer el pergamino de entre sus dedos. Con una lucidez momentánea giró sobre sus talones iniciando una alocada carrera hacia la salida del templo. Con un gesto de indiferencia, Lilith lanzó el cuerpo inerme del viejo maestro a un lado. De dos zancadas se acercó al gran candelabro de siete brazos que representaba la menorá. Con un certero movimiento de muñeca hizo girar la pesada lámpara de plata, lanzándola en dirección a la salida. El candelabro rotó sobre sí mismo describiendo una amplia parábola que finalizó cuando golpeó estrepitosamente contra la espalda del rabino.
Con calma, Lilith recorrió los diez metros hasta el yaciente cuerpo del hombre. Tendido de bruces sobre el suelo intentaba normalizar su respiración y no traslucir el pánico que le embargaba. Cada seco golpe de las botas de la mujer contra el enlosado pavimento hacía que su alterado corazón se estremeciera de pavor.
—
Nadie me quiere. Todos huyen de mí –reflexionó la joven mientras giraba el cuerpo ayudándose de la punta de sus botas. Con estas palpó la entrepierna del rabino lamentándose—. tampoco logro despertar vuestro libido.
Con una sonrisilla malévola en los labios la bonita rubia se agachó posando delicadamente una de sus manos de largos dedos sobre la entrepierna masculina. El miembro que allí dentro reposaba no tardó en mostrar todo su vigor con un alarde de rigidez.
—
Vas a pasar el momento más feliz de tu desdichada vida. Saboréalo con intensidad porque no tendrás ningún otro –dijo Lilith mientras parsimoniosamente se despojaba de sus ajustadas ropas.
——**
LE MOND
Madrid 6 de Junio de 2013
Altercados en el centro de la capital. Un grupo de jóvenes autodenominados “Hijos de Laila” fueron detenidos la pasada noche cuando realizaban pintadas en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús del barrio madrileño de Vallecas.
Esta última acción vandálica viene a sumarse a los constantes saqueos de más de diez cementerios en todo el estado Español.
El ministro del interior afirma que se tomarán duras medidas represivas contra los numerosos grupos de adolescentes que se denominan a sí mismos “Seguidores de Laila” o “Hijos de Laila”.
——**
NEW YORK TIMES
8 de Junio de 2013
Una nueva víctima de Laila.
A primeras horas del día, fieles de la sinagoga del barrio gótico de Barcelona descubrieron el cadáver del rabino Simón Norman.
Como la casi totalidad de los ciento cuarenta y dos cadáveres, atribuidos a Laila, este se encontraba disecado sin la más mínima traza de humores. También en esta ocasión el miembro viril del hombre aparecía inexplicablemente reseco pero erguido.
La Interpol pronostica que la conocida como Laila podría atravesar las fronteras Españolas y proseguir con su criminal actuación hasta Francia.
——**
Le Figaró
14 de Agosto de 2013
Conmoción en Lyon tras el altercado ocurrido ayer. A las diez de la noche se recibió en la gendarmería una llamada de socorro procedente de la Iglesia de Saint-Jean.
Los agentes Vincent Leclerc y Mathieu Goulet, ambos con más de diez años de experiencia en el cuerpo, acudieron al auxilio. El gendarme Goulet informó del espectáculo dantesco que se encontraron en el interior de la iglesia. Tres cadáveres se hallaban a los pies de una joven rubia completamente desnuda.
Ante la solicitud de los agentes de que dicha mujer, supuestamente la conocida como Laila, se arrojase al suelo, ella atacó al agente Leclerc.
Según el testimonio del agente Goulet, se abalanzó con una velocidad inaudita y con un rápido gesto quebró el cuello de su compañero al cual no le había dado tiempo ni de desenfundar su arma reglamentaria.
La profesionalidad de Mathieu Goulet salió a relucir en los momentos más críticos y, tras reponerse rápidamente a la muerte de su acompañante, tuvo el tino suficiente para descargar las dieciséis balas del cargador sobre el pecho de la joven.
El gendarme asegura que tras los disparos, ella se acercó a él dándole un mensaje: “Diles que no me tendrán jamás, que no podrán conmigo”.
Pese a lo increíble que pueda parecer su relato, el agente asegura que pudo ver con sus propios ojos cómo la sangre manaba mansamente de los dieciséis agujeros. La muchacha, de unos dieciocho años según el testigo, salió del templo y se perdió entre las sombras de la noche.
