Gabriela
Ahora él no está, y estamos los dos, solos; podríamos imaginar que nunca ha existido tu hermano, que prácticamente soy una virgen de diecisiete años, pues siempre lo hicimos bajo el efecto del licor o la marihuana.
Gabriela
Gabriela era la novia de mi hermano y ambos cursaban el último año de secundaria cuando sucedieron estas cosas. Llevaban ya cuatro meses acostándose infaltablemente los martes en horas de la tarde, cuando Gabriela aducía a su madre que iba a preparar su función de teatro en casa de una amiga. Gabriela con uniforme pasaba por una chica desaliñada e insignificante (falda blanca, plisada hasta los tobillos, y un suéter azul, enorme, que parecía un saco de patatas), pero cuando los martes iba a nuestra casa se transformaba en una ninfa del asfalto: usaba pantalones de cadera, desteñidos y muy apretados, que dejaban apreciar unas nalgas jugosas y turgentes; sus camisetas diminutas dejaban entrever unos pechos medianos, un poco pálidos pero deliciosos; además solía llevar sandalias y sus finos dedos era lo que más me excitaba de ella.
El primer martes que lo hicieron, mi hermano me regaló quince dólares y me dijo que me fuera al centro comercial a comprarme cualquier cosa, y que no regresara antes de las 19:00, que esperaba a su novia y que verían unas películas. Yo no le creí eso de las películas, pero qué podía hacer, a caballo regalado no se le mira el diente, así que me fui a las salas de videojuegos. Cuando regresé, ya no estaba Gabriela; la sala tenía un extraño olor a tabaco y a incienso, y al llegar a la habitación de mi hermano lo entendí: habían fumado marihuana, y el hedor no se desprendía fácilmente de mi casa; mi hermano había prendido incienso, abierto las ventanas y hasta rociado desodorante ambiental en su cuarto, donde el olor era nauseabundo. Yo le pregunté con una mueca maliciosa "¿Cómo estuvieron sus películas?", y él, ebrio de satisfacción y azotado por la marihuana, me dijo "¡Qué rico, era virgen!"
Mi hermano no volvió a pagarme para que me fuera de la casa mientras se acostaba con Gabriela; "Basta con que estés en tu cuarto, con el equipo de sonido en alto volumen; y no le contaré a mamá que tienes revistas pornográficas y que te masturbas todos los días". Yo tenía dieciséis y mi hermano y su novia estaban por cumplir los dieciocho; eran unos malditos afortunados, porque la mamá de Gabriela se comía el cuento de la función de teatro, y nuestros padres en cambio llegaban de sus trabajos ya entrada la noche.
Un martes mi hermano se estaba duchando cuando sonó el timbre (¡Gabriela!), así que me tocó abrir la puerta: fue la primera vez que la vi con su ropa de adolescente cachonda; ¡en qué mujerón se había transformado Gabriela! ¡No era la misma Gabriela con el costal de patatas que llevaba por uniforme! ¡Era una delicia para mis ojos, y muy pronto una delicia para la lengua y las manos de mi hermano! Creo que ella notó mi trastorno, pues sentí que mis mejillas ardían; Gabriela me sonrío ambiguamente y con malicia me preguntó si no se le había corrido el delineador, obligándome a mirarla más de cerca, casi a rozar mi nariz con la suya; toda ella olía a un perfume exquisito, mezcla de violetas con la lujuria de su cuerpo joven. Gabriela río y subió al cuarto de mi hermano. Esa tarde no recurrí a mis revistas pornográficas: el olor de la novia de mi hermano bastó para crear una súper mujer, mezcla de Gabriela y todas las mujeres que he deseado, complaciente y sabia, una mujer sin inhibiciones. En la noche mi hermano aún estaba bajo los efectos de la marihuana y el ron (Gabriela había traído una botella en su mochila), y me confesó "¡Gabriela es mejor que todas las pajas juntas, qué ricas nalgas, le perforé el culo, nos filmamos haciéndolo!"
Y ahora llego al martes que, gracias al dentista, Gabriela fue mía y solo mía. Era un chequeo de rutina fijado a las 14:00, y a más tardar, mi hermano regresaría a las 15:00 para follarse puntualmente a Gabriela. Ese cronograma no sucedió, pues el dentista llegó veinte minutos tarde y además diagnosticó una muela como delicada, y era precisa una curación oportuna, "aprovechando la ocasión". Mi hermano no llevaba el celular, además confiaba que se iba a desocupar rápidamente del dentista. Cuál fue mi sorpresa cuando antes de la hora sonó el timbre de la casa: Gabriela había venido antes de la hora pactada, y con un pantalón de lo más fenomenal, y aparentemente no llevaba ropa interior; de igual manera su blusa blanca dejaba ver claramente sus pezones encarnados, un poco erectos, como para trastornar a cualquier hombre. Le dije "Mi hermano aún no llega Gabriela: fue al dentista; si quieres espérale en su cuarto, no tardará". Gabriela sonrió y fijó sus ojos cafés claros en mí, me tomó de la quijada y me acercó a su rostro: "Ya conozco todos los movimientos de tu hermano, cómo me besa y me acaricia, cómo se queda con los ojos en blanco antes de venirse, pero a ti no te conozco, y también eres guapo, quizás más guapo que tu hermano, pero fue él quien me propuso ser su novia; si tú me lo hubieras propuesto, sería él quien debería encerrarse en su cuarto con el volumen en alto, no tú. Ahora él no está, y estamos los dos, solos; podríamos imaginar que nunca ha existido tu hermano, que prácticamente soy una virgen de diecisiete años, pues siempre lo hicimos bajo el efecto del licor o la marihuana; y ahora quiero que me folles con todo tu deseo feroz y tu inexperiencia, con todo tu vicio, con todas tus fuerzas. ¿Subimos?"
