Gábor

Gábor tiene que soportar los abusos integrales de su jefe nazi durante el exterminio judío de la Segunda Guerra Mundial.

GÁBOR

Ya no recuerdo cuánto tiempo ha pasado desde que me sucedió. ¿Cuarenta... cincuenta? No sé. He necesitado todo ese tiempo para decidirme y hablar de una vez por todas de lo que allí y de lo que entonces aconteció. Decido contar lo que tarjo la guerra y lo que con ella se llevó al marchar. Después de tanto tiempo... al fin decido hablar.

La historia, como muchas tantas, se remonta a mil novecientos treinta y ocho ó treinta y nueve, en mi Polonia natal. Comienza hacia los años previos a la segunda gran guerra, años en los que el germen de Hitler y su Nazismo comenzaba a brotar de forma virulenta y se extendía en forma de epidemia por toda Europa Oriental. Entonces yo contaría con unos veintiséis años.

Ya sé. Esta historia Puede ser otra más acerca de un judío intentando sobrevivir en el holocausto nazi... pero es la historia de Gábor Kvapil, mi historia. Y según lo veo, una historia distinta a todo lo anterior contado. Es la historia de un joven polaco que, desalentado por la intolerancia en su pueblo natal, decide marcharse al lugar equivocado (orientado por la confusión) y acaba en un infierno un tanto... poco convencional.

Esta historia empieza como todas: los nazis me capturan y, sin dar explicaciones, me llevan a mí y a otros muchos de mi religión a una especie de prisión llamada "campo de concentración". Allí, por todos es conocido por empeñarse en transformar nuestra vida en auténticos infiernos. Eso si no nos mandaban con nuestro Yahvé ipso facto, que en esos momentos, la vida de un judío valía menos que una piedra.

Pero dentro de todos los factores en común que este tipo de historias tiene, la mía difiere de las demás. Comienza a diferir cuando, una mañana como otras, en un rutinario examen médico, entró a la consulta un militar. Era el teniente Ulrich Von Häuser, "la bestia aria", como le llamaban todos los judíos del campo. Era, por así decirlo, el que estaba al cargo de los soldados del lugar.

Se había ganado el apodo porque era un hombre que hacía de la crueldad y del sadismo importantes características de su personalidad. Se dice que su pasatiempo favorito era matar judíos o torturarlos impíamente, ya que disfrutaba experimentando el dolor de los de nuestra raza. Todos los de nuestro barracón nos echábamos la temblar sólo con oír su nombre.

Pues allí estaba, observándonos, no sé por qué, mientras nos reconocían los médicos. Cuando acabaron de hacerlo, habló con un médico y se fue. Esa misma tarde, cuando todos estábamos reunidos en el barracón, el teniente apareció, se me acercó y con orden militar, en alemán, me dijo algo. Me lo tradujeron,... y me eché a temblar.

"Ven conmigo." Me dijo el traductor. "Necesito un mayordomo en mi casa".

¡¡NO!! ¿Yo? ¿Por qué yo?! Tanta gente en el campo de concentración y me eligió precisamente a mí! Con lo cual, resignado y muerto de miedo, cogí mi gorra y mi pastilla de jabón, y me fui con él.

Lo primero que hizo, mientras nos encaminábamos hacia su casa (en el mismo campo de concentración) fue preguntarme si hablaba francés (en francés, por supuesto) a lo que contesté que sí (aprendí un poco en la escuela, de un profesor nativo que nos enseñó). Después, me apuntó que quería un sirviente eficaz y callado.

"Si haces todo lo que te diga no habrá ningún problema".

Y a partir de ahí comenzaron los días más horrorosos de mi vida. Par empezar, los rumores no se quedaban cortos ni exageraban tampoco: fueron muchos de los míos los que perdieron la vida a manos de mi caprichoso jefe por distintos motivos, a cual más irrelevante. Y vivía en continua tensión porque, sabía que, tarde o temprano, al primer error que cometiese... yo sería el siguiente.

Acrecentó aquel infierno particular una tarde que, mientras limpiaba el baño, él entró, me observó largo rato y cerró la puerta. Yo lo miré como siempre, cabizbajo y casi de reojo, pero pude observar cómo me miraba con unos escrutadores ojos y una sonrisa algo... pícara. Esa mirada tenía algo especial que se recreaba en algo más bien cotidiano.

