Gamma

La entrega del empresario.

No importa cuándo ocurrió, ni si era un día soleado o gris como muchos otros, o incluso si llovía a cántaros como de hecho ocurría. Lo importante para él era ese momento, por el simple hecho de disfrutar cada segundo a su lado.

Lo miró como tantas otras veces, en medio de las sábanas como un ave acurrucada que espera el amanecer para poder despertarse. Pero estaba oscuro y frío allá afuera, los ángeles hubiesen tenido demasiado frío como para poder volar.

Era hermoso cuando dormitaba, o por lo menos para el que lo contemplaba lo era. La forma irregular de sus cejas, ese pequeño lunar cerca de sus labios y aunque no los viera, recordaba a la perfección el color imperfecto de sus ojos.

Un relámpago estuvo a punto de despertarlo, él solo hizo una mueca y se revolvió en su sitio, despertando la calidez de la sonrisa del otro por verlo en una de sus formas más naturales; así, casi sin conciencia de que alguien vigilaba su sueño. Gabriel se acomodó mejor, descansó su cabeza sobre su puño y de esa forma siguió contemplándolo, recordando cómo había empezado todo en una noche lluviosa como aquella.

Lo encontró sentado en el peor de los lugares en los que hubiera podido conocer al dueño de su alma. Estaba al lado de la barra con la cabeza baja y la mirada triste, el traje y la corbata le daban un aire superior, pero la copa y los ojos perdidos no. Y en un principio Gabriel no se hubiera acercado a él por ningún motivo; pero aquella era una noche muy diferente a todas las anteriores, empezando porque en aquel día lo habían despedido después de cuatro largos años de contar los mismo números y cuadrar las mismas cuentas de la misma empresa.

Y sí, estaba en aquel bar porque también le era fiel a la creencia de que las penas se van con… bueno, eso ustedes ya lo saben. Gabriel iba por la tercera copa, su apuesto acompañante debía ir casi igual porque ninguno de los dos se había movido de la barra desde que Gabriel había llegado.

Se puede decir que el alcohol hizo su parte del trato al crear la complicidad tácita de los que bebemos con amargura. Porque tras un pequeño comentario sobre lo mal que estaba el clima (que en un futuro ambos negaron haberlo dicho) empezaron una animada charla que no tardó mucho en convertirse en una mini cita con el terapeuta anónimo.

—Pues ya ves –suspiró Gabriel— esa es la puta historia de cómo me dejaron sin trabajo esos malnacidos. ¡Que porque mi salario se ha sobrevaluado!, menuda excusa estúpida han montado los hijos de puta.

—Es verdad… es verdad –lo apoyó su amigo de bebida— y pensar que en cambio a mí me han rechazado la solicitud de empleo. En serio –agregó después de beberse todo el contenido de su vaso— no sé si sentirme dichoso o rechazado.

—¡Pues dichoso hombre!

—¡Salud entonces!

—Venga, ¡por la mayor empresa de mierda que tiene este país!

—¡Por la mayor….! ¡por eso que acabas de decir!

—¡Salud!

—¡Salud!

Al llegar a este punto en sus pensamientos, Gabriel sonrió instintivamente. ¿Cómo alguien como él pudo haberse enamorado de un hombre? Jamás le habían gustado las personas de su mismo sexo, eso era cierto. Pero había cosas que no se podían razonar con la mente y solo sentir con el corazón. Eso era lo que él tenía por cierto, y su naturaleza sencilla no pidió jamás escrutinio alguno. Para qué si al fin y al cabo, si pudiese volver en el tiempo, volvería a salir de aquel bar abrazado de alguien a quien apenas había conocido, hubiera reído con las mismas bromas y se habría arriesgado a confesarle los mismos secretos.

—Hacia… ¿hacia dónde vives? –preguntó Gabriel un tanto preocupado por la hora y otro tanto por su preocupación de que su acompañante no se fuera.

—No te preocupes, mi casa está cerca, puedo –se espabiló un poco con la mano—, puedo ir caminando.

—¿Seguro?

—Sí señor.

—Entonces, si ninguno tiene apuro…. ¡entremos por otra copa!

—¡Pues entremos!

¡Y entraron!, pero esta vez ambos quisieron recomponerse para seguir charlando. Gabriel pidió un vaso con agua y le ordeno al cantinero que le pusiera una botella de su mejor whisky dentro de media hora. Su nuevo amigo estuvo totalmente de acuerdo y entonces el vaso con agua se duplicó.

—Bien –empezó Gabriel una vez más— ¿aparte de haber fracasado como futuro empleado en una empresa maldita, qué otros logros ha tenido, mi estimado caballero?

