Gabriela, Trampa del deseo, Cap I

Una hermosa mujer casada se cruza en el camino de un sucio mecánico que la embauca para darle trabajo, con la firme intención de poseer su exuberante cuerpo. Autor Roger David. Editado por Dantes

GABRIELA

CAPÍTULO 1

Autor: Roger David

Edición: Dantes

Gabriela caminaba de un lado a otro pensando que hacer, preguntándose si estaba haciendo lo correcto. Muy en el fondo sabía la respuesta, aunque las circunstancias fueran especiales no debería hacer lo que estaba por pasar.

Estaba a punto de salir con un hombre que no era su marido. Se tranquilizó asegurándose que ella nunca traicionaría su matrimonio, eso jamás, y menos con tan despreciable sujeto.

Rápidamente cogió el teléfono deseando que no fuera demasiado tarde para cancelar aquella cita extramarital, argumentaría cualquier cosa. Pero cuando comenzó a marcar las teclas escuchó sonar el timbre. Se maldijo a sí misma, había sido muy lenta.

Se preguntó si aún habría marcha atrás.


Semanas antes .

No había sido un buen día para la bella Gabriela. Su jefe estuvo de mal humor, incluso con ella, lo que significó más trabajo.

Se preguntaba si era su culpa. Si tal vez las constantes  negativas a salir con él finalmente le pasaban la factura.

Todos en la oficina sabían que el señor Martínez, su jefe, intentaba cortejarla. Pero ella al estar casada y feliz solo lo toreaba, le daba alas (como comúnmente se dice en México), se reía jovial y pícaramente ante sus insinuaciones, todo esto con afán de conservar su empleo.

Sumida estaba en estos pensamientos cuando el sonido de un claxon la despertó.

―¡Apúrele señora! ―escuchó una voz proveniente del automóvil que tenía detrás de su camioneta.

A sus 26 años Gabriela de Guillen podía decir orgullosa que era una mujer plena y feliz. Casada desde los 20 con el amor de su vida, Cesar Guillen, un hombre que conoció a los dieciocho años, del cual rápidamente se enamoró y comenzaron a salir juntos. Al paso de 2 años se casaron y no tardaron en dar a luz a un hermoso y saludable niño llamado Jacobo.

Gaby, como comúnmente la llamaban, aprovechaba los pocos minutos en los que podía estar sola para reflexionar sobre sus sueños, su familia, su trabajo. En fin, todas esas cosas que las labores cotidianas no le permitían.

Pero hoy era diferente, debía recoger a su hijo con su “adorable suegra”. El solo ver la cara de esa señora la ponía de malas, no se llevaban muy bien.

Reflexionando sobre su enemistad con ella llegó a la conclusión de que no era responsabilidad suya las desavenencias con su suegra. Gabriela siempre quiso tratarla bien, pero al parecer doña Romina no quería lo mismo.

En esos momentos sin querer pisó el acelerador de su camioneta y para su mala suerte salió del carril y fue a impactar con un coche que estaba estacionado en la acera.

―¡Dios! ―exclamó Gaby algo aturdida y sacudida por el golpe. Era la primera vez en su vida que chocaba.

Luego de unos momentos observó como un sujeto bajó del carro. A la distancia lo notó molesto, iracundo. El tipo maldiciendo en voz alta se dirigió a encarar a quien lo chocó.

Estaba un poco asustada, pero al ser una persona honesta se dispuso a afrontar las consecuencias de su error.

En un instante el sujeto estaba frente a su camioneta. Fueron solo segundos en que el aireado estado de aquel energúmeno pasó de ira y desprecio a maravillado, por la sola visión de lo que tenía frente a él.

Los ojos del viejo se clavaron en el tierno rostro de Gabriela, con esos hermosos ojos azules, su tez blanca, sus labios carnosos de un intenso rojo carmesí, su hermoso y lacio cabello rubio hasta por debajo de los hombros, finamente maquillada. Jamás en su vida aquel tipo había visto un rostro tan hermoso.

Ella también lo vio. Era un tipo gordo, bastante ancho, alto, de alrededor de 50 años, bastante desalineado, llevaba puesto un overol de trabajo que se veía bastante sucio y con manchas de aceite y grasa.

―Buenasssss, señito ―dijo el hombre. Gaby pensó que era un viejo verde de esos que usualmente se topaba en las calles, olió el tufo de su boca, por lo visto no era un hombre muy limpio.

―¡Discúlpeme señor…, fue un completo error de mi parte…! ―se disculpó la preocupada casada quien aún se encontraba sentada en el asiento del conductor.

―Tranquilícese, mi reina, Jejeje, si no es para tanto. Primero presentémonos, mi nombre es Cipriano, ¿y el suyo, princesa? ―El hombre estiró su mano tratando de que la mujer le devolviera el saludo.

Era impresionante ver como ese hombre cambio de humor con solo mirarla. Si se hubiese tratado de un hombre probablemente hubiese existido pelea, pero no con ella, no con semejante pedazo de hembra, pensaba el entusiasmado sujeto.

―Tiene razón, que mal educada soy ―dijo Gaby llevándose las manos a la cara. ―Mi nombre es Gabriela. ―La joven mujer casada estrechó la mano del viejo en señal de presentación. A pesar de que el hombre no le daba buena impresión, ella no era prejuiciosa, pensó que tal vez debajo de ese vulgar exterior se encontraba una buena persona.

―Bueno ―dijo el viejo Cipriano―, ahora si vamos a hablar de lo que pasó. ―El sujeto hablaba en un tono sugerente con el que Gaby estaba más que familiarizada. Sin embargo, estaba acostumbrada a esas actitudes de parte de hombres de todas las edades, por lo cual no le dio importancia.

Gabriela abrió la puerta de su auto y de una manera muy sensual, sin proponérselo ya que así era ella naturalmente, bajó de su vehículo.

El viejo tenía los ojos como platos al poder observar en total plenitud a tan espectacular mujer.

La veía de arriba hacia abajo; admirando sus impactantes piernas, su vientre plano resultado de mucho tiempo de gimnasio y su enorme trasero, el cual parecía querer romper el apretado pantalón de mezclilla con el que estaba cubierto. Subiendo más arriba su mirada vio los impactantes cantaros de miel de la casada, tan majestuosos como imponentes, completamente erguidos a pesar de su exagerado tamaño. En fin, Gaby era una casada de concurso.

La dulce, pero a la vez sexy voz de Gabriela lo despertaron de sus lascivos pensamientos.

―Por favor discúlpeme señor, fue un grave descuido de mi parte.

―No se preocupes señorita, al parecer mi carro no sufrió más que una abolladura ―dijo el viejo Cipriano señalando su auto―. El que si quedo mal fue el tuyo, mira nomas.

Era verdad, su camioneta era la que se había llevado la peor parte. No sabía qué hacer, uno de los pocos problemas que acarreaba su matrimonio era el tema económico por el cual estaban atravesando.

Cesar, su marido, hacía poco tiempo que había perdido su trabajo, solamente se sostenían de lo que ella ganaba como secretaria, que no era mucho; y para acabar de amolarla, el moderno vehículo aún no terminaban de pagarlo.

―Señor ―dijo Gabriela―, le reitero mi disculpa, pero… ―dudó en seguir sin embargo lo hizo―, en este momento con mi marido estamos cortos de dinero. Le propongo dejarle mi número de teléfono y dirección, verá que yo en un mes le pago el desperfecto, ¿sí? ―Esto último lo dijo en tono coqueto, actitud que no hacía a propósito, es solo que en toda su vida al ser acosada por los hombres inconscientemente había aprendido que su belleza podía abrirle algunas puertas, y por ende ciertos beneficios.

El viejo estaba que no se la creía. Aunque por la conversación de aquella Diosa tomaba conocimiento de que era una mujer casada, situación que le causo una sensación de decepción, de igual forma se sentía algo indeciso. No sabía si el forro de hembra que tenía en frente estaba coqueteando con él, o era su imaginación. En cualquier caso, no quería dejar de verla.

―No se preocupe Gabriela. ―Esta fue la primera vez que el viejo la llamó por su nombre―. Déjeme decirle que está al frente del mejor mecánico del rumbo… ¡jajaja! ―reía orgulloso el viejo mientras colocaba su mano en su prominente barriga.

―¿En serio? ―preguntó Gaby con verdadera curiosidad. Y es que así era ella, curiosa, coqueta, alegre, divertida, la típica casada que siempre llama la atención, no solo por su cuerpo, sino por ser una persona muy agradable y carismática. Aunque ser así de desinhibida algunas veces le acarreaba problemas, más de una vez había cacheteado a alguien por mal interpretar su actitud, por creer que podían llegar a mas con ella, justo como el viejo Cipriano lo hacía en esos momentos.

―Claro que si reinita, déjame revisar el motor de tu camioneta que al parecer fue lo que más se madreó.

―¡Muchísimas gracias, don Cipriano! ―dijo esto mostrando aquella sonrisa de dientes perfectos que enloquecían a cualquier hombre, grupo al que obviamente el viejo Cipriano pertenecía.

―Sin cuidado chiquita…, ahora súbete a la camioneta y préndela cuando yo te diga. —Gabriela estaba tan acostumbrada a que la mayoría de los hombres la llamaran de esa manera: chiquita, reina, nena, mami y demás, que ya no le daba importancia, así que sin rechistar obedeció.

Sentada en el asiento del conductor, Gabriela vio como don Cipriano revisaba su motor, rogando a dios que cuando le ordenase este prendiera, cosa que desafortunadamente no ocurrió. Maldijo para sus adentros, ¿cómo era posible que, aunque ella provocó el choque, su camioneta se llevara la peor parte?

―Quedó mas madreado de lo que pensé mi seño ―le vociferó don Cipriano ubicado delante del motor descubierto.

―¡Maldición! ―soltó Gaby en voz baja pero lo suficientemente claro como para que el viejo pudiera escucharla, a la vez que recargaba su cabeza en el volante haciendo sonar el claxon.

―Tranquilícese mi reina, cuénteme a ver, ¿qué le pasa? ―le dijo don Cipriano notando la pesadez de la casada.

―No es nada, señor ―le contestó aquella rubia de ensueño aún apoyada en el volante de la camioneta y mirando fijamente hacia el frente.

―Claro que me preocupo, además que una casada tan linda como tú no debe desobedecer a sus mayores. —El viejo dijo esto con una sonrisa que dejaba ver su boca carente de algunos dientes.

El ordinario mecánico era todo un lobo de mar en los asuntos de mujeres, sabía cómo tratarlas, cómo alegrarlas, cómo seducirlas y estaba dispuesto a poner toda su experiencia en marcha con tal de llevarse a la cama a su nueva “amiga”. Aunque también era verdad que era la primera vez que intentaría seducir a alguien tan tremendamente buena como Gaby.

Gabriela devolvió la sonrisa y sin mucha resistencia le contó sus problemas al viejo, por alguna extraña razón pensó que podía confiar en él.

Platicaron acerca de la perdida de trabajo de su marido, la colegiatura de su hijo, la falta de seguro de la camioneta, el hecho de aún no haber terminado de pagarla, incluso Gabriela le comentó sobre los problemas con su suegra.

―Bueno, chamaca, lamentablemente no puedo ayudarte con todos tus problemas, pero al menos puedo hacerlo con el de tu camioneta. ―El mecánico estaba claro que esa era la forma perfecta para poder llegar a la casada. Es por ello que el mismo le había cortado la corriente al vehículo antes de pedirle que encendiera el motor.

―¿En serio? ―le dijo Gaby con la mirada llena de esperanza, sin saber que estaba siendo timada por aquel horrendo hombre.

—¡Claro que sí! ―le contestó este.

Sin pensarlo Gaby se abalanzó sobre aquel hombre que acababa de conocer, abrazándolo fuertemente con el único motivo de agradecerle el gran favor que este iba a concederle.

Los delicados brazos de Gabriela no podían rodear el obeso cuerpo de su nuevo amigo, pero a ella no le importó. A pesar de no saber cómo tenía pensado ayudarla, aquel señor se había portado de maravilla, ella había provocado el accidente y parecía que era al revés.

Don Cipriano se encontraba en la gloria. Podía sentir en su pecho los grandes melones de Gaby, y al ser más grande que ella y estar en ese abrazo le bastaba con mirar hacia abajo para poder recrearse la vista con el espectacular par de nalgas de la casada. Su olor a feminidad, a ingenuidad, a mujer le encantaba,  hacía un esfuerzo sobre humano para no tocarla de manera indebida.

Los hombres que pasaban cerca de ellos miraban incrédulos lo que ocurría. Aquella bella joven mujer, pegada totalmente al fofo cuerpo de ese viejo. Hasta que la hermosa Gabriela se soltó para desgracia del afortunado hombre.

―Mira, reinita, esto es lo que haremos. Aquí no tengo las piezas para arreglar tu camioneta ―dijo don Cipriano mirando fijamente a la hermosa Gaby―. Me la llevó a mi taller, la arregló y te la tengo lista en unas 2 semanas.

―¿¡Dos semanas!? ―preguntó algo desilusionada la joven mujer casada.

―Lo siento, pero no puedo antes, las piezas que necesito son difíciles de conseguir. Ahora, si tú quieres, te la puedes llevar para otro taller. —El viejo cruzaba los dedos para que la casada no decidiera esto último, y si es que así lo hacía él ya tenía pensado como contraatacar y bajar su periodo de entrega a una semana.

Gabriela dudó por unos momentos. ¿Cómo le explicaría a su marido la ausencia de su camioneta? No quería contarle que por un descuido había conseguido una nueva deuda. Eran tiempos difíciles y el dinero no les sobraba. Pensó en que tal vez pudiera llevar su vehículo con otro mecánico, pero también se le ocurrió que quizás el viejo hacía eso para tener cierto seguro de que le iba a pagar. Además, habría que ver si en otro taller aceptarían reparársela y esperarla a que ella reuniera el dinero, al fin se dio cuenta que no tenía alternativa y cedió.

―Está bien, señor, pero como dije antes no tendré dinero para pagarle sino hasta final de mes, ¿me saldrá caro?

El viejo Cipriano no daba más de dicha con la determinación de la bella Gabriela, si ya hasta se la imaginaba toda encuerada y pagándole con sexo el favor que él le iba a hacer. Claro que solo eran sueños, y él lo sabía, ya que se notaba que la casada no era suelta de cascos, pero aun así lo intentaría.

―No se preocupe por el dinero, después nos arreglamos ―le dijo finalmente volviendo a recorrerla de pies a cabeza, ahora con más lujuria que antes.

―¿De veras señor? Pero es que me da pena, todavía que yo lo choco y usted es el que va a salir perdiendo. ―La bella Gaby tenía sus brazos cruzados por lo cual resaltaba aún más sus prominentes pechos.

―No se apene, señito, mire que yo también tuve algo de culpa. ―Cosa que no era cierto, pero quería quedar bien con esa tremenda mujer que aún lo tenía aturdido.

Aún indecisa la joven señora término aceptando el trato con aquel desconocido solo para evitar problemas con su marido. Además, pensándolo bien, no se estaba aprovechando del señor, pues tarde o temprano terminaría “pagándole”, aunque aún no sabía cómo.

El viejo llamó por celular a su ayudante con las órdenes de traer la grúa lo más rápido posible. Mientras esperaban ambos charlaban como si se conociesen de años, extrañamente existía una química muy buena entre ellos.

Por un lado, Gabriela veía al hombre como un agradable señor quien la estaba ayudando tras un grave error. Por el otro, el mecánico veía a la casada como una posible pareja sexual no importándole que ya le había contado que estaba casada y con un hijo. Estaba tan buena que el viejo haría todo lo posible por llevársela a la cama.

Gabriela miraba desesperadamente su reloj. Estaba retrasada para recoger a Jacobo, y sabía que al llegar con su suegra habría algún tipo de pleito. En ese momento llego la grúa. De ella bajo un chico de alrededor de diecinueve años, bastante chaparro, moreno, al parecer bastante naco ―o al menos esa impresión le dio a Gabriela―, y al igual que don Cipriano muy sucio.

El recién llegado ni siquiera intentó disimular las miradas obscenas que dirigía hacia Gaby.

―Ay mi jefe, me despertó, estaba durmiendo bien chingón, aunque por esta mamacita lo entiendo, jajaja ―dijo el joven dirigiéndose primero al mecánico y después mirando lascivamente a Gaby. Lo que recibió el pobre chamaco por este vulgar comentario fue una fuerte bofetada de parte de su jefe.

