Gabriela, Trampa del Deseo, Cap II
Gabriela sufre los días más difíciles de su vida. Esta muy arrepentida por haberse dejado poseer por otro hombre. No puede creer haber sido capaz de serle infiel a su marido con un hombre tan detestable e infame como don Cipriano.
Gabriela Cap II
Autor: Roger David
El día era maravilloso, uno de esos pocos días en lo que piensas que nada puede salir mal. El sol brillaba en el cielo. Los pájaros cantaban en cada rincón de la ciudad. En definitiva, era perfecto para salir a un día de campo. Los adorables señores Guillen habían decidido que era la ocasión perfecta para divertirse en familia.
La adorable Gabriela charlaba con su esposo recostada en su pecho, con los brazos de él rodeándola. Ella le charlaba de cosas vánales mientras veía como Jacobo jugaba con un cachorro que no sabía de donde salió. Le gustaba ese sentimiento de tranquilidad, de seguridad, de verdadero amor hacia sus hombres (refiriéndose a Cesar y a Jacobo). Veía como las familias que estaban cerca se divertían igual que ellos, sin preocupaciones, sin problemas.
El feliz matrimonio estaba en eso cuando su adorado hijito se acercó a ellos.
—¡Mami! ¡Papi! ¡Miren! —les dijo Jacobo, extendiendo sus manos para mostrarles el cachorro con el cual momentos antes jugaba.
—¿Qué es eso amor? —preguntó Gabriela. Sabía la respuesta, pero le gustaba seguir el juego a su bebé.
—¡Un perrito! ¡un perrito! —decía Jacobo dando vueltas visiblemente emocionado.
La rubia extendió sus delicadas manos y tomó al cachorro. Lo observó detenidamente. No sabía nada de animales y menos de perros, pero al parecer era de buena raza.
—Estaba solito. Allí. —El niño señaló unas rocas que estaban a unos quince metros—. ¿Podemos quedárnoslo? –Jacobo deseaba con todas sus fuerzas tener aquel perrito como mascota.
—No lo sé, amor. Tal vez sea de alguien.
—Pero no tiene collar. Por favor, mami —suplicaba el chico.
Gaby sabía que su resistencia ante el niño duraría poco. Su hijo era tan dulce y tan tierno que le era difícil negarle algo. Nunca lo había hecho.
—Está bien, por mí no hay problema. Pero también debes convencer al gruñón de tu padre —le dijo la rubia a su niño, dirigiendo luego su hermosa mirada a Cesar, quien, hasta ese momento, no había dicho palabra alguna. Este solo se había limitado a escuchar. Gabriela observó como la emoción de su hijo disminuyó. Convencerla a ella era fácil, convencerlo a él era difícil.
—No, Jacobo, lo siento, pero no podemos hacernos cargo de él. —La voz del hombre era seria, pero demostraba cierta pena por no poder cumplir el capricho de su hijo.
—Mami, por favoooor —volteó el chico a ver a su madre.
Cesar siempre había creído que Gabriela consentía en demasía a Jacobo. Prácticamente cualquier capricho se lo cumplía. Sin embargo, si para Gabriela era difícil decir que no a Jacobo, para Cesar era difícil negarle algo a ella.
—Cesar… —dijo Gabriela clavándole su mirada. Con esa simple palabra ella se dio a entender a su marido.
—¡No! Lo siento, mi vida, pero no podemos cuidarlo. —En la cara de Cesar se notaba claramente como este realizaba un gran esfuerzo para no ceder.
En tanto Gabriela veía como su niño consentido estaba al borde de las lágrimas. Quería hacerse el fuerte, demostrar que él era un niño grande, pero no lo hacía muy bien.
—Cesar… —volvió a decir la rubia, y, acercándose a su oído, le susurró: —Por favor, deja que se quedé con el perro. Y te prometo que te daré una sorpresita. —Esto se lo dijo en el tono más sensual que pudo.
Entonces Cesar supo que no podría resistirse más a su amada, y perdió.
—Muy bien. Nos lo quedamos —dijo Cesar. Gabriela notó como se le iluminaba el rostro a su hijo.
—¿De… de veras? —preguntó el niño no creyendo lo que escuchaba.
—Sí, pero con una condición. Tú te harás cargo de la mascota. Le darás de comer y todas esas cosas. Si empiezas a fallar el perro simplemente se va. ¿Me entiendes?
—Claro papi, no te defraudaré. Te lo prometo —dijo Jacobo, que rápidamente arrebató el cachorro a su madre y se alejó de allí gritando nombres de perro.
Cuando ambos se quedaron solos siguieron hablando.
—Creo que lo consentimos demasiado —dijo Cesar, que aún abrazaba a su mujer.
—No. Yo creo que tú me consientes mucho a mí. —Gabriela sonaba coqueta, dulce, provocadora. En definitiva, como era ella por naturaleza.
—¡Jajaja! Claro. Es que con esas proposiciones que me haces es imposible decirte que no. —La mirada de Cesar no denotaba lujuria, sino verdadero y profundo amor—. Gaby, tú sabes que te amo, ¿verdad?
—¡Sí!, sí lo sé. Yo también te amo. —La rubia se separó de aquel abrazo y tiernamente se besaron. En ese momento pensaba que así debían ser todos sus días. Sin preocupaciones, sin miedos, sin temores, sin problemas.
Cuando terminaron de besarse, se levantaron del césped con la intención de ir a servirse un refresco.
Fue ahí cuando la Rubia se dio cuenta que algo andaba mal. Las risas y el barullo que hacían las demás personas en el parque habían desaparecido. Buscó con su mirada en todas direcciones y no vio a nadie más en ese parque, salvo a su esposo, que estaba a su lado. El luminoso sol que hasta hacía momentos reinaba fue sustituido por nubes negras y post apocalípticas. Ahora el viento soplaba fuertemente con amenazantes aires de lluvia. Por lo visto habría una gran tormenta.
—¡Jacobo! ¡¡Jacobo!! —gritaba Gabriela. El niño extrañamente había desaparecido junto con la demás gente. La rubia en forma desesperada buscaba con su mirada, intentando dar con alguna pista del paradero de su bebé.
—¡Cesar! ¡Jacobo no está! ¡¡Cesar!! —Por más que Gaby llamaba a su esposo este no volteaba a verla.
—¡Te estoy hablando! ¡¡Contesta!! —Las lágrimas brotaron de sus bellos ojos azules, por alguna razón no podía ir en busca del niño. Sus músculos no le respondían.
Cesar dio media vuelta quedando frente a ella para hablarle.
—Gabriela, ¿eres feliz? —le preguntó Cesar a su esposa con una mirada sombría, y carente de expresión.
La casada no entendía que sucedía. ¿Por qué no podía mover sus piernas? ¿Por qué Cesar preguntaba eso cuando su niño había desaparecido? Y lo más importante: ¿Adónde había ido Jacobo?
—¿Por qué me preguntas eso? ¡Debemos buscar a Jacobo! ¡rapi… —La voz de la chica fue abruptamente interrumpida por la de su marido.
—Te pregunto eso porque sé que me engañaste. Sé que te acostaste con otro hombre en los momentos que me ausente de casa por trabajo —le dijo Cesar mirándola fijamente a sus ojos.
—¡¿Pero… de qué me hablas?! Por favor déjate de tonterías y busquemos a Jacobo —le decía Gabriela sin saber exactamente a qué se refería su esposo.
Como si no la hubiera escuchado, Cesar continuó hablando con una expresión de seria pasividad que ponía los pelos de punta a la rubia.
—No trates de negarlo Gabriela. ¿Acaso no soy lo suficientemente hombre para ti? ¿O puede ser que te guste más él que yo? ¡¡¡RESPONDE!!! —La voz del hombre tronó con autoridad.
—No… no sé… no sé de qué me hablas. Te… te juro que no sé de qué me hablas —le dijo la chica. A su mente le llegaban unos lejanos y borrosos recuerdos de verse a ella totalmente desnuda y sudorosa sobre una cama manteniendo relaciones sexuales con un hombre desconocido. Aun así, las imágenes eran muy difusas.
—¡¡¡Responde!!! —le gritó nuevamente Cesar, totalmente enloquecido.
La lluvia iba en aumento. El viento no cesaba de soplar, y los arboles parecían querer salir volando. La joven madre de igual forma podía escuchar tenuemente el aullido de un perro. No había duda de que era el cachorro que acababan de adoptar. Quería seguirlo para dar con su bebe. Sin embargo, una vez más sus músculos no le respondían.
Gabriela cayó de rodillas frente a su esposo. En forma desesperada se daba a pensar en lo que decía su marido. No sabía de qué hablaba su marido, pero debía recordarlo o no podría encontrarse con Jacobo. Su mente ya conectaba esas brumosas imágenes que débilmente se le graficaban con las acusaciones que Cesar le estaba bramando. Sus delicadas manos tomaron su cabeza “Piensa, piensa. ¿De qué rayos habla?”.
Para la rubia parecía que las horas habían pasado muy rápidamente, pero ella seguía sin recordar claramente.
—No me lo puedes ocultar, Gabriela —continuó diciéndole Cesar, ahora con su voz más baja, pero con convicción—. Tras esa cara de niña buena que no rompe un plato, está dormida una lujuriosa ramera sedienta de verga. Una mujerzuela que pide que cada vez se la metan más y más. Así que reconócelo de una vez, reconoce que te gusta la verga de ese horrible viejo con quien te acostaste. —La voz de Cesar tenía cierto toque fantasmal.
Hasta que la mente de Gabriela lo recordó todo. Por fin entendía de lo que estaba hablando.
—Te… te juro que no fue mi intención —le reconoció la rubia con sincero arrepentimiento. Sus bellos ojos parecían un mar de lágrimas, a la vez que cogía a Cesar por los pies en forma suplicante.
—Yo te creo, pero no puedes negarme que te gustó. ¡El miembro de ese hombre te gustó más de lo que quieres aceptar! —Cesar retrocedió un poco evitando de esta manera que la infiel de su esposa lo siguiera tocando. Lo hizo con una mueca en su cara, como si ella le diera asco. Y así también lo notó nuestra atribulada casada desde su ubicación, ahí, de rodillas.
—¡No! ¡Eso… eso no es cierto! ¡¡Fue un grave error!! ¡¡¡Por favor, perdóname!!!
—Me gustaría hacerlo… Y lo haré. Pero antes debes someterte a una prueba.
Gabriela completamente desconcertada no apartaba la mirada de su esposo. ¿A qué se refería con eso de una prueba? La desconcertada rubia pronto lo descubrió.
Una silueta oscura y bastante ancha emergió detrás de Cesar. A medida que avanzaba hacia ellos la chica pudo reconocer de quien se trataba.
—¡¡¡JAJAJAJA!!! Estabas bien apretadita la otra noche pendeja. —Para la sorprendida rubia esa voz ronca y aguardentosa era inconfundible.
—¡Doo… Don Cipriano…! —atinó a decir la rubia ante la sorpresa de estar nuevamente frente a él. Sus mejillas ardieron automáticamente por una extraña sensación de rubor al saberse nuevamente ante su presencia.
—Así es, esposa querida. Aquí está el viejo con quien tú te acostaste. El mismo viejo que te abrió de piernas, a lo cual tu accediste. El mismo que te hizo gritar como una perra en celo cuando te la metía en esos momentos en que yo estaba trabajando —le decía fríamente Cesar a su mujer, y con lujo de detalles.
La confusión de Gabriela era tal que no pudo articular palabra. Solo se daba a mirarlos a ambos alternadamente, no entendía nada.
—Aquí está tu prueba —continuo el dolido esposo—. Escoge, ¿qué prefieres? ¿A tu familia, los seres que más te amamos en el mundo? ¿O prefieres la calentura que te provoca el acostarte con este viejo? —Cesar hablaba sereno. Lo hacía como un sabio anciano quien cree tener la situación controlada.
