Gañanes y policias

Los cuatro mozos restantes, de pié a su alrededor, se pajeaban al unísono, mientras alargaban sus manos libres hacia Ramiro para trabajarle los duros pezones, acariciar su cuerpo, o introducir sus dedos en la ansiosa boca del policía mientras sus lenguas, llenas de lujuria y de deseo, relamían sus labios húmedos de saliva

La feria de ganado anual estaba en todo su apogeo. Eran las doce del mediodía, el sol caía de lleno sobre las calles y plazas de Molinos. Una multitud de visitantes invadía toda la feria, se dispersaba por las diversas zonas del extrarradio de la ciudad y llenaba a rebosar las calles y plazas donde estaban instalados los tenderetes de quesos, embutidos artesanales, miel y arropes, condimentos de cocina, hierbas aromáticas y medicinales… Los diversos artesanos, se distribuían por las calles cercanas a la Plaza Mayor. Hojalateros, ferreterías, cerámicas y loza, cazuelas, ollas y huchas de barro, las inevitables prendas de lana andina, bisutería de la India, Marruecos y países latinoamericanos…

Ramiro, embutido en su uniforme de policía urbana que, en este día de sol, lo ahogaba de calor, las altas botas de motorista enfundándole sus pies y pantorrillas  y el casco aún encajado en la cabeza, observaba la multitud, de pie al lado de su moto, aparcada en una esquina. Su 1’90 de altura y su fuerte envergadura de macho, le hacían blanco de las miradas de los paseantes, hombres y mujeres. Unos metros más allá, su compañero de patrulla, también un perfecto ejemplar de macho y de semental, parecía resistir mejor el calor bochornoso del mediodía, a tenor de las sonrisas que dirigía a los transeúntes.

A través de sus Ray Ban oscuras, el panorama que tenia delante de sus ojos, no podía serle más excitante. La zona de exposición de ganado y caballos, atraía todo tipo de hombres, ganaderos los más, endomingados y con sus mejores trajes, normalmente de dos tallas menos de las que les correspondían,  pero también perfectos ejemplares de macho rural, enfundados en sus tejanos ajustados que les marcaban la magnifica entrepierna, calzando sus botas tejanas, o con sus monos azules de trabajo, abierta la cremallera hasta mitad del pecho y con botas de goma, sucias y manchadas de estiércol. El sudor hacia brillar sus rostros y sus pechos peludos y hacia aun más excitante para Ramiro la visión de esos cuerpos jóvenes y llenos de vida y de sexo

Entre estos, los tíos encargados  de cuidar las bestias, charlando entre ellos en grupos, sentados en las cercas o apoyados en ellas con sus robustas piernas cruzadas al desgaire,  eran los tenían a Ramiro más caliente y enviciado.

Había sorprendido ya más de una mirada dirigida hacia él o, mejor dicho, hacia el enorme bulto de su entrepierna, que la calentura que sufría desde hacia ya rato, ponía en evidencia.

Estaba claro que su presencia, plantado en la esquina, con las piernas medio abiertas, el uniforme y el casco, había endurecido también a más de una polla entre los jóvenes guardas del ganado, a tenor de las veces que sus manos iban a manosear su bragueta o se introducían por la abertura de la cremallera para recolocarse polla y cojones.

También veía los juegos,  las miradas y las sonrisas que, entre ellos cruzaban, y que ponían a Ramiro de malhumor, obligado como estaba a permanecer allí, inmóvil hasta las tres, hora en que acababa su turno. La imaginación de Ramiro, obligado como estaba por el reglamento, a permanecer quieto en su puesto, cabalgaba desbordada sin que su apariencia externa lo delatase.

Se veía dentro del cercado donde se exponían los caballos de tiro, recios animales fuertes y poderosos, llenos de vigor y de sensualidad, con sus pieles brillantes por el sudor. Y entre ellos, y tan desnudos como las bestias, estaban sus cuidadores,  ocho chulazos altos y fornidos, de piel curtida y tostada por el sol, sus piernas embutidas en botas de goma verde, sucias de paja y estiércol de caballo y brazos fuertes y musculosos. Sus hermosas pollas y cojones se balanceaban entre espesas matas de vello oscuro. Gruesos goterones de sudor les caían a lo largo de su rostro y espaldas perdiéndose en la raja de sus glúteos.