"Un pobre judío sin camisa limpiando un lavabo "pensé entonces, ignorando la situación.

En seguida, me ordenó que me dejara lo que estaba haciendo y me sentara en un taburete que allí había, de espaldas a él. Obedecí. Murmuraba cosas en alemán, lo cual me aterraba, ya que yo no sabía qué quería de mí. Dejó caer frasecillas como: "tienes unos brazos esbeltos", o "tu espalda es bonita, y su acabado es mejor aún" entre germanismo y germanismo; Pero yo, inocente de mí, no acerté a adivinar la que me deparaba.

Abrió la puerta y salió del baño, pero en seguida entró, volviendo a cerrarla. Trajo otro taburete de la salita. A continuación, corrió las cortinas del ventanuco y se quitó el cinturón lentamente. Yo seguía sentado allí quieto como un pasmarote, viendo la escena por el reflejo del espejo.

"Me azotará" pensé. Así que, hice acopio de mi poco valor y de mi mucha resignación, apreté los dientes y cerré los ojos esperando con los músculos tensos a que el cuero o la hebilla golpease e hiriese me piel.

Pero no. Oí cómo el cinturón caía al suelo lejos de él, lo que me hizo abrir los ojos sorprendido. Entonces, oí cómo se sentaba detrás de mí y ponía su mano en mi hombro. Pensé en una paliza, pero sólo encontré sus manos deslizarse por mi espalda. Notaba cómo tanteaban mis omóplatos, costillas, ascendían y se adelantaban a mi pecho, rozaban los pezones... No sabía qué hacer ante aquel "masaje", si seguir tenso o relajarme.

De vez en cuando me volvía a apuntar lo afortunado que debía ser poseyendo aquel envidiable torso. Yo todavía era ignorante de la situación, pero preferí siéndolo, no fuese a cambiar de opinión por preguntar.

De repente, se levantó y oí cómo cogía la correa del suelo.

"Ya". Eso fue lo único que se me pasó por la cabeza. "Comienzan los palos".

Al fin sentí el tacto del cuero del cinturón sobre mi judío cuerpo, pero, repito, no como pensaba. En lugar de azotar mi piel, lo que hizo fue sustituir sus caricias manuales por aquella extensión de su brazo: con él me rozaban los pezones, serpenteaba por mis piernas, lo pasaba por mis partes impúdicas... sentía el cuero, además de su respiración en constante aceleración.

De repente, volvió a tirar la correa y se abalanzó hacia mí, envolviéndome con sus potentes brazos. No sabía si me iba a estrujar o qué quería hacerme, sólo sé que sentí su caliente pero húmedo aliento detrás de mi oreja, su pecho sobre mis omóplatos y sus partes blandas (o no tan blandas) sobre mi sacro. Me sobresalté con ese movimiento tan brusco, pero el respingo que di quedó ahogado con ese abrazo de oso.

"Tú tienes una cosa que yo quiero". Me susurró al oído mientras me lamía el lóbulo de la oreja. "Voy a tomarla, te guste o no".

Y metió su mano en mis partes para palparme el pene.

¿Qué? ¿Entonces eso quería? ¿Violarme? Un recuerdo vino a mi mente raudo y veloz, el recuerdo de cuando con 12 años leí el Levítico (un libro de la Biblia). De todo el libro se me quedó grabado el versículo 22 del capítulo 18, ya que, a esa edad me resultaba inconcebible lo que allí se abominaba. En ese momento, comprendí su terrible significado.

Una arcada se apoderó de mi cuerpo y de mi garganta salió un gemido apagado cómplice de la situación o incluso señal de horror. El sin embargo, disfrutaba de lo que hacía mientras me acariciaba el cuelo con sus labios y palpaba mis testículos y mi circuncidado pene. Lo oía disfrutar.

El disfrute cesó repentinamente. La atmósfera se rompió, o más bien la rompió el timbre de la campana del teléfono. Hizo que él lanzase una maldición en alemán, plegase sus tentáculos y corriese a descolgarlo. Un rato bien largo de airada conversación (monólogo desde donde yo podía oír, claro) en alemán siguió a mi intento de desfloramiento, lo que hizo enfriar el ambiente. Un enérgico golpe hizo colgar el teléfono.