—Bueno, sigo soltero.

—¡Salud por eso!

—Jaja, que estamos solo con agua.

—¡Mejor!, oficialmente no somos alcohólicos. Al menos no en este momento…

—¡Salud por eso!

—¡Esa es la actitud!

Y tras beber su copa continuó:

Entonces, ¿me respondes la pregunta o me invento otra mejor?

—Ah, sí, lo siento, pues… no he hecho muchas cosas. Es decir, aún vivo con mis padres.

—Vaya, cuántos años tienes?

—Veintiún… con dos meses.

—Pues ya está viejo campeón.

—Jaja, gracias, no esperaba menos. ¿Y tú?, es decir, ¿algún logro fuera de lo común?

—Yo no vivo con mis padres.

—Muchas gracias de nuevo –respondió con una sonrisa—, pero sabes que no es a lo que me refiero.

—Pues qué te digo –suspiró antes de seguir— me casé casi a tu edad, empecé a trabajar como un burro al mismo tiempo… y ya la historia se cuenta sola.

—Vaya, debe ser difícil, sobre todo si tienes niños.

—Te equivocas –apuntó con una sonrisa cómplice.

—No tienes niños entonces…

—Sí tengo, dos. Y no considero que sea difícil. Bueno, tal vez un poco pero solo por el lado económico

—Debes quererlos muchísimo…

—Por supuesto, creo que uno no entiende cuánto se puede llegar a querer a alguien hasta que tienes hijos.

—Eso es cierto, pero creo que ser padre debe ser más que instinto.

—Jaja, en eso tienes razón. Aunque hay algo extraño en todo eso, es… un tanto inexplicable, creo.

—¿El qué?

—La paternidad, quiero decir, es como si todo fuera un maldito caos. Ellos se vuelven locos a veces y tú sientes que pierdes toda la paciencia del mundo, y entonces…

—¿Y entonces?...

—Entonces ¡Pum! –Golpeó la mesa eufórico— ocurre algo maravilloso, algo que te hace sentir que todo vale y valdrá la pena, aunque solo dure un par de segundos. Porque después todo vuelve al caos…

¡Hasta que eso maravilloso ocurre de nuevo! –volvió a emocionarse—, y solo entonces sabes que vivirás disfrutando de esos pequeños momentos. Y te sientes… feliz, digo, estás contento de ser padre y de que ellos vengan hacia ti, cubiertos de lodo o de cualquier mierdecilla que encuentren. El simple hecho de que escuches “papi” salir de las boquitas de esos pequeños terroristas… es, espectacular digo yo.

—Vaya –contestó intentando asimilarlo todo— jamás lo había visto de esa forma.

—Si –continuó Gabriel—, lástima que no suceda lo mismo con el amor filial.

—¿A qué te refieres? –se inquietó de que alguien que ama tanto a sus hijos tuviera problemas con el amor en pareja.

—Es… mi esposa, ya sabes lo que dicen sobre la pasión cuando pasa el tiempo.

—Oh, vaya, lo siento hombre… no pensé que…

—No, tranquilo, está bien, de todas formas creo que no tiene solución. Pero es algo que ni ella ni yo queremos decirnos.

—Pues –intentó ayudarlo— si te sirve creo que solo necesitas un poco de tiempo, debe ser solo una etapa de crisis. Todo se arregla a su tiempo, ya verás –se apuró casi sonrojado—, ya verás que luego te ríes de todo esto.

—Gra… gracias –contestó Gabriel asombrado y enternecido—, en verdad creo que hay poca gente que puede decir eso con sinceridad.

—No te preocupes –sonrió intentando animarlo—, dije lo que sentía.

—Y eso es una gran virtud –prosiguió Gabriel acercándose un poco, inconscientemente.

—!Al final resulta que sí tengo una! –reclamó entre risas.

—Jaja, yo nunca he dicho que no las tengas –se defendió—, yo solo quería decir que deben estar bien escondidas.

—Vaya, gracias de nuevo –miró hacia un lado indignado, con media sonrisa sin poder contenerse.

—¿Sabes qué es gracioso? –preguntó Gabriel ya un poco serio.

—¿Qué? –se preparó para reírse

—Que estamos coqueteando sin darnos cuenta, y es como si dijéramos las cosas que se dicen… los novios justo antes de besarse.

—Jaja, pero qué dices hombre, creo que ahora si ya está borracho.

—Ey –se esforzó por parecer serio, aunque a ratos se contagiara de su risa— lo digo en verdad…

—En… ¿en verdad?

—Me temo que sí caballero…

—Ah… —se quedó sin palabras ante la revelación.