—Tú sabes que me escogerás a mi reinita, jejeje, a mí y a mi amiguito claro. —El viejo, junto con decir lo último, se agarró su grueso miembro con ambas manos bamboleándolo a menos de un metro del lugar en que la rubia estaba arrodillada.
Hasta ese momento Gabriela no se había dado cuenta que Don Ciprino estaba completamente desnudo. Desde donde estaba ella lo veía claramente. Ese horrible hombre lucía tan asqueroso como siempre. Con su fofa panza, con su cara de depravado que era la misma con la que la había mirado en los momentos que estaba montado sobre ella la noche esa en que se la había cogido en un inmundo motel parejero. Con su piel llena de bellos. Aun así, nuestra rubia no pudo evitar bajar su mirada hacia el pene del hombre, el cual estaba completamente erecto apuntando al cielo. Según el subconsciente de Gabriela, aquel miembro lucía tan espectacular como cuando se lo metieron en el motel.
—¡Rápido! ¡¡Elige!! O no encontraras a Jacobo nunca más en tu vida —la apresuraba Cesar.
No importaba la situación que fuese, ella siempre elegiría a su familia. Aquella era una prueba estúpida, pero algo raro ocurría. Gaby se sentía como mera espectadora en una película, no controlaba ni su cuerpo ni su mente.
—¡Lo… lo elijo a él! —dijo de pronto Gabriela, levantándose del césped y apuntando a don Cipriano, sin despegar su mirada de la impresionante verga que el viejo se gastaba.
—¡¡Noooo!! ¡¡No quise decir eso!!! —pensó la rubia ante la sonrisa de satisfacción de Don Cipriano y la mirada de derrota de su esposo.
—¡Acércate nalgona y mámamela! —le ordenó Don Cipriano a Gabriela. El tono del vejete era de mucha confianza. Cesar así lo escuchaba.
La chica irreflexivamente caminó lentamente hacia él. Quería parar, pero no podía. Cuando estuvo junto al hombre se agachó hasta quedar de rodillas ante él. De esta forma su linda boquita estuvo a la altura de su verga. Sus cuidadas manos se posaron en las velludas piernas del asqueroso mecánico y subieron hasta quedar a escasos centímetros de su tremendo aparato. Involuntariamente vio a su marido, quien, con lágrimas en los ojos movía su cabeza de manera negativa. Se veía tan triste, tan afligido, tan decepcionado.
—¡Abre tu boca pendejaaa, y trágatela! —bufó al instante Don Cipriano.
La casada abrió lo más que pudo sus finos labios con la intención de guardar en el interior de su boca toda esa barra de carne caliente que en cámara lenta se acercaba peligrosamente.
—¡Nooo! ¡¡Yo no quiero esto!! ¡¡¡Por favor, no me veas cariño!!! ¡¡¡Por favor, noooo!!! —gritó con todas sus fuerzas, mientras era ella misma quien se la iba introduciendo a través de sus labios hasta quedar chupándosela con ganas.
Y fue en este momento cuando despertó. Abruptamente abrió sus ojos, su corazón latía rápidamente y respiraba muy agitada. El diminuto baby doll con el que acostumbraba dormir se repegaba totalmente a su cuerpo, debido al sudor que lo recorría. Se levantó un poco de la cama para comprobar lo que era obvio: todo había sido una terrible pesadilla.
Gabriela sentía el calor que generaba el cuerpo de su marido. No necesitó voltear a verlo, es más, no quería hacerlo. Se sentía tremendamente culpable. Había caído en el juego de ese hombre. Había caído en la tentación, y había engañado a su amado esposo.
Hacía una semana de aquello, pero no podía olvidarlo ¿Cómo fue capaz de fallar de esa manera ante su familia? Se dio la tarea de contarle todo lo ocurrido a Cesar y afrontar las consecuencias de sus estupideces. Pero al verlo recapacitó las cosas. No solo podía echar a la basura su matrimonio, sino también podría perder a su hijo. Era un riesgo que no estaba dispuesta a tomar, por lo cual su última decisión fue guardar el secreto solo para sí misma.
En su mente aun creía escuchar los ronquidos del mecánico. Esos ronquidos que la despertaron después de haber reposado en sus brazos y que la hicieron regresar a casa a altas horas de la madrugada. Afortunadamente ese día Cesar estaba fuera de la ciudad.
Lentamente se tranquilizaba. Su respiración y su corazón se normalizaron. Vio la hora en el reloj junto a su cama, eran las 3:47 am, y en un par de horas tenía trabajo. Debía hacer lo posible por dormir, por la mañana seguiría reprochándose. Cerraba sus ojos cuando sintió algo extraño entre sus piernas. Llevó su mano ahí y se quedó helada al descubrir que su vagina había segregado muchos líquidos, por lo visto estaba excitada.
Esa era la mañana en que Gabriela se había propuesto que todo volviera a la normalidad. Se suponía que hacía una semana debía volver al trabajo, —recuerden que pidió sus 2 semanas de vacaciones para pagar la deuda de su camioneta— pero no lo hizo. Se sentía tan mal por lo ocurrido con don Cipriano que llamó a su jefe pidiendo una semana más, argumentando que no se sentía muy bien. El aceptó, más para quedar bien con ella que porque le creyese.
Esa semana fue la peor de su vida. Los remordimientos la atormentaban. No quiso salir prácticamente para nada de la cama, y lo peor venía cuando Cesar, verdaderamente preocupado, le insistía por ir a ver a un doctor, a lo cual ella se negaba. Sabía que su malestar no se curaba con ninguna medicina. Y para acabarla de amolar, el viejo no dejaba de llamar a su celular o de mandar mensajes. Ella no respondía las llamadas, no creía ser capaz de hablar con ese sujeto. Lo que sí respondía eran los mensajes, en los cuales escribía que la dejara en paz, que no quería nada con él, y claro, todo a espaldas de su marido.
Por su mente pasó la idea de cambiar su número de teléfono celular, pero creía que si el hombre no tenía manera de localizarla podría pararse allí en su casa, y eso era muchísimo peor. Prefería que el hombre la siguiera molestando por teléfono hasta que se cansara y dejara de buscarla.
En fin, en algún momento su vida debía continuar y estaba dispuesta a que ese día fuera hoy.
La rubia conducía su camioneta para llevar a su hijo al colegio y después dirigirse a su trabajo como secretaria, por lo que decidió usar su mejor traje para trabajar: una pequeña falda blanca, con un saco del mismo color, coronado con unas medias también blancas. Se veía apetecible, cogible, deseable.
Llegó a la escuela de Jacobo y con un tierno beso en la mejilla se despidió de él. observó desde su asiento como entraba en la escuela. No fue sino hasta que lo perdió de vista que arrancó con dirección a su trabajo.
Tiempo atrás esos momentos de soledad le habrían encantado. Le gustaba reflexionar sobre sus asuntos. Ahora los odiaba. Temía recordar lo estúpida que fue, lo fácil que cayó en el juego del viejo. Pero, sobre todo, temía recordar que lo disfrutó.
Hacía un esfuerzo sobre humano para controlar sus pensamientos, para no rememorar aquel fatídico día. Y, para colmo, esa era la hora en que había más tráfico. El viaje parecía eterno. Su camioneta no avanzaba. Escuchaba los cláxones de la gente que, al igual que ella, sufría el embotellamiento. —Vamos, avancen —pensaba la rubia en forma frustrada.
Entonces escuchó el timbre de su celular. Lo cogió para revisar de quién se trataba. Su sonrisa se iluminó al comprobar quien la estaba llamando.
—Bueno, Gaby. ¿Cómo estás? —dijo una voz femenina del otro lado del teléfono.
—Hasta que te dignas a llamar —respondió la rubia, denotando algo de indignación y cierto reclamo.
—A mí también me da gusto escucharte, jajaja —respondió en tono burlón la otra voz.
—Eres una mensota, ¿sabías? —preguntó Gabriela a la vez que fijaba su vista en el camino con la esperanza de que el tráfico hubiese disminuido. No fue así.
—Claro que lo sé, ¿pero así me quieres verdad?
—Estúpida Lidia. Tú sabes que no puedo enojarme contigo.
Se trataba de Lidia, la mejor amiga de Gabriela. Más que su amiga era prácticamente como una hermana.
—Y a qué se debe que la reina Lidia se digne a llamar a la plebeya Gabriela —dijo la rubia, mofándose de la situación.
—Ya déjate de eso, Gaby. Sabes que en verdad me duele no haber podido comunicarme contigo en estas semanas. Pero, aunque la mayoría de la gente no lo crea, algunos sitios en verdad están totalmente incomunicados.
Lidia se desempeñaba como maestra de primaria. Mejor dicho, como maestra sustituta al no tener una plaza establecida. Hacían tres semanas le ofrecieron ser tutelar de un pequeño salón en un rancho a unas tres horas de la ciudad. Al principio Lidia se mostraba indecisa, sabía que era un pueblo y como tal tendría carencias. Al final aceptó pues ser maestra era su sueño desde pequeña y no lo dejaría pasar por niñerías.
—Disculpa, comadre —dijo Gabriela. Aunque ellas no eran comadres en verdad, solo así se llamaban a veces, actitud que tomaron desde preparatoria—. Pero no te quedes callada y cuéntame ¿Cómo te va allá en el pueblo? ¿Cómo están? —preguntó la rubia en parte porque era la excusa perfecta para evadir sus pensamientos, y en parte porque era su amiga, en verdad le importaba.
—Ni sabes, amiga. Me siento la mujer más fracasada del mundo. —Gabriela notó que la voz de Lidia se hacía más pesada, con un tono melancólico.
—No seas exagerada. A ver, cuéntame, ¿qué pasó? —la animó Gabriela.
—¡Renuncié! Abandoné la única oportunidad de cumplir mi meta en la vida. —Se notaba claramente como Lidia hacía esfuerzos para que su voz no se rompiera.
Esto tomó por sorpresa a la despampanante rubia, quien cerca estuvo de pasarse un semáforo en rojo de la impresión.
—Pe… Pero ¿por qué? —preguntaba Gaby extrañada.
—Anda, era horrible. Y cuando digo horrible lo digo en serio. Traté de comunicarme contigo, lo juro por lo más sagrado, pero en el pueblo no existía señal de teléfono ni de celular, por supuesto tampoco internet, y el colmo, ni siquiera correo ¿Puedes creerlo? ¡No hay correo! —decía Lidia, indignada.
—¿Y por eso te regresaste? perdóname Lidia, pero eso es una gran estupidez. —Existía tanta confianza entre ellas que Gaby podía regañarla cuando consideraba que no estaba haciendo las cosas bien. Lidia, por su parte, también lo hacía. Cuando la rubia cometía un error su amiga era la primera en señalarlo.
—No, Gaby. Sabes que si solo fuese eso no me importaría, pero es que… créemelo, algunas veces no teníamos para comer. Allá en el pueblo la comida y el agua escasean. Si viviese yo sola no habría bronca, pero debo pensar en Ricardito.
Lidia era madre soltera. Tuvo a Ricardo tres meses antes que Gaby tuviese a Jacobo. El padre la embarazó, y no tuvo los pantalones para hacerse cargo de la responsabilidad y los abandonó. Fueron los perores días en la vida de Lidia, pero salió adelante gracias al apoyo de su familia y de Gaby.
—¿En serio? ¿Ni para comer? —preguntó la rubia.
—Exacto. Se me partía el corazón cada vez que mi costalito pasaba hambre, o sed, o frio. A la mierda con mis sueños. No hay nada más importante en mi mundo que mi hijo.
En esto Gaby estaba completamente de acuerdo. Ella también era capaz de hacer lo que fuese por Jacobo. Siguieron hablando por minutos sobre las carencias de aquel pueblo hasta que Gabriela sin darse cuenta llegó al estacionamiento de su edificio de trabajo.
—Y ahora la pregunta del millón ¿Cuándo regresas? —preguntó Gabriela con sentimientos encontrados. Por una parte, en verdad odiaba que alguien tan querida para ella echara a la borda sus sueños, sus ilusiones, sus esperanzas, pero, por otro lado, se sentía feliz. En esos momentos necesitaba una amiga y quién mejor que Lidia.