―Respeta a la señora chango ―le dijo don Cipriano a su joven ayudante―. Discúlpate horita mismo o ya verás.

A regañadientes el chango ―que así apodaban al muchacho en su círculo cercano― se disculpó. Le pareció extraña la actitud del viejo, jamás se había comportado así.

―Disculpa aceptada ―dijo Gaby mostrando su encantadora sonrisa a la vez que extendía su mano queriendo estrechar la del muchacho―. Soy Gabriela, mucho gusto.

El chango completamente extrañado contestó el saludo.

―Me… Me llamo Pablo, o el chango para los cuates. ―El chamaco se mostraba sorprendido por la actitud de aquella encantadora y joven mujer.

―¿Chango…? Déjame adivinar… Mmmm…, te dicen así porque de niño andabas por las ramas, jaja. ―Gabriela se rio encantadoramente para ambos.

Era bastante obvio que no era por eso, si no por lo tremendamente velludo que era el chamaco; sin embargo, al muchacho le agradó que lo pasara por alto.

La casada estaba tan acostumbrada a ese tipo de piropos que ya no se ofendía; al contrario, prefería llevársela bien con las personas. Pero de todas formas le agradó la manera en que don Cipriano reprendió a su subordinado por el comentario.

Intercambiaron unas cuantas palabras más, luego la casada se disculpó con ellos pues ya iba muy tarde, se dirigió a su camioneta y sacó su cartera para tomar el dinero e irse en taxi. Para su mala suerte se dio cuenta que no traía nada de dinero. Eso sí que era el colmo de la mala suerte, estaba segura que este era uno de los peores días de su vida.

La casa de su suegra aún estaba algo lejos, podría irse caminando y llegar sin muchas dificultades. El problema surgía al pensar en cómo regresar a su casa, para ese momento podría ya estar oscuro y no quería exponer a su hijo a la inseguridad de la ciudad.

Otra opción era pedirle a su suegra que la llevara a casa, o que le prestara dinero para un taxi. Inmediatamente deshecho esa idea, prefería regresar caminando que pedir algo a su horrible suegra. Gabriela estaba en una encrucijada. Afortunadamente para ella, el viejo Cipriano lo notó y no le costó mucho hacer que la casada le contara de nuevo sus problemas.

―No te preocupes lindura, yo te puedo llevar ―le dijo don Cipriano no creyéndosela ni el mismo por las oportunidades que se le estaban dando tan fácilmente con semejante Diosa. Oportunidades que aún no lo llevarían a algo más con ella, pero que sí le permitían inmiscuirse en su vida en forma acelerada.

―No, don Cipriano, usted ya ha hecho demasiado por mí, no puedo permitirlo ―negaba Gaby con su cabeza.

―Déjame decirte un pequeño secreto. ―El viejo con mucha confianza se acercó al oído de Gaby, confianza que ella misma le estaba comenzando a dar sin saber el peligro que corría con aquel lujurioso depredador. Al estar tan cerca de ella el viejo sentía que perdía el control, quería besar su oreja, succionar su tierna boquita, tirarla allí mismo al suelo y despojarla de su estrecha ropita y encajarle su verga por la vagina. Si ya hasta se imaginaba lo hermosa que debería ser esa rosadita hendidura de carne. Sin embargo, se contuvo, debía ir con calma.

―Yo también odio a mi suegra ―le susurró finalmente el excitado vejete.

La casada soltó una gran carcajada y al final terminó aceptando, se dirigió hacia su camioneta para ver si no olvidaba algo.

Mientras tanto y estando algo alejados de ella, el viejo charlaba con su ayudante dándole las últimas instrucciones.

―Bien, ya sabes derechito al taller, no quiero enterarme de que andas dando vueltas por ahí dándotelas de galán con las colegialas.

―Sí, lo sé, señor, por cierto, ¿en verdad creé tener alguna posibilidad con ese forro de vieja? ―le preguntó el chango quien ya se había dado cuenta del porqué de la “buena” actitud de su jefe.

―A huevo, mi changuito, ¿acaso no has visto como me mira? ―le respondió el viejo―. De volada se ve que sabe elegir a los que la tenemos grandota, jejeje.

―La neta que se me hace que ella es así con todo el mundo mi jefe ―le dijo el joven, quien estaba en lo cierto. Así era Gabriela, sin proponérselo hacía pensar a los hombres que podían llevársela a la cama cosa que hasta ahora no había pasado.

―A la verga con lo que tu creas, pero de que me la cojo me la cojo… o qué, ¿alguna vez te he fallado? ―dijo refiriéndose a que siempre que se proponía cogerse a cualquier vieja lo hacía.

―Pus no, nunca, pero esta viejita esta en otro nivel. Nomás de verle las nalgonas se me para.

―A mí también, Chango, a mí también. Lástima que tú nunca te cojeras a una así. Estas palabras molestaron al joven, estaba cansado de que don Cipriano lo hiciese menos.

―Ni usted tampoco ―respondió el chango―. Es más, le apuesto lo de siempre a que no se la lleva a la cama.

―Sale y vale pendejo ―aceptó don Cipriano.

―Recuerde que me tiene que traer alguna prueba. Y además debe de ser por las buenas, no vale forzarla, que por ahí hay rumores… ―dijo en tono inquisitivo el Chango.

―Tú tranquilo, mi Monkey, que cuando este dentro de esas nalgotas me acordare de ti… ¡jajajaja!

En ese momento vieron como la escultural Gabriela se acercaba a ellos con su provocativo andar y ambos separaron rumbos.

―Otra vez le digo que muchas gracias, señor. ¿Quién diría que de algo tan horrible como un accidente encontraría a una persona tan buena como usted? ―La joven casada estaba de verdad agradecida.

―Lo sé, y ahora sube rápido a mi auto que aunque chocado aun funciona. ―Gabriela se sonrojó al recordar que ella había causado el accidente.

Ambos se dirigieron a la casa de doña Romina mientras hablaban de cosas vánales, con metas muy distintas. Ella pensando que de todo esto probablemente obtendría una nueva amistad, además de perder dinero, y él imaginando que encontraría a su nueva amante.

―¿Quién es ese hombre con el que vienes? ―preguntó doña Romina cuando Gabriela se disponía a salir por la puerta con dirección al carro de don Cipriano, llevando a Jacobo en brazos pues ya era algo tarde y el pequeño había caído dormido. La joven rubia notó el tono con el que su suegra dijo estas palabras; como queriendo insinuar algo.

―Un amigo ―le dijo Gaby en tono cortante, no le debía explicaciones a nadie y menos a su suegra.

―Ah, ya veo..., es otro de tus “amiguitos”.

Gabriela se detuvo en seco. El día ya había sido lo suficientemente malo sin tener que aguantar aquello.

―¿Esta insinuando lo que creo señora? ―respondió la rubia visiblemente molesta.

―Hay no, ¿cómo crees? Solo te pido que cuando estés haciendo tus cochinadas con ese hombre le tapes los oídos al pobre de Jacobo, no queremos que crezca traumado, ¿verdad?

Esta era la primera vez que la señora Romina hacía un ataque tan directo. Por lo general se limitaba a hacer comentarios sugerentes sobre la fidelidad de Gaby hacia su hijo, Cesar, pero esta vez había dicho claramente que tendría relaciones con otro hombre.

La rubia no entendía la razón por la que su suegra la odiaba tanto, jamás le había sido infiel a Cesar, ni siquiera en su etapa de novios. Recordó el tiempo cuando la conoció. En esos entonces la madre de Cesar se portaba bien con ella. El típico trato de suegra y nuera, nunca habían sido las grandes amigas, pero al inicio se trataban con respeto. Gabriela no supo cuando fue que todo cambio. Lo que si sabía era que ella no lo había iniciado.

―¿Sabe algo, suegrita? ¡Váyase a la mierda! ―exclamó Gaby. Sabía que esas simples palabras le traerían graves problemas con Cesar, pero en ese instante no le importaba.

―Linda boquita, Gabrielita, muy lindas palabras son las que me dices. Aún no sé qué fue lo que te vio mi Cesar ―le respondió la señora Romina mirándola de arriba hacia abajo. Hasta que con una sonrisa burlona le volvió a decir―: Bueno, a parte de las tetas y las nalgas.

Gaby ya no soportaba seguir escuchado tantas tonterías. Muy molesta cruzó la puerta, mientras se alejaba podía escuchar las tonterías que bufaba su suegra.

El viejo Cipriano esperaba a la casada sentado en el cofre del auto. Jamás en su vida había estado tan excitado como en esos momentos, el solo pensar que podría cogerse a su nueva amiga lo tenía calientísimo.

Y entonces la vio acercarse rápidamente, escuchaba los gritos provenientes de la suegra. Notó las lágrimas escurrir de sus bellos ojos debido al tremendo coraje, y sin pensarlo dos veces la abrazó. Quería volver a sentir su fresco y bello cuerpo cerca del suyo y que mejor oportunidad que esta, aunque lamentó que debido al niño no pudo repegarse tanto como deseaba.

―Tranquila casada ―le dijo el viejo mientras acariciaba su sedoso cabello.

―E… es… eess una estúpida ―tartamudeaba la joven casada sin intención de separarse del viejo. De alguna manera ese cálido abrazo la hacía sentirse bien.

Todo esto pasaba mientras eran observados por doña Romina, quien de brazos cruzados meneaba su cabeza de forma negativa. ―¿Cómo puedes cambiar a mi hijo por ese asqueroso sujeto? ―pensaba.

Doña Romina era una mujer que enjuiciaba antes de preguntar. En su mente ni se asomaba la idea de que Gabriela acababa de conocer a aquel hombre, para ella ya eran amantes.

Don Cipriano en ese mismo momento quedaba de frente a doña Romina y, a sabiendas de que ella también lo miraba, le lanzó una mirada burlona y triunfante, sabiendo que todo lo que ocurría le beneficiaria a él. ―Señora... si supiera lo rico que algún día lo pasaremos su nuerita y yo ―le dijo mentalmente, deseando que la vieja lo hubiera escuchado.

Con una mirada de desprecio doña Romina se alejó de ellos y se metió en su hogar, mientras Cipriano se llevaba a Gaby y al pequeño Jacobo al fin a casa.

―Muchísimas gracias por todo, don Cipriano ―le dijo Gaby bajando del auto con su hijo en brazos una vez que ya habían llegado.

―Tranquila, reina. No pasa nada.

―No sé cómo pagarle todo lo que ha hecho hoy por mí ―le decía Gaby―. Bueno…, si lo sé, no se preocupe que le pagaré hasta el último centavo.

―Cuando puedas, nena. Solo recuerda que tu camioneta estará en unas dos semanas.

―Está bien, señor Cipriano. Y ya me despido porque mi marido debe estar muy preocupado por nosotros ―le dijo refiriéndose a ella y su hijo.

La bella Gaby comenzó a caminar en dirección al edificio donde se encontraba su apartamento, con la libidinosa mirada del viejo clavada en aquel espectacular trasero que movía como una diosa.

El viejo se tocaba la verga por encima de su pantalón mientras decía en voz alta:

―Tranquilo, campeón, en solo un tiempito más vas a estar dentro de esa pendeja. ―Luego, cuando ya no pudo ver a la rubia, arrancó su auto y se fue de allí.

El camino para Gaby fue difícil, su hijo ya no era un bebé. Los últimos meses había ganado peso. No es que el niño fuese gordo, pero estaba pesado. Además, vivía en el cuarto piso y el elevador no funcionaba desde hacía varias semanas.

Durante el camino se topó con varios vecinos que la saludaban eufóricamente. Muchos de ellos con tal de pasar algunos momentos cerca de ella se ofrecieron a ayudarla con el niño, a lo cual se negaba; sabía que si hubiese aceptado se exponía a un nuevo pleito, ahora con su marido.

Estaba segura que su suegra ya lo había llamado, contándole quien sabe que cosas acerca de lo sucedido en su casa.

Cesar era un hombre celoso, sabía del portento de mujer que tenía como esposa, y esto lo carcomía. Algunas veces, cuando estaba solo, se imaginaba que Gaby se conseguía otro hombre y lo dejaba. Sin embargo, cuando estaba con ella se reprendía por tener esos pensamientos al verla tan cariñosa, tan atenta, tan amorosa. Y entonces sabía que él lo era todo para ella, y él también la amaba, más de lo que había amado a otra persona en su vida.

Al fin Gabriela llegó a su departamento, introdujo su llave en la cerradura y entró.

No le sorprendió ver a su marido sentado en el sofá con semblante serio.

―Hola, mi amor ―dijo Gaby con la esperanza de que no se encontrara de mal humor. No tenía ganas de otra pelea.

Cesar no respondió el saludo, se dirigió hacia ella y tomó a Jacobo en sus brazos, para después alejarse de allí y llevarlo a su habitación.

Para ella esto solo podía significar una cosa, habría pelea. Así que esperó a que regresara. Ella no quería discutir, pero tampoco era una dejada. Si Cesar quería pelea la iba a encontrar.

Esperó sentada en el sofá de la sala hasta que vio aparecer a Cesar.

―Me llamó mi madre, y me dijo lo ocurrido ―atinó a decir Cesar.

―Otra vez esa vieja bruja ―le dijo Gaby frunciendo el ceño en señal de molestia.

―¡No le digas así! ¡Es mi madre y lo sabes! ―Cesar se sintió muy ofendido por las palabras de su esposa.

―¿¡Y cómo quieres que le diga!? Si no deja de meterse en nuestros asuntos.

―Me dijo que estabas en el carro de un hombre extraño. ¿Quién era ese tipo? ―inquirió Cesar con el gusanito de los celos.

―Un conocido ―le respondió Gabriela con desgana, ya sabía para dónde iba todo ese asunto.

―¿¡Qué!? ¿¡Un conocido…!? ¿¡Quieres… quieres que me trague eso!? ―Los gritos de Cesar llenaron el cuarto.

―Baja la voz que despertaras al niño. ―Gabriela se puso de pie quedando frente a frente a su marido.

―¡A la mierda…! Con eso que me dices… ¿¡cómo quieres que me ponga!? ¡¡Cuando mi mujer se está revolcando con quién sabe quién!!

La respuesta de Gaby fue una sonora cachetada. Jamás en su vida Cesar le había hablado así, era la primera vez que la tachaba de adultera, y estaba segura de que era por culpa de su suegra. Solo Dios sabía que fue lo que contó.

A Cesar le dolía más el orgullo que aquel golpe, el solo imaginar que Gaby estuviera en brazos de otro lo enloquecía.

―¿De verdad crees que sería capaz de engañarte con otro? ¡Mírame a los ojos y dímelo! ―La casada hablaba en tono alto, no importándole que alguien la escuchara. Cuando ese tipo de acusaciones venían de su suegra no le afectaban tanto, pero viniendo de su marido era diferente.

Así lo hizo Cesar. Miró fijamente los bellos ojos azules de Gaby y vinieron a su mente todas aquellas ocasiones en que había cuidado de él y de su hijo. Lo tierna que era cuando se enfermaba. Lo amorosa que era la mayoría del tiempo. Y la respuesta llego pronto. No, Gabriela jamás lo engañaría, o al menos eso pensaba en ese momento.

―No, discúlpame mi amor ―dijo algo temeroso de la reacción de Gaby―. Es que tú sabes lo mal que me pongo. Tú eres mi vida, y no sé qué haría sin ti.

―No me vengas con eso ahora. Primero me insultas y después me vienes con esto. —Gaby aún estaba molesta, se notaba por la desafiante posición de sus manos sobre sus caderas.

Cesar pidió disculpas una vez más, incluso se arrodilló, y como a Gaby no le gustaba verlo así, humillándose, terminó por perdonarlo.

―Mi amor, tengo unas preguntas. Sin ánimos de pelear ni nada, pero… ¿Qué hacías en el auto de ese hombre? ―Cesar trató de que su voz sonara lo más tranquila posible, aunque sintiera celos.

Gabriela no quería contestar esa pregunta, no quería decirle a su marido que por su estupidez ahora tenían más deudas, así que erróneamente hizo lo que cualquier ser humano haría. Mintió.

Le contó que su mejor amiga Lidia le había pedido la camioneta pues saldría de la ciudad y ella se la había prestado unos días. A fin de cuentas, ya lo había hecho antes y a Cesar, aunque le molestara, terminaba aceptándolo. Siguió diciendo que el hombre era tío de Lidia y que muy amablemente al ver que no tenía como regresar se ofreció a llevarla.