Ambos se quedaron largo rato en silencio. Por fin pudieron escuchar la música de fondo que en mucho ayudaba a los nuevos amantes y en poco apoyaba a los que aparentemente no querían serlo.

Hasta que al final, de la nada, Gabriel tomó su abrigo ante los ojos confundidos de su amigo.

—Levántate –le pidió con cariño, como si de repente lo hubiese entendido todo— nos vamos.

—¿A dónde?

Gabriel no respondió, con rapidez sacó un billete y lo dejó en la barra. Su acompañante apenas y pudo ponerse su chaqueta cuando sintió que lo halaban de la mano.

—Nos vamos –volvió a decirle Gabriel con una sonrisa.

—Pero, ¿a dónde? –preguntó totalmente ofuscado cuando cruzaban en la calle.

—Sé que esto te parecerá estúpido y loco –se apuró avanzando sin voltearse a mirarlo—, de hecho a mí me parece estúpido y loco. Y también sé que soy un perfecto desconocido (tu también lo eres), pero, aunque sea solo por esta vez, ¿puedes confiar en mí? Es decir: ¿puedes no preguntar y simplemente… seguirme?

Y sin pensarlo ambos se encontraron corriendo por las calles en silencio, hasta que el más joven lo rompió:

—Hay –sentenció agitado—, hay algo…. que debes saber primero.

—No importa, no importa –dijo con apuro—, me lo dices luego, no quiero que me hagas dudar de lo que estoy haciendo.

Y sin decirse una sola palabra más recorrieron un par de calles tomados de la mano, llegaron al lugar en cuestión, Gabriel soltó un billete y en un par de minutos los dos se conocieron nuevamente y mirándose a los ojos en medio de un cuarto oscuro.

—Hola –pronunció con claridad— mi nombre es Gabriel.

—Ho… hola –alcanzó a responder— yo me llamo…

No pudo terminar porque en ese momento Gabriel se abalanzó sobre él, tomando su rostro entre las manos para asegurarse de que no se escaparía, o mejor dicho, para asegurarse de que era real. Y solo lo miró un segundo, cerciorándose de lo que su corazón le había pedido desde hacía una hora y que solo en aquellos últimos momentos comprendió.

Y ¡pum! ocurrió  algo maravilloso, algo que puede hacernos sentir que todo vale y valdrá la pena.

Gabriel rompió unos cuantos botones en aquella ocasión, uno de su pantalón y otros pocos de la camisa de su amante. Y cuando ambos estuvieron desnudos, Gabriel lo abrazó con todas sus fuerzas, como hasta ese momento hubiese deseado que alguien lo hiciera con él.

Le besó los labios, le besó la frente e intentó besarle el alma. Se sintió tan bienvenido, tan aceptado que de pronto todo lo demás dejó de tener importancia. Nadie lo juzgaba, ni lo censuraba, era libre de sentir, de pensar y de hacer.

Resulta increíble que alguien como él, que siempre había tenido una sonrisa dibujada en el rostro jamás se sintió tan cercano a otra persona como en aquella ocasión, y no solo precisamente por el sexo, sino por los pequeños detalles que lo conllevan.

Porque se sintió tan responsable cuando empujaba su ser esperando causar el menor daño posible, y una vez adentro como el salvador del universo al saber que su amante estaba en una sola pieza cuando minutos antes había visto la voluntad de soportar el dolor en un rostro que a partir de aquel día denominaría como el más hermosos de cuantos vio en toda su vida.

Y solo por un segundo dejó de ser un forastero en sus propias tierras…

Hasta ese día Gabriel había entregado todo el amor que era capaz de entregar, a su esposa, a sus hijos, a sus familiares. Y en el fondo, muy en el fondo de su corazón sentía la frialdad de la insatisfacción y el goteante veneno de la soledad incomprendida, inclusive por él mismo. Nunca antes había considerado que él también era capaz de recibir cariño y probablemente eso fue lo que lo llevó al punto en el que se encontraba.

Ser fuerte por todos, no llorar, siempre sonreír: eran los códigos inquebrantables con los que había vivido hasta ese día, y de los cuales se despojó en un instante.

Porque de un segundo a otro quiso ver la inmensidad del cielo azul. De un momento a otro ya no existía aquel frío y ya no estaba solo. Mientras, hincado en un colchón de un hotel barato, vibraba junto al cuerpo sudoroso de un casi desconocido sintió que ya no hacía falta ser fuerte por todos, ya no hacía falta aguantarse las lágrimas. Se sintió débil, y eso le fascinó, porque supo que ambos, en aquel momento eran los seres más frágiles de la tierra, expuestos totalmente a la opinión y juicio del otro, desnudos en todas sus formas.