—Ya estoy aquí. Por suerte no pude vender mi depa…
—¿En serio? Tenemos que vernos. —La voz de Gabriela sonaba realmente emocionada.
—Por supuesto. De hecho por eso te hablaba, ¿qué tal si en la noche nos vamos de antro? —le propusó Lidia
A Gabriela no le gustó la idea. No tenía ganas de salir a lugares como esos. No en este momento de su vida. Se sentía culpable sobre todo con su esposo. Había llegado a la conclusión que debía pasar el mayor tiempo con él, en su interior sentía que era una manera de recompensarlo.
—No lo creo, amiga. Cesar no me va a dejar. —La rubia ponía excusas que ni ella se creía. ¿De cuándo acá obedecía las ordenes de su marido?
—Pues tráetelo, salgamos los tres. —Lidia no quitaba el dedo del renglón.
Mientras tanto Gabriela estacionó su camioneta. Observó su reloj y se dio cuenta que ya era tarde, pero no le importó, ¿qué más daba si llegaba algunos minutos después? Así que, sin prisa, estacionó su camioneta y se quedó unos momentos sentada sin intención de bajar.
—En verdad no creo que sea una buena idea, amiga. Tú sabes cuánto detesta bailar y esas cosas —dijo la rubia refiriéndose a Cesar.
—Si, y a ti te encanta.
—No sabes cuantas veces le he pedido que tomé algunas clases. Pero dice que eso es de mujeres.
Continuaron hablando sobre el poco o nulo talento como bailarín de Cesar, y sobre lo mucho que Gabriela quisiera que el aprendiera.
Esa conversación hizo que la casada rememorara el día cuando conoció a Cesar. Había asistido a un baile de su preparatoria. Y, como siempre, ella era el alma de la fiesta; bailaba con cualquiera que se lo propusiera. En eso estaba cuando apareció Cesar, quien inmediatamente llamó su atención. A la vista de Gaby era encantador. La sacó a bailar. Lo recordaba como si hubiese sido ayer. De fondo sonaba Once Upon a December. Aunque ella no se enteraría sino hasta horas después, cuando preguntó el nombre de la canción.
Eran la pareja más hermosa del baile, aunque Cesar no bailaba nada bien. De hecho, lo hacía horrible, y eso se debía a que el odiaba bailar. En verdad lo detestaba, pero el ansia por conocer a esa chica rubia hizo que venciera sus temores. Eso no se repetiría jamás. Cesar nunca más volvió a bailar con ella, por mucho que ella le rogó y le suplicó.
La rubia hubiese dado cualquier cosa por repetir ese momento, pero con la diferencia de que Cesar aprendiera a bailar.
Lidia sentía que Gaby estaba evitando el tema del antro, daba vueltas al asunto y ponía excusas de porque no podía ir.
—Ni modo Gaby, otro día será —le dijo Lidia. Estas palabras parecían dictar que su conversación estaba por terminar.
Gaby notó el tono tan melancólico con el que dijo esas palabras. Tal vez Lidia creería que no quería verla, cosa que no era cierto. La verdad era que ansiaba contarle lo sucedido los últimos días.
—Oye, ¿y qué tal si vienes a mi casa a cenar? Ya sabes, cómo familia —le propuso Gaby con la esperanza de que su respuesta fuera afirmativa.
Lidia no esperó ni dos segundos para contestar afirmativamente.
—Bueno, te espero a las 8:00. Y ahora te corto porque ya voy tarde y mi jefecito se va a enojar. —Apresuradamente la rubia bajó de su camioneta y caminó lo más rápido que sus tacones altos se lo permitieron.
—Solo espero que esta vez tu comida esté buena, porque la última vez que la probé estuvo infame, ¡jajajaja! —bromeó Lidia.
—A tu plato le voy a poner veneno, sangrona —Gaby siguió con el juego.
—Adiós, amiga. Te veo en la noche.
—Adiós.
Por lo visto ese día había empezado bien en la vida de la espectacular rubia.
La mañana transcurrió relativamente normal en la oficina, con la diferencia que sus compañeros de trabajo —en especial hombres— se habían acercado a ella más de lo normal, argumentando que hacía semanas que no la veían y querían ser atentos.
Esta era una vil excusa para estar cerca de su voluptuosa anatomía. Cada hombre en esa oficina sentía como la lujuria los invadía al ver a la casada. Y no era para menos. Verla allí sentada detrás de su escritorio con ese diminuto atuendo era de infarto.
Ella, al ser muy educada y atenta, respondía a las atenciones de sus compañeros. Además, en verdad le gustaba socializar, era una persona muy extrovertida. Aparte de eso no tuvo mayores complicaciones hasta que el señor Martínez, su jefe, la llamó para que tomara algunos apuntes.
La rubia entró en aquella oficina que conocía tan bien. Esta era espaciosa, con una vista espectacular hacia el otro edificio. Las estanterías estaban llenas de libros, muy lujosa. En medio se encontraba el escritorio del señor Martínez, todo esto adornado con masetas esparcidas cuidadosamente por la sala.
—Tome asiento, señora Guillen —dijo el señor Martínez, que estaba sentado en la silla detrás de su escritorio.
—Gracias, señor —dijo Gabriela, a la vez que tomaba asiento y cruzaba sus torneadas piernas. Con su libreta y lápiz en mano se disponía a anotar lo que su jefe le ordenara.
—Ya le he dicho que usted puede llamarme Enrique —le recordó el jefe, intentando que la rubia cogiera más confianza.
—Perdóname, Enrique. —La rubia había olvidado por completo su acuerdo.
Enrique Martínez era un hombre de cuarenta y cinco años. De estatura normal. No era gordo, pero tampoco era flaco. Aparentaba perfectamente su edad con esas canas que a muchas mujeres les parecen interesantes. Aunque siendo honestos, con el dinero de ese hombre, este siempre parecería interesante.
A Gaby no le gustaba llamarlo Enrique. Sabía de antemano que muchas personas en la empresa creían que ellos —Gaby y el señor Martínez— eran algo más que Jefe y secretaria. Cosa que era totalmente falsa. Solo lo veía como su jefe, al cual respetaba, pero notaba como la veía. La lasciva mirada que le lanzaba cada vez que entraba.
Esa era la razón por la que no le gustaba llamarlo por su nombre. No quería acrecentar los rumores, aunque en privado podía hacerlo. A fin de cuentas, nadie se enteraba, y si eso hacía feliz a su jefe pues estaba bien para ella.
—No hay problema, Gaby. Solo recuerde, soy Enrique. Es más, usted puede llamarme como quiera —se aventuró el señor Martínez.
—Como quieras suena muy feo. Creo que te llamaré Enrique, jajaja —rio Gaby con su sonrisa coqueta. Su jefe también lo hacía.
El señor Martínez comenzó a dictarle una serie de órdenes que esperaba se cumplieran a la brevedad.
—Eso es todo, Gaby. Puedes retirarte —ordenó el señor Martínez, no separando su mirada ni un milímetro de la escultural figura de la rubia.
—Bien, Enrique. —La rubia se paró de su asiento y se dirigió a la puerta, cuando iba a abrirla su jefe volvió a llamarla.
—Espera. Tengo algo más que decirte. —La voz del señor Martínez sonaba indecisa. Gabriela regresó y tomó asiento nuevamente.
—Dígame.
—¿Sabes acerca de esos rumores de pasillo que dicen que tú y yo somos algo más? —preguntó el jefe.
Esto tomó por sorpresa a la rubia. Hasta ahora nunca había sido necesario entrar en ese tema. Tratando de aparentar la mayor calma que pudo la rubia respondió.
—Sí, los he escuchado.
El señor Martínez se alejó de su escritorio y lentamente se ubicó por detrás de la rubia, rodeándola.
—No sé cómo decir esto. —Claramente se notaba el nerviosismo en el señor Martínez, sudaba en demasía e incluso tartamudeaba.
La rubia intuía que nada bueno podía salir de esta conversación. Sus instintos femeninos se lo advertían.
—¿Qué te parece si hacemos realidad los chismes? —dijo su jefe, a la vez que colocaba sus manos en los hombros de Gaby.
—¿A… qué se refiere? —preguntó la rubia quien aún no le quedaba muy claro de que era de lo que le hablaban.
—Mira, te lo pondré así: Tú eres una mujer muy hermosa y yo soy un hombre muy solitario. —Las manos del jefe comenzaron a masajear sus hombros. Esta actitud asustó a la casada, quien, como un rayo se levantó y tomó su distancia.
—Tranquila, tranquila, tomaté tu tiempo y piénsalo. Nos divertiríamos mucho los dos juntos en horas de trabajo. Nadie se enteraría si lo publicáramos en la agenda de reuniones fuera de la oficina. Ni siquiera tu marido se daría cuenta de lo nuestro.
Gabriela no tuvo ni que pensarlo, la respuesta brotó sola de sus labios.
—¡¡Noooo!! —Su respuesta fue tajante y contundente. Al parecer el señor Martínez no esperaba eso. Su rostro, que hasta el momento consistía en una sonrisa maliciosa, cambió drásticamente. Sus facciones se tensaron, su cuerpo se irguió. Estaba indignado.
—Creo que no sabes lo que estás diciendo, preciosa. Tómalo por este lado: Soy un hombre muy rico, gano mucho más en un mes de lo que tú ganas en varios años. Si aceptas te compraría lo que tú quisieras…, pero si no… —el señor Martínez no terminó la oración.
—¡¡No, ya le dije que no!! —Gaby estaba completamente segura. No repetiría lo que pasó con el viejo Cipriano. En ese momento, por alguna razón, se imaginó que el hombre que estaba frente a ella era don Cipriano, ese viejo con quien ella engañó a su marido.
—Si esa es tu respuesta final agarra tus cosas y vete. Estas despedida —le dijo el señor Martínez, muy molesto pero guardando la compostura para evitar que alguien lo escuchase. Además, creía que la rubia, al temer por su trabajo, terminaría aceptando.
Gaby, por su parte, también estaba molesta, muy molesta. Los últimos días habían sido los peores de su vida, quería desquitarse con alguien y que mejor que esa oportunidad.
—Usted es un cerdo. Aléjese de mí —dijo Gabriela en voz alta, sin importarle que alguien pudiera escucharla, es más, así lo deseaba ella.
—¡Shhhhttt! Baja la voz —el miedo al escándalo invadió al hombre.
—¡¡¡No me callo!!! ¡¡¡Apoco creía que soy de esas mujeres que se acuestan con quien sea por dinero!!! —El tono de su voz ya era muy alto, prácticamente le estaba gritando.
—¡Cállate, por favor! ¡Haz de cuenta que esto nunca paso! Vuelve a tu trabajo —dijo, intentando que guardara silencio.
—¿Qué? ¡Claro que no! ¡¿sabe qué?! ¡¡Soy yo quien renuncia!! —La rubia abrió la puerta, salió por ella y la cerró de un golpe muy fuerte.
El señor Martínez se quedó allí petrificado, todo le había salido mal. Tanto tiempo que le tomó conseguir el valor para proponerle aquello y no sirvió para nada. El empresario jamás imaginó que su secretaria reaccionaría así.
Le dolía su orgullo de hombre. Sabía incluso que se pudieron escuchar los gritos de Gaby fuera de la oficina. Estaba seguro de que sería un gran chisme. Pero lo que más le dolía era que no se cogería a tan apetecible casada.
Gabriela caminaba hacia su escritorio escuchando el alboroto que había causado. Los empleados no dejaban de hablar entre ellos. Comenzó a recoger sus pertenencias para no volver nunca a esa oficina. Ahora era desempleada, debería sentirse mal pero no era así. En el fondo sintió eso como una gran victoria moral contra todos esos viejos verdes que acosaban a las mujeres jóvenes. Además, había puesto en su lugar a su horrible jefe. Sonrió.