Excitados y calientes, jugaban entre ellos como niños grandotes, agarrándose de la cintura y del pecho, y dejando que sus manos escaparan de vez en cuando hacia sus pollas, ya duras, y sus cojones. Algunas bocas ansiosas habían encontrado respuesta en otras bocas tan sedientas de besos y de lenguas como ellas y se unían en sensuales abrazos mientras los sexos, endurecidos por la excitación y el deseo, se refregaban con lujuria en apretados abrazos.

En su viciosa fantasía, Ramiro con sus altas botas, la gorra de cuero calada y una fusta en sus manos enguantadas paseaba entre ellos incitándoles con voz ronca por el deseo a que se excitaran aun más los unos a los otros:

-. ¡Así, así, perro cabrón! ¡Cógele la polla! ¡Apriétale esos cojones duros de semental! ¡Dale un buen masaje, que luego te va a llenar la boca de su jodida leche! ¡Y tu, cerdo! ¡¡Te quiero ver de rodillas, comiéndole el ojete a ese cabronazo!!  ¿Qué haces, puto esclavo que no le mamas ese cacho de polla a tu amo? ¡¡Quiero ver como te la hunde en la boca hasta los huevos!!

Así, como un atento vigilante, Ramiro ordenaba, cambiaba las parejas, reunía o separaba a los machos, siempre atento a que la orgia de sexo y vicio, no decayese en intensidad.

El olor a sudor, a estiércol, paja y caballo se mezclaba ya con las primeras explosiones de lefa, que caían sobre los cuerpos y las botas de los mozos y eran lamidas con fruición por sus golosas lenguas.  Las enculadas de dos parejas, hacían retemblar la empalizada. Los otros, en el suelo, medio ocultos  por la paja, se entregaban al juego de mamársela mutuamente sin prestar atención a lo que sucedía alrededor, con sus bocas rebosantes de saliva, en un continuo y frenético bombear.

Ramiro, totalmente vestido, sufría una excitación salvaje y su polla y sus cojones, oprimidos por el ceñido pantalón, reclamaban la libertad y su ración de vicio. Su mano izquierda, enguantada,  masajeaba el enorme bulto de su entrepierna, mientras la derecha, con la fusta, iba soltando azotes en las nalgas a los mamadores y folladores que bajaban el ritmo.

Finalmente, plantado en mitad del cercado, alzó la voz:

-. ¡¡Perros cabrones!! ¡¡Hijos de puta!!  Ya habéis tenido bastante para vosotros, por hoy! ¡¡Aquí está el amo!! Ahora vais a dedicaros a darle placer a él ¡¡Y mucho!!

Sudorosos, sucios de paja y con rastros de leche en sus cuerpos y bocas, los mozos se fueron acercando a Ramiro. Sus miradas viciosas y llenas de deseo, parecía que manoseaban el cuerpo del policía antes de que lo hiciesen sus manos. Sus lenguas se movían con lujuria entre sus carnosos labios.

Sin decir palabra, con solo un gesto de la fusta, Ramiro señaló a un morenazo de boca sensual que babeaba de deseo con la mirada fija en el bulto de su entrepierna, el camino de su bragueta. El mozo, sin esperar un segundo, se arrodilló frente a el, abrió con mano firme la cremallera y, no sin alguna dificultad, sacó fuera la hermosa tranca de Ramiro. Al momento, la tenía hundida en su boca e iniciaba la tarea de mamarsela con entusiasmo y esmero. Su boca bombeaba a ritmo, introduciéndose la enorme verga de su amo hasta el fondo de su garganta. La saliva chorreaba por las comisuras de sus labios y mientras, sus dedos acariciaban, masajeaban, apretaban los dos bamboleantes y duros cojones.