——**
Dos veces por semana el padre Dominique Bernier impartía catecismo en la iglesia de Saint-Patern en la pequeña ciudad de Vannes. No es que escasearan los catequistas voluntarios, pero el conocimiento de los jóvenes y su guía espiritual eran cuestiones de vital importancia para él por lo que prefería asumirlas directamente. Las clases de repaso, los juegos y adivinanzas se mezclaban con el adoctrinamiento en unas sesiones a las que no deseaba faltar ningún infante. El toque de queda decretado por el gobierno para los centros religiosos tan solo afectaba a estos en las horas nocturnas. Durante el día, todos los templos de cualquier credo Abrahámico continuaban con sus actividades cotidianas.
Desde que había regresado de sus diez años en misiones, Dominique se había volcado en los más jóvenes. Deseaba insuflar en sus almas la fe cristiana si bien no podía olvidar que era un hombre que valoraba el conocimiento académico. Por este motivo, en sus catequesis se dedicaba algo de tiempo a repasar las tareas escolares y a resolver dudas que los niños pudieran tener.
Septiembre era un mes idóneo para que el tiempo extra se dedicase por completo a juegos, canciones y entretenimientos. Con el curso recién comenzado eran escasos los deberes a realizar.
Aquel jueves, Annaïs y Edgard salieron atropelladamente de la catequesis. El niño había tenido que sufrir la humillación de ser derrotado tres veces en los juegos ideados por el sacerdote a manos de su compañera. Temperamental e inquieto, el muchacho había salido corriendo en pos de la niña para cobrar venganza. Lo más complejo de las enseñanzas del padre era la tolerancia y el compañerismo, virtudes que a tan tierna edad se olvidaban con demasiada facilidad.
—
¡Cuando te pille te vas a enterar! –gritó Edgard corriendo tras de la niña por el patio de la iglesia—. Eres una tonta.
Nada más atravesar el umbral de la gran puerta que daba a la calle, el niño logró dar alcance a Annaïs provocando su caída con una zancadilla. Ella se protegió como pudo del inminente ataque.
Un discreto automóvil se detuvo delante de los combatientes. Una estilizada joven bajó del mismo acercándose lentamente a la maraña de brazos y piernas que eran Edgard y Annaïs. Con destreza, aferró a cada niño por un brazo, forzando que se separasen de inmediato.
—
¿No sabes que no hay que pegar a las niñas? –dijo la recién llegada con voz dulce y musical.
—
Ella se ha metido conmigo. Me ha dicho que era un perdedor.
—
Sí, pero tú me dijiste fea.
—
¿Cómo os llamáis? –preguntó la muchacha rubia posando las manos sobre cada una de las testas infantiles.
—
Edgard.
—
Yo Annaïs. ¿Tú cómo te llamas?
—
Me llaman Laila –dijo la joven haciendo que afloraran los hoyuelos de su sonrisa.
—
Pero su verdadero nombre es Lilith –dijo un hombre alto y atlético posando una mano sobre el hombro de uno de los niños.
A sus treinta y cinco años el padre Bernier tenía más el aspecto de un estibador que de un párroco. Su fornido cuerpo y su cabello rapado, para disimular las entradas, le conferían un aspecto de tipo duro que tan solo se veía mitigado por unas livianas gafas de intelectual.
—
Podéis llamarme como queráis siempre y cuando no vuelvas a pegar a ninguna niña –esto último lo dijo mirando fijamente a Edgard con unos fríos ojos celestes.
—
Permita que se marchen –rogó el sacerdote con voz serena y profunda.
Lilith no separó las manos de las cabecitas mientras miraba alternativamente a uno y otro niño. Finalmente clavó una mirada divertida en los oscuros ojos de Dominique diciendo:
—
Marchaos a casa y no olvidad ser buenos como el padre os ha enseñado.
Ambos niños se giraron al unísono hacia el párroco. Él, agachándose ligeramente, expuso sus mejillas para recibir sendos besos de cada uno de ellos. Tras un gesto de la mano de Dominique los dos jovencitos se giraron tironeando de las manos de Lilith para que esta se pusiera a su altura.
La bella rubia recibió dos húmedos besos uno por cada niño, uno en cada mejilla. Aquella acción la turbó profundamente.