En mi habitación entró Gabriela, en mi habitación la fui desnudando lentamente. Primero besé sus labios ansiosos, descubrí una lengua escurridiza que batallaba con la mía, y quería adueñarse de mi boca; besé su cuello con una lentitud y brevedad imposibles, y me detuve en sus cuatro lunares como cuatro soles que ardían bajo mis dedos y mi saliva. Como había imaginado, no llevaba brazier: cuando le quité la blusa sus pechos escaparon felices, tibios y olorosos a violetas; chupé como si fuese un crío sus pezones erectos, buscando la leche imposible de Gabriela y succionando cada vez con más fuerza aquellos panecillos de miel y canela, que se ofrecían generosos. Hundí mi nariz en su ombligo, besé todo su bajo vientre, poblado de finas vellosidades como un durazno maduro; y le quité el pantaloncito apretado, que talvez le impedía respirar a su vulva prodigiosa: llevaba unas bragas muy finas, casi invisibles (por lo que fue difícil entreverlas cuando estaba vestida), que mis dientes se encargaron de arrancar de su piel. "¡Gabriela es mejor que todas las pajas juntas!" Su pubis estaba poblado de un vello fino y castaño, que mi nariz y mi lengua fueron explorando hasta llegar a su sexo. Mi lengua lamió todo el cuerpo de Gabriela antes de penetrarla por cualquier orificio embriagador; me demoré chupando sus pies, ya dije que lo más excitante de Gabriela eran sus pies, y me propuse excitarla chupando como un loco su dedo gordo: lo chupaba y lo chupaba como si fuese su clítoris, y en ello puse toda mi concentración y fuerzas. Gabriela disfrutaba como una virgen llena de vicio, gemía, suspiraba, se mesaba los cabellos y pronunciaba mi nombre como un disco rayado; la estaba trastornando con solo chuparle su dedo gordo: ya era hora de trastornarla completamente. "¡Dámelo por atrás, dámelo por atrás!" desfallecía Gabriela y alcanzó su mochila donde guardaba el lubricante; coloqué copiosamente en su ano y en mis dedos el lubricante de Gabriela: primero fue un dedo el que introduje en su culito prodigioso, me entretuve metiendo y sacando ese primer dedo; al segundo dedo Gabriela lanzó un gemido y me gritaba "¡Métemelo, métemelo!", pero llegué a introducir tres dedos en el culito de Gabriela, antes de penetrarla por primera vez en mi vida, y por su ano, mi pene que estaba como piedra. Gabriela desfallecía, yo desfallecía, su culo se iba dilatando y mi pene iba a explotar un mar de leche, el primero que no moriría en mi mano reseca; "¡Me voy a venir mi amor, me voy a venir!" y nos venimos juntos en una marejada de fluidos y sudores. ¡Mi primera vez, y sin condón, y por el culo!
Cuando saqué mi miembro de su ano, ella lo llevó hasta su boca y me lo mamó; chupó con mucho oficio mi pene trajinado con los restos de mi leche. Gabriela chupaba mi glande, lo mordía, succionaba mis bolas, lengüeteaba mi tronco, lo escupía y volvía a chupar; logró que de inmediato mi pene estuviera dispuesto para la siguiente batalla, esta vez por su coñito tierno y sabio, hirviente y oficioso. Fue ella quien me puso el condón, luego de haberme chupado ella también como un crío; entré en su vulva que me esperaba pródiga y abierta como una rosa, entré en su vulva y empezó un vaivén cadencioso, a veces acelerado, a veces apacible, pero siempre lleno de furor y placer. Parecía que nuestros sexos producían un cortocircuito, y las descargas eléctricas nos llegaban a todos los poros; Gabriela me hacía besar sus pechos duros, me hacía lamer su boca y su lengua, mientras seguían enchufados nuestros sexos que no conocían límites y querían cada vez más. La puse con sus pies en mis hombros, la puse en cuatro, de lado, encima de ella, y nuestros sexos postergaban su desfallecimiento, su dulce agonía, hasta que no pudimos más: yo grité "¡Ay, Gabriela, me estoy viniendo!" y ella gritó mi nombre, y sentí cómo se humedecía mi pubis; era la leche de Gabriela, el testimonio de que ella había gozado tanto como yo, que había recorrido el mismo campo de espinos y cada herida era una bendición, cada herida nos hacía anhelar más los espinos del otro.
Terminé chupando el coñito de Gabriela, como un catador de vinos que quiere poseer el sabor de toda la tierra en la punta de su lengua. Su vulva era dulce y salada, fría y caliente como ninguna otra que he probado en los siguientes años. Demás está decir que mi hermano llegó tarde: le curaron una muela y le extrajeron otra; ahora tenía una boca impecable pero ya no tendría nunca más a Gabriela.