Ya en la noche la rubia sentía que hacía mucho tiempo no se sentía así, segura, querida, en familia. De hecho, hasta había olvidado sus preocupaciones.
Sentada a la mesa con su marido y su mejor amiga, charlaban acerca de tonterías. Escuchaba las risas de los niños, quienes jugaban en su recamara marital. Se sentía triunfante. Nunca más le sería infiel a su esposo y la negativa de aquel día hacia su jefe era prueba de ello.
—¿Ya sabes lo que le vas a regalar al cabezón de tu esposo? —preguntó Lidia a la rubia. Gabriela vio a su amiga, recordando como era antes.
Lidia tenía la misma edad que Gaby, veintiséis años. Se conocieron en primero de secundaria, pero no fue sino hasta segundo que se hicieron amigas. Todo gracias a que, en clase de química, durante todo el año debían trabajar en parejas.
Quizá fue el destino quien las unió, pues ese día Gabriela no acudió a clases. Por lo tanto, no pudo hacer equipo con nadie. De haber acudido no hubiese tenido problemas para que alguna de sus amigas la eligiese. Fue por eso que su maestra había decidido colocarla con la única niña que no tenía pareja —ni amigas— Lidia.
Al principio les costó congeniar. Eran muy diferentes. Lidia era la típica niña nerd, de lentes, de frenos, y con acné; pero también estudiosa y muy callada, que contrastaba enormemente con la belleza de la rubia, quien, a esa temprana edad, ya tenía un cuerpo que envidiaban muchas alumnas e incluso maestras. Además, era alegre, extrovertida y no muy estudiosa.
Cierto día, cuando Gaby se quedó a dormir en casa de Lidia por motivos escolares, descubrieron que tenían muchas cosas en común. Su amor por esas bandas musicales de chicos bien parecidos. El odio por el futbol. El odio por la mayoría de los maestros de su escuela, y el cariño por otros. A partir de ese día su amistad creció rápidamente. Gaby comenzó a acercarla para que se juntara con ella y sus amigas. Aunque al principio le costó trabajo, Lidia terminó encajando.
De esa relación ambas terminaron ganando. Gabriela le enseñó a ser más abierta con todo mundo, a ser menos callada, a divertirse. Mientras Lidia le enseñó que para ser alguien debes estudiar, cosa que Gaby comprendió a regañadientes.
El paso a la preparatoria fue relativamente sencillo. A esas alturas ya eran mejores amigas, y sus atributos crecieron. En un afán por verse mejor, ambas entraron al gimnasio, habito que conservan hasta estos días.
De aquella chica nerd que Gaby conoció en la secundaria no quedaba nada. Lidia se había vuelto hermosa, no al nivel de la rubia, pero robaba miradas. Tenía una melena negra hasta los hombros, los lentes habían sido cambiados por lentes de contacto, y ya no tenía rastros de acné. Sus dientes se acomodaron gracias a los frenos. Su cuerpo no era voluptuoso en absoluto, pero si era firme y muy bien formado gracias a las horas de gimnasio.
—Tierra a Gaby. Llamando Tierra a Gaby —dijo Lidia al ver que su amiga estaba como ida.
—Disculpa, ¿decías algo? —Estaba algo apenada por recordar esas cosas.
—¿Qué si ya sabes que le vas a regalar a Cesar?
Gabriela recibió eso como un balde de agua fría. Debido a tantos problemas y preocupaciones lo había olvidado por completo. Faltaba una semana y media para su aniversario.
—No, aún no lo sé —dijo Gaby, tratando de que no notaran su sorpresa por no recordar su aniversario de bodas.
—¿Y tú? —volvió a preguntar Lidia, pero esta vez dirigiéndose a Cesar, que seguía disfrutando la deliciosa comida que había preparado su esposa.
—Pues ayer se me ocurrió una idea, pero aún lo estoy pensando — respondió Cesar tratando de restarle importancia al asunto.
Hasta ese momento Gabriela no había contado lo sucedido con su jefe. Llegó a la conclusión de que era hora de hacerlo. Narró cada detalle de lo sucedido como cuando le contaba cuentos a Jacobo. Cuando terminó, notó lo molesto que estaba Cesar, que se paró de la silla y con los puños cerrados dijo:
—Ese maldito desgraciado. Mañana mismo le parto la cara. —Nunca en la vida Gabriela lo vio tan molesto. Pensó que si lo tenía en frente era capaz de matarlo.
—Cálmate, amor. No vale la pena ponerse así —dijo Gaby.
—Gabriela tiene razón, Cesar. A fin de cuentas, no aceptó y no pasó a mayores. —Lidia apoyó a su amiga.
—Pero es que… —el marido no pudo continuar, estaba muy enojado con ese hombre, pero a la vez estaba orgulloso de su esposa.
Cesar se acercó a Gaby e incitándola a que se levantara de su asiento la abrazó. El apretón de cuerpos fue largo, muy cariñoso.
—Discúlpame, Gaby. Debiste estar muy asustada. —Los musculosos brazos de Cesar rodeaban fuertemente a la chica. Gabriela devolvió el abrazo, estaba muy feliz.
—Ya, no sean cursis —dijo Lidia con su enorme sonrisa.
Ni caso hicieron los esposos. Se sentían tremendamente a gusto de esa forma. Lamentablemente estos momentos nunca duran y este no fue la excepción. De repente el pequeño Jacobo jalo la pequeña blusa de Gabriela.
—Mami —dijo el niño intentando que su madre le hiciese caso. Gabriela posó su mirada en su bebe y con esa sonrisa que solo ella es capaz de hacer dijo:
—¿Qué pasa, mi amor? —La rubia aún se mantenía acurrucada en los brazos de su esposo.
—Ten mami —Jacobo extendió sus manos donde llevaba el celular de su mamita, en este se anunciaba una llamada entrante.
—Gracias, mi amor ¿Quién es?
—No sé, pero me dijo que se llama “Cifriano”. —El chico no pudo pronunciar el nombre de quien semanas atrás había tenido a su preciosa mami desnuda, con sus piernas completamente abiertas y recogidas, mientras se la ensartaban, en el momento en que él estaba en la casa de su abuelita y su papi trabajando lejos de casa.
El cuerpo de Gabriela se tensó. Sintió un terrorífico escalofrío recorrer su voluptuoso cuerpo al comprobar que el niño no solo se había limitado a leer el nombre en la pantalla, sino que contestó. Podía observar como el tiempo de la llamada iba en aumento, abruptamente se separó de Cesar y prácticamente le arrebató el celular al niño.
Ni Cesar ni Lidia notaron lo desesperada que estaba Gabriela, quien hacía esfuerzos sobre humanos para disimularlo.
¡¿Qué hacer?!, era lo que se preguntaba la casada. ¿Debía contestar? ¿Debía colgar? Su mente se nubló. La respuesta no estaba muy clara, y el tiempo pasaba. Le pareció eterno, aunque solo fuesen unos segundos.
—¿No vas a contestar amor? —preguntó Cesar, sacándola de sus pensamientos
—Sí, claro. —Gabriela, como si aquello fuese lo más normal del mundo, comenzó a caminar con dirección a la recamara de su hijo. Estaba decidida a contestar para terminar con esa locura. Le iba a decir que de una buena vez por todas la dejara en paz. Se sentía apoyada por el cariño de su familia. Sentía que podía con él.
—Bu… bueno —respondió la rubia tomando asiento en la pequeña cama individual de Jacobo.
—Al fin te escucho, mamacita —la aguardentosa voz del viejo retumbó en sus oídos.
—¿Qué quiere? —le preguntó la casada, con sus sentidos completamente agudizados, cuidando que nadie fuera a escuchar su conversación.
—No he dejado de pensar en ti desde aquella noche en que nos acostamos. Además, quiero volver a verte. Eso…
Rápidamente la memoria de Gabriela se vio invadida por los recuerdos de esa lujuriosa noche. La forma en que intentó desquitarse y como nada le salió como esperaba, habiendo terminando siendo cogida por ese horripilante mecánico.
—No, lo de aquella vez fue una equivocación. Por favor ya deje de buscarme. —La nerviosa rubia hacía uso de toda su fuerza para no demostrar lo asustada que estaba.
—¡¿Equivocación?! ¡¡¡jajaja!!! No, mija, tu conchita esa noche no mentía. Me la apretabas bien rico sabes. Ni mencionar lo sensacional que besas y te mueves cuando estas cogiendo, jeee. —El viejo ya había perdido toda la decencia que alguna vez pudo llegar a mostrar frente a ella. Se sabía con derechos sobre la rubia por lo que ambos habían hecho. Derechos que Gabriela, quisiera o no reconocerlo, le había dado. Por lo tanto, según él, podía decir todas las majaderías que quisiera.
—¡Cállese! Eso no es cierto, —le dijo Gaby en voz baja tratando de negar la verdad, y cuidando que nadie se acercara a la puerta de la habitación de su hijo. La había dejado entreabierta para poder notar si alguna sombra se acercaba donde estaba ella. Si eso pasaba, tendría tiempo solo para cortar la llamada y fingir una inocente conversación con alguien.
—¡Claro que es cierto, pendeja! Y estoy que me muero por volver a saborearte entera.
Gabriela no sabía que estaba mal con ella. Al inicio de esa conversación lo único que deseaba era poner en su lugar a ese viejo desgraciado que osaba a llamarla en momentos tan familiares. Pero sin saber por qué, sin poder explicárselo a si misma, esas palabras soeces sumadas a los recuerdos de lo que había sucedido en aquella mugrienta habitación de motel, le provocaron gustosas sensaciones. Algo en su mente había cambiado. Debía ser honesta con ella misma, aquella noche con el viejo Cipriano había tenido el sexo más intenso de su vida.
Pero eso no bastaba. En la vida había más que solo placer instintivo y carnal. Existía el amor, el verdadero amor, y ella lo sabía. Lo sabía a tal punto que esto le ayudo a tranquilizarse un poco.
—Señor, le pido de la manera más atenta que ya no me vuelva a llamar. No importa lo que usted diga, amo a mi esposo y a mi familia. Y no pondré en peligro mi estabilidad por usted.
—Ps,, no te creo mami. además, que no tienes porque ponerlos en riesgo a ellos, yo solo quiero cogerte a espaldas de tu marido. Lo que sientas por debajo de tus tetotas me valen una verga. Así que dime, ¿cuándo nos juntamos de nuevo? Quiero que volvamos a culear así bien rico, jeje.
—Oiga, no sea pelado. Y no hablé de mi familia. Ya le dije que yo no quiero nada con usted. —La nerviosa rubia aprovechó el silencio al otro lado de la línea para seguir explayándose en sus convicciones. —Cu… cuando lo hicimos yo no sentí nada. Solo fingí para que todo terminara rápido. Así que por favor le pido que ya no me moleste más —terminó por decirle la casada al vejete.
No obstante, Gabriela no podía dejar de sentir una extraña sensación, tanto mental como física, al estar manteniendo aquel tipo de conversación con tantos tintes íntimos con el mismo vejete con quien había caído en la infidelidad; con ese hombre quien había sido, muy a su pesar, su amante ocasional. Y todo esto teniendo a su legítimo marido muy cerca de donde hablaban.
Pero al otro lado de la línea esas últimas palabras dichas por la rubia perforaron al viejo. Esta era la primera vez que la notaba tan segura de sí misma, y temiendo que ella cumpliera con su palabra y que quizás nunca más se la volvería a coger, este comenzó a aclararle.
—Ps como te dije la otra noche, pendeja, ¡la que me prueba repite! ¡Y tú no serás la excepción, zorraaa! ¡Esas nalgotas que te cargas, tus tetas, tu rajadura delantera, y todo lo tuyo ya es mío! ¡¡Recuérdalo!!
—Voy a colgar, señor. Esta es la última vez que le contesto. —Fue lo último que dijo la rubia, ya que sin esperar respuesta cortó la llamada.