—
Tras la catequesis suelo preparar café, ¿desea tomar una taza? –preguntó el padre Bernier flemáticamente.
La joven dejó de seguir el infantil caminar con la mirada para fijar esta en el presbítero. Alzó una ceja ampliando su sonrisa como toda respuesta. Dominique introdujo las manos en los bolsillos de su tejano encaminándose al interior de la casa parroquial.
—
Me sorprende la calma que manifiesta.
—
Bueno, soy un hombre de fe pero también me hago mis preguntas, también dudo y por supuesto también temo. Su presencia aquí puede considerarse una maldición o por el contrario, la fuente del conocimiento ancestral.
—
Y claro está, pretende que estemos aquí de tertulia sometiéndome a su interrogatorio –Laila cada vez se encontraba más interesada por aquel tipo que parecía tener un humor peculiar.
—
Entiéndame. Si apareciera Napoleón Bonaparte por esa puerta no estaría más conmocionado de lo que lo estoy ahora. No me gustaría ser descortés incomodándola con mis preguntas pero soy humano y tengo inquietudes –ante el silbido de la cafetera, el padre se dirigió al aparador del cual extrajo dos tazas de fina porcelana— ¿Lo toma solo?
—
Sabe, es usted divertido –dijo la joven encogiéndose de hombros ante la pregunta del párroco—. Espero que no me haga convertir el agua en vino o algo por el estilo.
—
Descuide. Si en algún momento la incomodo no tiene más que decírmelo –el hombre tomó asiento en una butaca frente a la joven—. Por cierto, existe la creencia de que tan solo sale usted por la noche, de ahí lo de Laila.
—
Absurdeces –dijo la chica quitando importancia al asunto con un gesto de su mano.
Dominique Bernier se encontraba verdaderamente turbado por la presencia de aquella mujer. Sabía lo que le aguardaba dentro de poco, pero no tenía miedo. Había vivido intensamente hasta aquel día haciendo lo que deseaba. Ahora tenía la oportunidad de reafirmar su fe y de dar respuesta a miles de preguntas que habían rondado por su cabeza poniendo en duda sus convicciones.
El ocaso se adivinaba hacia la boca del estuario mientras Lilith y Dominique conversaban degustando una copa de Cognac. En más de una ocasión el cura había incitado las carcajadas de la joven con sus curiosidades. Aquel tipo tranquilo y educado hacía que Laila, por primera vez desde que regresara, se sintiera bien.
—
¿Le puedo preguntar qué persigue con todo esto? –interrogó cautelosamente el padre Bernier.
—
Restitución, venganza. Algo me impele a poner patas arriba este mundo.
—
¿Con muerte y sufrimiento? Quienes le hicieron daño, quienes la ultrajaron ya no están aquí. Está en su mano dar a los humanos el rumbo que desee.
—
¡Dominique, sobre ti pondré la piedra sobre la que erigiré mi iglesia! ¿Pretende que inicie una revolución mesiánica? ¿Quiere ser el patriarca de mi culto? Solo con libertad se consigue la plenitud. Los credos son yugos para esclavizar y subyugar a los individuos.
—
No todo el mundo tiene la fortaleza para afrontar una vida sin guía, sin ayuda.
—
¿Sin guía?, ¿qué rumbo hay que tomar?, ¿a qué puerto hay que arribar? Es más sencillo que todo eso. Simplemente se trata de que nadie me vuelva a obligar a yacer debajo de un hombre. No soy una deidad, tan solo soy una mujer, la primera entre las primeras pero tan humana como usted.
—
Imagino que las religiones son las que menos han hecho por subsanar ese error original. ¿No sería mejor crear que destruir? ¿Convencer que imponer? Me ha contado los terribles sufrimientos a los que le sometieron. ¿Realmente ese es el camino?
—
Está en lo cierto, padre. Las religiones del Libro son las que más han ahondado en la herida. No pierda el tiempo esperando indulgencia de mi parte. Era usted más simpático cuando no pretendía evangelizarme con sus ideas del perdón.
—
¿Puedo hacerle una última pregunta? –inquirió tímidamente Dominique— ¿Cómo es?
—
¿Morir?, lo ignoro. Jamás he muerto. Tendrá que contármelo usted cuando se halle frente a Él.