La intuición de Cesar ―o quizás los celos― le decía que algo andaba mal, su historia cuadraba, pero había algo extraño. A fin de cuentas, se lo dejaría pasar. Viniendo de Gaby no sería nada grave.

La reconciliación de la feliz pareja no tardó mucho en llegar. Esa misma noche tuvieron una sesión de sexo marital, y como siempre las sensaciones fueron contrastantes.

Cesar como de costumbre había terminado completamente satisfecho, y como no, si aparte de ser una belleza, Gaby era tremendamente fogosa en la cama.

Por otro lado Gabriela, la sensual casada rubia, desnuda, observaba a Cesar quien plácidamente dormía a su lado.

A pesar de ya llevar mucho tiempo casados, Gaby no dejaba de sorprenderse de la belleza de su marido. Un hombre alto, fornido gracias a las horas invertidas en el gimnasio, y también rubio. En fin, era el estereotipo de belleza de las películas. Alguien digno del tremendo cuerpazo de Gabriela. Sin embargo, había algo mal. Nunca había logrado satisfacerla sexualmente, y esto se debía a dos razones.

La primera: Gabriela sentía la falta de originalidad y talento de su marido a la hora de moverse, de sentir, de disfrutar de cada rincón de su cuerpo. Y la segunda: el tamaño del miembro en cuestión. Si bien era cierto que nunca había visto otro pene, por pláticas con sus amigas se podía dar una idea de lo pequeño que lo tenía Cesar. Sin embargo, ella lo amaba demasiado como para quejarse por eso.

Sabía en el fondo que debía hablarlo con él, que era un problema que tal vez tenía solución, pero también existía la posibilidad de que sus palabras pudiesen dañarlo, y eso era lo que menos quería.

Los siguientes dos días transcurrieron de manera normal en la vida de nuestra bella protagonista. No fue sino hasta el domingo por la tarde cuando recibió una llamada.

―¿Bueno? ―Dijo Gaby al no reconocer el número de quien llamaba.

―Qué bella voz tiene, muchachita ―dijo la voz del otro lado del teléfono.

―Como es de juguetón, usted ―volvió a decir Gaby al percatarse de que se trataba de la voz del viejo Cipriano.

―¿Qué quiere que haga?, cuando estoy hablando con la mujer más bella del barrio ―dijo el viejo como tentando la situación.

―¿Solo del barrio? ―respondió coquetamente la casada, sin ninguna mala intención. Es solo que estaba acostumbrada a recibir los piropos muy subidos de tono, y cuando uno le agradaba por lo general seguía el juego.

―Usted sabe que no, reinita. Usted sabe que es la mujer más bella de la galaxia. ―El viejo lentamente tomaba más confianza, pero sin llegar a ser vulgar, no quería perder su oportunidad.

―¿Ya ve como es, señor?, va a hacer que me sonroje.

―Sonrójese todo lo que quiera, cosita linda…, de todas maneras estoy diciendo la puritita verdad.

Era extraña la gran confianza que habían adquirido en unos pocos momentos que habían estado juntos. Gabriela no veía con malos ojos la actitud de don Cipriano. Además de que la joven casada ya estaba acostumbrada a ser admirada por el sexo opuesto.

Los siguientes minutos pasaron de la misma manera, con el viejo Cipriano alabando la belleza de Gaby, y ella cada vez más sonrojada hasta que llegaron al punto de la llamada.

―Bueno nena, no quiero incomodarte, pero llamaba para ver si has conseguido el dinero.

Gabriela dudó un momento, por lo bien que se llevaba con ese señor no pensó que este le cobraría tan pronto.

―Ande, señor. La verdad es que aun nada.

―No te preocupes, y no pienses que te estoy cobrando. Lo que sucede es que me surgió un problema, y rápidamente pensé en ti. Si aceptas te perdonaría la deuda.

―¿Qué clase de problema? ―Preguntó Gabriela con la esperanza de librarse de la deuda.

―Déjame contarte todo desde el principio. ―El viejo Cipriano tomó aire y empezó―. Como ya te había dicho, tengo un taller. Todo iba muy bien con la clientela, pero hace unas cuantas semanas un nuevo taller abrió muy cerca de aquí y empezamos a perder clientes. No teníamos idea de que chingados hacer para volver a tener clientela hasta que se me ocurrió una idea.

―¿Cuál idea? ―preguntó Gaby.

―Contratar edecanes, tú sabes, de esas chavas buenonas que bailan afuera de los negocios.

Gaby aún no entendía que le estaba proponiendo.

―La cosa es que ya teníamos contratadas a dos, pero para mi mala suerte una sufrió un accidente y no podrá venir. Y para acabarla de chingar la agencia donde las contraté no me puede mandar otra. Dicen que no tienen disponibles ―mentía el viejo.

Gaby quien por fin tenía una idea de lo que quería el viejo, y tratando de zafarse preguntó.

―¿Y no puede llamar a otra agencia?

―Sí, pero el problema es que estoy pagando un dineral por esta chica, ya la vi y es una hermosura. En las demás agencias no tienen a nadie que le llegué a los talones.

―¿Y entonces? ―La voz de Gaby sonaba preocupada.

―Entonces, es cuando entras tú. Eres una hermosura de mujer, y si suples a la casada que se enfermó nuestra deuda quedará saldada, anda, ¿Qué dices?, ¿aceptas?

El silencio reino por unos instantes mientras Gaby meditaba la situación. Hasta que por fin le respondió.

―No lo creo, señor. Soy una mujer casada, y no me parece correcto exhibirme. Si mi marido se llegara a enterar de una situación así, inmediatamente me pediría el divorcio.

―Ándale, si solo serán dos semanas Gabrielita, solo eso y por las mañanas ―suplicaba el viejo.

―No lo sé, es complicado. ―La bella mujer estaba indecisa, pero pensaba que solo tendría que hacer de edecán por dos semanas y terminaría su deuda, era un buen trato. Si hubiera estado soltera lo habría tomado sin protestar.

―Tu marido no tiene por qué enterarse de este favorcito que te estoy pidiendo, será nuestro secreto. —El viejo sonaba muy angustiado. Sentía que esa escultural mujer se le escapaba. Después de unos sufridos momentos la casada terminó aceptando.

―Está bien, señor Cipriano. Pero solo porque usted me cae muy bien, jajaja ―se rio con su dulce voz.

―Muchísimas gracias, Gabrielita. Y a propósito, tú me caes mejor ―le dijo don Cipriano en doble sentido, cosa que Gaby no entendió.

―Déjame, ahorita te doy mis datos para que mañana llegues aquí temprano mija.

―Está bien, señor.

A la mañana siguiente, Gabriela se encontraba afuera del taller de don Cipriano. Tuvo que hablar con su jefe pidiendo sus dos semanas de vacaciones por adelantado. Él aceptó sin problemas, aparentemente las cosas estaban de su lado. Sin embargo, un sentimiento de angustia la recorría. La calle estaba en muy malas condiciones, era muy temprano y no pasaba mucha gente ni coches.

Llevaba alrededor de quince minutos esperando a las afueras del “Pie grande”, el taller mecánico de don Cipriano. Por un momento le dio la impresión de que el nombre parecía más de “table dance” que de taller mecánico. Pensaba en irse, a fin de cuentas, nadie la había recibido. Sabía que eso que estaba haciendo estaba mal. ¿Cómo era posible que una mujer casada como ella estuviera pensando en exhibirse ante una bola de extraños? ¿Qué pensaría su marido? ¿Qué pensaría su hijo? Definitivamente estaba mal. La espectacular rubia dio media vuelta cuando escuchó como se abría el gran portón café.

―¡Hola, señora Gabriela! ―le saludó eufóricamente el chango.

―Buenos días Pablo  ―respondió Gaby también sorprendida, aunque por razones distintas a las del muchacho.

―Bu… bu… buenos días… ―El Chango se extrañó de que una espectacular mujer como ella recordara su nombre.

Aun con aquellas ropas, se podía ver a la perfección la escultural figura de Gabriela. Dotada de una belleza espectacular que la naturaleza le concedió y cuidada gracias a las horas de gimnasio invertidas. Decir que era espectacular es poco. Ese bello y angelical rostro, digno de una muñeca de porcelana, con sus ojos azules y esos labios de color rojo sangre, contrastaba con el deseo que despertaba su anatomía.

Su cuerpo era digno de las pajas mentales de todo el que la conocía. Con su trasero perfecto, voluminoso, parado-respingón y con sus enormes melones de carne, fantasía de grandes y chicos, de amigos y familiares.

―Pero no se quede allí, señito, pásele al fondo, la otra chica ya llegó.

Gabriela se quedó unos momentos sin articular palabra, su mente era un caos. Sabía que no debía hacerlo, pero necesitaba saldar la cuenta de su camioneta.

―Okey, Pablo, muchas Gracias ―dijo, y con su sensual movimiento de caderas fue al lugar señalado.

El lugar olía mucho a gasolina, aceite y a todos esos olores característicos de los autos. El recorrido era largo y mientras Gabriela avanzaba se topaba con los que pensaba eran trabajadores. Todos eran similares, vestían ropas maltrechas, sucias y feas; tipos bastante ordinarios. Notaba la lasciva mirada de todos y cada uno de ellos, a lo cual ella respondía con un agradable “buenos días”.

La rubia abrió lentamente la puerta del camerino improvisado que don Cipriano había montado, y cuando lo hizo vio a una chica sentada en una silla vestida con un diminuto short y una pequeña blusa de tirantes. La joven no se dio cuenta de la entrada de Gabriela puesto que estaba muy ocupada arreglando su cabello en el espejo.

Gaby, quien por naturaleza era curiosa, se quedó sin hacer ruido observando a la joven. Notó que se trataba de una muchacha bastante normal. No era la belleza que creyó encontraría tras la llamada de don Cipriano. Veía su cuerpo, unos pechos de tamaño medio, para bajar a un estomago del cual se notaba una ligera pancita. Observó su rostro, era una niña, según Gaby no pasaba de los dieciocho o diecinueve años. Lo que pudo ver de su rostro le agrado. Era una joven bastante bonita, pero dentro de lo que cabe, normal.

La joven volteo a ver a la rubia y fue Gaby quien rompió el silencio, como siempre.

―Hola, me llamo Gaby y creo que somos compañeras ―dijo mostrando su bella sonrisa de dientes relucientes.

―Mu... mucho gusto, señora, mi nombre es María ―le respondió la joven levantándose de la silla y estrechándole la mano. A Gaby no le agradó que se dirigiera a ella como señora, porque a fin de cuentas a que mujer le gusta que le recuerden su edad.

―Bien, María, pero a partir de hoy llámame por mi nombre, ¿Okey?

―Sí, señora, esta bi… ―En ese momento hubo un silencio, para después ambas empezar a reír―. Si Gaby está bien.

Gabriela en ese mismo instante supo que se llevarían muy bien.

Pasadas las presentaciones, María le indicó donde se encontraba su ropa, la cual tomó, y la extendió sobre una pequeña mesita en la esquina del cuarto.

Sin ningún tipo de pudor la escultural rubia se despojó de su blusa deportiva y su brasier. Después de manera muy sensual se dio a deslizar lentamente su pantalón deportivo.

―Disculpa, no sé si te importara que me cambie aquí ―le dijo Gaby cubriendo sus pechos con un brazo y con el otro cubriendo su intimidad.

La rubia tenía la costumbre de hacer eso con sus amigas, entre ellas no había secretos y menos por algo tan simple como verse desnudas, pero recordó que no todas las mujeres eran así.

―Para nada, Gabriela. Dale con confianza.

En realidad, el voluptuoso cuerpo de Gaby impactó a María. Jamás en su vida había visto cuerpo más perfecto, y eso la cohibió. La avergonzaba saber que cuando estuviesen fuera nadie pondría atención en ella por preferir mirar a esa espectacular mujer rubia.

―¿Te pasa algo María? ―Preguntó Gabriela.

―No nada… pe… pero…  ¿puedo hacerte una pregunta?

―¡Ya la hiciste! ―rio Gaby. Comentario que agradó a María.

―No, ya en serio... ¿te has hecho alguna cirugía? ―le consultó María intentando sonar lo más natural posible. No quería enfadar a su compañera.

Gaby se extrañó, llevaba poco de conocer a María y jamás imagino que le preguntaría eso.

―No, la verdad no. Así me hicieron mis papás ―dijo orgullosa de su anatomía, a la vez que se veía en el espejo.

―¿En serio?

―¡Claro…! En mi familia las mujeres siempre hemos sido así. Aunque mi mamá dice que yo si exageré. ―Ambas rieron.

―Qué padre tener un cuerpo como el tuyo ―le dijo María en tono melancólico sabiendo que ella no era ni la mitad de hermosa que Gabriela.

La rubia notando que tal vez al presumir su cuerpo había hecho sentir mal a María se dio a contestarle rápidamente:

―Pues ni creas, que es una friega en el gimnasio. Además, todos los hombres se te quedan viendo de manera extraña. ―La sonrisa de Gaby era muy amistosa.

―Ha de ser bien chido que los hombres te quieran por tu cuerpo, poder conseguir lo que quieras.

Este último comentario si preocupó a la rubia. Siempre había sido de la idea que lo más importante de las personas era el interior. Ella no se había casado con su esposo por ser un hombre bien parecido. Lo había hecho porque a pesar de sus defectos, también tenía grandes virtudes.

―Créeme que no es tan así como tú dices ―dijo Gaby―. Lo que verdaderamente importa es lo que llevamos dentro.

―¡Si, claro! Lo que llevamos dentro de la tanga y dentro del bra ―le respondió María.

A pesar de la lección que Gabriela quería impartirle a María no pudo evitar reírse.

―Bueno apúrate, Gaby, que ya casi es hora de salir.

―Ok, pero… ¿dónde está el dueño del taller? ―preguntó la rubia refiriéndose a Don Cipriano.

―Mi tío llega más tarde, pero tranquila que ya me dio órdenes de que hacer.

―¿Tu tío?

―Así es, ¿acaso no notas el parecido familiar?

Jamás en su vida Gabriela lo habría adivinado. Don Cipriano era un hombre muy feo, y la joven era hasta cierto punto bonita.

―Pues la verdad, no ―le respondió Gabriela.

―¡Ay… gracias a dios! ―Exclamó María, a lo que ambas rieron fuertemente.

Gabriela y María bailaban sensualmente a las afueras del “pie grande”, con sus ajustados atuendos, al ritmo del reggaetón.

La bella rubia al principio le daba pena estar allí bailando para extraños, pero conforme pasaba el tiempo iba adquiriendo confianza. Hasta que llegó a la conclusión de que no era tan horrible como pensaba. A fin de cuentas, a ella le encantaba bailar. Disfrutaba mucho de esa música. Su compañera era además muy agradable, e incluso le hacía gracia como alguno que otro despistado había sufrido ligeros accidentes menores por voltear a verlas.

Ya había conocido a todo el personal. Aunque hubiese deseado recordar el nombre de todos solo recordaba al Chango o Pablo y a Francisco, un chico de unos veinte años que era novio de María.

Debía admitir que la estrategia al parecer estaba dando resultado. Había muchísima gente rodeando el taller. Era verdad que muchos solo iban a verlas, pero otros en verdad entraban por sus autos.

En el poco tiempo que llevaba allí, Gabriela ya había recibido más de veinte números de teléfono, los cuales ella aceptaba por educación, aunque claro nunca llamaría a esos hombres. Cuando alguien preguntaba su número ella cordialmente se excusaba, mintiendo, les decía que si la compañía se enterara perdería su empleo.

Mientras a unos cuentos metros de distancia el Chango, Francisco y don Cipriano hablaban tranquilamente.

―No mamen par de gueyes… Ya no me aguanto. ¡Me la quiero coger ya! ―les decía el viejo Cipriano a la vez que se limpiaba sus aceitadas manos con un puñado de guaipe. Claro que siempre mirando en dirección hacia el lugar en donde estaba bailando Gabriela.

―Sí, está re buena la señora esa. Mire nomas como mueve las nalgas ―decía Francisco señalando a la rubia mientras ella bailaba la Macarena meneando su trasero de una forma hipnotizante; y si a eso le sumamos el diminuto short que usaba, era una visión impactante.

―Esas nalgotas van a ser mías muchachos, pero todo depende de que salga bien el plan, y que no la cagues muchachito ―dijo don Cipriano volteando a ver a Francisco.

―Sí, ya lo sé, señor ―fue lo único que pudo responder el joven.