"Me voy". Me dijo al entrar otra vez al lavabo. "A mi regreso continuaremos".

Y entonces, sin que me diese tiempo a reaccionar, sus labios se pegaron a los míos. Me besó, su lengua penetró dentro de mi boca (un acto más bien suave de lo que en realidad querría hacerme) y puso sus manos sobre mis nalgas, acercando su vientre al mío. De no ser por ambos pantalones, ambos penes se hubiesen rozado.

Y se fue.

Pasó la tarde. Llegó la noche. Le hice la cena. Le esperé hasta muy tarde y tiré lo que guisé a la basura, pues se enfrió y sabía mal; y me acosté. No sé cuánto tiempo dormí, sólo recuerdo despertarme en el suelo con un dolor en el brazo, como si me hubiese caído de la cama.

Y lo había hecho; o más bien me habían tirado. Él me había tirado de la cama. Antes de que pudiese reaccionar y preguntarle nada, comenzó a soltarme patadas en las costillas y en todo el cuerpo. Me gritó, me insultó y me pegó puñetazos, y por fin, el cuero de su cinturón, hirió mi piel. En ese momento sólo sentía dolor. Eso, y desear que cesase cuanto antes.

Mientras me golpeaba, preguntaba entre grito y grito por qué no le preparé la cena, y otras cosas que no llegué a entender. No podía explicarle lo que había hecho. Sólo aguanté impasible la lluvia de golpes. Cesó al fin, y escuché un sonido que durante muchísimo tiempo me atormentó: el seguro de una pistola retirarse para preparar la recámara. Intuyo que entonces me apuntaría (no pude verle, estaba en el suelo y con los ojos ensangrentados), pero algo detuvo su dedo y, obviamente, no me disparó.

Pasaron los días. Yo todavía guardaba secuelas tanto físicas como psíquicas de lo ocurrido aquella noche. Recuerdo, una mañana, ir a comprar una botella de leche para su desayuno. Al volver, oí voces en su habitación. Dejé la leche, y por casualidad, me asomé por entre la puerta entornada par ver lo que sucedía eso fue algo que en ocasiones posteriores me dio buen resultado).

Vi a mi jefe sentado en su cama, con un semblante que me resultó familiar: lascivo, como aquella tarde cuando intentó abusar de mí. A sus pies, de rodillas, había otra persona. Yo lo conocía: Joshua Schäfer, un judío alemán. De unos 20 años, muy inteligente, estudiaba en la Universidad de Berlín, becado y laureado, creo. Acabó en mi barracón.

Ahora yacía arrodillado, mirando a mi desalmado tirano mientras éste, en pijama, le daba conversación (en alemán, por supuesto). Podía verse el terror reflejado en la cara de Joshua, terror que a mí me paralizaba, relegándome a mero espectador pasivo de la escena. Que ante mis ojos se "representaba."

Entonces, mi "amo" se desabotonó la bragueta, se bajó los pantalones hasta las rodillas y enseñó su pene (que vi por primera vez). Le ordenó en idioma germano algo, que aunque no supe qué fue lo que le dijo, sí lo intuí. Joshua se horrorizó aún más, negando con la cabeza una y otra vez la orden. Mi amo insistió, tanto que, Joshua, desesperado, cerró los ojos y se puso a rezar de carrerilla.

Ello desagradó a mi amo, tanto que la escenita acabó con un grito suyo y un disparo en la frente de Joshua. Su cuerpo cayó desplomado, sangrando, mientras el mío daba un respingo pero no hacía lo posible por apartar los ojos de sea macabra escena.

Y lo siguiente... no tenía nombre, ni nunca lo ha tenido para mí, por mucho que me haya esforzado en buscárselo: el ario guardó su pistola lo más fríamente que pudo su cara, cogió el sangrante pero todavía caliente cuerpo de mi compañero, y, sonriendo, puso su nazi pene en la boca de éste mientras dicha boca cogía forma.

Con las manos asiendo la cabeza sin vida, me jefe tuvo la felación que había deseado. Manejaba la nuca como se le antojaba, hacia delante ya hacia detrás, mientras unos vacíos ojos le miraban como intentando pedirle perdón. Demasiado tarde, el pene del asesino estaba completamente erecto y dispuesto para eyacular entre gemidos homicidas.