—
No me refería a eso…
—
¿No? ¿Y qué es lo que desea saber?
El padre Bernier enrojeció visiblemente. No era fácil hablar con una hermosa joven de aquella cuestión. Tomando valor y haciendo gala de su flema, expuso:
—
Hace veinte años entré en el seminario. Tuve clara mi vocación de servicio desde muy joven. Desde aquel día he observado rigurosamente el celibato. Por tanto, ignoro lo relativo al amor carnal entre hombre y mujer.
—
¿Quiere saber cómo es copular? –rio musicalmente Lilith.
—
Quiero saber cómo es hacer el amor. He sufrido muchas tentaciones en estos años y creo que ha llegado el momento de sucumbir.
—
Desconozco a qué se refiere con hacer el amor. Tan solo me interesa su esencia. No vamos a ponernos sentimentales a estas alturas, ¿no?
—
Pensé… bueno, yo creí… que… tal vez…
Lilith resopló sonoramente. Aquel hombre era un caso perdido. Estaba a punto de morir y a él le daba por tomar café y cognac. Ahora le salía con lo de hacer el amor. Aunque era desquiciante, debía reconocer que se estaba divirtiendo como no lo hacía desde mucho tiempo atrás.
—
¿Me está pidiendo, padre, que le haga el amor? –la idea resultaba cómica para la joven. Precisamente ella desconocía cuanto se debía saber sobre el amor. Un suave cosquilleo se inició en su estómago.
—
Bueno, va a tomar mi vida de un modo u otro. Tal vez no tenga derecho a pedir algo así, pero mi ansia de conocimiento no tiene límites.
La joven se puso de pie. No sabía si deshacerse de aquel tipo de un modo expeditivo o por el contrario continuar con aquel juego a ver dónde les llevaba. Su lozano cuerpo tomó la decisión por ella. Saciado de esencia vital, no requería inmediatamente de alimento. La plenitud de la muchacha se irradiaba por cada poro de su piel. Por el contrario, todo aquello del amor la desconcertaba. Tan neófita en aquellas lides como el religioso no pensaba que la cosa fuera a pasar de una simple cópula como en tantas otras ocasiones.
—
De acuerdo –dijo ella alargando su mano hacia el ruborizado sacerdote.
Con mano trémula, asió la de la joven tirando con delicadeza de ella hacia el dormitorio. Una encarnizada batalla debía de estar transcurriendo en sus tripas a tenor de los cosquilleos y mordiscos que sentía. Al menos los nervios que le embargaban no se habían manifestado en transpiraciones indeseables.
Cuando entraron en el espartano dormitorio ambos se miraron expectantes. Ella lucía una sonrisa ladina que hacía aflorar tan solo uno de sus hoyuelos. Él jugueteaba con los dedos de sus manos sin saber bien cómo comenzar. Tímidamente, el padre alargó una de sus manos rozando levemente el rostro de Lilith. Las yemas contornearon las finas cejas. Descendieron por la naricilla hasta rozar el labio superior. Con deliberada lentitud delinearon la entreabierta boca. Continuaron por el mentón, la mandíbula, las orejas, para finalmente regresar a la suave piel de los labios.
La boca de Lilith se abrió de manera autómata, apresando entre sus marfileños dientes el inquieto apéndice. Succionó la punta de aquel dedo que había despertado reacciones tan desconcertantes.
Dominique, a las puertas de la muerte, no podía engañarse a sí mismo. Había deseado que aquel momento llegase durante muchos años. Era un pecado, lo sabía, pero era la única debilidad que había tenido durante su magisterio.
Llevó su mano libre a la cintura de la mujer, atrayéndola hacia sí. Escalofríos recorrieron su espalda cuando aquel cálido cuerpo se apretó contra el suyo. Deseaba con toda su alma probar aquellos labios, saborear aquella boca. Retiró el humedecido dedo de la cálida cavidad que lo acogía. Utilizó la mano recién liberada para imitar a su compañera entrelazando los dedos en el delgado talle de la joven.
Las miradas se dijeron todo cuanto había que saber. Él había iniciado un camino y deseaba llegar a la meta. Ella seguía considerando todo aquello como un juego divertido y a su partenaire como un desconcertante personaje. Ni siquiera había utilizado sus artes de seducción para incrementar la libido de Dominique.