Y, como si Gabriela pudiera escucharlos, sin perder el ritmo se acercó a ellos jalando a don Cipriano para incitarlo a que bailara con ella. Él por su parte no perdería la oportunidad de dar una pequeña manoseada a tan sensual mujer, y ni tardo ni perezoso la acompañó.

Los hombres que estaban allí reunidos no podían creer como tan horrible viejo estaba dando llegues al mujeron ese, la que al parecer ni se daba cuenta. Y así era Gabriela, ni se imaginaba nada de eso, si notaba como el viejo se arrimaba a ella, pero así se bailaba.

―¿La neta que lo vas a hacer? ―preguntó el Chango a Francisco.

―Pues sí … ¿por qué?

―Es que la seño es a toda madre ―En el poco tiempo que el Chango llevaba de conocer a Gaby ya le había cogido estima.

―Sí, bueno, pero el patrón se la quiere echar, ¿y quién no? Nomás mírala. Está re buena.

―Pero si lo logra le arruinara la vida. Hasta donde sé, ella está casada y con chamaco y toda la cosa. Imagínate si a tu mamá o a tu hermana le quieren hacer algo así. Es mas no te vayas tan lejos. Imagínate si a María se la quiere chingar otro hombre.

Francisco se quedó en silencio pensando.

―Tú sabes que necesito feria, y el patrón me ofreció una buena. Además, María… está de acuerdo ―respondió Francisco.

El Chango simplemente se quedó callado, sabía que nada lo haría cambiar de opinión. Ambos se quedaron allí embelesados viendo a la buenísima de la casada y como esta bailaba para ellos y para quien quisiera verla.

Pasaron las horas; su primer día había pasado de maravilla para la rubia. Le había encantado el sentimiento de libertad. De sentirse deseada. Y sentir también el poder sobre los hombres. Pero ahora llegaba el momento de regresar a casa, y obviamente don Cipriano se había encargado de ofrecerse para llevarla.

El enardecido mecánico, desde el primer momento en que llegó al taller no se separó de ella, y para los próximos días tenía pensado que fuera igual. Cosa que a Gaby no le molestaba, más bien la hacía sentirse segura, y siempre era agradable estar con alguien conocido.

Don Cipriano quería que Gabriela se acostumbrara a él. Que en el momento en que la penetrara no existiese resistencia de su parte. Pretendía seducirla, ansiaba apartarla de su familia. Anhelaba desde el fondo de su ser que ese forrazo de mujer fuera solo suyo, y que todo esto fuera por las buenas. Quería que ella también lo deseara, y no le iba a importar valerse de trucos y de engaños para lograrlo.

El viejo Cipriano dejó a Gaby a dos calles de su edificio, para que su marido no se diera cuenta de que llegaba con él.

La rubia caminó hasta su casa. Había sido un día muy placentero y ansiaba que llegara el próximo.

―Hola mi amor ―dijo Cesar al ver entrar a Gaby―. Te ves un poco cansada.

Gabriela no le contó que pidió sus dos semanas de vacaciones, pues no quería que se enterara de lo que hacía. Se sentía mal de ocultar algo a su esposo, pero había llegado a la conclusión de que era lo mejor para ambos.

―Si amor, fue un día muy duro.

En ese momento entró corriendo su pequeño Jacobo.

―¡Mamá… mami! ―le decía completamente emocionado.

―Hola, mi amor.

Gabriela cargó a su pequeñín entre sus brazos. En esos momentos era lo único que le importaba.

Los siguientes días transcurrieron de la misma manera, con Gabriela acudiendo a su “trabajo” en el taller. Esto claro, sin que su marido se diera cuenta.

Estrechaba sus relaciones con los que ya consideraba sus amigos. Es decir, con María y el Chango, pero con el que cada vez se sentía más unida era con don Cipriano. En poco tiempo había llegado a considerarlo como un padre. Quizá gracias a la falta de uno en su infancia, no lo sabía, pero ya le tenía mucho cariño.

Con los demás trabajadores llevaba una relación cordial. Notaba la manera en que la miraban, pero ya estaba acostumbrada. No fue sino hasta el jueves, un día antes de cumplir con su contrato que todo cambió.

Ese día María no acudió al trabajo. Don Cipriano le explicó que estaba enferma, por lo cual había salido a bailar sola. La rubia notaba algo extraño en aquel día. Durante toda la tarde no vio a ningún otro trabajador, excepto a don Cipriano, el Chango y Francisco. Cuando pregunto el porqué, don Cipriano respondió que no sabía, pero que cuando lo supiese se iba a desquitar, cosa que era mentira ya que él les había dado el día libre.

Gabriela ya se encontraba en el pequeño cuarto donde se cambiaba de ropa para regresar a casa. Se veía en el espejo modelando, tomando su rubia melena por encima de su cabeza, a fin de cuentas, era vanidosa. Inspeccionaba su cuerpo en busca de alguna imperfección.

De pronto se abrió la puerta, y frente a ella apareció Francisco empuñando un cuchillo en una de sus manos. Gabriela no sabía que estaba pasando, además estaba segura de haber puesto el seguro de la puerta.

―¡Francisco! ―exclamó la rubia, preocupada, aunque tratando de no demostrarlo, mientras retrocedía lentamente. Hasta que topó con la pared.

Francisco no decía nada. Su rostro no mostraba emoción alguna, simplemente se dedicó a acercarse a la rubia.

―¿Qué es lo que quieres Francisco? ―le preguntó con el tono más valeroso qué pudo. Pero el muchacho no le contestó, y solo aprisionó con su cuerpo el de ella.

―¡Aléjate de mí, cerdo! ―La casada trataba de empujar sin buenos resultados el cuerpo del joven, que, aunque no era muy fuerte, si tenía la fuerza necesaria para contenerla.

―¡¡Por favor que alguien me ayude!! ―gritaba la casada.

El joven seguía sin pronunciar palabra alguna. Solo emitía sonidos guturales, mientras colocaba la navaja en el cuello de la rubia.

―Calla, nena. Solo debes dejarte, o te puede pasar algo muy malo ―le decía Francisco visiblemente nervioso, y comenzó a deslizar su lengua por el tierno cuello de ella.

―¡Oh, Dios…! ¡Por favor ayúdame… me está tocando! ―pensaba Gabriela. Instintivamente cerró los ojos y rezó por estar en otro lugar, porque fuera solo un terrible sueño.

En ese momento sintió que unas manos apretaron sus formidables pechos, palpándolos, sintiéndolos.

―¡Noooooooooooo! ―gritó la rubia.

―¡Tranquila, mamacita… todo va a estar bien!

Las lágrimas inundaron el bello rostro de Gaby. No quería ser violada en ese lugar.

De pronto y sin previo aviso unas manos tomaron al joven y lo empujaron hacia un lado.

La bella Gabriela observó aliviadísima, aunque desconcertada, lo que pasaba.

Junto a ella y sin saber cómo se encontraba don Cipriano, que a pesar de ser un viejo, también era bastante corpulento y le era bastante sencillo combatir con el joven.

―¡¿Qué crees que haces pendejo?! ―gritó el viejo colocándose frente a la casada en señal de protección, lo cual ella agradeció, y pegándose a él, cual corderito asustado, permaneció expectante.

El joven no dijo nada, rápidamente se incorporó y echó a correr.

El viejo quiso ir tras él, pero no pudo puesto que la asustada casada jaló su brazo, no quería estar sola.

Gabriela lo abrazó, sus bellos ojos seguían expulsando lágrimas, pero esta vez eran de alegría.

―Muchas... Muchas gracias, don Cipriano ―le decía Gaby estando en los brazos del viejo y mirándolo, sin imaginar que ese abrazo lo calentaba sobremanera. Para el mecánico sentir aquella voluptuosa anatomía era enloquecedor.

―Tranquila, chiquita… haría todo por ti. ―Esta fue la primera vez que Gabriela creyó ver en su mirada algo más que amor paternal.

Don Cipriano la tuvo unos minutos entre sus brazos. Era la primera vez que experimentaba un deseo tan intenso por alguien. Ni siquiera por su esposa había sentido tanta excitación y quería disfrutar cada segundo de aquello.

Por su parte Gaby se sentía segura, ese hombre la había salvado de lo que hubiera sido la peor experiencia de su vida. O al menos eso creía hasta ese entonces.

Esa noche Gabriela aún se sentía intranquila, sabía que el peligro había pasado, pero aún estaba nerviosa, lo cual Cesar notó. Sin embargo, ella se negó a contarle la verdad y argumentaba que eran problemas de trabajo sin importancia.

Don Cipriano había sugerido a Gabriela que se tomara el día siguiente, para que se tranquilizase, pero ella se negó. En parte porque en verdad se estaba divirtiendo y por otro lado también como agradecimiento a su salvador. No iba a defraudarlo con el trabajo.

Ese viernes llegó al taller y la rubia notó que las cosas volvían a la normalidad. Los trabajadores regresaron, al igual que su compañera y amiga María.

Con mucha pena la rubia contó a su amiga lo ocurrido el día anterior en el taller con Francisco, novio de María.

―Te platico esto en parte porque eres mi amiga y quiero desahogarme, y por otra porque un tipo como ese no te merece. ―El rostro de Gabriela reflejaba verdadera preocupación. María estaba serena, pero a la vez preocupada.

―No, no es lo que crees, amiga ―defendió María a su novio.

―¿Que no es lo que creo?, ¡si me tocó!, estuvo a punto de vio… ―La casada no pudo terminar la oración.

—Ahora no puedo contarte más. Espera unas horas y te lo diré todo ―le prometió María, y sin decir más salió del cuarto apresuradamente.

Gabriela estaba desconcertada, ¿a qué se refería? ¿Qué es lo que iba a contarle? A fin de cuentas, en unas horas lo sabría.

Terminado su último día ambas mujeres regresaron al cuarto donde se cambiaban de ropas, y cuando entraron el Chango las esperaba.

Gabriela rápidamente se puso a la defensiva, después de lo que pasó el día anterior prefería estar preparada. María notó la actitud de su amiga y dijo:

―Tranquila, yo le dije que viniera. Lo que te vamos a contar es muy serio y de antemano te pido que nos perdones.

―Pus sí... yo también ―dijo el Chango.

―Toma asiento, Gaby, porfa ―le pidió amablemente María.

Cuando todos estuvieron sentados continuaron.

―¿Qué es lo que me quieren decir? No me dejen en ascuas. ―La rubia estaba tan nerviosa como curiosa.

―Lo que sucedió ayer, fue todo un error…

―¡Estas equivocada! ¡No fue ningún error! ―Gaby había alzado su voz. Después de lo acontecido el día anterior le molestaba que María aun tratara de defender a su novio.

―Disculpa, no me explique bien, ambos… ―refiriéndose al Chango y a ella― sabemos que lo que nos cuentas es cierto, pero las cosas no son lo que parecen.

La rubia ya estaba muy confundida.

―Trataré de ser lo más clara que pueda. Verás, Francisco jamás quiso hacerte daño, pero fue obligado por alguien. ―María y el chango intercambiaban miradas ansiosas.

―¿Por quién? ―preguntó Gabriela en forma temerosa, pero a la vez ansiosa por saber que le contarían.

―Por el patrón ―le contestó rápidamente el Chango.

Eso fue como un balde de agua fría para la rubia.

―¿¡Qué!? ―A pesar de que lo había escuchado claramente le era difícil asimilarlo.

―Así es, Gaby. Mi tío planeo eso, y lo peor de todo es que nosotros lo sabíamos. ―Se notaba el arrepentimiento en su voz. Sin embargo, Gabriela no estaba muy convencida de que le dijesen la verdad.

Abruptamente se levantó de su asiento y visiblemente molesta dijo:

―No puedo creer que después de lo que me paso ayer, se atrevan a hacerme una broma como esta.

―¡Créeme, Gaby! ¡Me gustaría mucho que fuera una broma, pero no lo es!

―¡Pues lo siento mucho, mi reina! ¡Pero no puedo creer que un señor como don Cipriano haya planeado eso! Y además ¿¡Con que fin!? ―Gaby continuaba con el mismo tono desafiante.

―¡Shhh! ―les hacía callar el Chango con su dedo en la boca temiendo que alguien pudiera escucharlos.

―Por favor, Gaby. Veo que estas muy alterada, mejor lo dejamos para otro día ―propuso María.

―¡No!, ¡No me calló!, ¡o me cuantas ahora mismo que pasa o don Cipriano se va a enterar que le levantan falsos! ―amenazó Gaby, con ese tono que denotaba lo enfadada que estaba. Ese hombre había sido muy bueno con ella. No dejaría que mintieran sobre él, y menos en algo tan grave.

―Bien, quería contártelo con tacto, pero si así lo quieres… —María respiró aire profundamente―. Mi tío esta prendado de ti, o en otras palabras… simplemente te quiere coger. ―En el bello rostro de Gaby se dibujó una cara de sorpresa, pero el discurso de la joven seguía―. Él está obsesionado con llevarte a su cama ―le decía María, mientras el Chango movía su cabeza en señal afirmativa.

―¡Estás loca!, ¿En serio crees que me voy a tragar eso? Si él ha sido bien buena gente conmigo. ―Gabriela seguía sin creer en sus palabras.

―¡Es verdad, Gaby! Si no, que se muera mi jefecita ―decía el Chango creyendo que con esto la convencería.

―Disculpen, pero se me hace una reverenda estupidez, en cualquier caso ¿porque contármelo ahora?

―Porque eres a toda madre. Nosotros te hemos tomado mucho cariño y no se nos hace justo que mi tío te juegue chueco, pues tienes un hijito y un esposo que por lo que cuentas amas y te aman. Además, tampoco se me hace justo con mi tía, ella también es una buena mujer que no se merece que le pongan los cuernos.

Gabriela sabía que don Cipriano estaba casado, y por la manera en que él le había hablado de ella creía que nunca se le hubiera ocurriera engañarla.

María le contó a Gabriela como su tío le había prohibido acercarse al taller el día anterior, amenazando con correrla de su trabajo si no hacía caso. También que había dado el día libre a los trabajadores. Recordemos que el viejo le contó a Gaby que él no sabía por qué no fueron a trabajar.

El Chango por su parte contó como don Cipriano le había apostado a los hombres del taller que más temprano que tarde terminaría acostado con la rubia. La manera en que este aparentaba ser frente a ella, y como en verdad era a sus espaldas.

Y lo más importante, contaron que había pasado con Francisco. Él era un buen muchacho quien desafortunadamente tenía a su madre muy enferma en el hospital, y don Cipriano se aprovechó de esto para obligarlo a atacar a la rubia para así el llegar de último momento y quedar como un héroe frente a ella. Le había prometido que si todo salía bien le daría una gran suma de dinero y la promesa de poder regresar a su trabajo después de que ella se fuese.

―En verdad no puedo creerles, don Cipriano es un buen hombre. ―Gabriela no sabía si en verdad no podía creerles, o no quería.

―Ojalá nos hubieras creído a la primera, pero en fin, parece que tendremos que mostrarte como es mi tío en realidad.

A continuación, pasaron a contarle lo que harían.

María le dijo que ambas se esconderían en el closet, para que escuchara atentamente todo lo que diría su tío, de lo demás se encargaba el Chango. Gabriela terminó aceptando, con la amenaza de que si no les creía le contaría todo a don Cipriano. Quería llegar al fondo de todo eso. Ahora solo faltaba que hiciera su aparición el viejo mecánico.

Escucharon ruidos provenientes de la entrada, lo cual los alertó de que don Cipriano acababa de regresar. María incitó a Gabriela a que se escondiesen en el closet. Cerraron la puerta con seguro para así evitar que las descubriera. Mientras sucedía esto el Chango se encargó de atraerlo hacia el cuarto para que Gaby lo escuchara, y así desenmascararlo.

―¿Qué quieres Chango? ―preguntó don Cipriano, a la vez que con su mirada buscaba rastros de Gaby.

―No pus, solo le quería informar que la señora Gabriela se sentía mal. Se llevó su camioneta. ―Recordemos que ese día su camioneta al fin estaba lista.

―No hay problema, mi Changuito, a fin de cuentas ya la tengo comiendo de mi mano, ¡jajajaja!

La rubia desde su escondite podía escuchar toda la conversación. Le sorprendió el comentario de don Cipriano, pero a fin de cuentas aún no había dicho nada tan malo. Continuó escuchando atentamente.

El Chango sabía que para que Gaby les creyese debía escucharlo como en verdad era, así que se atrevió a preguntar.