Con un signo de su dedo índice, Ramiro hizo comprender a otros dos perrazos rubios, que debían aplicarse a lamer sus botas. Inmediatamente se tumbaron en el suelo, entre el estiércol, y sus bocas y sus lenguas se aplicaron a lamer el cuero negro de las botas altas de Ramiro. Pronto, la saliva de ambos esclavos resbalaba por la alta caña de las botas de motorista del policía, que para estimular su entusiasmo, no paraba de masticar los insultos más bajos:

-. ¡¡Así me gusta, esclavos de mierda!! ¡Lamed, mamad! ¡Eso es para lo que servís a vuestro amo, hijos de puta! ¡¡Escoria de perros!!

Y acompañaba estos insultos con fuertes azotes en sus nalgas, que enrojecían cada vez más.

Su mirada se dirigió a un cuarto mozo, que contemplaba con cara de viciosa envidia el trabajo de sus tres compañeros:

-. ¡¡Aquí detrás, hijo de puta!! ¡¡Tengo un ojete caliente que está necesitando que un perro de mierda como tú, se lo coma y me lo deje a punto!! ¡Ya puedes empezar, cabrón!

Sin chistar pero dejando traslucir le entusiasmo en su rostro, el tío se plantó de rodillas  a su espalda. Sus manos abrazaron la cintura de Ramiro y deshicieron el cinturón y el botón de la trincha del pantalón de piel negra.

Con ambas manos, lo hizo caer hasta las rodillas de Ramiro y empezó a acariciarle las redondas y prietas nalgas. Notaba como estas se endurecían y relajaban por la excitación y decidió no retrasar más el placer de la lamida.

Entreabrió con ambas manos las nalgas de Ramiro y apareció el magnifico y rosado botón de su ojete.

De un golpe, enterró su rostro en él para aspirar su aroma a jugo de macho en celo. Y no esperó mucho para meter su lengua en el esfínter.

-. ¡¡Mmmmmm, cabrón, cabrón de mierda. Que gusto me estás dando!! Gimió Ramiro entre dientes.

La mamada que le estaba proporcionando el cachas morenazo y la comida de ojete, le hacían ver que no podría resistir mucho tiempo sin correrse.

Los cuatro mozos restantes, de pié a su alrededor, se pajeaban al unísono, mientras alargaban sus manos libres hacia Ramiro para trabajarle los duros pezones, acariciar su cuerpo, o introducir sus dedos en la ansiosa boca del policía mientras sus lenguas, llenas de lujuria y de deseo, relamían sus labios húmedos de saliva…

-. Disculpe ¿me podría indicar donde está la zona de maquinaria agrícola?

La voz de un transeúnte le devolvió al mundo real, arrancándolo de su excitante fantasía.

¡¡Hijo de puta de mierda!!  Le lanzó una mirada de cabreo por la interrupción, que el hombre ni siquiera captó. Le indicó el camino rápidamente son la intención de volver a sumergirse en su agradable y vicioso sueño.

Echo una ojeada a su alrededor. Cada vez había menos paseantes, señal de que era hora de comer y todos empezaban a desfilar hacia sus casas o hacia los restaurantes cercanos.

Miró su reloj, vio que le faltaba solo media hora de turno y se dispuso a iniciar su última ronda antes de largarse también a comer a su casa.

Indico a su compañero que se acercaría a los corrales del ganado. El otro policía asintió con la cabeza y Ramiro, con paso lento, se dirigió hacia allí.

Solo unos cuantos mozos quedaban de guardia en el cercado, y lo miraron de reojo cuando pasó por su lado. Según le pareció a Ramiro, con una media sonrisa en sus labios.

Se dirigió al callejón de los cobertizos. El olor a estiércol excitaba su olfato y pensando en los magníficos ejemplares de tío que había estado contemplando y con los que había estado fantaseando durante toda la mañana, sentía que su polla se endurecía y sus cojones le dolían, oprimidos como estaban por el húmedo jockstrap negro, y los ceñidos pantalones.

Sentía desde hacia rato, un imperioso deseo de orinar, y la imposibilidad de hacerlo, le ponía aún más caliente y excitado. Sabia que, estando de servicio, debia atenerse a las reglas, pero la necesidad le acuciaba. ¡Ya no podía más! Miró a derecha e izquierda. El callejón estaba desierto y enfrente suyo, un rincón se abría, aun más oculto. Se metió en él. Rápidamente abrió su bragueta, hurgó con su mano hasta coger su hermosa verga, gorda y dura como un tronco, y sacándosela, empezó a lanzar una calida y abundante meada hacia la pared de enfrente.