Su corazón lentamente comenzó a tranquilizarse, al igual que su respiración y su nerviosismo. Sonrió para sí misma. Sentía que había triunfado, que su vida podía volver a la normalidad y que todo había terminado. De muy buen humor se levantó y se dirigió al comedor para encontrarse con Cesar y Lidia.
Llegó y no estaban. Le pareció extraño, en la casa solo se escuchaba el ruido de los niños al jugar. Siguió buscando hasta que llegó a su sala, fue entonces que los encontró.
Cesar y Lidia estaban sentados en el sillón. Gabriela notó como su amiga le decía algo al oído a Cesar y como este se reía. Estaban muy juntos, tal vez demasiado.
Al percatarse de su presencia Cesar se hizo el desentendido y se separó rápidamente de Lidia. Ella hizo lo mismo. A pesar de que intentaron hacerlo disimuladamente, Gabriela igual notó la reacción rápida de separación que toda pareja hace al verse sorprendidos en algo malo.
—¿Quién era amor? —preguntó Cesar algo nervioso.
—Era un cliente del señor Martínez —mintió la rubia, aún pensando en la extraña escena de antes—. Le dije que ya no trabajo para él.
Ambos le creyeron y sin más siguieron hablando.
A la mañana siguiente todo parecía haber vuelto a la normalidad para la rubia, con la excepción que ahora no tenía trabajo. En su mente estaba la idea de buscar alguno, pero no en forma inmediata. Cesar le dijo que se tomara su tiempo, que la experiencia de antes —con el señor Martínez— debía ser muy traumática. Le dio permiso para tener unos días libres en lo que, según él, se debía recuperar.
Gabriela le tomó la palabra. Deseaba unos días más para estabilizarse sentimentalmente. Por la mañana llevó a su hijo al colegio, como normalmente lo hacía. Además, aprovechó para pasar al gimnasio. Llevaba días sin asistir y, como toda mujer vanidosa, no quería perder su figura. Al terminar, recogió a Jacobo y ambos fueron a una tienda de ropa. La rubia quería prepararse con anticipación para su aniversario.
Se probó todo tipo de vestidos, cortos, largos, baratos, y caros; buscando el que mejor se acomodase a su figura. Mientras su pobre angelito, totalmente aburrido, jugaba con su consola de videojuegos.
—Mami, ya vámonos, tengo hambre —decía el niño sobándose la panza, sentado fuera del probador de mujeres.
—Espérate tantito, amor, ya casi. Creo que me voy a llevar este, necesito tu opinión —dijo la rubia, incitando a que el niño entrara en el probador de mujeres, cosa que hizo—. ¿Qué te parece amor? ¿Se ve bonita tu mami con este vestido?
Era un vestido de un rojo intenso. Con tirantes en sus hombros. Unos diez centímetros por encima de las rodillas. Muy ceñido al cuerpo, y sin escote por enfrente, pero tan pegado que se notaban a la perfección sus redondos pechos.
—Sí, mami, te ves muy bonita. Pero ya vámonos.
—Solo espera un tantito, amor —le dijo Gabriela, observando su redondo y parado trasero en el espejo del probador, a la vez que se lo tocaba con sus suaves y delicadas manos a sabiendas que con aquel vestido se veía soberbia.
—Creo que me lo llevo. A tu papi le gusta que me vea algo pomposa, jajaja —rio la rubia.
Al terminar salieron del probador. Compraron el vestido y finalmente, para fortuna de Jacobo, se dirigieron a casa.
Ya era entrada la noche y Cesar no llegaba. Gabriela estaba preocupada. Él no era así. Por lo general pasaba toda la tarde en casa y cuando no lo hacía siempre llamaba.
El nuevo trabajo de Cesar —el cual era solo algunos días de la semana— le permitía pasar mucho tiempo con su familia. Y ahora, Gabriela, al saberse desempleada, quería aprovechar todo ese tiempo para pasarlo con su marido. Sentía que de esta forma lo compensaba por lo estúpida que había sido.
En tanto, en el departamento del matrimonio Guillen seguía pasando el tiempo y Cesar no aparecía. —¿Dónde estás amor? —se preguntaba la sensual rubia. Recostada en su cama solo vestía la bata que usaba para dormir, sin nada debajo, era un día caluroso. Fue en eso que escuchó unos ruidos que provenían de la entrada. Rápidamente se levantó imaginando que se trataba de Cesar. Cogió sus pantuflas y se dirigió a su encuentro. Estuvo en lo correcto, se trataba de Cesar, quien abría el refrigerador en busca de algún bocadillo.
—Mi amor. —La voz de Gaby sonó tierna, pero a la vez preocupada.
Abruptamente Cesar posó su mirada en ella.
—Ho… la, cariño. Tú deberías estar dormida. —Era bastante obvio el nerviosismo con el cual hablaba Cesar, incluso para Gaby que nunca había sido buena para leer el lenguaje corporal.
—Debería, pero estaba preocupada por ti. ¿Dónde estabas?
Esa pregunta lo tomó por sorpresa. No esperaba encontrar a Gaby despierta.
—Buscando trabajo —Cesar continuaba hurgueteando en el refrigerador.
—¿Trabajo? ¿A estas horas?
—Sí, Gaby. Tú sabes que no me gusta dejarlos solos los fines de semana. Si puedo encontrar un trabajo aquí sería mucho mejor.
La sensual rubia era ingenua, pero no estúpida. Sabía que no le decía la verdad, que ocultaba algo, pero también era consciente que su esposo nunca le mentiría por tonterías. Así que lo dejo pasar, ya se enteraría a su debido tiempo.
—Tengo hambre —dijo Cesar, tomando una manzana y dándole un mordisco.
La sexy casada, lentamente, se acercó a él, moviendo sus caderas de la forma más sensual que pudo. Lo hizo con ese movimiento que volvía loco a cuantos hombres conocía. Cuando estuvo muy cerca de él dijo:
—¿No preferirías comerme a mí? —La voz de la rubia sonaba tan sexy, tan provocativa, tan coqueta, tan llena de lujuria, que ni un santo se hubiera resistido.
Gabriela deshizo el nudo de su bata y de un tirón se desprendió de ella. Ante Cesar se encontraba en total esplendor su perfecto cuerpo desnudo. El marido veía esos enormes cantaros de miel que auguraban quitar la sed a cualquiera que tuviese la fortuna de probarlos.
—Aquí no, Gaby. Nos puede encontrar Jacobo —dijo Cesar. Este cogió la bata del suelo y tapó a su esposa.
—Tranquilo, ya se durmió. Y sabes que duerme como una roca. —Gabriela intentaba besar su cuello, lo cual Cesar impedía, alejándola un poco.
—No, no. —Su respuesta fue rotunda. Gaby lo cogió de la mano e lo incitó a que la siguiera.
—Está bien, señor enojón. Vamos a nuestra habitación. —La rubia tenía muchas ganas de sentir dentro de ella a su esposo. Lo amaba tanto. Lo deseaba tanto.
—La verdad, cariño, es que hoy no tengo ganas de hacerlo. Estoy muy cansado.
Esto fue un balde de agua fría para Gabriela. En los años que llevaban de casados jamás se había negado a cumplirle, ni una vez, hasta hoy. Frustrada y algo molesta la rubia volvió a ponerse su bata, y, sin dirigir palabra a su marido, siguió su camino hacia su habitación. Era hora de dormir.
Pasaron veinte minutos y Cesar aún no entraba en la habitación. La casada entonces sintió el antojo de un bocadillo. Se levantó nuevamente. En su trayecto hacia la cocina escuchó el sonido del agua de la regadera, señal que Cesar tomaba una ducha. Entonces la escultural y joven madre de familia vio la camisa de su marido tirada en el suelo de la sala. Esa era una de las actitudes que menos le gustaban de Cesar. Este acostumbraba a dejar todo desorganizado.
La rubia cogió la camisa con la intención de llevarla al cesto de la ropa sucia cuando se percató de un olor extraño. Instintivamente acercó su nariz para percibirlo mejor. Era perfume, pero no del que usaba Cesar, era perfume de mujer. Como tampoco era del que usaba ella precisamente, la esencia era inconfundible.
Los pensamientos inundaron rápidamente la mente de nuestra protagonista, y comenzó a atar cabos. ¿Por qué Cesar no quiso hacer el amor? ¿Por qué llegó tan tarde? ¿Por qué dio una excusa tan tonta? ¿Estaba cansado? Él siempre había sido un tipo muy activo, no era común en él usar esa excusa.
Y, como todos sabemos, uno más uno son dos. Gaby llegó a la conclusión a la que cualquier mujer enamorada hubiese llegado. Cesar estaba viendo a otra. Luego de un momento de meditar el asunto desechó esta idea. No estaba hablando de cualquier hombre. Estaba hablando de Cesar Guillen, el hombre que más la amaba en el mundo. Seguramente eran coincidencias. Su marido no podía engañarla.
—¡¡Por dios, Gaby!! ¡¿Qué tonterías estás pensando?! —se dijo a sí misma y, con su sensual andar de caderas, fue a dejar la camisa en el cesto de la ropa sucia para posteriormente ir a la cocina y prepararse un refrigerio.
Los siguientes dos días fueron prácticamente iguales. La misma rutina por la mañana. Fue a dejar a Jacobo a la escuela, gimnasio, recoger a Jacobo e ir a casa a descansar. Eso no era lo malo, el problema fue que Cesar siguió en la misma tónica. Llegaba tarde y sin avisar. Se excusaba con tonterías que nadie creería, menos Gaby.
Igual que aquel día, sus ropas estaban impregnadas de perfume femenino. Gaby ya no sabía que pensar. O mejor dicho no quería pensar. Era cierto que solo habían sido un par de días, pero en ese tiempo apenas y cruzaron palabras.
La rubia se sentía fatal. Las dudas la agobiaban. ¿Y si su marido estaba con otra mujer? ¿Y si la cambiaba por alguien más? ¿Y si la engañaba como ella lo había hecho? Estas preguntas la atormentaban. ¿Y por qué ahora? Ahora que su vida empezaba a ir mejor.
El viernes era el día que Cesar salía de la ciudad para trabajar. Por lo tanto, no podría llegar en la noche, así que se apresuró en hacer sus deberes para hablar con él antes de que se fuera. Por la mañana llevó a Jacobo al colegio, ese día no fue al gimnasio, quería regresar lo más rápido posible.
Cuando regresó al apartamento su sorpresa fue mayúscula al ver que Cesar tenía ya echa su maleta, no importando que fuera muy temprano aún.
—¿Ya te vas? —preguntó la rubia al momento de cerrar la puerta.
Cesar también se llevó una sorpresa, no esperaba verla allí.
—¿No se supone que a esta hora estas en el gimnasio? —Cesar era una persona muy transparente, compartía eso con Gaby. Los dos no sabían mentir ni ocultar su nerviosismo.
La rubia hizo caso omiso a la pregunta y continuó:
—¿Pero todavía es muy temprano?
—Sí, amor, pero… —Cesar no pudo terminar la frase, su mente se nubló.
—Pero ¿qué? —Los bellos ojos de la rubia penetraban sobre la mentira de su esposo.
—Pero Martin —un amigo de Cesar— se cambia de casa, y quiere que le ayude. Y pues, terminando me voy. Fue lo único que se le ocurrió decirle a su mujer. En el fondo, Cesar sabía que Gaby no se tragaría eso, pero deseaba que aun así lo dejara pasar.
—Está bien, cariño —respondió Gaby, quien, al no tener como probar que lo que decía no era cierto, solo acercó sus carnosos y rojos labios a los de él. Cesar los recibió, pero parecía tan apurado que ni siquiera intentó besarla. Este acto entristeció de sobremanera a la casada. ¿Cuándo su esposo había dejado de quererla? Quizá estaba siendo algo drástica, pero así pensaba.
—Ahora si ya me voy —dijo Cesar, quien rápidamente cogió su maleta, y, como un rayo, cruzó la puerta y la cerró.
—“Cálmate, Gabriela. Estás haciendo conjeturas muy precipitadas. A lo mejor no es lo que crees” —se decía la rubia para sí misma, intentando creérsela. Fue entonces cuando se le ocurrió buscar entre las cosas de Cesar algo que le indicara que sucedía.