―¿Y cómo va lo de la apuesta, jefecito?

―¿Acaso eres un imbécil? ¡Ese es el dinero más fácil que voy a conseguir! ―presumió don Cipriano.

―¿Apoco es tan fácil? ―La voz del Chango retumbaba en la pequeña habitación.

Mientras, en su escondite, Gabriela no entendía de que hablaban, pero la respuesta llegó en instantes.

―Verás, mi Chango. Frente a Gabrielita yo soy un héroe. Si no fuera por mí, Francisco se la hubiera cogido, o al menos eso es lo que cree ella, ¡jajaja! ―dijo Cipriano seguido de una carcajada.

Por unos instantes reinó el silencio entre los dos hombres. El Chango no sabía que más decir. Hasta el momento don Cipriano no había dicho nada comprometedor y sabía que solo era cuestión de tiempo para que Gaby dejara de seguir el plan y saliera del closet. Afortunadamente el no tuvo que decir más.

―¿Sabes lo que me caga? ―le preguntó don Cipriano―. Me caga haber tenido que darle tanto dinero a ese pendejo para que siguiera mi plan, pero cuando recuerdo las espectaculares nalgotas de Gabrielita y como me las voy a coger se me olvida todo lo demás. ―Las palabras de don Cipriano estaban cargadas de lujuria. Una lujuria que lo carcomía por dentro―. No mames, Chango, la muy pendeja esta rebuena ―terminó diciendo el acalorado mecánico, claramente refiriéndose a Gabriela.

―Sí, jefe, está… muy bonita, pero… ―En otra situación el Chango hubiese usado otro adjetivo más subido de tono, pero al saber que Gaby los escuchaba se contuvo.

―Pero ¿qué?  ―preguntó Cipriano con un tono molesto.

―Está casada, señor, y además tiene un hijo.

―¡A la mierda con su esposo y su hijo! ¡Ella es un mujerón, y a simple vista se ve que le encanta la verga!

Estas palabras calaron hondo en el corazón de Gaby, quien con su oído pegado en la pequeña puerta de madera del closet escuchaba claramente la manera en que don Cipriano se expresaba de ella.

―¡Y a mí lo que me mas sobra es eso!, ¡verga!, ¡Jajajaja!

El viejo notó el nerviosismo en la cara del Chango.

El joven ayudante de mecánico ahora sí que estaba seguro de que Gaby lo había escuchado todo. Se preguntaba cómo reaccionaría. Tenía miedo de que ella tal vez saliera del closet y encarara a su jefe. A fin de cuentas, ella era ese tipo de mujer. Se preguntó si habría sido un error arriesgar su trabajo por su nueva amiga.

―¿Qué te pasa pendejo?, te notó raro.

―Nada señor. Solo me preguntaba qué es lo que va a hacer ahora con Gaby ―mintió el Chango.

―Mañana es mi día de suerte, Chango. Ella me contó que el pendejo de su marido no va a estar mañana. ―Era verdad, finalmente Cesar había conseguido trabajo y tenía que salir de la ciudad―. Así que la invitaré a salir, y en la noche la vamos a pasar bien rico para que lo sepas, ¡jajaja!

―¿Y usted cree que quiera salir?, lleva solo dos semanas de conocerla.

―Desde luego que va a querer, como te dije soy su héroe, así que no se negará, y si lo hiciese pues solo sería cuestión de insistirle. Chango, te voy a contar algo pero esto sí que no se lo cuentes a nadie, ni siquiera a María.

―¿Por qué no quiere que se lo cuente? ―El chango estaba intrigado.

―Esas dos se han vuelto muy amigas, y tengo miedo que esa niña la vaya a cagar ―decía don Cipriano sin imaginarse que ya lo había hecho.

―Se lo prometo, señor. ―El Chango cruzó sus dedos mintiendo. Esto claro, sin que don Cipriano lo viese.

―Verás, mi Changuito. Tengo pensado traerla aquí mismo y colocar una cámara allí ―dijo Cipriano, señalando a la ventana―, oculta por supuesto, y después extorsionarla de alguna manera con la grabación de cuando me la esté cogiendo.

Gaby no creía lo que escuchaba. ¿Dónde había quedado ese señor buena gente que conocía? ¿Acaso desde que la conoció ese era su plan? Y, ¿por qué ella?, ¿acaso no le importaba destruir a su familia para quedarse con ella?

Pasaron los minutos, Gabriela cada vez estaba más asqueada de escuchar la manera tan soez como don Cipriano se refería a ella; las posiciones que según el harían; las veces que se vendría dentro de ella. Incluso escuchó y entendió las tremendas ganas que tenía ese viejo asqueroso de embarazarla.

No aguantaba más, quería salir corriendo y decirle sus verdades a ese hombre que la había engañado haciéndola creer que era un buen tipo. Sin embargo, se contuvo. Lo había prometido.

Al fin don Cipriano se despidió, dejando en manos del Chango cerrar el changarro y se fue a su casa.

Un momento después ambas mujeres salieron del closet al escuchar arrancar el carro del muy bribón.

―Honestamente lamentó que te hayas enterado de esta forma, y te vuelvo a pedir disculpas porque nosotros lo sabíamos ―dijo la joven María mientras el Chango asentía con la cabeza.

Pablo y María guardaron silencio unos instantes, no sabían cómo reaccionaría Gaby. El silencio era muy incómodo. Hasta que la rubia lo rompió.

―Les agradezco que al final hiciesen lo correcto, aunque debo admitir que estoy algo molesta con ustedes. ―Ella se conocía. Sabía que en pocos días se le olvidaría lo malo que hicieron. Al que no podría perdonar era a don Cipriano.

―¿Dónde está mi camioneta? ―preguntó Gaby secamente.

―A dos cuadras de aquí ―dijo el joven, entregándole las llaves y apuntando la dirección.

―Creo que no es necesario que diga esto, pero no le digan a ese señor que ya sé de su “plan”.

Ambos jóvenes asintieron y vieron como la rubia se alejaba de ellos. No dijeron nada, sabían que era mejor dejarla sola por el momento.

Incluso en esa situación y siendo su amigo, el chango no pudo evitar clavar su mirada en las nalgotas de la casada. —Qué buenas nalgas… qué buenas nalgas… ―pensó, mientras seguía observando cómo se alejaba aquel emblema de mujer.

Gabriela conducía su camioneta con dirección a su casa, mientras pensaba sobre lo ocurrido recientemente. No entendía por qué alguien trataría de separarla de sus dos grandes amores, su hijo y su marido; y mucho menos entendía que lo hiciera por algo tan banal como el sexo. Pero así era, aquel hombre solo la quería para tener sexo, no para hacer el amor con ella, sino para saciar sus más bajas pasiones, y eso la asqueaba. La enojaba la manera en que se había hecho pasar por un buen hombre solo para meterse en su cama. Y decidió que esto no podía quedarse así. Debía vengarse de alguna manera.

Daba vueltas sola en su cama, hacía algunas horas que su marido se había ido. Su hijo dormía plácidamente en la habitación contigua. Ese día había sido duro. Al principio le fue difícil aceptar que aquel hombre, al cual casi había llegado a querer como un padre, la traicionara de esa manera.

Se percató que su pequeño celular vibraba en señal de que estaba entrando una llamada. Lo cogió del buro que tenía del lado derecho de su recamara matrimonial con la esperanza de que se tratase de su marido. Su decepción fue total al ver en la pantalla que la llamada entrante era de don Cipriano.

Dudó un momento. Quizá debió hacer lo más lógico y no contestar, a fin de cuentas, ya había pagado su deuda y tenía su camioneta de regreso. Sin embargo, la vida pone trampas en el camino y la rubia cometió uno de los mayores errores de su vida: contestó.

―Aló.

―Hola, Gabrielita, ¿cómo estás? ―preguntó don Cipriano.

A la rubia le resultaba increíble como ese hombre al que hace solo algunas horas hubiese protegido de cualquier cosa ahora le provocase tan profundo asco; sin embargo, no lo demostró.

―Muy bien, señor. Estaba aquí dormidita, solita, con frío ―actuaba extraña.

—¿Estas solita? Solo porque quieres, nena, tú nomás dime y voy y te caliento ―se atrevió a decir el viejo. En cualquier otro momento Gaby hubiera colgado, pero después de esa tarde quería darle una lección así que siguió el juego.

―Es usted todo un coqueto, señor, jiji ―fingió una risa tímida.

Pasaron unos instantes en que reinó el silencio entre ellos, pero el viejo sintiendo falsamente que había logrado ganar terreno no quitó el dedo del renglón.

―¿Entonces qué?, nena, ¿voy a tu casa para “hablar”?

―Pues si me gustaría, pero me siento malita, también me siento solita. Ay señor no sé qué hacer ―la actuación de la casada era tan convincente que el hombre creía que le estaba coqueteando.

―Fácil, voy para allá y yo te sobo tus heriditas. ―El viejo comenzó a usar los mismos diminutivos que usaba Gaby. Este creía que ya la tenía entre sus manos. En su imaginación ya la veía desnuda mamándole su verga.

―Ay no, señor, eso sería lindo, pero y que pensarán mis vecinos si ven que a estas horas un machote como usted entra en mi casa y mientras mi marido no está. Pensarían lo peor de mí. —Gabriela sabía que lo que más le gustaba a los hombres era que los alabaran.

―Mándalos a todos a la verga ―decía el viejo preso de la lujuria.

La rubia esbozó una maliciosa sonrisa. Podía sentir la desesperada excitación proveniente de las palabras del viejo, quien cada vez se esforzaba menos por aparentar hablar de la enfermedad de Gabriela.

―Me gustaría, don, pero verá, esas son las contras de estar casada, una no se divierte tanto como quisiera. ―El viejo no podía creer lo aventada que era Gaby, por lo que pensó que tal vez estaba malinterpretando las cosas, así que preguntó.

―¿A… a… a… qué te refieres? ―tartamudeó el viejo ansioso por saber la respuesta.

―Ya sabe, don, si por mi fuera lo invitaría a mi casa, le daría un buen masajito y la pasaríamos rico. ¡Todo para mi héroe! —Gabriela se sorprendió de lo sensual que sonaba. Además de lo rápido que estaba pensando en esta situación.

El viejo por su parte estaba en shock. Claramente Gabrielita, la mujer que más había deseado en su vida, le estaba proponiendo acostarse con ella.

―Además, don, mi hijito está aquí en casa y que diría si me ve con otro hombre que no es su papi. ―El corazón de Gabriela se rompía al hablar de sus dos grandes amores en una situación como esa.

―Sí, te entiendo, nena, te entiendo. Pero tú entiéndeme a mí. Si vieras lo dura y grande que tengo mi… mi… verga por ti… ¡¡ufff!! ―Gabriela no imaginaba que en ese instante el viejo masajeaba fuertemente su mástil.

Qué asco le provocaban a la rubia esas palabras, pero debía soportarlas, al menos de momento.

―Tengo una idea, nena. ¿Qué tal si paso por ti y nos vamos a otro lugar?, al que tú quieras.

―No, don, no puedo dejar a Jacobo solo… pero… ¿qué tal si lo dejamos para mañana?

―¿Mañana? ―preguntó con tono esperanzador el viejo.

―Sí, mañana paso a dejar a Jacobito con mi estúpida suegra ―le salió del corazón―, y por la noche tenemos todo el tiempo del mundo para nosotros dos solitos, ¿ok? Pero claro, con dos condiciones. ―La voz de Gaby era tan sensual que ni un párroco podría resistirse.

―¿¡Cuáles!? ―preguntó el viejo en forma desesperada.

―La primera es que nos vayamos a un lugar retirado de mi casa. No queremos que un vecino chismoso nos vea por ahí y nos eche a perder la noche, ¿verdad? ―inquirió Gaby cargada de sensualidad.

―Ni lo mande dios, mi reina… ni lo mande dios…

A pesar del asco que ahora sentía la rubia por don Cipriano no podía evitar sentir algo de gracia por la calentura que notaba en el viejo. Y su diversión aumentaba cuando imaginaba lo decepcionado que estaría este al final de la noche.

―Y la otra ―prosiguió Gaby―, es que llevemos mi camioneta. Después que la arregló el mejor mecánico del mundo quiero presumirla.

―¡Claro!, ¡lo que tú desees, mamacita!

―Mañana pase por mí a las ocho y de aquí nos vamos, ¿Entendido?

―¡Entendido!, ya no puedo esperar.

“Viejo puerco, si a ti no te importó intentar arruinar mi vida, a mí no me importará arruinar la tuya” pensó Gaby una vez que cortó la llamada.

La mañana siguiente Gaby sentía un extraño sentimiento de culpa. De cierta manera había aceptado salir con un hombre que no era su marido. Sabía que no llegarían al terreno sexual, y que en verdad su plan era dejarlo en ridículo. Pero para lograrlo debía hacerse pasar por una obediente casada que quería todo con él y debía mostrarse coqueta, dispuesta, sexy. Y eso de cierta forma para ella era como una ligera infidelidad.

Para aminorar la culpa, toda la mañana se dedicó a consentir a su nenuco, como le decía de cariño a Jacobo. Lo llevó al parque temprano; después a desayunar a McDonals, y terminaron por ver una película infantil.

Terminado esto y con su plan puesto en marcha como había dicho a don Cipriano, pasó a dejar a Jacobo con su abuela.

Y la misma cantaleta de siempre. La señora reclamándole a Gaby, decía cosas como que apenas su hijo no estaba y ella aprovechaba para salir con sus “amigas”, clara insinuación de que no iba con las susodichas.

Sin embargo, ese día Gabriela no respondió. No tenía ganas. Ya se había cansado de pelear con su suegra, o quizás era porque ese día algo de razón tenía la vieja.

Entrada la tarde, la rubia comenzó a alistarse para su “cita”. Se bañó y se perfumó. Cuidadosamente eligió la ropa que iba a usar, intentando lucir tremendamente sexy.

Para esa noche Gabriela había decidido usar sus mejores ropas. Las más caras y las que mejor resaltaban su voluptuosa anatomía.

Primero eligió un diminuto panty y un brassier muy pequeño, ambos de color negro.

Se colocó la tanga, la cual era tan pequeña que parecía que solo vestía un diminuto hilo a la altura de sus caderas pues sus formidables nalgas la cubrían por completo.

El diminuto brassier parecía reventar al tratar de contener la majestuosidad de los melones de su dueña. Después, de su closet tomó un ligero vestido que le llegaba por encima de sus muslos, mitad negro de arriba, y mitad gris de la parte de abajo, sin mangas, y que dibujaba a la perfección sus nalgotas y sus enormes pechos. Rizó su rubio cabello, y se aplicó los típicos productos de belleza que usan las mujeres. Posteriormente se maquilló ―aunque no lo necesitaba― y por ultimo su puso unas finísimas zapatillas de tacón negras.

Al terminar se vio en el espejo de cuerpo completo que tenía en el baño. Ella lo sabía, se veía espectacular.

―Así que por estas es que querías separarme de mi familia ―se decía ante el espejo mientras con ambas manos tomaba su espectacular trasero―. Pues verás que estas son más que unas nalgas ―terminó por decir y sonreír para sí misma.

Se acercaba la hora y su corazón latía cada vez más rápido. No sabía si hacía lo correcto.

Gabriela caminaba de un lado a otro pensando que hacer, se cuestionaba si estaba haciendo lo correcto.

Muy en el fondo sabía la respuesta; aunque las circunstancias fueran especiales no debería hacer lo que estaba por pasar.

Estaba a punto de salir con un hombre que no era su marido. Se tranquilizó asegurándose que ella nunca traicionaría su matrimonio, eso jamás, y menos con tan despreciable sujeto.

Rápidamente cogió el teléfono deseando que no fuera demasiado tarde para cancelar aquella cita extramarital. Comenzó a marcar las teclas cuando escuchó sonar el timbre. Se maldijo a sí misma, era demasiado tarde.

Se preguntó si aún habría marcha atrás.

El viejo, al ver la voluptuosa silueta de la hembra que él imaginaba sería su compañera sexual de la noche, no pudo evitar sentirse el hombre más afortunado del mundo.

Ella, por el contrario, sintió repugnancia al ver al viejo. Vestía de camisa negra a cuadros, un pantalón de mezclilla azul y botas vaqueras.

―¡Buenas noches, seño!, ―la saludó el viejo con un tono muy sugerente.

―Buenas noches, señor ―le respondió Gaby lanzándole una sonrisa coqueta, prometedora, sexy.

