Gajes del oficio

Esta vez, la puta de lujo paga por sexo de lujo: vueltas de la vida.

La otra cara de la moneda

Hace casi tres años abandoné el ejercicio de la abogacía y a mi regio pero ojete amante y, entre otras cosas que empecé a hacer, para mantener mi nivel de vida me afilié a una agencia de acompañantes. Tenía yo entonces 26 años, me había teñido unos tonos cobrizos en el pelo, que me llegaba a media espalda, medía el 1.74 de basquetbolista y mis medidas eran mejores que perfectas (hoy no: ahora mido 65 de cintura), gracias a mis genes, la buena educación y el sano ejercicio.

Seis meses después estaba en Can-Cún, alquilada por dos semanas por un adinerado vejete que estaba arreglando no se que negocios. La primera semana me cogió casi diario y me lució por la playa y algunas cenas, pero la segunda se olvidó de mi. Así que ahí estaba yo, en un hotel Gran Turismo de la segunda mejor playa del mundo (porque la mejor aun no la descubro), empezando a aburrirme.

Pasé dos días caminando en la playa, leyendo, esperando a su disposición, pero el tercero me cansé. Estaba aburrida y llevaba ya demasiados días sin coger como Dios manda, así que a media mañana, hastiada, harta de ver porno en la tele, y tras un largo baño de tina, me decidí a conocer el otro lado de la moneda y pedí a la recepción champaña y un masajista "con certificado sanitario", dije.

El fementido masajista era un musculitos alto y rubio vestido de blanco. Se que al verme en tanga pensó que estaba yo para cobrar y no para pagar, pero los billetes apilados sobre la mesa, a su vista, mi propio certificado sanitario que, junto al suyo, nos permitirían con relativa confianza fornicar sin forros, y mis desafiantes chichis, con los pezones parados, no dejaban lugar a equívocos. Menos los había cuando, las firmes tetas al aire, descorché la champagna... pero se me antojó un masaje antes, que para eso estaba el güey ese, ¿no?

Sus manos eran fuertes y educadas. Le pedí que trabajara despacio y con poca fuerza. Agradecí la suavidad y calidez de sus manos y de los aceites sobre mi cuello y mis hombros, sobre mi espalda y mi cintura. Sus manos y mis sucios pensamientos trabajaban al unísono calentando motores y cuando el chico acarició el límite de mis nalgas, le pregunté:

-¿Cómo te llamas?

-Mario –dijo.

-¿Cuántos años tienes?

-Veintiseis –mintió: luego confesó sus escasos veintidos.

Giré mi cabeza y descubrí que él también quería: su verga, que se notaba del tamaño deseable en un profesional, abultaba bajo su albo pantalón. La prensé con una mano y le dije:

-¿Te gusta lo que tocas?

-Si –susurró.

-¿Te gusta lo que miras? –pregunté volteándome, para que me viera recostada boca abajo.

-Me encanta –dijo.

-¿Qué me vas a hacer, papito? –inisití, acariciándole el instrumento.

-Lo que quieras –dijo.

-Lo que yo quiera no –repliqué. –Sorpréndeme... pero antes, muéstrame la mercancía.

Puso una estación de jazz, en la que sonaba el sax de Jerry Mulligan, y lentamente bailó, despojándose de sus ropas. Sus 22 y mis 26 bien daban para que montáramos un servicio de lujo... bueno, honestamente, creo que él estaba mejor, aunque a mi nunca me han terminado de convencer los gorilas de gimnasio. Por eso, ahora iba a cogerme a este.

Brindé con la champaña mientras él bailaba para mi sin camisa, luciendo su abdomen, su torso, sus músculos, brindé en silencio por su melena rubia, sus ojos verdes, sus nalgas de fisicoculturista y cuando se quitó el holgado pantalón, dejando al descubierto una verga ya dura, curva como cimitarra, prieta e impresionante, brindé en voz alta

-Por que no te falle el instrumento de trabajo –dije, alzando la copa.

Me miró a los ojos y se acercó. Sus labios tocaron los míos. Lo dejé hacer. Recorrió lentamente mis piernas desnudas con sus manos, que ya conocían poca madre mi espalda. Se detuvieron en la sabrosa parte interna de mis muslos. Cerré los ojos y volvía a besarlo.

Sentí la humedad de su lengua en mi pantorrilla, una lengua y unos dientes que subían lentamente hasta el muslo. Sus dientes se enterraron en mi carne arrancándome un gemido.

-¿Te gusta, putita? –preguntó.

-Me gusta, putito –dije yo.

Mario repitió la operación con la otra pierna, subiendo desde el tobillo hasta la ingle. Luego pasó a mis nalgas, separándo mi culo de la mesa de masajes. mordía mis nalgas y acariciaba mi cintura, mis muslos. Yo abrí un poco las piernas, me recargué en la mesita con las manos y suspiré cuando su lengua pasó por arriba, a los lados, del hilo del tanga que había estado oculto entre mis nalgas y quedaba ahora al descubierto.