Acabada la macabra función, la cara de satisfacción del felado se hizo patente, más de satisfacción por haberse salido con la suya que de lo que había practicado en sí. La mía, sin embargo, era completamente distinta: no me la pude ver, pero sé que era el reflejo de todos los sentimientos que me produjeron el contemplar dicha dantesca escena. Un abatimiento, una gran impotencia se adueñó de mí; sentí el dolor que podría haber sentido Joshua de no esta muerto. Me sentía... mal.

Y no podía hacer otra cosa más que sentir dolor. Mi voz quería gritar, pero tan sólo se esforzaba por gemir ahogadamente. Mi cuerpo intentaba no ahogarse, respirando más rápido, y eso fue lo que me delató. Mi jefe se percató de mi presencia y, subiéndose los pantalones mientras dejaba tirado por el suelo como si un trasto inútil se tratase el cuerpo sin vida de Joshua, se me acercó.

Abrió la puerta y me sorprendió allí, inmóvil, sin apartar los ojos del cadáver de ni compañero. En ese momento no podía pensar o imaginar lo que haría conmigo. Sin embargo, el trato que me dio a mí fue distinto: me abrazó, me habló melosamente e intentó calmarme. Lo consiguió un poco, no sé cómo, pero lo hizo. Y entonces comprendí una verdad universal: mi amo disfrutaba tanto dándome placer como dándome dolor.

Dos días más tarde, me tocaba a mí. Me llamó para que fuese a su habitación. Allí lo encontré, sentado en la misma posición, con el mismo rostro lascivo. Ahora vestía sólo los pantalones militares sujetos por tirantes, y sin ninguna ropa interior. Verlo así me hizo pensar en Joshua, en su cruel destino y en el mío, similar si no hacía lo que mi amo me pedía.

Así que, sin mediar palabra, me arrodillé delante de él, en el mismo lugar donde murió mi compañero, y, mientras se sacaba su órgano de placer por la bragueta, recé hacia mis adentros.

"Señor, perdóname porque no tengo más remedio". Pensé, mientras suspiraba resignado.

Desde donde estaba arrodillado, podía verlo todo. Podía ver a mi jefe, Ulrich Von Häuser, teniente de infantería del ejército del Tercer Reich. Metro setenta, ojos azules pequeños pero profundos, pelo rubio cortado al estilo castrense, frente poblada y pronunciada, nariz aguileña, orejas pequeñas, tez rosada, espaldas anchas (muy anchas), brazos voluminosos, manos muy grandes, pecho desarrollado, abdomen abultado peor no grasiento, vientre plano y piernas fuertes, con pies anchos y poderosos. Daba miedo semejante robustez.

Su pene (sin circuncidar, por supuesto), sin embargo, parecía pequeño ante semejantes proporciones, claro que por entonces pocos penes había visto yo al natural, y menos aún tan de cerca. Sólo pensaba en que debía meterlo en mi boca.... Así que, tembloroso, cerré los ojos y lo cogí con una mano. Me lo introduje y cerré los labios hasta que lo noté entre éstos. Tuve la sensación de chupar un dedo muy grande. Moví me cabeza hacia adelante y hacia atrás. Lo estaba haciendo; sólo tenía que dejarme llevar hasta que mi amo explotase de placer.

En seguida noté sus manos detrás de me cabeza, sujetándola. El ritmo lo llevaría él, mientras gritaba y gemía de gusto. Yo seguía succionando, pero totalmente de forma automática, incluso después de que me soltara para bajarse los pantalones. Quería que también le chupase los testículos y el ano.

Entonces, abrí los ojos y lo vi. Vi un tatuaje en su bajo vientre, encima de su vello púbico. Era una estrella de David de color rojo, con una inscripción en letras góticas al rededor de ésta, escrita en alemán (que mucho más tarde me enteré de que significaba "devorador de judíos"). Ello hizo que me sorprendiera y abriese la boca, lo cual aprovechó para volver a cogerme y manejar mi lengua a su antojo: le lamí los testículos, abrió la las piernas para chuparle el ano... Me llevaba como él quería.