Gabriela rápidamente tomó su bolso que estaba encima de la mesa de planchar y en un instante se dirigió a la salida. No quería que ese asqueroso hombre pisara un centímetro de su hogar. Cerró la puerta de su departamento y metió la llave para poner el seguro.

¡Plash!, fue el sonoro resultado de la aparatosa nalgada que el hombre propinó a la sensual casada. No conforme con eso el atrevido viejo no retiró su mano, sino que la dejó allí masajeando el glúteo de la rubia.

―¡Demonios! ¿Qué hago? ¡Me está tocando! ―pensó Gaby presa de la desesperación. En ese momento quería propinarle un golpe. Sin embargo, sí deseaba seguir con su plan, debía soportarlo.

―No sea tentón ―fue lo que atinó a responder con su sensual sonrisa, retirando con su mano delicadamente la de él.

En el rostro del vil mecánico solo se podía apreciar la sonrisa de un hombre que ya se cree vencedor, que está seguro de que será una gran noche.

―Ya no aguantó, Gabrielita. Dame un adelantito. ―Las grandes manos del hombre la atrajeron hacia él. Su resistencia de poco sirvió, el viejo era muy fuerte.

La casada era capaz de percibir el calor que manaba de ese gordo cuerpo. En ese momento supo que era inútil resistirse, debía ser inteligente.

―¡No!, ¡aquí no! ¡Nos pueden ver!, jijijiji ―reía nerviosamente la casada.

―¡No te hagas de rogar, mamacita! ¡Aunque sea un besito para tu héroe!

El ansioso viejo tenía aprisionada a Gabriela con sus dos manazas, las que tenía situadas a unos centímetros por encima de sus carnosas nalgas. Solo le bastaba un movimiento para palparlas, para sentir esa dureza con la cual había soñado todas las noches desde que la conoció.

Hasta que no se aguantó más y las tomó. Las estrujó. Las sintió en toda su gran dimensión. Eran extraordinarias. Duras, pero a la vez suaves. ¡Impactantes!

Gabriela en verdad estaba preocupada porque algún vecino pudiese verlos, estaba en una situación muy comprometedora. No tenía de otra. Coquetamente posó sus labios en los del mecánico, y al instante los retiró. Ese pequeño beso bastó para calentar más al viejo.

―Ay, señor, vámonos a otro lugar para poder darle el masajito que le prometí ayer. Le aseguro que terminará feliz como una perdiz. ―La rubia susurró esto en la oreja izquierda de don Cipriano.

El viejo viendo fijamente a la casada, tomó su mano y prácticamente jalándola la ínsito a que lo siguiera escaleras abajo con dirección a la salida del edificio, ya no quería esperar más.

Don Cipriano condujo a un hotel que se encontraba a unos veinte minutos del edificio donde vivía la rubia. Lo hizo en la camioneta de ella, pues una de las condiciones que puso Gaby dictaba que usaran su vehículo.

La primera propuesta del mecánico había sido llevarla a su taller, pero Gabriela, recordando lo que dijo el día anterior acerca de que pondría cámaras, se negó, argumentando que ya tenía conocidos por esos lugares.

El viejo por más que insistió no pudo hacerla cambiar de opinión, así que decidió llevarla a otro lugar.

El viaje resultó horrible para la nerviosa casada, tuvo que soportar todo tipo de piropos bastante subidos de tono. Además de eso, el viejo al estar completamente seguro de que ya la tenía en la cama, no dejaba de masajearle sus poderosas piernas. Y lo peor no era eso; lo más desagradable para Gaby era tener que fingir que lo disfrutaba. Tener que utilizar su risa estúpida para que el viejo no sospechara. En cierto momento se sintió culpable, pues reflexionó sobre lo que podría estar haciendo su marido mientras ella se dejaba manosear por un mugriento viejo. Pero ya no había marcha atrás, debía enseñarle a ese hombre que con la señora Gabriela Ramos de Guillen no se jugaba.

Estacionaron la camioneta cerca del hotel, el cual era un edificio muy antiguo. No se podía decir que era horrible, pero era bastante precario, al menos la fachada; se notaba que llevaba años sin una pintada. En la entrada se veía un letrero enorme con la palabra motel parpadeando en rojo, exceptuando la “o” que no funcionaba.

Gabriela veía parejas entrar y salir ―aunque eran más las que entraban dada la hora―, y sintió vergüenza. En su cabeza lo sabía, ellos eran la “pareja más dispareja”. Las otras eran por lo general de la misma edad y características, a diferencia de ellos. La rubia sentía que todas las miradas estaban posadas en ellos. Y no estaba muy alejada de la realidad. Los hombres se preguntaban como ese asqueroso sujeto podía traer de la cintura a tan encantadora mujer, seguro le había pagado algo, y de ser así, debía ser mucho dinero. Las mujeres ni siquiera se lo cuestionaban, lógico que era una puta.

En eso llegaron con el recepcionista.

―Muy buenas noches ―saludó el recepcionista, quien inmediatamente notó la belleza de Gabriela.

―Necesito una habitación ―dijo el viejo. Se notaba que estaba apurado.

―¿Cama matrimonial o individual?

―¿Qué no estás viendo pendejo? ―respondió el viejo molesto, a la vez que con la mirada señalaba a Gaby.

―Disculpe, señor.

El empleado entregó las llaves de la habitación. Don Cipriano la pagó y ambos se retiraron en dirección a ella. La mirada del recepcionista estaba clavada en el sensual bamboleo del trasero de la hermosa mujer. En esos momentos deseo tener cámaras en las habitaciones.

Con cierta dificultad, don Cipriano metió la llave en la chapa y abrió la puerta, la ansiedad por coger con Gaby era demasiada.

Entonces la rubia pudo ver la habitación, no era muy amplia, pero tampoco era demasiado pequeña. Tenía solo lo necesario para lo que la necesitaban las parejas, una cama en el centro, pegada a la pared; algunos muebles y un cuarto al fondo, el cual seguramente era el baño.

Los pensamientos de la rubia fueron interrumpidos por la voz del viejo:

―¡Ahora sí, chiquita! ¡Vamos a disfrutar como verdaderamente lo hacen los recién casados! ―Mientras se lo decía, don Cipriano lentamente se acercaba a ella. Gabriela se puso nerviosa, debía pensar rápido o estaría en peligro. Sabía que un hombre excitado era capaz de cualquier cosa.

El lector se preguntará que es exactamente lo que Gabriela estaba pensando al meterse en la boca del lobo, exponiéndose de esa manera con aquel hombre que deseaba todo con ella. Pues era simple, ella no podía dejar las cosas así, no podía permitir que se burlaran de ella y menos de su familia. La rubia se consideraba una mujer independiente, y capaz de valerse por sí misma. Cuando alguien intentaba dañarla, ella era capaz de defenderse, y este caso no era la excepción.

Su plan consistía en exponerlo frente a todos, que su mujer se diera cuenta de que clase de hombre era, y para ello tenía guardada una sorpresa.

―Esperece tantito, don. ¿Qué le parece si primero le doy el masajito que le prometí ayer? ―pregunto Gaby con esa voz cargada de ingenuidad.

―Lo que tu desees, mi reina ―contestó Cipriano mirándola de pies a cabeza. El viejo estaba desesperado en que se encamaran lo más rápidamente posible.

―Viejo cerdo. Mientras tu estas aquí con otra mujer tu pobre esposa debe estar preocupadísima por ti ―pensaba Gaby―. Pero lamentaras haber aceptado mi propuesta. ―Fue en ese instante que Gaby se dio cuenta que don Cipriano se había quitado su camisa a cuadros. Era una visión espantosa. La prominente barriga subía y bajaba debido a su respiración agitada. Sus gruesos vellos parecían mugre y suciedad, definitivamente era un tipo de lo más asqueroso.

―¡No! ―exclamó Gaby dándose cuenta de que el viejo intentaba quitarse el pantalón para luego quitarse su ropa interior.

―¿Qué te pasa, reina? ―preguntó don Cipriano no entendiendo su reacción.

Gaby, dándose cuenta de que había reaccionado mal dijo:

―Vaya al baño, quítese su ropa y póngase una toalla.

―El viejo, que aún no entendía por qué no se podía desnudar allí, se quedó inmóvil hasta que Gaby prosiguió:

―Me excita la espera, quiero sorprenderme con su gran pene.

Don Cipriano sonrió. Esta era la primera vez que escuchaba a tan sensual mujer hablar sobre su miembro.

―Te aseguro que mi verga no te decepcionara, chiquita, en unos instantes te haré aullar como una loba.

Dicho esto, el viejo se acercó peligrosamente a la anatomía de Gabriela, quien rápidamente se puso a la defensiva. Pero el hombre fue más rápido. De un solo jalón la atrajo hacia él y le plantó tremendo beso, que la preocupada mujer recibió de mala gana. La mente de la rubia en esos momentos se debatía entre empujarlo y seguir dejándose besar. Debía guardar las apariencias, debía hacerle creer que le gustaba.

El viejo era hábil, y llegaba a lugares profundos en la boca de la rubia. Aprovechaba para masajear el cuerpo de la que él creía ya era su amante. Le encantaba posar sus manos sobre el perfecto trasero de la casada y subirlas por la estrechez de sus caderas. Creía sentir como se resistía, pero no lo suficiente como para alejarlo, así que continuó.

El olor que el hombre desprendía de su boca era asqueroso para Gabriela. Mezcla de alcohol y tabaco, dos de las cosas que ella más odiaba en la vida.

Pero algo estaba pasando dentro de ella. Algo extraño. Ese hombre era el típico mexicano machista, sucio, infiel y mujeriego. Cosas que ella odiaba en un hombre. Pero en ese momento, en sus brazos, se sentía extraña. La manera en que la besaba, sin contemplaciones y sin pedir su permiso, no le molestaba tanto como creía, y la hacía sentirse protegida y deseada. En fin, como una mujer. Algo que con su esposo no había sentido jamás.

Con tal de seguir su plan devolvió el beso. Su lengua comenzó a jugar con la de don Cipriano. Sus manos ―que hasta ese momento estaban sobre las de él intentando quitarlas― dejaron de hacer presión y las llevó a rodear el cuello del viejo.

El muy bribón entonces cargó de las nalgas a la casada con la intención de llevarla a la cama, sin separar sus labios ni un milímetro. Fue en eso cuando de la cartera de Gaby sonó su celular, señal de que alguien estaba llamando. Esto alertó a la rubia, quien rápidamente separó sus labios de los del hombre.

―¡Bájeme, don! ―exigió Gaby. Estaba muy agitada debido al magreo que estaba sufriendo.

―Déjalo que suene, preciosura. Continuemos con lo que hacíamos, besas riquísimo ―decía Cipriano intentando nuevamente basarla, a lo que ella movía su cabeza para no permitírselo.

―¡No!, por favor, puede ser mi marido ―suplicaba Gabriela.

A pesar de su excitación el hombre obedeció, no quería hacer enojar a esa culona y perder su oportunidad.

Como un rayo Gabriela sacó su celular de su bolsa. Efectivamente se trataba de Cesar.

La culpa la inundó y pensó, ¿cómo era posible que segundos antes estuviera besando a otro hombre? Esa llamada la había vuelto a la realidad, lo que quería hacer era estúpido. Debía salir de allí.

Desde su ubicación vio que don Cipriano entraba al baño. aún estaba indecisa, lo más sensato hubiera sido no contestar, pero presa del nerviosismo lo hizo de todas formas.

―¿Quién es la nena más linda del mundo? ―preguntó Cesar en tono muy cariñoso.

―Soy yo. ¿Qué quieres Cesar? ―Gabriela quería aparentar serenidad, sin embargo, nunca había sido buena para mentir.

―Disculpa por querer saber cómo está mi mujercita.

―Estoy bien. Si me llamabas solo para eso voy a colgar ―Gabriela trataba de terminar esa llamada lo más rápido posible. No notaba que estaba siendo muy brusca.

―¿Dónde estás? ―quiso saber Cesar.

―¿Cómo que dónde estoy? Estoy en casa ―mintió nuevamente la rubia.

―Pues según mi mamá la dejaste cuidando a Jacobo.

Gabriela había olvidado ese detalle, acababa de cometer un grave error.

―Está bien, estoy en casa de Lidia ―su mejor amiga―. Estamos en una reunión de casadas.

―¡A ya! ¡Entiendo! ¡Pásamela! ―le dijo Cesar.

―¿¡Qué!? ¿Quieres que te la pase? ¿Para qué? ―Gabriela estaba consternada por su petición.

―Para saber qué me dices la verdad.

En ese momento dos sentimientos predominaban en la sexy rubia. El primero era el miedo de que quizá Cesar pudiera descubrir su mentira, aunque no planeara acostarse con aquel hombre, si supiera cuál era su plan, de igual manera se enojaría. Luego sentía coraje por el hecho de que su esposo no confiaba en ella, porque estaba segura de que su suegra le había llamado y contado mentiras. ¿Porque Cesar siempre le creía más a su madre que a ella que era su esposa?

―¡No! ¡No te la voy a pasar! ¡Si me quieres creer bien! ¿Si no? ¡Pues ni modo chiquito!

―¡Qué me la pases! ―gritó Cesar desde el otro lado del celular.

―¡No lo haré! ―le repitió Gabriela con firmeza.

―¿Sabes?, ¡haz lo que quieras! Mi madre tenía razón. En ese momento Cesar colgó el teléfono.

Esas últimas palabras calaron hondo en ella. Su suegra nunca la había bajado de puta. La casada estaba segura que a eso se refería Cesar, lo que la hizo enojar aún más.

Olvidó completamente que solo hace un par de minutos lo único que deseaba era largarse de aquel ordinario motel. Ahora quería desquitar su enojo con alguien, y ese alguien acababa de salir del baño desnudo, solamente con una toalla sujeta a su cintura.

―¿Listo, mi héroe, para su masaje? ―preguntó Gaby con esa voz coqueta que la caracterizaba.

El hombre sabía que no tenía que decir nada. Lo que hizo fue pasar por un lado de la rubia y recostarse boca abajo en el colchón.

Gabriela subió a su espalda llena de vellos, y de manera muy sensual frotó sus manos sobre ella. Debido a la posición en la que estaba, su minivestido mostraba casi totalmente la majestuosidad de sus piernas.

Don Cipriano dejaba escapar ligeros gemidos de placer. La rubia era muy hábil, ya que practicaba los masajes seguido con su esposo, por lo que reflexionó y se dio cuenta que esta era la primera vez que hacía eso con otro hombre.

―¡Qué bien lo haces, mamacitaaa! ―bramaba el viejo.

―¿Soy buena? ―le preguntó Gaby haciendo un ligero puchero, como queriendo parecer niña mimada.

―¡Sí!, lo eres, y estas buenísima. Ya me imagino lo bien que has de coger nena. ―Al viejo a estas alturas no le importaba guardar la compostura, a fin de cuantas ya se creía ganador.

Ante este comentario Gabriela soltó una ligera risa. Su intención era calentarlo a tal punto que el viejo no aguantara más, y en ese momento se iría. No sin antes llevarse un pequeño regalo.

Las manos de Gabriela por momentos rozaban por encima de la toalla el trasero del viejo. Notaba que eso le gustaba al viejo por la manera en que se contorsionaba.

Don Cipriano se sentía en la gloria. Ese mujerón estaba encima de él propinándole un masaje que muchísimos hombres quisieran. De igual forma se sentía algo incómodo en esa posición, pues su verga completamente erecta ejercía presión sobre el colchón, causándole un ligero dolor.

―¿Puedo hacerle una pregunta? ―Gabriela quería ver que tan caliente estaba el viejo.

―¡Claro reina! ¡Lo que quieras!

―¿Desde hace cuánto tiempo quiere llevarme a la cama? ―se aventuró a consultar.

El viejo tardó en responder. Pero al notar que las manos de Gaby dejaban de masajearlo respondió:

―La neta, desde la primera vez que te vi ya sabía que terminaríamos en una habitación de motel.

―¿En serio? ―Gaby estaba incrédula por la honestidad del viejo.

―¡Claro! Todavía lo recuerdo, incluso recuerdo como ibas vestida.

―¡Jajajaja! ―reía la rubia honestamente. Ese comentario le causo gracia―. No le creo, señor ―terminó diciéndole.

―¡Pues créelo! Te recuerdo con ese pantaloncito que resaltaba tus nalgotas. Y con esa blusita blanca que no podía contener tus chichotas.