Muy apresurada comenzó buscando en su ropa, pantalón por pantalón, camisa por camisa, nada. Después siguieron los cajones. Revisó absolutamente todos desde los de la recamara hasta los de la habitación de Jacobo. Igualmente, nada. Por una parte, eso la tranquilizaba, al no hallar prueba de sus sospechas; pero, por otro lado, era más inquietante. Sabía que algo escondía, y el no saber qué la ponía de nervios.
Pensó en revisar su Celular —el de Cesar— pero claro, se lo había llevado consigo. A la despampanante rubia ya se le agotaban las ideas, pero, como caído del cielo le llegó un pensamiento: su correo electrónico.
Gabriela nunca contó a Cesar que sabía su contraseña. A fin de cuentas, ¿quién pondría el nombre de su madre como tal?, pues alguien como Cesar. Incluso algo tan insignificante como eso la molestaba ¿Por qué no uso su nombre? ¿Por qué no el de Jacobo? ¿Porque idolatraba tanto a su madre? Afortunadamente no había tenido muchas noticias de ella en los últimos días.
Se sentó frente a la computadora y la prendió. Por suerte era relativamente nueva por lo que no tardó mucho. Abrió el sitio, introdujo la dirección para posteriormente poner la contraseña —Romina Pérez—. Tecleo con cuidado cada letra para así evitar equivocarse. La página web tardó un momento en cargar. El corazón de la rubia latía fuertemente temiendo lo peor.
Muy despacio observó los pocos correos que Cesar tenía. No veía nada raro. La mayoría eran de personas queriendo agregarlo a Facebook. Gabriela, lentamente, se iba tranquilizando. Quizás todas las tonterías que le inventó todas las noches que llegó tarde eran ciertas. Quizás en verdad la rechazaba porque estaba cansado y solo era una etapa pasajera.
Fue entonces cuando se percató de algo que no había reparado hasta entonces. Hasta arriba de la página vio un correo que ya había sido abierto, de alguien muy conocido por ella: Lidia.
Sin pensarlo dos veces lo abrió. Decía así:
“Sé que mañana te vas a trabajar por la tarde, pero tienes que venir a mi departamento para aprovechar de hacerlo de nuevo ya que serán muchos días los que estarás fuera. La última vez estuviste genial”
Gabriela estaba en shock. ¿A qué se refería su mejor amiga? Entonces recordó el olor a perfume en las ropas de Cesar. Ahora sabía porque el olor le parecía tan familiar.
—Tranquilízate… tranquilízate —se decía a sí misma la rubia, mientras se golpeaba ligeramente la cabeza con sus manos—. Quizá se equivocó. ¡Sí! ¡eso es! Quizá se lo mandó a Cesar sin querer. A fin de cuentas no tiene nombre —trataba de negarlo, no quería pensar que esos dos…
Rápidamente decidió que debía averiguar si lo que sospechaba era cierto. En forma rápida tomó las llaves de la camioneta y salió en busca de la verdad. Si su marido había ido a casa de Lidia, quizás aún podría alcanzarlo.
El trayecto a la casa de Lidia era largo. Su amiga vivía a las afueras de la ciudad, por esa razón no se veían tanto como quisieran. Ya había pasado bastante tiempo de que Cesar salió de su departamento. Si eran ciertas sus sospechas aún debía estar allí.
Al llegar estacionó su camioneta a unas cuadras lejos para evitar que la escucharan. Caminó el trayecto restante ante la mirada de los hombres que no creían el espectáculo que les daba tan apetecible mujer, aunque solamente fuera vestida con un simple vestido hogareño. La taparon a piropos.
Ella ni cuenta se daba por estar sumida en sus pensamientos, en sus preocupaciones. Cada vez se acercaba más al edificio de Lidia, solo le faltaba doblar en la esquina. Mientras llegaba le rogaba al señor que solo fueran imaginaciones suyas, y que todo fuera una equivocación. Cuando ya estuvo casi al frente de donde residía su amiga, vio abrirse las mamparas de la entrada del edificio. De ellas salió Cesar, con su ropa maltrecha, y tras él, Lidia. La sorprendida rubia, sin prestar atención al atuendo de su amiga, solo advirtió por la brillantez de su rostro que estaba sudada y con sus cabellos enarbolados.
Una muy sorprendida Gabriela inmediatamente se escondió detrás de un árbol. Desde ahí pudo escuchar fragmentos de algunas palabras, que no pudo entender con claridad. Hasta que vio a Cesar tomar su camino, en dirección contraria a donde aún estaba ella escondida. Lidia retrocedió hacia las mamparas de su edificio y se perdió entre ellas.
Gabriela no pudo más. Poco a poco fue quebrándose emocionalmente hasta que cayó al suelo y lloró. Recordó aquella platica en la que hablaron sobre lo que les gustaba al hacer el amor. La manera en que Lidia le contó que, desde que la había abandonado su ex, prefería tener sexo ocasional y sin compromisos de vez en cuando. Ya no tenía ninguna duda, los rechazos, las excusas, el distanciamiento y ahora esto. Definitivamente Cesar la estaba engañando, y con su mejor amiga.
Se quedó unos minutos pensando, reflexionando sobre la situación ¿Qué debía hacer? ¿Cómo debía reaccionar? Pensó en ir y enfrentar a Lidia, pero no pudo. No era cualquier mujer. Se trataba de su mejor amiga, casi su hermana. De hecho, la quería más que a ellas. La joven casada se levantó, sacudió la tierra de su vestido, regresó a su camioneta y condujo hacia su departamento. Por el camino recordó que debía recoger a Jacobo de la escuela, así que secó muy bien sus lágrimas, no quería que su angelito la viera así.
La semana que siguió al desliz con el viejo Cipriano había sido horrible para la rubia, pero no se comparaba en nada con lo que sentía en ese momento.
Su esposo y su mejor amiga estaban revolcándose quién sabe desde cuándo, y ella no sabía qué hacer. Ansiaba con todas sus fuerzas llamar a Cesar y contarle que lo sabía, que lo descubrió, pero… ¿Con que calidad moral le reclamaba por serle infiel, cuando ella había hecho lo mismo? La casada era un mar de dudas e inseguridades.
Jacobo trató de animarla, incluso para el niño era bastante notorio que su mami no estaba bien.
Gabriela lloró, lloró muchísimo. Gracias al cielo Lidia no le llamó durante el fin de semana, de lo contrario no sabía de lo que sería capaz. Llegó a la conclusión de que le daría a Cesar una oportunidad. Ambos fallaron así que podían empezar de nuevo.
Por fin llegó el famoso viernes, el día de su aniversario. Tiempo atrás decidieron que tendrían una cena romántica en casa. Ella tenía pensado seguir con eso. Trató con todas sus fuerzas de mostrarse lo más fuerte posible. Por la mañana llevó a su hijo con su suegra —lo acordaron previamente— no intercambiaron más palabras que un simple hola y un adiós.
Se bañó, perfumó, se maquilló, y se aliso el pelo, para después enfundarse en el vestido rojo que compro días antes. Finalmente se puso un calzado femenino con tacos medianamente altos y con correas, los cuales elevaron aún más su imponente figura, haciéndole ver cien por viento soberbia.
Pasaron las horas hasta que, ya entrada la tarde, escuchó que la puerta se abría. Rápidamente fue a recibir a su esposo, quien llegaba a sus días libres.
—Hola, mi amor —dijo la rubia, intentando parecer lo más normal posible.
—Hola, cariño —respondió Cesar, agotado por el viaje. Luego de aquel simple saludo, inmediatamente dejó su equipaje en la sala y tomó asiento junto a su bella esposa.
Ella tenía muchas ganas de que todo fuera lo mejor posible, a fin de cuentas, era el día de su aniversario. Y no solo eso, era un nuevo comienzo para la que antes fue una feliz pareja. Gabriela lo cogió del cuello y de forma muy cariñosa lo besó. Primero en la mejilla, para después hacerlo en los labios. El la recibió gustoso, Gabriela se sintió feliz de que esta vez no la rechazara, por lo que continuó haciéndole arrumacos.
—Por favor, prométeme que de ahora en adelante, nada ni nadie nos separará. —La rubia no era clara respecto a lo que se refería, y no deseaba serlo. No quería pronunciar en voz alta que ella le había sido infiel, ni que sabía que él también lo había sido. Se conformaba con que Cesar supiera que ella estaba con él.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Cesar muy extrañado, mientras se separaba de ella.
—A nada, a nada en especial. Pero prométemelo. —Esa era la manera que Gaby tenía para decir: Cesar, se lo que has estado haciendo con Lidia, te perdono, pero que no vuelva a ocurrir.
Cesar la veía en ese momento tan linda, tan bella, tan amorosa, tan sensible que a pesar de no entender le contestó afirmativamente, y ambos se fundieron en un tierno y largo beso, que fue interrumpido por Cesar, argumentando tener que ir al baño. Gabriela notó la sinceridad en las palabras de su esposo. Estaba tremendamente feliz. Hoy era el día en que todo volvería a la normalidad, estaba segura. Era el gran día de la reconciliación, así se lo decía su corazón. De pronto, de la mochila de viaje de Cesar, escuchó un ligero sonido, como si algo vibrara. Rápidamente la hermosa casada comenzó a buscar, creyendo que se trataba del celular de Cesar. Estaba en lo correcto, observó un momento de quien se trataba.
Para su total consternación se trataba de un mensaje de Lidia.
—Así que esta zorra no deja en paz a mi marido —pensó, bastante molesta. La curiosidad la venció y abrió el mensaje.
—Tengo la tarde disponible. Si quieres podemos vernos ahora mismo aquí en mi departamento. Sé que estas complicado porque hoy es tu aniversario, pero si te apuras alcanzaremos a hacerlo nuevamente.
—Maldita seas, Lidia. —La rubia no entendía porque entre todos los hombres del mundo, su ex mejor amiga decidió acostarse con su esposo, si siempre le había dicho que no era su tipo. Luego de eso, procedió a cerrar el mensaje y marcarlo como no leído. Nuevamente guardó el celular donde se encontraba.
Y entonces se le ocurrió la prueba final. La prueba que definiría probablemente su futuro. ¿Qué haría Cesar cuando leyera el mensaje? ¿Se quedaría con ella en su aniversario? ¿O saldría corriendo con Lidia? No tardó mucho en averiguarlo. Escuchó como Cesar se acercaba. Tomó asiento, cruzó sus piernas de manera muy sensual y le dijo:
—Estuvo sonando tu teléfono. —La rubia seguía en la misma postura, intentando parecer serena, dando a entender que no lo había leído.
Inmediatamente Cesar buscó su celular. Lo abrió y no tardó más de unos instantes en leerlo.
—Lo siento, cariño, pero tengo que salir. Vuelvo en unas horas —dijo Cesar, haciendo ademán de retirarse.
Gabriela quedó atónita. Había estado completamente segura de que la elegiría a ella. ¿Dónde había quedado la promesa que hizo hace solo algunos momentos? Al parecer no le importaba.
—¡¿Qué?! ¡¿Adónde vas?! Recuerda que hoy es nuestro aniversario — hizo un último intento por hacerlo recapacitar. No lo logró.
—Lo siento. Me dicen que un amigo está en el hospital. Pero no te preocupes, cuando vuelva celebraremos. Te lo prometo.
La casada estaba harta. Harta de mentira tras mentira. Si quería ir a revolcarse con Lidia no lo iba a detener. Era demasiado orgullosa para rogarle.
—Está bien, Cesar, haz lo que tú quieras. —Gabriela estaba muy molesta. Cesar lo notó e intento abrazarla. Ella se negó y caminó cabizbaja hacia su habitación.
Sin más que decir, Cesar cruzó la puerta de salida y la cerró tras de sí.