Un ventanuco se abría a la altura de sus ojos. Dentro, la oscuridad le impedía ver lo que había dentro, pero el olor a paja le indicaba que debia ser una cuadra o algo similar. Le pareció oír un ruido, un murmullo, y forzó la vista para averiguar qué lo producía. El sol que caía sobre la pared le dificultaba la visión. Acercó su cara a la pequeña ventana y sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad.

Un jadeo continuado y un gemido de placer le hicieron comprender que allí dentro  alguien que se lo estaba pasando muy bien

En la penumbra del establo, sus ojos adivinaron las figuras de dos de los mozos que le habían estado martirizando con sus miradas, sus sonrisitas y sus toqueteos durante toda la mañana.

Y ahora, los tenia allí delante, uno de ellos sin camisa, con el mono abierto y caído sobre sus botas mientras el otro, arrodillado a sus pies le estaba proporcionando una magnifica mamada mientras se meneaba frenéticamente la polla que le salía por entre la cremallera del mono.

Se quedo de pie, mirando como hipnotizado la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos. Su polla había acabado de escupir la meada, pero seguía en su mano. Había perdido la dureza de antes, aunque seguía morcillona, pero la visión de aquellos dos machos disfrutando libre y salvajemente, le estaba devolviendo la dureza y la excitación.

Maquinalmente, empezó a maniobrar con su mano. ¡Mmm... Que bien le sabia!

De repente, un sexto sentido le hizo volver a la realidad. ¡Estaba en la calle! ¡No era un sueño como hacia un rato! ¡Menudo apuro si lo sorprendían allí, y  pajeandose!! ¡¡El puro que le podía caer!!

Nervioso, miró a su alrededor. No había nadie. ¡Todo estaba desierto!

Una puerta entreabierta, a la derecha del ventanuco, le hizo pensar que era la entrada a la cuadra. Sin pensarlo dos veces, su mano empujó la puerta, que cedió sin ruido.

Entro,  procurando no hacer ruido. Los dos  mocetones no oyeron nada, absortos como estaban en la excitación de su tarea.

Ramiro fue acercándose hacia ellos, su polla tiesa y dura seguía fuera de su bragueta, apuntando hacia arriba con orgullo.

Se colocó los guantes de piel negra reglamentarios, desabrocho el cierre de su porra de cuero y la agarró con su mano derecha, mientras golpeaba ligeramente la palma de su mano izquierda.

Y cuando ya solo quedaban dos pasos para llegar por la espalda al que estaba de pie, carraspeó. Ellos ni lo oyeron y Ramiro tuvo que volver a hacerlo con más fuerza.

De un salto, el que estaba de pie se dio la vuelta, mientras que el que se la estaba mamando se quedó de rodillas, con la boca chorreando saliva,  aun entreabierta, sorprendidos los dos por la súbita interrupción. Sus caras reflejaban el pánico de verse sorprendidos por un policía.

Ramiro, en silencio, golpeándose la palma de la mano con la porra, seguía mirándolos fijamente.

Al cabo del rato, su voz surgió, sorda y cabrona:

-. ¡Vaya, vaya, vaya! Veo que la feria no os da tanto trabajo como yo creía! Aun os queda tiempo para jugar, por lo que veo.

Los mozos, mudos, seguían mirándole acojonados, aunque sin poderlo evitar, su mirada se desviase a menudo hacia la tiesa polla de Ramiro, que surgía como un mástil de la bragueta de su pantalón.

-. ¿Vuestros patrones ya saben en que ocupáis SU tiempo?  No creo que le hiciese mucha gracia. ¡Aunque me parece que no sabe trataros como os merecéis, hijos de puta!

Uno de los mozos, el que estaba recibiendo la mamada, alto, fornido, con la cabeza rapada y con un pecho ancho y cubierto de vello oscuro del que sobresalían un par de pezones duros y tiesos, al oírse tratar así, hizo ademán de protestar. El brazo de Ramiro, disparado como un resorte, le encajó una hostia en plena cara.