Al final acabamos tumbados en la cama. Él, con las piernas abiertas y las rodillas flexionadas mientras yo continuaba "comiéndole" sus partes pudientas. Entonces, me bajó los pantalones, intentó abrir mis nalgas, pasó sus dedos por mi ano...

Y eyaculó en mi boca. Le faltaba el aire, pero gemía y gritaba. Así hasta que dejó de eyacular, y, en seguida, se enfrió. La mayoría del semen que se quedó en mi interior me lo tragué, más que nada porque la potencia del chorro fue tal que no tuve más remedio que hacerlo o atragantarme y escupirlo (y no me atreví por represalias posteriores). El resto chorreaba por mi boca como si de voceras de nata se tratasen.

Tres días más tarde, sentí fiebres, sudores, y mi piel amarilleó más de lo que estaba. Tenía hepatitis, y estoy seguro que la cogí del ano de mi amo. Pasé dos meses casi en cama delirando por las calenturas, y otros dos haciendo las tareas caseras mientras trataba de curarme con las pocas medicinas que mi amo me procuraba.

Después de ese día, lo volvimos a hacer una o dos veces más (pasado el tiempo prudencial de curarme). Cuando lo hacíamos se portaba muy bien conmigo, pero todavía gozaba de torturarme haciendo cosas en contra de mi voluntad. Me pegaba, me amenazaba con sodomizarme con un palo de escoba... incluso me obligaba a ver cómo violaba mis compañeros para pegarles un tiro en la nuca cuando eyaculase.

Pero un día... Un día, me mandó limpiar la casa a fondo, lavar toda la ropa de hogar y sacar los objetos de lujo. Yo no sabía por qué, hasta que lo vi arreglarse y ponerse colonia (que nunca se ponía), incluso silbar mientras lo hacía. El motivo lo descubrí más tarde cuando sonó el timbre: esperaba visita.

El visitante era otro militar. Alto (aunque mi amo le sacaba media cabeza de ventaja), delgado, con ojos fríos pero muy despiertos, voz cálida y resonante, y con muy buen porte. Vestía un uniforme de alto rango (Mayor, o Capitán, no sé). En cuanto llegó y le hice pasar, me jefe salió a recibirlo. Le dio una palmadita y me ordenó servir la cena y retirarme hasta nuevo aviso. Así que eso hice: puse la mesa para dos, serví todo y me fui a dormir.

Pero la curiosidad no me dejaba pegar ojo. ¿Quién sería ese extraño personaje? Al entrar trajo consigo un halo de misterio, que se repartió por toda la casa, Transformó el carácter de mi opresor jefe, acaramelándolo cual niño con su madre. Ese brillo en los ojos nunca se lo había visto, ni cuando disfrutaba torturando.

Así que me levanté de mi camastro, intrigado, y me asomé con mucha cautela por el quicio de la entornada puerta. Pude ver que habían acabado de cenar y estaban en el sofá, tomando licor y fumando puros. Entonces, con un puro sin encender, me amo hizo gestos obscenos en su boca (familiares para mí). O eso me pareció.

Sólo se oía alemán. Ello cambió cuando mi amo se sacó el frío puro de la boca, se levantó del sofá y me llamó. Yo tardé en entrar, disimulando así mi condición de espía. Me mandó prepararle el baño y me ordenó ir a la cama. Eso hice, retirándome cuando el baño estaba servido.

Pero el espionaje continuó: yo me imaginaba lo que iban a hacer, y, preso de la curiosidad, me acerqué a la puerta cerrada del baño para intentar escucharles. Se les oía cómo ambos, en la bañera, jugaban y chapoteaban como críos; retozaban y disfrutaban el uno del otro. Les oía besarse, acariciarse, resoplar... e incluso, por los sonidos, intuí que mi amo le chupaba el pene al huésped (creo), según mi experiencia.

De repente, todo el ruido cesó. La puerta del baño se abrió violentamente. "Pies, para qué os quiero", pensé mientras me refugiaba detrás de la puerta del pasillo. Desde mi nuevo puesto de espionaje les vi salir corriendo, desnudos, persiguiéndose mientras reían. Del baño pasaron a la habitación de mi amo. No cerraron la puerta, quedando entornada. Así que, yo me acerqué hasta allí y continué espiándolos.