Pasaron alrededor de treinta minutos desde el incidente con su esposo. Gabriela estaba allí tumbada boca abajo en la cama, pensando en un aniversario que no celebraría. Aunque su marido regresara no lo haría. Ella no era segundo plato de nadie. Pensó que fue inútil todo el esmero que puso en verse bonita; a fin de cuentas, su marido la había cambiado por otra.
Aun así, necesitaba hablar con alguien, desahogar sus sentimientos. Lamentablemente no pudo comunicarse con su madre, ni con sus hermanas.
¿A quién acudir? En esos momentos detestaba no tener amigas, amigas verdaderas. Conocía mucha gente, pero eran de esas que cuando todo va bien están contigo y en el momento que algo va mal desaparecen.
Su única amiga seguramente en ese instante estaría teniendo sexo con su esposo, y ¿si llamaba a su suegra? Se dio un golpe en la cabeza, fue una idea de lo más estúpida. Estaba segura de que apoyaría incondicionalmente a su hijo. Por alguna razón sospechó que agradecería que saliera con otra mujer. Cogió el teléfono y marcó rápidamente. Ya sabía a quién llamar. Cruzó los dedos.
—Bueno —escuchó decir a una voz del otro lado del teléfono.
—Bueno, ¡¿María?!
—¡Sí!, ¡soy yo! ¿Quién habla? —Era difícil escuchar, había mucho ruido.
—Soy Gaby..., Gabriela ¿Apoco ya no te acuerdas de mí?
—¡Claro que sí! ¡¡Hace mucho que te desapareciste!! Cuéntame ¿¡Qué has hecho!?
Gabriela no tenía tiempo para eso. Ni siquiera quería hablar por teléfono, deseaba hacerlo cara a cara, quería desahogarse con alguien.
—Me… me... —Su voz se quebró—, me encuentro mal. Necesito a una amiga. ¿Podrías venir a mi casa?, ¡por favor! —rogaba Gaby, entre sollozos y con su dulce voz.
—Tú sabes que yo te quiero muchísimo Gaby, pero en este momento…, si me voy de aquí mi madre y mi tía me matan. —A María en verdad le dolía no poder ayudarla.
—Está bien, María, no hay problema —Gabriela estuvo a punto de despedirse y colgar, cuando sus sollozos conmovieron más a María.
—Discúlpame, Gaby. Soy una egoísta. Si mi mamá con mi tía Ernestina se enojan que me importa. Dime donde es y allí te veo.
—No, no tengo nada de que disculparte. A veces creo que todo el mundo gira a mi alrededor, y olvido que otras personas también tienen responsabilidades. Si quieres yo voy para allá. Solo será un momento y no te quito de tus responsabilidades.
María terminó aceptando. Así mataba dos pájaros de un tiro: ayudaba a su amiga y quedaba bien con su tía y su madre. Finalmente le dio la dirección de su casa.
No fue muy difícil para la casada dar con el lugar. Era unas cuadras más lejos de donde estaba el taller de Don Cipriano. Aun así, ya se notaba que era una población pobre. Las calles estaban mal pavimentadas. Algunas casas no estaban pintadas y otras rayadas con grafitis. En fin, era un barrio de mala muerte como se suele decir. Agradeció que María la esperara fuera de su casa. Al ver el lugar supo al instante del porque la chica no había podido salir. Mucha gente entraba y salía del lugar, hombres, mujeres, niños, ancianos; todo parecía indicar que había una fiesta.
Estacionó su camioneta en la esquina. No queriendo que alguien la llamara puso su celular en modo silencio y lo guardó en la guantera. Una vez que delicadamente descendió de su camioneta caminó hacia la casa donde María la esperaba.
Lo primero que hicieron al verse fue darse un gran abrazo. A simple vista se notaba que la rubia estaba bastante afligida. Ni siquiera esperó a que María la invitara a pasar cuando comenzó a contar sus desventuras.
—¡Pues que estúpido es tu marido! —dijo María, quien tomaba de los hombros a la rubia en señal de afecto.
—Muchísimas gracias. En serio no tienes idea lo mucho que agradezco que estés aquí escuchándome. —Las palabras de Gaby rebosaban sinceridad. Sin darse cuenta la noche cayó. Habían estado charlando durante un largo tiempo—. Y discúlpame por no haberte llamado antes, ahora se quiénes son mis verdaderos amigos.
—No tienes por qué hacerlo. Lo que te hicimos el Chango y yo no tiene nombre. Comprendo porque no me llamaste antes. —Las mejillas de María enrojecieron, señal inequívoca de la vergüenza que sentía al recordar el incidente con su tío.
Ambas terminaron con una gran sonrisa, dando a entender que se perdonaban, que todo quedaba en el pasado.
—Bueno, me voy, María —dijo Gaby sin mucho convencimiento.
—¿Y a dónde iras?
La sexy rubia en verdad no lo sabía. No tenía ganas de regresar a casa y esperar a Cesar. Mucho menos le importaba en ese momento celebrar su aniversario.
—Si te soy sincera, no lo sé.
—Te propongo que te la pases aquí. A fin de cuentas, esto es una fiesta y tú necesitas despejarte un poco, olvidarte del desgraciado de tu marido.
Cada vez que la rubia escuchaba que María hablaba de su esposo, su enojo crecía más y más, por lo que terminó aceptando la invitación.
Ambas chicas tomaron dirección rumbo a la casa de María, donde entraban y salían niños comiendo algodones y agarrándose a patadas. Al parecer al interior de la casa había mucho alboroto. La música sonaba muy fuerte y las risas de los asistentes no se hacían esperar.
Don Cipriano estaba sentado en una esquina, vistiendo una camisa de manga larga a cuadros, un pantalón de mezclilla bastante malgastado y unas botas vaqueras. Bebía un vaso grande rebosante de vino tinto con frutas picadas. El viejo mecánico estaba visiblemente triste, hacía algunos momentos que había discutido con su esposa debido a que él no quiso bailar, no estaba de humor. A decir verdad, desde aquella última llamada con Gabriela no tenía humor para nada. En su mente ya se había hecho a la idea de que la espectacular rubia sería suya. La imaginaba convertida en su juguete sexual. Aquella noche, cuando se la cogió, la había notado tan libre, tan entregada, tan sexy. Creía saber lo mucho que le había gustado el haberse acostado con él, y ahora no entendía la razón por la cual decidió dejar de verlo.
Escuchaba la música, la cual, según él, era horrible. ¿Cómo era posible que a los jóvenes les gustara eso? En sus tiempos en verdad había buena música, no esas porquerías de hoy en día. De vez en cuando su mirada se posaba en alguna chica joven que pasaba por allí, y, ¿por qué no?, en alguna de sus sobrinas que no estaban de mal ver, pero sabía que ninguna siquiera se le acercaba a su rubia. Eso lo enfurecía. Saber que nunca tendría la oportunidad de cogerse el apretado esfínter que le había notado a la casada teniéndola agarrada de sus suaves nalgotas lo frustraba aún más. Se reprendía enormemente por no haberlo hecho cuando tuvo oportunidad.
—Ya despabílese compadre —dijo un viejo que respondía al nombre de Ignacio, a la vez que le daba un ligero golpe en la cabeza y tomaba asiento junto a él.
—Deja de estar chingando —fue lo que el viejo Cipriano respondió. Se notaba a leguas lo furioso que se encontraba.
En vez de asustarse por el comportamiento de su compadre, el viejo Ignacio soltó una carcajada. Le causaba mucha gracia verlo así.
—A ver, cuénteme, ¿qué le pasa? —dijo Don Ignacio sin perder esa sonrisa burlona que le caracterizaba.
—¿Cómo quieres que este? Si ya te conté que me cogí a la vieja más buena que te puedas imaginar, y ahora ella no quiere ni verme.
—Te conozco y no me cabe duda de que le pusiste los cuernos a tu mujer.
—Shhhhhhttttt. Baja la voz pendejo. Por aquí anda mi vieja. —Don Cipriano reprendió a su amigo, a quien al parecer no le importó la opinión de su compadre y continuó hablando como si nada.
—Jajaja. Como te decía, estoy seguro de que si te chingaste a una vieja, pero para mí que estabas tan borracho que la viste bien buena, cuando la neta es que era una pinche gorda flácida, jajaja —volvió a reír.
El viejo Ignacio ya tenía unas copas de más, cosa que molestaba de sobremanera a Cipriano. Siempre que lo hacía se volvía demasiado impertinente y altanero.
—Me vale verga si me crees o no. Estaba riquísima, así que mejor no estés chingando y vete de aquí.
—Tranqui, tranqui. A ver, toma un poquito que te hace falta para desahogarte —el viejo Ignacio lo tomó del hombro y acercándose un poco le ofreció de su cerveza. Él lo rechazó y siguió tomando su vaso de ponche.
—Mira por allí —el viejo Ignacio apuntó a unas jóvenes que estaban en la otra esquina—. ¿Qué tal si vamos con esas chicas y las convencemos de que nos acompañen a algún lugar más tranquilito? —Ignacio eructó fuertemente, ya estaba demasiado alcoholizado. Nunca fue bueno bebiendo.
—No seas imbécil. Como ya te dije, mi vieja anda por aquí. —Don Cipriano entonces repasó con su mirada a aquellas jóvenes que su compadre había señalado. Eran unas chicas dentro de lo que cabe atractivas. Algo pasadas de peso. Sin embargo, aun jóvenes y deseables para el sexo opuesto. Pero a pesar de todo no se comparaban con Gabriela. ¡¡Con su Gabriela!!
El viejo incluso llegó a pensar que haber cogido con la sensual casada fue una especie de maldición. De ahora en adelante cualquier vieja le sabría a poco. Nadie podía compararse con la sensualidad y con el cuerpazo de aquella mujer que lo tenía loco.
Continuaron hablando sobre lo que comúnmente hablaban. Viendo pasar a la gente. Viéndolos bailar. Entonces el viejo Ignacio, muy sorprendido, le habló:
—¡Mira, Cipriano! ¡¡Mira Cipriano!! —dijo escandalosamente apuntando hacia la entrada—, esa pinche viejota que acaba de entrar.
—De que chingados habla… —Don Cipriano no terminó la frase, pues volteó hacia la entrada. Como en un sueño vio que era la misma mujer que le había proporcionado los mejores momentos de su vida. Se veía tremendamente sexy, como siempre. Con ese vestido rojo que no era tan corto como quisiera el viejo, pero si era demasiado pegado y resaltaba a la perfección su voluptuosa anatomía. Además, esos tacos altos enaltecian todas sus formas y le hacían parecer una diosa, la diosa de la lujuria.
Le encantaba la manera en que parecía no notar que gracias a ella la fiesta se había paralizado. Hombres y mujeres volteaban a verla, obviamente pensaban cosas totalmente diferentes. Los hombres deseando que sus mujeres fueran ella y las mujeres celosas de su belleza.
La veía sonreír con esa boquita que el viejo estaba seguro había sido hecha para mamar; y no para mamar cualquier cosa, sino para mamar su verga. Sin poder evitarlo su herramienta masculina cobró fuerzas al recordar la noche en que aquella sensual casada gemía y gritaba con su herramienta incrustada en la ajustada fisura que ella poseía entre sus piernas. No había duda de lo que tenía que hacer: debía cogérsela de nuevo.
El lugar era bastante amplio, más de lo que la rubia creyó antes de entrar. María la hizo pasar por la casa para después dirigirse al patio, donde la gente se encontraba reunida. Unas doce mesas perfectamente alineadas hacían parecer que había más gente de la que en verdad compartía en el lugar, y en una esquina un pequeño espacio se había transformado en la pista donde la gente bailaba alegremente. Gabriela se percató de que también había una entrada trasera, y de unos cuantos globos pegados a la pared. Sentía que todo mundo la observaba. No estaba muy lejos de ser verdad, pero ella ya estaba acostumbrada, por lo cual trató de no darle importancia.
María estaba junto a ella presentándole a mucha gente. La mayoría familiares, tíos, primos, incluso conoció a sus padres, unos señores mayores bastante agradables. No esperaba menos de quienes criaron a tan buena chica como María. Ambas pasaron a sentarse en una de las mesas del final, las cuales estaban pegadas a la pared.