Gabriel se despojó de la mayoría de sus prejuicios antes de llegar hasta aquel subidón de adrenalina. Amaba a su esposa, ¡por dios que lo hacía! y sin embargo no lograba hallar un punto de retorno que lo hiciese arrepentirse de todo cuanto estaba haciendo.

Sus pequeños, solo por ellos una parte de su mente todavía se resistía a drogarse en las profundidades de la pasión. Pero cuando se distrajo lo suficiente para pensar en el más pequeño, el que aún no podía hablar, se sorprendió al imaginarlo retozando alegre junto a su compañero recién conocido y amado. Y su valiente imaginación fue más allá cuando sus brazos apretaban con fuerza el torso de su amante, imaginándolos a ambos, en un fin de semana cualquiera yendo de día de campo con los niños; en la noche cenando algo mal hecho; o simplemente sentados escuchando historias en la radio hasta quedarse dormidos.

Y entonces se sintió en paz, todo lo insustancial se convirtió en adorable; lo superfluo se volvió dulce y sus sentidos capturaron todas las perfectas imperfecciones del cuerpo del otro. Y lo abrazó con tanta fuerza que por un momento creyó que todas sus propias partes rotas volvían a su lugar. Y allí, solo allí emitió un largo y sonoro suspiro lleno de dolor y felicidad, de amor y de culminación.

No fue el mejor orgasmo, ni los mejores cuerpos, mucho menos las mejores artes de la pasión. Nada se compara a la percepción del total entendimiento y unión de dos cuerpos, mucho más allá de los límites convencionales de lo correcto o incorrecto.

¿Quién iba a creerlo? allí, acostado en una cama ajena Gabriel sintió por primera vez que estaba en el lugar correcto, y que aquel mundo le pertenecía. Allí, con la cabeza de un casi desconocido sobre su pecho deseó que el tiempo se detuviera, y que de manera egoísta ambos se conservaran en aquellos momentos para siempre.

Lástima que nada es para siempre…

Porque de eso hacía ya dos meses, dos meses en los cuales descubrió que él también podía enloquecer de amor. Dos meses en cuyo final se encontró a sí mismo acostado, observando a una figura semidormida revolverse entre las sábanas. Los dos meses más maravillosos y conflictivos de toda su vida.

Y a pesar de todo eso Miguel no lo amaba. Gabriel no lo comprendería sino hasta el día en el que por fin hubo de decirle la verdad, cuando ya todas las excusas se le habían terminado. Cuando todos los pretextos se acabaron y la última mentira que le profirió hubo de ser esclarecida.

Miguel pensó muy bien como mentirle, ¿cómo desembarazarse de una situación que él mismo había alimentando dejando que Gabriel se atara emocionalmente a él, permitiendo que sus ilusiones avanzaran cada día y atemorizado cada vez más con cada detalle que éste le hacía; aterrorizado de todo cuanto fuese verdad en los pequeños gestos que éste le profesaba y totalmente desprovisto de la valentía para frenar la situación?

Así que creyéndose inteligente intentó insultar su lealtad:

—No puedo –le dijo un día de tantos debajo de las sábanas—, simplemente no puedo seguir con esto.

—¿Qué pasó esta vez? –obtuvo como respuesta, como si ya se hubiera familiarizado con su carácter.

—No puedo seguir porque… porque tú estás casado, ¿entiendes?, y todo esto es tan loco que creo que me he enamorado de ti y que solo te quiero para mí.

—No te estoy entendiendo…

—Que necesito que elijas –soltó por fin—, o tu mujer o yo. Estoy cansado de que nos veamos en las sombras…

Y si Gabriel no se desbarató de risa ante semejante niñería fue porque jamás se dio el beneficio de la duda. Así que creyéndole hasta la última palabra se levanto desnudo, tomó sus ropas y con el dolor en el rostro se vistió sin emitir palabra alguna. Miguel simplemente lo miró, tratando de esconder la sincera satisfacción que sentía al creerse librado de toda culpa.

¿Quién era lo suficientemente insensato como para abandonar a una familia feliz, el ejemplo paterno sobre unos hijos amorosos, las delicias insoportables de la cálida vida familiar sólo por ir tras un fugaz desvarío pasional?

¿Quién era capaz de abandonar toda la seguridad de la opinión familiar y del mundo solo por un capricho revoltoso de sábanas?

¿¡Quién tenía tan poco sentido común como para arriesgarlo todo por la pequeña empresa de sentirse feliz aunque sea por una sola vez!?