Gabriela seguía con su labor. Por momentos se recostaba completamente sobre el viejo haciéndole sentir sus pechos. Le gustaba la manera en que se sentía dueña de la situación. Creía poder manejar al viejo a su antojo.

―Una última pregunta, don. ¿Cuándo hacía el amor con su mujer, pensaba en mí? ―Esa pregunta le causaba curiosidad desde que se enteró de cómo era el viejo en realidad.

―¡Sí!, por cada vez que le metía la verga, en mi cabeza solo estabas tú, y ahora por fin te la voy a poder meter a ti, lindura.

―Pinche viejo verde ―pensaba Gabriela.

―Ahora me toca preguntar a mí ―dijo enseguida el mecánico y sin inmutarse le soltó―:¿Qué tan chiquita la tiene tu esposo?

―¿Qué? ¿De… de… de donde ha sacado eso? ―le contestó la rubia en forma contrariada. Esto último en parte porque la conversación hubiese girado hacia su marido, y además porque el viejo había acertado. Cesar la tenía muy pequeña.

―Me lo imaginó, porque para que una hembra como tú engañe a su marido quiere decir que no te coge como debería, o porque la tiene muy chiquita.

―¡Nooo…! ¿¡Cómo cree…!? ¡Hago esto porque usted me salvó! ―le dijo Gaby sintiendo que perdía el control de la situación.

―No tienes por qué mentir preciosura. Y déjame decirte que mi verga es muy grande, digna de una amazona como tú.

Gabriela se quedó un momento inmóvil. Debía calmarse. Debía recuperar la compostura, o el viejo podría descubrir que tramaba.

―Ay, no sea presumido, don ―dijo sensualmente la casada.

―No es por presumir, pero todas las mujeres que me han probado repiten, y tú, mamacita, no vas a ser la excepción.

A Gabriela ya no le estaba gustando ese juego. O quizá le estaba gustando demasiado, por lo que llegó a la conclusión de que era hora de terminar todo el teatrito.

―No se mueva de aquí, no volteé.

Don Cipriano sintió como la aquella preciosidad bajaba de su espalda, y obedeció.

Gabriela saco de su bolsa dos pequeñas vendas negras, y regresó lo más rápido que pudo. Nuevamente se montó sobre de don Cipriano.

―¿Qué trama, señora Guillen? ―preguntó el ansioso viejo.

―Un pequeño juego. ¿No le gustan los juegos? ―dijo la casada mientras amarraba la venda en los ojos del viejo impidiendo que viera algo.

―¡Me encantan los juegos! ―Se notaba claramente la excitación del don.

Gabriela tomó los brazos del viejo. Él cooperó, de lo contrario la rubia nunca los hubiera movido. Luego los juntó en la espalda y los amarró lo mejor que pudo. Cuando terminó se bajó de él y se ubicó a unos pasos de la cama.

―Ahora sí, dese vuelta sin quitarse la venda.

El viejo acató las órdenes y giró sobre sí mismo para quedar boca arriba. Y fue entonces cuando la rubia notó el enorme bulto que se dibujaba perfectamente bajo la ajustada toalla de baño. Rápidamente y con expectación su mente le indicó que Don Cipriano no mentía, debía de tenerla bien grande.

―Eres una traviesa. Ya no la hagas larga y siéntate en mi verga. Te va a gustar ―le dijo el mecánico.

Gabriela no respondió. Había llegado el momento; tomó su celular, con intención de grabar al viejo, tomar fotos y entregárselos a su esposa. Esa era su venganza: exponerlo ante su ser más querido, su mujer, según Gaby. Así que comenzó a grabar:

―¿Quiere que me siente en su verga? ―le preguntó Gabriela en tono sugerente.

―¡Sííí…! ¡Ensártatela en la concha!, ¡yo sé que así lo deseas!

―¡Ay, no…! ¿Qué pensaría su mujer? ―decía la rubia masajeando la pierna del viejo con una mano mientras con la otra no dejaba de grabar.

―¡A la verga con esa pendeja! ―gritó el viejo en forma eufórica, aún con sus ojos vendados―. ¡No te llega ni a los talones de lo buenísima que estas!

Increíblemente a Gabriela le estaba gustando sentirse así, deseada. Sentir que tenía el control de la situación. Sentir que ese hombre haría cualquier cosa por estar con ella.

Sintiendo que había grabado lo suficiente como para exponerlo frente a su esposa pensó que era hora de retirarse. Gabriela cerró su celular, y tratando de hacer el menor ruido posible cogió su bolso y caminó de puntillas hasta llegar a la puerta. Con mucho cuidado empezó a jalar la perilla, con la voz del viejo a sus espaldas, quien creyendo que aún estaba con él le seguía diciendo obscenos piropos. Entonces fue que Gabriela cometió uno de los más grandes errores de su vida.

La rubia pensó que quizá no era suficiente con exponerlo frente a su esposa. ¿Y si lo hacía ante todo el mundo? Podía subir el video a internet. Claro, tendría que modificarlo para que no se escuchara su voz, pero creyó que no era lo suficientemente vergonzoso. A fin de cuentas, solo era un hombre en toalla diciendo vulgaridades y se decidió: iba a capturarlo desnudo.

Quizá lo más sensato hubiera sido irse, pero el morbo la venció.

―Ya basta con este jueguito. Me voy a quitar esta venda, Gabrielita ―dijo el viejo.

―¡No! ¡Todavía no! Espérese.

La rubia se abalanzó sobre don Cipriano que seguía en la misma posición. Dejó su celular en la mesita que estaba junto a la cama.

―Ahora sí, mi héroe, es tiempo de que me muestre su gran herramienta ―dijo Gabriela en tono sarcástico, cosa que el viejo no notó. La rubia aún se negaba a creer que ese miembro fuera tan grande como parecía debajo de esa toalla. Quizá era una ilusión óptica, o quizá la toalla hacía más bulto del debido.

Gabriela, gateando como felina, se subió encima del viejo, sin saber que era una posición peligrosa. En esta posición don Cipriano pudo haberla penetrado con facilidad, pero el juego de a poco le estaba gustando.

Definitivamente esta era la mejor noche en la vida del viejo bribón. Sentía las manos de la casada masajear su pecho y como lentamente descendían, hacia su potente virilidad.

Las delicadas manos de Gabriela rozaron la barra de carne del viejo por encima de la toalla, le gustó calentarlo.

―Vamos chiquita, quítame la toalla y mámamela ―le invitaba el viejo totalmente excitado.

―Viejo estúpido, no sabe que todo esto ira a internet ―pensaba Gaby.

Gabriela puso sus manitas en el borde superior de la toalla de baño, cerca de donde se notaba el gran bulto. Luego de eso, lentamente comenzó a jalarla hacia abajo.

―Don… espero que no me decepcio… ―La rubia y casada Gabriela no pudo terminar la oración. La toalla fue deslizada hasta los pies del hombre, y frente a ella se encontraba totalmente erecta la verga más grande que había visto en su vida.

Si bien solo había visto la de su marido, la asombrada mujer supo de inmediato que aquella cosa era excepcional. La doblaba en tamaño y en grosor. Contrastaba completamente el rubio miembro de su esposo con la morena verga que estaba frente a ella. A Gaby le pareció que no era normal que tuviese tantas venas. Eran demasiadas, todo esto nacía de una oscura mata de pelos negros.

La rubia retrocedió. Ese viejo asqueroso no mentía. En verdad su pene era muy grande.

Por un instante Gabriela no supo qué hacer. Estaba embelesada por esa herramienta masculina. Ver su tamaño, y grosor. La manera en que pulsaba y apuntaba al techo estoica, y saber que estaba así por ella. Que estaba así de dura para entrar en ella. Un extraño sentimiento brotó en su interior, quería tocarla, sentirla, chuparla.

La rubia pensó: ¿Y si lo hacía? ¿Y si se la tocaba? ¿Y si se la besaba? A fin de cuentas… ¿quién se enteraría? Estaban en un hotel, muy alejados de los lugares que ella frecuentaba. Estaban solos. ¿Le haría daño a alguien si jugaba unos minutos con esa barra de carne? Por un momento en verdad pensó en hacerlo, pero inmediatamente llegaron los recuerdos de su familia, y se reprendió por siquiera pensarlo.

―¿Qué estás pensando, Gabriela? ¡Eres una mujer CA-SA-DA! Y con un hermoso hijo ―se recriminó la rubia.

―¡Ya no me hagas esperar, chiquita, ya anda y chúpamela! ―Estas palabras hicieron volver en si a la hermosa mujer.

―Un momentito, don. ―La rubia agarró su celular desde la mesita, y tomó fotografías de ese hombre en esa situación tan comprometedora.

―¿Qué te parece mi verga, mamacita? Es impresionante, ¿verdad? ―le preguntó el viejo, orgulloso de sí mismo.

―Aha ―respondió en voz baja la casada, quien se avergonzaba de sí misma puesto que le daba la razón al viejo con toda sinceridad.

―Estoy seguro de que la tengo mucho más grande que la del cornudo de tu maridito. ―Sin saberlo el viejo seguía dando en el clavo.

Al escuchar como el viejo mecánico hablaba de Cesar, la rubia rememoró las palabras que momentos antes había intercambiado con su marido, y la manera en que terminó prácticamente por llamarla puta.

Estos pensamientos hicieron hervir la sangre de Gabriela. ―En verdad me crees una puta ―pensaba―, pues déjame darte una lección. ―De alguna manera la joven casada se excusó en esto para subir al mullido colchón, y colocarse por encima del viejo, quedando su intimidad a escasos centímetros de aquella monstruosa verga. Pero la verdad era que estaba excitada. Ella ya tenía lo que quería. Podía retirarse dignamente y completar su extraña venganza; pero estaba caliente. Deseaba seguir jugando un poco más con ese hombre. Y sintiéndose segura de que el viejo no podía desatarse, continuó. No pensaba tener sexo con él, pero quería volverlo loco, y a la vez disfrutar un poco.

Por otra parte, don Cipriano estaba como enajenado con el sensual perfume que manaba del cuerpo de la casada. Ese aroma a feminidad, de mujer, de hembra, lo tenía hechizado. Cada vez se sentía más cerca de cumplir con el objetivo que se había propuesto desde el día que conoció a la rubia: Cogérsela.

Apoyándose en sus rodillas la rubia escaló un poco sobre el fofo cuerpo de don Cipriano y se levantó, quedando de esta manera puesta de rodillas sobre el viejo. De esta forma podía sentir en su voluptuoso trasero las contracciones de tan descomunal falo. La manera en que prácticamente rogaba por entrar en ella.

―¿Qué tanto me desea? ―le preguntó Gabriela al oído del mecánico en la forma más sensual que pudo haber hecho.

―¡Muchísimo! ¡Si estas buenísima! ―El viejo ponía todas sus fuerzas en desatarse. Ya estaba harto, quería poseer a ese mujerón ya.

―¡Oh Diooss…! ―Exhaló Gaby cuando una descarga eléctrica recorrió su cuerpo. La verga de don Cipriano pareció atorarse en el canal que separa las nalgas, causándole placer.

Ambos estaban ante la situación más excitante de sus vidas.

Don Cipriano jamás había estado con una mujer tan hermosa como Gabriela. A lo más que se había acercado, era a contratar una que otra puta, que no se acercaban a la belleza de la rubia. Y ni que decir de su mujer.

Para Gabriela era la primera vez con alguien con una verga tan grande como la de aquel canalla. En esos momentos se decía que Cesar no se acercaba ni en lo más mínimo al tamaño y poderío de esa herramienta. Y aunque estaba segura que no llegaría a más, le gustaba estar en esa posición, acariciando el velludo pecho del viejo.

Así continuaron los siguientes minutos, con Gaby susurrándole palabras de lo más sugestivas y el viejo rogando que ya no lo martirizara más.

Gabriela sintió como el viejo se levantó junto con ella unos centímetros del colchón. No le dio mucha importancia. Su excitación crecía a cada instante. Pero también sabía que cada minuto que pasaba su tiempo allí se acortaba, y muy pronto tendría que separarse de esa situación que extrañamente le resultaba tan gratificante.

Las grandes manos cogieron las nalgotas de la casada. El viejo había logrado desatarse. Las estrujó con tanta fuerza que Gabriela soltó un quejido mezcla de dolor y de placer. La rubia tardó unos segundos en reaccionar y darse cuenta de que el viejo ya se había liberado. Al parecer no era buena haciendo nudos.

―No, señor ―dijo Gabriela, pidiendo que no siguiera tocándola, pero con un tono que denotaba lo excitada que estaba. El viejo no paró.

Las manos de don Cipriano se introdujeron por debajo del micro vestido, sintiendo la suave piel del trasero de esa rubia hembra. Por momentos intercambiaba caricias entre su trasero y sus tersas piernas.

―¡No mames, reinita, que pinches nalgotas tienes! ―bufaba el viejo a la vez que le propinaba sonoras nalgadas.

Gabriela sabía que estaba mal dejarse tocar por ese hombre, del cual intentaba desquitarse. Pero también era cierto que se sentía muy bien. Y creyendo que en el momento que ella quisiera podría detenerlo, lo dejo hacer.

No se dio cuenta cual fue el momento en que el viejo subió su minivestido hasta su cintura, dejando expuesto su fenomenal trasero, solo cubierto por la diminuta tanga.

Con ambas manos don Cipriano se deshizo de la venda de sus ojos y por primera vez vio a tan escultural mujer montada sobre él.

―Esto… es… esto no está bien… de… déjeme, señor… ―decía esa preciosura para no sentirse tan culpable por las caricias, pero en su voz no había indicio de que quisiera que el viejo parase.

El minivestido de Gabriela cada vez subía más. El mecánico era muy hábil, y había logrado subirlo hasta que prácticamente solo fingía ser un brasier.

Que espectacular visión hubiera tenido cualquiera que en ese momento entrase por la puerta. Aunque para suerte del viejo no habría nadie que los interrumpiera.

Gabriela se sentía como en otro mundo. Como en una realidad alterna donde la esposa y madre feliz no existían. ¿Dónde había quedado la mujer que hasta hace algunos minutos detestaba a aquel viejo?

―Me encantan las viejas que usan estas tanguitas ―le dijo el viejo estirando el elástico de la diminuta ropa íntima de Gabriela.

―Mmm… ―Fue lo único que pudo pronunciar la rubia, quien se había recostado completamente sobre Don Cipriano con su cabeza posada a un lado de la de él en el colchón.

Los hábiles dedos del viejo buscaron la intimidad de la casada. Una vez que la encontraron, de manera muy lenta comenzaron a abrirse paso por sus pliegues, aprovechando la cooperación de la rubia que no hacía nada por oponerse.

El viejo mecánico entonces pudo sentir la poca cantidad de vello púbico que tenía Gaby. Se preguntó encantado si esa rubia así era, o si se depilaba. Aunque lo más extraordinario para él era que la estaba sintiendo al fin, y la notaba húmeda.

―¡Oh Dios, que rico! ―pensaba la casada. Aunque sabía que estaba haciendo mal.

Cesar jamás se atrevía a masturbarla con sus dedos, pues le parecía algo inmoral. Por lo que la rubia era presa de sensaciones completamente nuevas, así que lo dejó hacer.

―Estas bien apretadita ―decía el viejo, para luego llevarse sus dedos a su boca y lamerlos. De esta forma se los lubricaba y volvía a su labor.

Gabriela lanzaba gemidos inentendibles. Estaba disfrutando mucho. Cada vez que los dedos del viejo tocaban su vagina una descarga eléctrica la recorría de la cabeza a los pies. Ella estaba sorprendida de la poca o nula resistencia que estaba poniendo. Quería hacerlo, pero sentía delicioso. Su vagina ya había comenzado a desprender fluidos, a la vez que el viejo aceleraba su mete y saca.

―Dios… mío… ―murmuraba la joven casada al separar la cabeza del colchón. Los dedos de don Cipriano entraban y salían rápidamente haciendo que ella vibrara. Jamás en su vida había sentido tan delicioso ahí abajo.

―¡Ya… paree… porrr favorrrr! ―Su exclamación fue como la de una verdadera desquiciada. Esta vez en verdad quería que el viejo parara. Por fin había juntado fuerzas para oponerse. Pero tal vez era demasiado tarde.

Don Cipriano sentía en su piel como los fluidos de la casada escurrían en abundancia. Esto confirmaba que lo estaba haciendo bien.