Por momentos María debía dejarla sola, pues era hasta cierto punto anfitriona y no podía dejar sola a su madre con la responsabilidad. La rubia detestaba estos momentos de soledad, lo que menos quería en estos momentos era pensar, quería divertirse, olvidar sus problemas. En su mesa no había personas de su edad, todos eran ya mayores, y debido a eso no tenía idea de cómo romper el hielo, por lo que esperaba pacientemente a que su amiga regresara. Estando en eso fue una tosca voz de mujer la que le habló:
—¿Puedo hablar con usted muchacha? —preguntó seriamente una señora, una mujer ya entrada en años. Gabriela calculó que andaría alrededor de los cincuenta, baja de estatura, canosa, pasada de peso. En fin, una típica mujer de su edad.
—¡Claro! ¡A sus órdenes, señora! —La casada se volvió a acomodar en su asiento, cruzó sus piernas de manera muy sensual y empezaron a hablar.
—Verás, niña. —Al parecer la señora no sabía cómo abordar el tema que quería tratar. Sin embargo, inhalo aire y dijo—: Varias de las personas que estamos aquí estuvimos hablando y queremos pedirte que te vayas —dijo la vieja, sin siquiera dignarse a verla a la cara.
—¿Qué? ¿De qué me habla? ¿Por qué? —La rubia no entendía porque esa señora le pedía eso, si solo hacía cinco minutos estaba en la pista divirtiéndose, y ahora sostenía una conversación de lo más extraña con una mujer que acababa de conocer.
—Nada personal, chica, pero tú y yo sabemos qué haces aquí, y no te vamos a dejar.
—En verdad no tengo idea de lo que me está hablando señora. —Gabriela se mostraba tensa, preocupada, pero a la vez serena, quería saber a qué se refería.
—Muy bien, si quieres que me baje a tu nivel y lo diga con todas sus letras… bien, así lo haré. Lo único que una mujer como tu puede estar haciendo aquí es buscar macho. Y no de a gratis, sino por una cantidad. —La señora levantó su mano y con sus dedos empezó a moverlos, dando a entender que se refería a dinero, luego continuó—. Doy gracias a dios que estos pobres hombres que andan aquí no manejan mucho dinero, de lo contrario estoy segura de que te los tiras a todos juntos no importándote que anden acompañados de sus esposas e hijos.
—¡¡¡Jajajajajaja!!! —rio Gaby. A pesar de sentirse ofendida no lo pudo evitar. No había dado motivo alguno para que pensara eso, llegó a la conclusión de que las personas a las que se refería se trataban de mujeres, mujeres casadas, celosas e inseguras.
—No es motivo de risa nena. Lo digo en serio, a legua se te ve la clase. Esa manera de menear las caderas, esa altanería que solo demuestran las zorras.
Gabriela no podía creerlo, había encontrado a alguien igual de odiosa que su suegra. De hecho, se parecían bastante. Usaban expresiones similares. Se creían dueñas de la verdad absoluta. Primero acusaban y después hacían preguntas, por un momento creyó estar frente a ella.
—Le informo señora que María, la hija de los dueños de esta casa, fue quien me invitó, y hasta que ella no me corra no me voy a ningún lado ¿Entendido? —Gabriela lanzó una mirada retadora, desafiante.
—Me da igual lo que hagas, siempre y cuando no te metas con mi marido. —La señora entonces se levantó de su asiento y, colocándose frente a la rubia, dijo en voz baja, pero lo suficientemente fuerte como para que con el ruido Gabriela entendiera—. ¡Puta!
Esto si la hizo enfurecer. ¿Con que derecho la llamaba así? ¿De cuándo acá el ser una mujer atractiva se convirtió en sinónimo de puta?
—Señora, ya sé lo que voy a hacer, acérquese —le dijo la chica con una sonrisa burlona en su cara, mientras con un dedo hizo la seña a la señora de que se acercara, cosa que hizo, no sin esfuerzo.
—Voy a averiguar con María quién es su maridito y le voy a dar la cogida de su vida —dijo Gabriela, cogiéndose el pelo, con su sonrisa coqueta, claro que sin intención de cumplir su amenaza. Solo quería enfurecer a esa señora, quien separándose de la chica dijo unas últimas palabras que no entendió debido al ruido y se alejó de allí.
—Vieja amargada. —murmuró por lo bajo. En un momento pensó que quizá era mejor retirarse. Llevaba algún rato sin ver a la única cara conocida que tenía en la fiesta. Debía estar muy ocupada haciendo otras cosas, pero no quería sentir que esa horrible mujer ganaba. Además, estaba el hecho de que no quería ver a Cesar, no hasta decidir qué hacer. Afortunadamente María no tardó mucho en volver y hacerle compañía.
—Veo que ya conociste a mi tía Ernestina —dijo María, mientras entregaba una botella de cerveza a la rubia.
—¿Esa señora era tu tía? —preguntó Gaby, tomando la botella que le ofrecían sin darse cuenta de lo que era. Algo decepcionada pensó cómo era posible que alguien tan buena como María tuviese un familiar así.
—Así es. Es esposa de mi tío Cipriano —María no se dio cuenta del impacto que tuvieron estas simples palabras en su amiga. La joven nunca supo lo que pasó después de contarle a Gaby sobre el plan de su tío. Creía fehacientemente que ella simplemente dejó de frecuentarlo. Y la rubia acertadamente pensó que la pobre María ni se imaginaba que ella —Gabriela— con su tío Cipriano ya habían tenido relaciones.
La casada intentó aparentar calma, no lo logró muy bien. Afortunadamente María estaba más ocupada viendo a las parejas bailar y no se dio cuenta.
—¿Y tu tío, dónde está? —le consultó la rubia haciéndose la desentendida, pero de igual forma algo curiosa, y a la vez para aparentar normalidad.
—Por aquí anda. —Entonces María posó su mirada en Gabriela—. Si te sientes incomoda podemos ir a algún otro lugar.
—No, no hay problema, —Fue ese el momento en que la rubia se dio cuenta que esas palabras dichas tan a la ligera eran verdad. Ella no tenía problemas en encontrarse cara a cara con el mecánico. Ahora que reflexionaba se daba cuenta que la única razón por la que temía a aquel hombre era su marido Cesar. Se sentía tremendamente culpable por haberle fallado como esposa, pero ahora que sabía que su maridito no era tan santo como creía pues gran parte de sus miedos habían desaparecido.
—Qué bueno, porque esta fiesta apenas empieza. ¡Salud amiga! —dijo María, levantando su botella, queriendo hacer un brindis chocándola con la de la rubia. Fue ese el momento en que Gabriela se dio cuenta que en su mano tenía una botella de cerveza. A ella no le gustaba beber.
—Lo siento, María, pero yo no bebo —dijo la rubia, dejando la botella en la mesa.
—Ándale, no seas aguafiestas. Necesitas despejarte y créeme que no hay nada mejor para olvidar tus problemas que esto. —María cogió la botella de la mesa y la extendió hacia la sensual rubia.
—Pero es que… —trató de protestar, pero su amiga no se lo iba a permitir.
—Nada, nada, y como dice el refrán, una al año no hace daño. Además, yo te cuido.
Gabriela vio el rostro de su amiga y notó sinceridad en sus palabras. Tenía razón. Ella necesitaba despejar su mente, así que se la quitó de la mano y chocándola con la de María le dio un gran trago.
Volvamos un poco en el tiempo, cuando Don Cipriano vio aparecer en esa fiesta a la mujer que protagonizaba sus fantasías más perversas. Este no se lo creía. Se tallaba los ojos pensando que tal vez debido al deseo de volver a poseerla comenzaba a imaginar, pero su amigo corroboraba lo que veía.
—No mames cabrón, pinche güerota, está muy buena —dijo Ignacio. Este prácticamente gritaba sin despegar su boca de la botella de cerveza. No le importaba que la gente pudiera escucharlo.
La mente del mecánico comenzó a volar. Al verla allí supo que tenía una nueva oportunidad de cogérsela. A la mierda con su esposa, con su familia, con sus amigos. Esta era una oportunidad que no dejaría pasar.
Sin decir palabra alguna el viejo se levantó de su asiento y fue a la puerta trasera. Lo primero que debía hacer era averiguar qué hacia allí esa rubia. Se imaginó que se quedaría por algún tiempo, pues iba muy arreglada, aun así, debía estar seguro. Dio la vuelta por fuera y se paró junto a la puerta de enfrente. Creía que si Gaby lo veía podría asustarse y a la mierda con sus planes. Se quedó por un momento expectante, tenía que hablar primero con María, y averiguar todo lo que pudiera, así que sacó su teléfono y le marcó indicándole que la esperaba en la entrada.
Esto le pareció extraño a María, pues su tío siempre fue bastante tacaño, y era raro que gastara saldo cuando pudo entrar y llamarla personalmente. De igual manera obedeció, pues era anfitriona.
—Dígame, tío —dijo María al llegar.
Sin perder tiempo ni andar con rodeos el caliente viejo comenzó a hablar.
—¿Qué está haciendo aquí Gabrielita? —le preguntó visiblemente emocionado.
—Pues, esto es una fiesta. —María ya sabía más o menos a lo que quería llegar su tío. Para ella no era ningún secreto las ganas que le traía su viejo familiar a la rubia, pero no sabía que ya se habían acostado.
—Necesito tu ayuda. —El viejo volteaba para todos lados buscando que no fuese a llegar Gaby y lo viera antes de tiempo.
—¿Para qué?
—No te hagas la pendeja María. La quiero meter en mi cama —le dijo el viejo bastante molesto. Tener a aquella Diosa tan cerca y a la vez tan lejos, era algo que no toleraba.
María se encogió de hombros ante el grito de su tío. Era un estúpido si creía que le entregaría a su amiga.
—Nooo, lo siento, pero no. —María se notaba asustada, pero a la vez firme en su decisión.
No solía pensar mucho en ese tipo de cosas, pero para el viejo María era su sobrina favorita. No le gustaba hablarle de esa manera, pero debía intimidarla, debía jugar chueco.
—Mira, sobrinita, te lo pongo de esta manera. O me ayudas o le quito el trabajo a tu noviecito —el viejo la miraba con actitud dominante.
—¡¿Qué?! —María no creía lo que acababa de oír. La madre de Francisco aún estaba en el hospital, y si lo despedía estaba segura de que su novio no podría encontrar otro trabajo para pagar los gastos médicos. Miró fijamente a su tío y vio en su rostro la determinación de alguien que está dispuesto a cumplir su amenaza.
—¿En verdad sería capaz de matar a alguien por…? —Ni siquiera pudo terminar la frase. Se sentía asqueada y sintió miedo, miedo de lo que los hombres eran capaces de hacer por una mujer.
—Será mejor no averiguarlo, pero solo si me ayudas.
Debía elegir entre prácticamente matar a una persona o entregar a una mujer que ella aun consideraba fiel, y no cualquier mujer, sino una amiga. Era una decisión difícil, pero para su fortuna su mente se iluminó al recordar la conversación que tuvo con Gaby al llegar: su marido estaba en ese momento engañándola con otra. Ella era partidaria del ojo por ojo, así que decidió hacer lo que su tío le proponía, pero aún se sentía mal.
—Está bien, tío, ¿qué quiere que haga? —A pesar de las excusas que se daba María aún sentía que la traicionaba, pero no tenía de otra.
Con semejante respuesta por parte de su sobrina, al feroz y hambriento mecánico se le dibujo una aborrecida sonrisa en su tosco rostro. El viejo ya estaba extremadamente caliente y hasta mataría para volver a encamarse con su casada.
—¿Sabes si es buena para beber? —le preguntó el viejo en forma desesperada. El pobre ni se imaginaba que quizá no iba a ser tan necesario emborrachar a su casada para obtener de ella, esa misma noche, lo que tanto él deseaba.
CONTINUARÄ