Los labios de él se acercaron a la boca femenina. El beso fue breve pero con la humedad suficiente para abrir el apetito de ambos por una segunda ración. De nuevo se encontraron las bocas. Ella apresó entre sus dientes el labio inferior del hombre. Succionó ligeramente provocando el enardecimiento del párroco. No tardaron las lenguas en buscar protagonismo en aquella fusión de bocas. Brusca e impetuosa la de él, juguetona y sutil la de ella. Saborearon las mieles de un beso largo, cálido y profundo.
El sacerdote Bernier se separó recuperando el aliento. Nunca había experimentado sensaciones tan desconcertantes. Su cuerpo bullía de emoción y de anticipación. Quería saberlo todo, experimentarlo todo, disfrutarlo todo.
Una luz se hizo en la abotargada mente del religioso. Ella tampoco conoce qué es el verdadero amor. Aunque su mirada intente engañarme, su pecho ascendiendo y descendiendo en apresurada carrera, su respiración jadeante, no me engañan. Ella lo desea tanto como yo. En el fondo tan solo es una niña herida.
Dominique se dedicó a besar todo el ovalado rostro. Con la punta de su lengua delimitó las cejas. Posó sus labios sobre los cerrados párpados. Lamió y mordisqueó las orejas y los lóbulos. Ella, que había imitado a Bernier, se aferraba con ambas manos a la cintura masculina.
—
¿Me permite? –solicitó el hombre al separarse de ella, mientras asía los bajos del suéter granate de la joven.
Un asentimiento con la cabeza hizo que se alterase visiblemente el pulso cardíaco del presbítero. Una emoción incontenible atenazó su pecho cuando comenzó a vislumbrar la blanca piel del vientre. La respiración le faltó cuando dos pechos perfectos, enfundados en un delicado sujetador rojo, aparecieron frente a él. Ella Colaboró facilitando que el suéter pasara por sus brazos y su cabeza.
—
Creo que ahora es su turno, padre.
El hombre desabrochó uno a uno los botones de su camisa de cuadros. Un Pecho ligeramente musculado cubierto por una fina capa de vello fue apareciendo a la burlesca mirada de la joven. A este siguió un abdomen firme aunque sin músculos excesivamente marcados.
Ambos se miraron interrogativamente. Tras unos instantes de vacilación, ella prosiguió despojándose de sus pantalones. Unas escuetas braguitas a juego con el sujetador cubrían su sexo permitiendo al hombre la plena visión de sus largas y torneadas piernas. Él no se hizo de rogar. Deslizó sus pantalones tejanos muslos abajo hasta extraerlos por completo.
Una coquetería que nunca antes había sentido se instaló en el ánimo de Lilith. Con un cadencioso movimiento de caderas hizo que los tirantes del sostén se deslizaran brazos abajo mientras con un brazo mantenía los senos ocultos por las cazoletas. De repente se giró dando la espalda al párroco. Nada tenía que temer ella, la Primera, en dar la espalda a un insignificante hombrecillo. Arrojó el sujetador por encima de su hombro sin permitir todavía la visión de sus pechos.
El movimiento de caderas se acentuó cuando el elástico de las braguitas comenzó a descender arrastrando tras de sí el encaje. El hombre pudo admirar el reverso de la mujer a placer. Una espalda sin mácula, una cintura estrecha se abría a un precioso trasero de ligera forma de pera que se iba acentuando a medida que ella inclinaba la espalda para ayudar a la prenda íntima a bajar por completo.
Verdaderamente, Dios debía haber puesto todo su amor en la creación de aquella primera mujer. Jamás habían visto sus ojos nada tan bello. La imagen de la parte frontal del cuerpo de Lilith dejó sin aliento al aturdido sacerdote. Un cuello delicado, unos pechos plenos, erguidos, de rosadas areolas. Un vientre liso que finalizaba en un pequeño bosquecillo de rubios rizos. Entre estos, la hendidura vertical se entreabría incitadora.
—
Creo que ahora le toca a usted –La joven había dejado pasar algunos segundos, observando divertida la atónita cara de su partenaire al tiempo que continuaba con el sutil movimiento de caderas.