―Noooo… poorr…. favor… ―La voz de Gabriela cada vez se hacía más fuerte. Sus tímidas manos fueron al encuentro de las de él en un afán de impedir que siguieran avanzando. No lo consiguió. El hombre era muy fuerte.

―¡M… Meee… v… vo… vooooy… a… co… correer…! ―gritó sin poder evitarlo. La pobre mujer cada vez gritaba más fuerte.

―Pinche Gaby… estas re buena… vente todo lo que quie… ―Las palabras del viejo fueron interrumpidas por la boca de Gabriela, quien lo besó en un afán de acallar sus propios gritos ante el mayor orgasmo que hasta el momento había tenido en su vida.

Mientras, en un hotel muy alejado de donde estaban los dos amantes, Cesar reflexionaba plácidamente es su cama sobre lo que paso antes con Gabriela:

―Soy un estúpido, Gaby esta en todo su derecho de enojarse conmigo. Como se me ocurre pensar que ella me mentiría ―pensaba Cesar completamente arrepentido, sin imaginarse lo que pasaba con ella y un viejo mecánico.

―Tengo que llamarla y disculparme. ―Cogió el teléfono y marcó a su esposa.

Los líquidos de la casada fluían por su vagina y llegaban hasta don Cipriano. Su cuerpo se contorsiona con espasmos de placer. Sus lenguas se entrelazaban, mientras que Gabriela notaba como el viejo siguió masajeando sus nalgas. De alguna extraña manera se sintió libre, plena y feliz.

La casada escuchó nuevamente su celular. Pensó que probablemente era Cesar de nuevo. Trató de separarse del viejo, pero esta vez no lo logró.

El remordimiento inundó su ser. ¿Cómo era posible que se hubiera dejado llevar tan fácilmente por sus deseos? Ella, una mujer a la cual nunca le habían importado esas cosas.

―De… déjeme… ―decía Gabriela, mientras su teléfono seguía sonando.

El viejo no le hacía caso. Estaba casi seguro de que era el marido de la rubia quien llamaba, y esto más lo calentaban. Así que, en vez de liberarla, más intentaba besarla, a lo cual ella se negaba. Pero siendo este más fuerte que ella, terminó por conseguirlo.

El beso fue largo. Sus salivas se mezclaron. Sus lenguas se buscaron. Ambos estaban excitados.

El celular de la rubia dejó de sonar después de haberlo hecho insistentemente. Cesar se había cansado de intentarlo, ya se disculparía cuando regresara a casa.

Don Cipriano no quería separarse de Gabriela. Ella hacia esfuerzos por alejarse de ese infiel beso. Finalmente lo logró y ambos pudieron respirar.

La casada estaba mucho más exaltada que el viejo. Sus pechos subían y bajaban de manera hipnotizante. Había sido un orgasmo maravilloso; pero nunca debió pasar, y menos con tan despreciable hombre. Trató de retirarse, ya era hora de terminar con esa locura. Sus bellos ojos azules estaban al borde de las lágrimas, había sido infiel.

Se preguntaba: ¿Cómo era posible que en esos pocos momentos ―con un hombre viejo y canalla― hubiera disfrutado más que en toda su vida marital con su amado marido?

Don Cipriano se dio cuenta que su princesita quería irse. Pero no se lo permite. La aprisiona contra su pecho sosteniéndola de esas caderas que tanto le gustan.

―Me tengo que ir, señor ―dice Gabriela aún con la respiración agitada y semi inclinada sobre el viejo. Por primera vez en la noche era consciente que estaba semidesnuda y montada arriba de un hombre que podría ser su padre. Sus mejillas enrojecieron de vergüenza.

―¿Adónde te vas a ir nalgona? ¡Esto apenas empieza! ―Don Cipriano se levantó de su posición y se sentó en el colchón, levantando como si se tratara de una pluma a la buenísima de Gaby. La sentó frente a él y despejó con sus manazas de mecánico lo locos mechones rubios que caían sobre su rostro. De esta forma la rubia vagina de la casada quedó a unos pocos centímetros de la erecta virilidad del hombre.

El corazón de Gabriela latía a mil por hora. Había sido muy estúpida al pensar que el viejo la dejaría ir así como así. En un momento dado sus bellos ojos azules se clavaron en el pene del viejo. No entendía cómo momentos antes había querido sentir esa grotesca herramienta entre sus manos. Ahora que se la veía más de cerca se dio cuenta que era una monstruosidad. Si el viejo intentaba metérsela, estaba segura de que la partiría en dos.

―¡No…! ¡De… déjeme…! ¡Aléjese de mí! ―La casada trataba de empujar el seboso cuerpo de don Cipriano sin resultados.

El viejo mecánico no entendía porque esa rubia ahora se comportaba así. Momentos antes estaba bastante cooperativa, inclusive desde que la había pasado a recoger a su casa. Aunque si debía ser sincero, eso de que ella ahora se resistiera ni le importaba. A fin de cuentas, tenía allí a la mujer más sensual que había conocido en su vida. Y la tenía semidesnuda a unos escasos centímetros de su verga. Por nada del mundo la dejaría ir.

―Por favor, señor... de… déjeme... soy casada ―le decía Gabriela sin resultados.

La cara del viejo era de un completo degenerado, y era entendible. Tener a semejante mujer en aquellas condiciones volvía pecador al más santo. Por lo que cogió la diminuta tanga que poseía y de un solo jalón la rompió y se la quitó. La casada soltó un ligero alarido por lo brusco de la acción.

Fue entonces cuando el momento más esperado por el viejo llegó. Era hora de penetrarla. Así que tomándola de su formidable trasero la levantó y la dirigió hacia su enhiesto miembrote. La rubia al darse cuenta comenzó a gritar:

―¡Noooo…! ¡Me va a destrozar con su cosa...! ¡Por favor nooo! ―Sin embargo, sus suplicas fueron en vano. Muy lentamente el viejo fue penetrando a la casada, quien no paraba de quejarse.

―¡Duele…! ¡Noooo…! ¡Ya noooo! ―Gabriela, tratando de tener algún lugar del cual apoyarse, abrazó al viejo. Su cabeza y su rubia cabellera quedaron junto a la morena y tosca cara del mecánico. Con un gran dolor en su vagina la casada ya había logrado tragarse más de la mitad de esa descomunal barra de carne.

―¡Es… estas b… bien apretadita, p… pendeja…! ―le decía don Cipriano a la vez que ejercía fuerzas para seguir metiéndosela, cosa que de a poco estaba logrando.

Gabriela ya no decía nada. Su cuerpo se arqueó por la fuerza del viejo. Guardaba sus energías para tratar de resistir el dolor, el cual llegaba a raudales. El viejo la dejó caer ensartándose la porción que le faltaba de un solo empuje.

El fuerte y feroz grito de la casada no se hizo esperar.

―Tranquilízate, nena, verás que en unos momentos te acostumbraras y pedirás más. ―El viejo ahora acariciaba el sedoso cabello de la rubia de forma muy paternal. Gesto que agradó a Gaby. Esto la tranquilizó, atenuando su martirio.

Ya totalmente ensartada el viejo la liberó de sus manos. Sabía que lo que menos quería la rubia era moverse. Por lo tanto, no se separaría de él. Aprovechó este momento para terminar de retirar el minivestido. Con una mano estiró hacia arriba los brazos de la casada y con la otra se lo quitó.

La rubia se veía tremendamente sensual. Estaba solamente con su brasier negro sentada en la verga de un hombre mayor. Era simplemente espectacular.

Gabriela no podía creerlo. El viejo había ganado. Estaba dentro de ella. Se sentía como una estúpida, como la peor de las mujeres. ¿Cómo había permitido que todo eso pasara?

Don Cipriano, sintiendo que ya había esperado lo suficiente para que la vagina de Gaby se adaptara, empezó a mover su pelvis, sintiendo un placer inmenso. Cuantos días y cuantas noches había soñado con esto, y al fin se le había cumplido.

―¡No!, no se mueva. ―La cara de la rubia reflejaba una mezcla de dolor y placer. Pero en ella ya no había dolor. Su vagina y su mente se habían adaptado muy rápido a ese grueso falo. Lo que ella no quería era excitarse más, estaba sintiendo muy, pero muy rico.

―¿¡Lo ves, nena…!? ¡Tu panochita ya se adaptó a mí! ¡Puedo sentir como me succiona la verga! ¡Se nota que te está empezando a gustar culear conmigo! ―le decía el viejo muy agitado y con cara de caliente.

―¡Nooo…! ¡Eso no es... ci… cierto! ―Gabriela lo negaba, intentando sentirse menos culpable.

El viejo chupó la oreja de Gabriela. Se la lamía, y la saboreaba.

El placer de ella iba en aumento, encajó sus cuidadas uñas en la gran espalda peluda del viejo haciéndolo sentir un dulce dolor.

Don Cipriano cada vez se movía más rápido. Su miembro estaba enloquecido por la vagina de Gabriela. Al igual que ella, que aunque hacia esfuerzos sobre humanos para no demostrarlo, sentía disfrutar a su delicada intimidad al estar moviéndose con semejante pedazo de carne ensartado. Pero en su mente y en su corazón estaba Cesar; no le daría la satisfacción a ese viejo de saber que ella está disfrutando.

―¡Aaaaaaah! ―La rubia no pudo dejar escapar un leve sonido.

―¡Me gustas estúpida! ¡Me encanta sentir como tu apretado chorito se come mi verga! ¡¡Aaaaah!! ―La excitación hacía que el viejo insultara a la rubia y sorprendentemente a ella le gustaba. Le gustaba sentirse utilizada por ese hombre, estar indefensa ante él y que le dijera ordinarieces.

Las manos del mecánico cogieron a la casada de su espectacular trasero. La subía y la bajaba sobre su gran verga. Sus fluidos se unían. Sus cuerpos se frotaban. El viejo sentía en su pecho como los melones de Gaby golpeaban y se apretaban contra él. Sintió ganas de besarla nuevamente pero ella lo rechazó.

De pronto la resistencia de la rubia cedió. El pene de don Cipriano la rompió. La había llevado a lugares y a sensaciones que no creía que pudiera alcanzar; estaba experimentando el mayor placer vivido. Y ya no le importó nada. Olvidó completamente a su esposo, a su hijo, su vida y se entregó completamente.

―¡Aaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaah! ―gritó como una loca, y esta vez es ella quien  busca la boca de don Cipriano para besarlo. Él la aceptó con placer y se fundieron en un apasionado beso. Sus lenguas otra vez jugaron, se buscaron y se sintieron.

El viejo notó como ya no tenía que cargar a Gaby para seguir penetrándola. Es ella quien se está ensartando por sí sola mientras se besan. El sonido del plock, plock, que hace el trasero de Gaby al golpear la ingle del grueso mecánico es maravilloso, excitante.

Las manos de Cipriano abandonaron el trasero de Gaby y cogieron sus melones por encima del brassier.

―¡Quítatelo! ―le ordenó el viejo separándose de aquel exquisito beso.

Gabriela desvió la mirada. De repente se sintió apenada, pero no deja de mover sus caderas. Su placer era inmenso. Obedeció y desabrochó el seguro del brassier; sin perder el ritmo de sus movimientos se lo quitó y lo arrojó a una esquina del cuarto, que ya huele a sexo.

Ante don Cipriano aparecieron, majestuosos, los mejores pechos que había visto nunca. Grandes y voluminosos. Con dos pequeños pezones rosados bastante duros, muestra de la excitación de su dueña. Los inflamados pechos se movían de arriba hacia abajo al son de la cogida. El viejo notó como en esas tetas escurrían gotas de sudor haciéndolas ver más apetecibles. No se aguantó y las estrujó bruscamente, amoldándolas a sus callosas manos.

―¡Que pinches chichotas! ―Don Cipriano abrió lo más grande que pudo su boca y se las comió con un hambre insaciable.

―¡Aaaaaaaaaaaah! ―Gabriela no pudo ahogar un gritó, un gemido, no pudo esconder su excitación.

El viejo no se la creía, ¡qué rica estaba la casada! ¡Es una diosa! ¡Es su diosa!

Pasaron bastantes minutos y la pareja seguía cogiendo con frenesí, a veces con desesperación. Ambos estaban en su límite, exhaustos, sudorosos; pero aún excitados, incansables.

―¡Porrr… favorrrr…! ¡Ya acabe con estooo! ―Gabriela no se daba cuenta lo fuerte que gritaba. La gente que pasaba por fuera del motel podía escucharla. Lo mismo la de los cuartos contiguos.

―¡Voy, pendejaaa! ―El viejo ya queriendo acabar se salió de ella. La levantó y la puso boca arriba en la cama. La rubia instintivamente abrió y recogió sus poderosas piernas. Ante esta sugerente invitación física, el viejo terminó por quedar montado sobre ella. Sin que existiera diálogo alguno, claramente y en forma extraña la pareja ya se comenzaba a entender en la cama.

Estos pequeños instantes de calma sirvieron para que Gaby se serenara un poco.

―¡Ahí te voy, nalgona! ―rugió don Cipriano colocando su muy erecto miembro en la entrada de la vagina de Gaby.

―Espeereee… ―lo detuvo la sudada casada. El viejo puso una cara de curiosidad.

―No…, no se venga dentro de mí. Cuando vaya a eyacular salgase por favor. ―Gabriela sabía que resistirse era inútil. Es más, ni siquiera estaba segura de querer detenerlo. Pero pensó en su vida, no quería quedar embarazada de él.

Don Cipriano no respondió. De un solo golpe y con fuerzas introdujo toda la extensión de su descomunal falo.

―¡¡¡Aaaaaaaaaah…!!! ¡Estúpido… que me dolió! ―gimió la rubia ante tan brutal acción.

El viejo dejó caer todo su peso sobre Gabriela, que incluso tuvo dificultades para respirar. El gordo y corpulento macho que se le había venido encima era muy pesado. Sin embargo, el rápido mete y saca del duro pene del hombre la volvió a extasiar y lo abrazó con pasión. Sus suaves manos acariciaron y rasguñaron la peluda espalda del viejo, y nuevamente se besaron.

La cama parecía venirse abajo. La cogida que el hombre le estaba dando a Gabriela era de antología. El placer enloqueció a la rubia que aprisionó al viejo con sus piernas, tentándolo a penetrarla aún más profundo dentro de ella. Su vagina y su pene parecían ser uno solo, parecían haber nacido el uno para el otro.

El tiempo pasaba volando en la candente habitación. Ninguno de los dos parecía tener idea de cuánto tiempo llevaban cogiendo, solo se concentraban en el placer.

El voluptuoso cuerpo de Gabriela no pudo más, había llegado a su límite y se tensó a su máximo. La rubia sufrió grandes espasmos de placer, explotando en un espectacular orgasmo.

―¡¡¡Síííííííííí!!! ―gritó la casada con sus ojos fuertemente cerrados y sus doradas cejas inclinadas hacia arriba, demostrándole a su macho el deleitoso estado en que se encontraba.

Al sentir que su rubia tuvo un fuerte orgasmo, don Cipriano no pudo más y al igual que la casada llegó al éxtasis máximo.

La vagina de Gabriela, que no dejaba de escurrir líquidos, sintió como la verga que aún la penetraba hacía movimientos extraños. Estos eran tan fuertes como la de una manguera cuando le dan la presión del agua y esta está por salir.

―¡Salgase, dooon! ―exigió Gabriela notando que el viejo iba a eyacular.

Don Cipriano, haciendo caso omiso, no se salió y depositó toda su semilla en la rubia. Para él la solicitud de la rubia era más una invitación a hacer lo contrario.

―¡Noooooooo! ―El grito de la casada era de absoluto espanto.

―¡Acepta mi corrida, pendeja! ―resonó la voz del viejo en todo el cuarto.

El líquido era abundante, viscoso y caliente. Para Gaby esta era la primera vez que sentía el semen de otro hombre. Solo había sentido, apenas, el de su marido.

Totalmente exhausto, el viejo se separó de la casada y sin proponérselo cayó dormido. Esa había sido la mejor cogida de su vida.

Gabriela se quedó boca arriba sobre el colchón. Estaba completamente sudada, desnuda y con sus bellas piernas bien abiertas. Su cabello rubio estaba alborotado y su rímel corrido. De su vagina escurría el espeso líquido seminal del viejo. Estaba exhausta.

A medida que su excitación bajaba, la culpa ocupó su lugar. Era una estúpida. Había terminado cayendo en las redes del viejo. Había sido infiel. No solo a su marido, también a su hijo. Y lo peor, le había gustado.

FIN CAPÍTULO 1.