Me bajó el tanga y su lengua hurgó entre mis nalgas, acercándose a mi ano hasta lamerlo con la puntita. Yo me deshacía por el coño y jadeaba sin moverme, desnuda, a su merced. Su lengua subía y bajaba por toda la línea de mis nalgas, deteniéndose siempre en el ano, centrándose, introduciéndose un tanto, mientras sus manos acariciaban apenitas mi sexo, sin tocar el clítoris, sin llegar a la cavidad gloriosa, no, apenas jugueteando con los vellitos que sobre el monte de venus sobrevivían a mis depilaciones, pasando las puntas de sus dedos por mis labios vaginales, como promesas de goce futuro. Yo, sin moverme, lo dejaba hacer, sintiendo crecer el calor y debilitárseme las piernas, que se ponían como atole en espera de su leche.

Mis piernas vacilaban sintiendo su lengua en mi ano. No tenía, no todavía, ganas de que su menudo instrumento entrara por ahí, pero la punta de su lengua sí que me estaba llevando fuera de este mundo. No se cuanto duró aquello, pero casi lloro cuando su lengua subió desde los límites de la rayita hacia mi espalda, dirigiéndose lentamente hasta mi cuello. Hubiera protestado, pero una de sus manos bajó del monte de venus al clítoris y la otra, sin aviso, se prensó de uno de mis pezones y antes de que pudiera reaccionar, sentí su vergota acariciando mis nalgas, la raya entre mis nalgas, la entrada de mi ano; una mano masajeando mi clítoris; la otra probando mis pechos, y su lengua y sus dientes jugueteando entre mi cuello y mi oído... y me vine entre su mano, me derramé con un gemido que debió oirse en la playa.

Al sentir mi orgasmo me dio vuelta, recargando mis nalgas en la mesa de masaje, y su boca buscó la mía. Me sorprendió nuevamente, pues yo no soy de fácil beso cuando trabajo, pero él no tenía problemas y aunque el sabor no fuera el más grato, apresé su lengua y lo abracé del cuello. Nos besamos largamente mientras renacía, se acrecentaba el fuego que me quemaba dentro.

De pronto su lengua abandonó mi boca y bajó otra vez con lentitud hasta detenerse en mis pechos y saborearlos con calma y cuidado. Hacía con mis pezones todo lo que su boca le permitía y yo, otra vez, necesitaba su verga, tan dura y parada ya como mis pezones.

Bajó todavía más, hasta mi ombligo. Lo besó con deleite acariciando mis muslos y cuando pretendió continuar lo detuve: no quería su lengua en mi panocha, después de que se pasó por donde se había paseado. Además, necesitaba otra cosa, me urgía.

-Métemela ya, cógeme papito –le dije quedito y suspirando, al tiempo que agarraba su verga, curva y dura, de unos 15-18 cm., y gruesecita, rica y pringosa ya.

Le di vuelta: quería cabalgarlo y le indiqué, con mis brazos, que se sentara en la dichosa mesa de masajes. Me levantó en vilo, alardeando de la fuerza de sus brazos, y me fue bajando lentamente. Yo tenía bien agarrada su verga y así como el me iba bajando, de frente, yo apuntaba su vergota hacia la chorreante raja de mi panocha. Cuando la cabeza se recargó en la gruta se detuvo un poco y yo le moví la verga, para acariciarme los labios, la entrada, el clítoris, con su fierro empapado en mis fluidos, para finalmente empezar a hacer mía esa maravilla natural.

Fui bajando lentamente sobre su mástil hasta absorberlo por completo y quedar bien sentada sobre sus vigorosos muslos. Era tiempo de moverme, despacito primero y rápido después, cabalgándolo, gozándolo, poseyéndolo, desquitando el varo que le había pagado. Evidentemente le gustaba: era un pirujo que amaba su trabajo, o que se había sorprendido con este bombón. Le gustaba o lo fingía de maravilla. Sus manos recorrían mis nalgas, su boca hacía suyos mis pechos, su verga me partía llevándome al cielo, entrando hasta lo más profundo. Me moví cada vez más rápido hasta llegar a mi segundo orgasmo y deshacerme sobre él, firmemente empalada, como muñeca de trapo.

Él se levantó y yo, al sentir su movimiento, lo abracé con brazos y piernas sintiendo aún su vergota bien dura en mi interior. Sin salirse, llevándome a las estrellas con cada paso que daba, me llevó a la cama y me acostó boca arriba, el encima, mis piernas alrededor de su cintura, mis brazos en su espalda, nuestras bocas prendidas una de la otra. Inició despacito, muuuuuuucho tiempo, hasta que mis gemidos le avisaron que estaba más cachonda que antes, o tanto. Entonces se desenvolvió de mis piernas, las juntó y así, con la vagina apretada, arrancó una cogida vigorosa, con penetraciones profundas, fuertes y rápidas, que me llevaron entre gritos a una nueva cima. Mi cuerpo se retorcía solo, mi mente solo pensaba en su verga, mis nalgas golpeaban con sus potentes muslos, mis manos buscaron la cabecera y se agarraron a ella, con fuerza, mientras me desconectaba del mundo.

-Vente conmigo- susurré, no se de que manera. -Vente adentro, lléname.

Aceleró sus embates, ya de por sí poderosos y rápidos, y yo gritaba siguiendo su ritmo, jadeaba como una perra en celo, como la puta que me precio de ser. Mi cuerpo se arqueaba, mi pelvis buscaba la suya y de pronto uno de sus embates se interrumpió. Sacó la verga casi entera y con un gemido y un temblor empezó a deslizarla muy, muy despacito mientras su leche golpeaba mi interior.

Todavía empalada, lo oí decir, entre las brumas del orgasmo.

-Es lo mejor que me ha pasado en este oficio... eres única, mamita rica.