Ante la inmovilidad del hombre, Laila tomó la iniciativa engarfiando sus dedos en el elástico del bóxer bajo el cual se adivinaba una erección nada desdeñable. El pétreo miembro brincó juguetón nada más ser liberado de la presión de la prenda. La joven se humedeció un dedo rozando levemente con este el inflamado glande del hombre. El apéndice se deslizó acariciando la corona del prepucio. Cuando rodeándolo llegó al frenillo, un espasmo recorrió el cuerpo del sacerdote.
Las manos de Dominique se cerraron haciendo fuerza para retardar lo inevitable. Su vientre se crispó cuando la húmeda lengua de Lilith sustituyó a su dedo. Suaves golpecitos del cálido apéndice enardecieron el sensible ánimo del hombre que hacía cuantos esfuerzos podía por no eyacular. Los labios saborearon la purpúrea cabeza, succionaron delicadamente la sensible piel mientras la lengua degustaba con deleite toda la carne que se encontraba a su alcance.
El padre Bernier se encontraba al borde del colapso. De nuevo una idea brotó con entidad propia. Se le había enseñado desde joven las bienaventuranzas del amor al prójimo, del compartir los dones que se nos otorgan. Con esa idea en su mente retiró delicadamente la cabeza de Lilith al tiempo que se arrodillaba frente a ella.
—
¿No le gusta, padre, o tal vez tiene miedo de que todo termine demasiado pronto?
—
Algo como lo que acabo de recibir debe ser compartido. Tal vez no posea la destreza de su lengua, puede ser que sea un neófito en las lides del amor pero desearía poder compartir con usted este don –el padre aferraba por los hombros a la mujer mirándola con ojos febriles.
Un agradable cosquilleo recorrió el vientre femenino emocionándola ligeramente. Aquel hombre era impredecible. Estaba a punto de morir y deseaba darle placer a ella. Con renuencia, la joven cedió al empuje del párroco tendiéndose de espaldas. Si él hubiera osado tomarla, situándose encima de ella, todo habría terminado rápidamente.
Dominique se tendió junto a la muchacha comenzando a besar todo su rostro. Recorrió los caminos anteriormente trazados. Tras saborear los jugosos labios y la cálida lengua, descendió besando con fruición el delicado mentón.
Inhaló el perfume de su cuello cubriendo cada milímetro de piel de lentos e intensos besos. Incrustó el rostro en el valle de los tersos senos. Lamió el estrecho canal que el opulento busto dibujaba. Aquella piel emanaba algún tipo de sustancia que generaba una fuerte adicción en Dominique.
Escaló con ligeros mordiscos las trémulas lomas hasta alcanzar su cúspide. Irguiéndose, los pezones celebraron la llegada de su boca. El hombre se emocionó cuando sintió entre sus labios cómo se erizaban las areolas haciendo más prominentes los pequeños pitones.
Un suspiro continuado brotó de las profundidades del inconsciente de Lilith. Abandonarse de aquel modo la intranquilizaba si bien merecía la pena algo de dejadez a cambio de aquellas sensaciones. Dominique se atareó con insistencia en las enrojecidas guindas que coronaban aquellos deliciosos pasteles. Succionó, lamió, besó y tironeó. Todas las atenciones que iniciaba pronto se quedaban escasas a tenor de los jadeos de la muchacha. Enardecido, buscaba incrementar el placer de la chica fuera como fuese.
Su cuerpo, más sabio que él mismo en estas lides, tomó la iniciativa buscando la cálida gruta de la mujer. Penetró la hendidura encontrando un agradable calor que le incitaba a fusionar sus dedos con aquella húmeda vulva. La intuición de la pasión guió al párroco en sus acciones. Mientras besaba y lamía aquellos turgentes pechos que tanto le atraían, acarició el interior de los labios mayores acercando progresivamente sus caricias a los más pequeños que circundaban la puerta del paraíso.
Lilith, henchida de deseo, dirigió con su mano la del hombre hacia su clítoris. Él no tardó en comprender el juego. Inmediatamente, comenzó a acariciar sutilmente la endurecida perla.
Los gemidos de la joven incrementaron su intensidad a medida que su sensibilidad era delicadamente acariciada. Repentinamente, la espalda de Laila se arqueó y de su garganta brotó un intenso alarido. Dominique se emocionó hasta las lágrimas viendo de lo que había sido capaz tan solo con sus dedos y su boca. Los dedos femeninos se clavaron en el rasurado pelo hendiendo el cuero cabelludo con las afiladas uñas. Los muslos se apretaron atenazando en una deliciosa presa la mano del padre Bernier. Una cálida melaza empapó los dedos del hombre que se detuvo de inmediato ante la indicación de la muchacha.
