Ganas y lujuria dulcificada
Prosa poética y poesía erótica.
Ganas
Gigantescas ganas me dan de darte un largo e intenso morreo. Un morreo extenso y potente. Un prolongado y enérgico morreo. Y al final un soñoliento morreo. Pausado, amodorrado. Un aletargado morreo. No sólo en la boca, sino también en tus mejillas, en tu cuello, en tus pechos, en tus hombros, en tu espalda, en tu vientre, en tus muslos, en tus glúteos. En tu zona más íntima y personal también, hasta que llegues a agarrarte una de tus piernas con tus brazos, juntando tu boca a tu rodilla y cerrando los ojos, alejando con todas las fuerzas de tus pies la distancia que existe entre sus dedos, agradables al tacto como piedras semipreciosas y del tamaño de uvas negras y blancas para vino de botella.
Tus pies, limpios como una sartén de teflón esmaltado sin usar –y perfectos como para meterles una violeta africana en cada surco–, son ideales para ir consumiendo oralmente sus dedos uno por uno, lamer sus plantas o acariciárselas con la misma amenidad con que lo hacen las sábanas durante los días gélidos al dormirte cristalizada, como más lo prefieran ellos. Besarle los tobillos ascendiendo o descendiendo por tus pantorrillas y alternándolas. Tus piernas, limpias como un vestido de seda que nunca salió del maniquí, son ideales para acariciar con mis dedos la parte de atrás de tus rodillas, lamerlas, besarlas, y seguir ascendiendo. Con tu piel más erizada de lo normal, quiero agudizarte lo más entrañable que tenga que ver con tu tacto.
Lujuria dulcificada
Hagámosle honor a esta lujuria dulcificada
como la leche merengada.
Hagámosle honor
al coito del bueno y del mejor –cien por ciento consentido–,
que tu boca está para la gula,
tus pechos están para la gula,
tus muslos están para la gula,
tus glúteos están para la gula,
tu manzana de Eva está para la gula,
y la vacuidad
tiene menos presencia
que granizo en el desierto.
La vaciedad
tiene menos presencia
que glaciar en una selva.
La insignificancia
tiene menos presencia
que nieve en un humedal.
La marginalidad emocional
tiene menos presencia
que niebla en un arrecife.
Ardiente yo,
siendo tú el motivo,
y ardiente tú,
siendo yo el motivo,
afirmándolo y reafirmándolo
con nuestras miradas,
con el sonido de nuestras voces –la tuya es melódica–
y con la cercanía de nuestros cuerpos.
El amor debería ser siempre –o casi siempre–
el ícono de la sexualidad humana,
un atributo común
entre la fusión de dos cuerpos
decididos a sexualizarse mutuamente.