Llegué cuando la cama se movía, y el somier comenzaba a chirriar. Ellos gemían. Vi a mi amo siendo sodomizado por el huésped, algo nuevo para mí. Tenía el trasero en pompa y las rodillas apoyadas en el colchón. Pude ver un tatuaje en la nalga derecha del invitado, una esvástica nazi. Ello fue lo que se me quedó grabado de su persona (más que los profundos ojos o la voz sonora), y que nunca olvidaré (eso, y que no era rubio natural, se teñía).

La escena de amor acabó con mi amo tumbado eyaculando, mientras chupaba el pene de su invitado. Cogió su esperma y se lo untó con las yemas de los dedos por todo el cuerpo: pezones, costillas, vientre, ano... El otro hombre también destiló esperma, abundantemente, por su felado y largo pene, tan largo que el anfitrión tenía problemas para metérselo totalmente a la boca. Para lo que no tuvo problemas fue para tragarse el preciado líquido sexual, relamiéndose incluso con la lengua.

Ambos pasaron la noche allí, como marido y mujer, hasta que el misterioso huésped se fue. Vaya si lo vi marcharse: no podía dormir, así que esperé en el salón despierto. Vi la luz de la lámpara de la mesilla de noche de mi amo encenderse. Me asomé una vez más a ver qué pasaba. Observé al misterioso hombre de la esvástica en la nalga salir de la alcoba para traerse su ropa en un montoncito. Se vistió al lado de la cama, mientras mi amo, mal arropado (la sábana sólo tapaba parte de sus piernas) dormía plácidamente cual cándido niño. Se puso su ropa interior, sus pantalones, su uniforme, y acto seguido, besó a mi amo y se marchó. Nunca más volvimos a verle por allí.

Pasó el tiempo. Mi señor había sido ascendido de rango, y por ello pocas veces a parecía por casa. Lo veía tranquilo. Sí, todo estaba tranquilo hasta... hasta que una tarde, no sé por qué, se armó un gran escándalo en el campo de concentración: muchos gritos, sirenas, disparos, explosiones incluso... Estaba todo tan reposado, cuando, de repente, en una hora o dos...

Tenía que comprar, pero no me atrevía a salir a la calle... Por lo visto estaban matando a mansalva a mis compañeros judíos (matar judíos era algo cotidiano allí, pero ese día fue caótico y desenfrenado). Mi amo estaba absorto en sus pensamientos, muy preocupado. Se le veía sin saber qué hacer, atormentado por sus fantasmas interiores que no se dejaban decidir. Sentado en el escritorio de su despacho, había dejado de leer unas cartas que intuyo desataron esos fantasmas.

De repente, sonó el timbre de la puerta. Me sobresaltó, pero me dispuse a abrir. La contestación a una pregunta sin formular acerca de la identidad de recién llagado en forma de voz familiar penetró en la sala, anticipando el evento. Era esa voz... aquella fría pero grave voz... de aquel huésped que vino a visitar a mi señor. Su amante.

Dio algo en alemán, creo que se identificó. Mi mano se posó en el pomo de la puerta, dispuesta a girarlo, pero algo la detuvo. En su lugar, decidí asomarme y echar 1 vistazo por la mirilla de la puerta (aquello siempre me dio buen resultado). Lo que vi no me gustó nada. Es más, me horrorizó tanto que no supe cómo reaccionar. El pánico se apoderó de mi cuerpo, notando por la espalda miles de escalofríos. Noté como algo chorreaba por mi entrepierna: me estaba orinando de puro terror.

La pavorosa escena fue la siguiente: efectivamente, era el hombre de la esvástica en la nalga. Iba vestido con todas las galas militares que su rango le distinguía. Además, su pelo ya no era rubio, sino oscuro, como el mío. Vi cómo empuñaba una pistola y le quitaba el seguro, mientras le ponía un silenciador. Acto seguido, la escondió por entre sus ropas.

De repente, oí los pasos de mi jefe. No le avisé de lo ocurrido, tan sólo mi instinto me ordenó esconderme. Y eso hice: me escabullí hacia la cocina y, tal y como hice aquella noche, espié por la puerta entreabierta.