Lilith, tumbada sobre el suelo, respiraba dificultosamente con los párpados serenamente entornados. Dominique observó aquel rostro de mejillas arreboladas, de labios entreabiertos y de mirada perdida. Un intenso sentimiento emergió de lo más profundo de su ser.
El sacerdote se tendió junto a la bella mujer. Acariciaba su rostro mientras la contemplaba con adoración. Ella, completamente relajada, reposaba su cabeza sobre el hombro masculino. Al cabo de unos segundos, los muslos femeninos se entreabrieron incitadores.
—
Tómeme, padre –dijo con voz queda mientras tomaba entre las suyas la mano del hombre besándola cariñosamente—. Tómeme, porque si recupero la cordura jamás seré su súcubo.
La joven había regresado para cobrar venganza. Acabar debajo de un sacerdote consagrado al Libro era lo último en lo que hubiera pensado. Dominique no pensó ni por un instante en el peligro que corría. Exaltado como estaba se colocó entre las piernas de la mujer. Volvió a la boca de enrojecidos labios. Aquella calidez y sedosidad era lo más adictivo que hubiera conocido nunca.
Mientras las bocas se mordían y se paladeaban, Lilith guió la endurecida vara hacia el interior de su gruta. Un millar de sensaciones invadieron a ambos cuando las cálidas paredes se fueron distendiendo para albergar en su seno al recién llegado. La sutil presión y la templada humedad abrumáron de emociones a Dominique. Laila sentía el agradable peso del hombre sobre su torso mientras sus piernas se enlazaban en torno a las caderas masculinas.
Las lenguas danzaban armoniosamente dentro de las abrasadoras bocas. Las intimidades se rozaban con movimientos lentos, cadenciosos. El hombre tenía la sana intención de prolongar aquel lujurioso instante a perpetuidad. Un cosquilleo en su perineo le advirtió inequívocamente de que sus deseos no serían cumplidos. Cuando el primer trallazo de esencia fue expulsado, un rápido escalofrío recorrió la espalda de Dominique. Ella, mordiendo con fiereza el labio inferior de él, se deshizo en un orgasmo brutal.
El padre podía saborear su propia sangre en la boca y la lengua de Laila pero todo daba igual. Espasmos recorrían todo su cuerpo a cada descarga de esencia en las entrañas femeninas.
Un sutil mareo se hizo presa del hombre. Sus piernas comenzaron a temblar espasmódicamente. Jamás hubiera pensado el padre Dominique Bernier que algo tan sublime pudiera existir. Pronto sus brazos ya no le sostuvieron. Cayó sobre el torso femenino mientras su virilidad seguía descargando borbotón tras borbotón de densa vitalidad.
Su paladar se resecó haciendo que sintiera la lengua hinchada y abotargada. Sus entrañas hervían con fuego candente mientras por su espalda un sudor gélido empapaba todo su dorso.
Respirar comenzó a ser imposible. Cada bocanada de aire no pasaba más allá de sus fosas nasales. Los pulmones comenzaron a arder con las llamas del infierno. Con las últimas fuerzas que le quedaban se aferró al delgado cuerpo de su verdugo buscando ciegamente su boca con la suya. Ambos se degustaron ávidamente por última vez. Poco a poco, la presión sobre los labios femeninos fue disminuyendo hasta que tan solo una ligera carcasa reposó sobre el desnudo cuerpo de Lilith.
Con delicadeza, giró el inerme cuerpo hasta tumbarlo boca arriba. Sintió en su propio cuerpo el cariño y pasión que destilaba el hombre hacia ella misma. Su corazón se encogió ante la bondad y ternura de aquel tontorrón. Estaba acostumbrada a absorber fuertes emociones: sentimientos de inferioridad, de ira, de envidia. Aquella serena madurez, que ahora se alojaba en su interior, la turbó profundamente. Dos gruesas y cálidas lágrimas brotaron de sus grandes ojos.
Con paso inestable se alzó dispuesta a abandonar aquel lugar para siempre. No se encontraba nada bien. A medida que iba estando más fuerte, la absorción de energía era cada vez más sencilla. En aquel momento sentía ganas de introducirse bajo una acogedora cobija y llorar amargamente.