Sorprendido y dolorido, el chaval se quedó inmóvil. El otro, un moreno con pinta de oso, barba cerrada y un vello espeso y oscuro cubriéndole el pecho que la camiseta de tirantes apenas ocultaba, seguía de rodillas en el suelo, la polla goteándole liquido preseminal, aun fuera de la bragueta de su sucio mono azul.

-. Estáis de suerte, ¡cabrones de mierda! ¡Ya estoy yo aquí para meteros en cintura!

Dirigiéndose al que seguía aun de rodillas:

-. ¡Tú, acércate aquí! Dijo, señalándole con la porra una de sus botas altas de piel negra.

El mocetón, mirándole con desconfianza pero sumiso, se fue acercando a él, arrastrándose sobre sus rodillas.

Un escupitajo se estrelló en su mejilla, y el chaval entendió claramente por donde iban a ir las cosas. La punta de la porra se apoyó en su cabeza,  y lentamente pero con decisión fue obligado por Ramiro a que bajase su cabeza hasta rozar su bota:

¡¡Lame, perro!! ¡Quiero verte lamer mis botas hasta que queden como espejos, hijo de puta!!

Y para acabar de convencer a su nuevo esclavo, Ramiro le arreó un azote en el culo con la porra. El perro se amorró a la bota y empezó a lamerla con entusiasmo.

El otro mocetón, que había abandonado su aire decidido y chuleta, contemplaba la escena, fascinado. Sin darse cuenta, sus labios se habían entreabierto y su lengua se movía entre ellos demostrando que la ambigua situación y la visón de la dura tranca del policía le estaba gustando. Se veía que estaba ya degustándola por anticipado.

-. ¿Y tu - oyó que le decía el policía – piensas quedarte ahí parado? ¡¡Perro inútil!!

Sin mediar palabra, el gañan se tiró a la bota derecha de Ramiro.

-¿Donde vas, desgraciao de mierda? ¿Quién te ha dado permiso? La mano enguantada de Ramiro agarro por la oreja al rapado y tiró con fuerza de su cabeza hacia arriba, hasta dejarla a la altura de su bragueta. El gañan, con una mueca de dolor, soltó un gemido. Una hostia bien dada por su amo, le corto la queja en seco:

-. ¡No quiero oírte quejar, ¿entendido, basura de esclavo? ¡¡Tu no harás más que lo que tu amo te diga, y eso, cuando a él le de la real gana!! ¿Estamos?

El mozo,  mudo por la sorpresa, y mirándolo con ojos asombrados, pero en los que brillaba una luz de deseo que no podía, o no quería ocultar, asintió con la cabeza. Una nueva hostia se estampó en su cara:

-. ¿Cómo dices, pedazo de cabrón?

-. ¡Si, señor, si señor! ¡Como usted quiera, señor!

-. Eso está mejor. Aunque aún podrías mejorarlo: ¡Amo, llámame amo!!

-. ¡Si, mi amo! ¡Como quiera mi amo!

-. ¡Así me gusta, esclavo! ¡¡Perro inútil!! ¿A que esperas para comerte mi rabo? ¿No ves como gotea?

En efecto, la dura y tiesa verga de Ramiro, emergiendo orgullosa de la bragueta de sus pantalones chorreaba ya de líquido preseminal.

El rapado, obediente y excitado se abalanzó a la entrepierna del policía, y su lengua empezó a lamer con fruición el magnifico mango.

-. ¡Eso es, putos esclavos! ¡Mamad, mamad fuerte y bien, si no queréis que vuestro amo os patee y os destroce vuestros culos de perro!

No hacían falta las amenazas  ni los azotes. Ambos mocetones, entusiasmados y babeando de gusto, se aplicaban a su tarea a conciencia. Sus lenguas no dejaban rincón de las altas botas del policía por lamer ni cesaban en bombear la dura polla o saborear los duros cojones de Ramiro.

Mientras, se pajeaban con entusiasmo, gimiendo de excitación y lanzando gemidos aún mayores, cada vez que la porra del policía caía sobre sus espaldas o sus culos.