Solo pasaron dos días, Miguel se encontraba bebiendo algo liviano en aquel bar maldito, cuando una mano tomó la suya en la semi penumbra y escuchó las mismas palabras llenas de sinceridad alarmante, como si en realidad el tiempo se hubiera detenido:

—Levántate –y al regresar a mirarlo le sonrió con timidez— nos vamos.

—¿A dónde? –tuvo la sensatez de preguntar.

—¿No es obvio? –le molestó gracioso— al apartamento que conseguí, allí están mis maletas.

Y solo allí fue consciente de toda la destrucción que un corazón ignorante era capaz de ocasionar. Así que con un primer acto de valentía se dispuso a soltarle toda la verdad de corrido cuando llegaran al departamento en cuestión. Un escándalo público era lo último que deseaba, aunque ese en verdad hubiese sido el menor de sus problemas…

Al llegar al cuartucho en una vieja casona de la ciudad y justo en el momento de entrar para contarle la verdad, apareció en aquel portal una lánguida figura femenina que los había perseguido desde que salieron del bar.

Llevaba consigo a dos pequeños cuyos ojos miraban confundidos las ojeras que mamá conservaba desde la noche anterior. Se acercó presurosa hacia el cuerpo atónito de Miguel y justo cuando éste se preparó para recibir un golpe, bofetada, insulto o lo que sea que le haya querido lanzar y que él sabía muy bien merecía… dijo con toda la sinceridad que fue capaz y casi en susurro:

—Sólo quería asegurarme de que Gabriel iba a estar bien…

El más doloroso de los golpes es el que se da con la bondad y sin la intención.

Porque Miguel sintió como los trémulos dedos del ángel le acariciaron el rostro mientras lo observaban con ternura.

—No estoy aquí para juzgarlo, ¿sabe?—declaró enjuagándose una lágrima—, mi tío también era homosexual. Fue él quien me enseñó a leer –sonrió sollozante—, y también a pintar, sobre todo a pintar…

Y yo lo quería muchísimo…

Así que –continuó resuelta y con los ojos hinchados—, no quiero que mi esposo tenga que pasar lo mismo que él. Tiene que prometerme que lo cuidará ¿me entiende?

Si su lugar es junto a usted, como él mismo me lo ha dicho, entonces creo que está bien. Pero de todas formas –y pareció que el alma se le arrugaba—, solo quería que los niños se despidieran de él. Vamos –les ordenó con calma a los pequeños—, díganle adiós a papá…

—No… —alcanzó a reaccionar Miguel—, esto no…

—Tranquilo –le pidió Gabriel—, sé que estás asustado por todo esto, pero es lo mejor que…

— ¡Cállate! –le ordenó con un golpe—, yo nunca he… yo nunca he…

Y a paso firme, con el corazón en la mano  se apresuró a escapar. Antes de doblar la esquina del corredor regresó la mirada, sólo para disculparse con la mujer que le había enseñado la más inútil y preciosa de las virtudes, la virtud de dar. Y para pedirle perdón al hombre que había sido capaz de seguir a su corazón a pesar de todas las circunstancias. A ambos les deseó un único ideal ardiente: que fuesen capaces de ser tan felices como él probablemente nunca lo sería…

Y sin más desapareció del corredor, y también de sus vidas.

Un mes después, cuando al fin encontró empleo como redactor del periódico local obtuvo su turno para escuchar la lenta melodía de la destrucción.

Más de una vez releyó la noticia, más de una vez intento creerse demente como para no poder distinguir entre nombres. Pero nunca ha existido algo más certero y aterrador que la propia consciencia llamando pacientemente a las puertas del corazón.

Era la noticia de la desaparición de Gabriel que su esposa había informado apenas el día anterior y que un reportero morboso se había tomado el trabajo de investigar a fondo cuando concluyó por puro instinto que el asesino de moda y turno en aquellos tiempos estaba implicado en el siniestro.

Al parecer, Miguel debía redactar la historia del comienzo de su propio final…

Porque jamás aquellas tres almas debieron encontrarse una tarde minúscula en la plaza…

Porque jamás la vida debía ser tan cruel como realmente era…

Gamma, la radiación que destruye los tejidos vivos, el mal que produce mutaciones.

Gamma no es un tipo de amor, porque el amor en Gamma no existe. El amor vacuo que a pesar de su condición prolifera cual plaga en cualquier medio y en cualquier época. Gamma, el amor extinto que se engaña a sí mismo y se disfraza de seda. Gamma, el hipócrita inconsciente que conduce hacia el abismo y la desidia.

Gamma, la aniquilación total.