Tuvo que apoyarse en el dintel de la puerta para observar a Dominique por última vez. Sus piernas se negaban a sostenerla. Con una súbita reacción se postró delante del exánime cuerpo. Con su boca buscó los acartonados labios del sacerdote. Besó tiernamente, con devoción. Se juntaron las bocas en un beso que no dejaba resquicio alguno entre ambas.
Dominique sintió que aquella experiencia había sido el acto más maravilloso de su vida. Aquel nivel de entrega era algo desconocido hasta aquel día. Tras el brutal orgasmo sintió paulatinamente cómo las energías retornaban a su exhausto cuerpo. Abrió lentamente los ojos. Su ropa continuaba tirada de cualquier manera sobre el suelo de la alcoba. Su cuerpo permanecía impúdicamente desnudo.
—
¿Lilith? –preguntó con voz rasposa por la sequedad de la boca.
Apresuradamente recorrió toda la casa en busca de la joven. No había rastro alguno de ella. Se había marchado. Un hondo pesar se alojó en el corazón de Dominique. Le habían enseñado el paraíso para arrebatárselo de inmediato.
Tardó algunos minutos en superar el trauma de la pérdida de la joven. Una nueva idea se abrió paso en su mente. Había sobrevivido a Lilith aunque para perderla.
——**
La frente perlada de sudor y las mandíbulas tensas al borde de quebrar los dientes reflejaban claramente el estado de ánimo de la mujer. Una nueva descarga recorrió su espalda haciendo que se tensara como un arco. Los jadeos llenaban por completo la reducida cabaña de montaña.
La transpiración fluía por el profundo canal entre sus hinchados pechos. Alegría y miedo se mezclaban en su atormentado corazón. Su vagina, expectante, palpitaba como si tuviera vida propia.
Un cálido líquido descendió entre sus muslos. Había intentado dominar su vejiga pero esta, finalmente, se había negado a cumplir sus instrucciones. Una nueva palpitación de sus entrañas y la vulva se expandió más aún. Los labios menores se encontraban al borde del colapso mientras el orificio no cesaba de ampliar su diámetro.
Un nuevo empujón de sus riñones con resultados inocuos. Antes de que le diera tiempo a recuperarse del último estremecimiento, una nueva oleada de energía quiso brotar de su interior. Esta vez no fue pasajero. El empuje continuó incrementando su intensidad. Lilith pensó que se le desgarraban las entrañas pero el dolor no cesó, muy al contrario, siguió aumentando. Cuando pensó que se desmayaría, su vagina comenzó a arder como si se estuviera consumiendo desde dentro.
Un alarido rasgó la garganta de la joven. Su intimidad incandescente la consumía en atroces dolores. Repentinamente, todo cesó. Tomó con delicadeza la cabeza del bebé entre sus manos y volvió a empujar con fuerza. El pequeño cuerpo no tardó en emerger con mucho menos sufrimiento de lo que había costado la pequeña testa.
El bebé no tardó en comenzar a llorar mientras la placenta era expulsada por su madre. Aún con el nexo de unión intacto, Lilith acunó a su hijo contra su pecho rompiendo en lágrimas de felicidad. La pequeña boca buscó inmediatamente el expuesto pezón succionando de este el dulce alimento de los pechos maternos.
Tres luces iluminaron la pequeña casita de madera. Los focos verticales se fueron definiendo en la figura de tres blancos individuos. Ante la asustada mirada de la joven se materializaron tres ángeles empuñando sendas espadas.
—
¡Jamás!, ¡esta vez no!, ¡no me la arrebatareis!
——**
El padre Bernier leía plácidamente sentado en un sillón de la casa parroquial. A principios de Junio, con las comuniones finalizadas y sin ninguna boda a la vista, las tardes leyendo al fresco abrigo de la calurosa primavera eran el mejor entretenimiento que podía disfrutar.
Se alzó perezosamente ante el tintinear de la campanilla de la puerta. Cuando abrió, no fue hasta bajar la vista que vio a su visitante. Un cesto con un bebé, envuelto en puntillas rosas, aguardaba a los pies de la sacristía. Una verdad golpeó como un mazo en su corazón: conocía quiénes eran los padres de aquella niña. También sabía a la perfección cuál era la misión que debía desempeñar.
Fin