Llevaban ya un rato entregados a este frenesí de placer. Ramiro, de un brusco empujón, aparto a ambos perros:

-. ¡¡Vamos a cambiar el orden, perrakos!! ¡Tú -dirigiéndose al oso moreno- ya has lamido bastante! ¡¡ Amorrate a mi polla que te vas a tomar el biberón!! ¡Ponle el ojete a ese perro, para que te lo prepare con su lengua, que te lo va a romper sin crema!

Ninguno de los dos esclavos dio señales de contrariedad. Más bien pareció que estaban encantados de ser dirigidos por un amo que les adivinaba tan acertadamente sus deseos.

No había acabado de hablar y los dos perros esclavos ya estaban aplicados a su labor. El oso moreno, de cuatro patas sobre una bala de paja, ofrecía su culo al rapado mientras su golosa boca abrazaba la polla de su amo, mezclando su saliva con la de su compañero. Este, abriéndole las nalgas con sus manos, se daba el gusto de la visión del sonrosado ojete de su amigo, palpitante y húmedo de deseo.

Enterró su cara entre sus nalgas, rojas por los azotes, y su hambrienta lengua se introdujo en el delicioso agujero. Oyó como este gemía de placer mientras aceleraba las mamadas a la polla del amo.  Pensó que no faltaría mucho para que los dos, amo y esclavo, se corriesen y decidió obedecer al policía.

Apoyó su gruesa verga sobre el húmedo ojete de su compañero y empezó a hacer presión. A pesar de no estar lubricado con crema alguna, le saliva y la excitación del perrako hizo que su rojo capullo se deslizase sin dificultad hacia el interior. Era evidente que aquel ojete estaba ya más que acostumbrado a ser follado, y no solo por pollas y dildos.

Inició el movimiento con suavidad, mientras oía los gemidos de sus dos compañeros de orgia. Ramiro gemía y, entre dientes, susurraba insultos que excitaban aún más a sus esclavos:

-. ¡¡Así, así esclavo de mierda!! ¡Mama, mama bien la polla de tu amo, que te va a dar toda su leche, cabrón! ¡Y aguanta al cabrón rapao ese, que te pete el culo y te lo llene de su leche!

El movimiento de mete y saca de su polla se hizo cada vez más rápido. Sus cojones, bamboleándose, azotaban el culo del oso mamón. Su mano izquierda agarró la polla del oso y empezó a pajearla. Los gemidos de este, follado a la vez por la boca y el ojete, se hicieron cada vez más intensos y rápidos, y comprendió que no tardaría mucho en correrse.

Ramiro también estaba llegando ya al límite de su excitación, y su boca no paraba de lanzar exclamaciones e insultos a sus dos esclavos:

-. ¡¡Siii, siii, cabrones de mierda!! ¡¡Que gustazo me estáis dando, hijos de puta!! ¡¡Follatelo, follatelo, perrako!! ¡¡Pártele el ojete hasta el fondo a ese cabrón que me la está mamando!!

Sintió como el clímax llegaba, la riada de su leche ascendió con fuerza y explotó en la boca de su esclavo como un poderoso geiser en varias oleadas. El perro a duras penas podía contener en su boca, y mucho menos tragar, la gran cantidad de leche que la polla de Ramiro le eyaculaba de golpe y esta le escapaba chorreando, por la comisura de sus labios:

-. ¡Traga, mamón!! ¡No quiero que dejes escapar ni una gota de la leche de tu amo!!

Se oyó el gemido, casi un aullido del perro rapado que ya no podía contenerse más y estaba corriéndose en el culo del mamón. Su grande y dura polla escupía lefa sin parar al compás de las embestidas que le propinaba a su ojete. Y el perro mamón, respondiendo a las corridas al unísono de su amo y su follador, con un grito de exultante  gozo, se dejó ir a una salvaje eyaculación:

-. ¡Aaah, siii, siii, que bueno! ¡No puedo más, me corrooo!! dejando escapar su propia carga de leche, que fue a caer sobre las botas de Ramiro.

Un silencio solo interrumpido por los gemidos de placer y de ansia de los tres machos, se instaló en el establo. Duró muy poco. De inmediato, Ramiro recuperó su papel de amo:

-. ¡¡No quiero que se desperdicie ni una gota de lefa!! ¿Entendido, hijos de puta? ¡¡Tú, desgraciao, esclavo de mierda, ya le estas lamiendo el culo que te has follado!!  ¡¡Y no te dejes ni una gota, si no quieres que te reviente los morros de una hostia bien dada!!

El perrako rapado se arrodilló de inmediato y, con la misma fruición con que le había comido el culo para follárselo, le lamió y chupó ahora el ojete, sorbiendo y saboreando su propia leche aromatizada con los jugos del osazo.

Entonces, Ramiro,  agarrando la porra con las dos manos y pasándola por el cogote del oso que le había estado mamando su polla, lo alzó sin miramientos hasta la altura de su cara. Acerco con fuerza su boca a la del esclavo y le empezó a morrear y lamer los restos de su lefa, que aun quedaban en la lengua y labios del perrako.

Durante un rato, todos estuvieron ocupados en no dejar restos de las corridas que acababan de tener. Solo quedaban los chorretones en las negras botas del policía. La orden, acompañada de un par de leches a cada uno de los perrakos, no se hizo esperar.

-. ¡¡A mis pies, cabronazos de mierda!! ¡¡Aun os queda un trabajo por hacerme!! ¡¡Dejadme las botas limpias y relucientes!!

Un azote en el culo a cada uno de los esclavos les acompañó en su caída de bruces frente a Ramiro y sus bocas se amorraron a sus botas, empezando a lamerlas con ganas. Las lenguas de ambos subían por el pie y la caña de las altas botas, mientras sus manos las acariciaban sensualmente:

-. ¡Y ahora, esclavos, quiero veros limpiaros vuestras botas de goma y dejarlas tan relucientes como las mías!!

No hizo falta repetir la orden. Colocados el uno sobre el otro,  en un perfecto 69 de lamidas y caricias, ambos machos se aplicaron entre gemidos, a la gustosa faena de besar, acariciar y lamer sus botas de goma verde. Las botas verdes de su trabajo diario que tanto les excitaban al calzárselas, sucias y malolientes, en la oscuridad de los vestuarios.

Tumbados y revolcándose en el estiércol, se enzarzaron en su propia y particular orgia de lamidas. Sus pollas volvían a estar duras y turgentes por la excitación. Olvidaron el lugar donde estaban, el amo que los observaba, todo lo que no fueran ellos dos, sus botas altas de goma, sus pollas calientes y sus culos enrojecidos por los azotes.

Ramiro, de pie frente a ellos, la lengua relamiendo sus labios, los estuvo observando un largo rato. Luego, con una sonrisa en sus labios, lentamente se dirigió hacia la puerta y salió al callejón. La luz del sol hirió sus ojos y le impidió ver con claridad el exterior. Echó a andar hacia el lugar donde tenía su moto aparcada. El reloj de la iglesia dio en aquel momento las campanadas de las tres. Su turno había acabado.

Vio a su compañero, de pié al lado de su moto, que le miraba atentamente. Su vista estaba clavada en su bragueta, donde el bulto de su excitada polla se marcaba descarado. Ramiro bajo su mirada. Briznas de paja ensuciaban sus pantalones y, en la caña de una de sus botas, una blanca salpicadura de leche permanecía aún, escandalosa.

-. ¡¡Hijos de puta –pensó- ni lamer bien saben esos cabrones!!

En la boca de su compañero se dibujaba una sonrisa irónica. Ramiro irguió sus hombros y, como si no hubiese visto nada, se dirigió a su moto. Montó, la puso en marcha y salió a la calzada. Oyó como su compañero hacia lo propio y se acercaba por detrás hasta situarse a su espalda.

Entonces, volviéndose lentamente hacia él, y guiñándole un ojo, el índice enguantado de su mano izquierda le hizo signo de que le siguiera, mientras una sonrisa viciosa bailaba en la comisura de sus labios.

Una risotada y el brillo cómplice de sus ojos, fue la respuesta de su pareja. Ambos aceleraron y se alejaron con estruendo, uno al lado del otro.