Mi jefe se acercó a abrirle la puerta al visitante, gritándome que era un mal sirviente, un judío de mierda, y todo eso porque no había abierto la puerta. Yo sólo me atrevía a oír y entrever por el quicio de la puerta, no me sentía capaz de nada más. Algo me impedía tomar cartas en el asunto, así que me quedé relevado a mero espectador.

Mi amo abrió la puerta, y se sorprendió al ver a su amante allí. Quiso alegrarse, pero el semblante del recién llegado se lo impidió. La puerta se cerró y estuvieron conversando, hasta que mi jefe abrazó a su amante. Recibió tres tiros de éste en el torso, y antes de poder hacer o decir nada, desfalleció para no volver a moverse nunca más.

¡Mi amo había sido asesinado por su amante! Eso era muy...No sé cómo llamarlo, pero desde luego no era algo que se viese todos los días. Podía haber pensado de él que era mi liberador, el hombre que había matado a mi jefe, a mi opresor, el hombre que había venido para salvarme de "la bestia aria". Pero no, el hombre de la esvástica en el trasero no había venido a ello. En su lugar, preparó la pistola para volver a disparar, mientras me llamaba por mi nombre dos o tres veces de idéntica forma como hacía mi jefe.

"Quiere eliminar testigos" pensé.

Por supuesto, no le hice caso, con lo que así le alenté para que viniera a buscarme. Cauteloso, miró por la alcoba y por el baño, y se disponía a husmear por le despacho. Todo por liquidarme, al igual que lo había hecho con mi pobre jefe.

Pero yo no me iba a dejar acribillar a balazos, como éste. Lucharía hasta el final. Así que, agarré un palo de escoba, y, con fuerza y determinación, saldría corriendo, le tiraría la pistola de un golpe, y le arrearía otro en la cabeza. Tal vez con otro más sería más que suficiente para dejarlo inconsciente. Eso pensé entonces.

El asesino se acercó a la cocina, el único lugar que le quedaba por ojear. Cada vez estaba más cerca de mí, lo que hacía que mis piernas temblasen con más miedo pero mis fuerzas creciesen en pro de salvar mi vida. El momento de contraatacar se acercaba, y con él mis esperanzas de salir de allí sano y salvo o de cumplirse mi cruel y macabro destino. Así que, cogí muy fuerte dicho palo, apreté los dientes, abrí la puerta, y arremetí por sorpresa contra él mientras gritaba...

Lo siguiente fue todo demasiado deprisa como para poder describirlo paso a paso. Sólo recuerdo, al echarme encima de él, la cara del asesino clavarse sobre la mía. Yo sólo podía ver en mi mente la tatuada esvástica, mi jefe yaciendo inmóvil sobre un charco de sangre... y esos homicidas ojos como platos, esa boca desencajadamente abierta que quería gritar pero no podía por que algo se lo impedía. En su lugar sólo podía articular uno s suspiros ahogados.

Cuando quise reaccionar, sólo entonces me di cuenta de la situación: tomando fuerzas hasta de donde no habían, yo había empujado con el mocho al señor esvástica, el cual no podía ni hablar ni moverse. Pude distinguir cómo el palo de la escoba se humedecía de un líquido que salía del cuerpo del asesino. Era sangre.

Entonces, me percaté. Con la tensión atenazándome, no me di cuenta. No había cogido el mocho de la escoba. En su lugar blandía en mis manos una madera cilíndrica, alargada y puntiaguda, muy parecida a dicho útil para barrer, que utilizaba para introducir por las ratoneras de la casa y así eliminar ratas. Ahora esta madera había penetrado en el cuerpo de mi agresor, lo había desgarrado y lo atravesaba, clavándose en la pared. Literalmente, había empalado a mi futuro asesino. El cazador cazado.

Yo no sabía qué hacer. Miré a los ojos del pobre asesino- víctima, y los vi inyectarse en sangre. Dicho líquido salía también por su boca proveniente tal vez de los pulmones, pues la letal herida había sido alta y habría alcanzado dichos órganos. Oí cómo la pistola caía a la moqueta del suelo y cómo el empalado se ahogaba en su propia sangre. Dio su último suspiro y se desplomó, soltándose el palo de la pared.

Había segado una vida. No lo había hecho a propósito, ni siquiera en defensa propia, pero ahí estaba, más muerto que vivo. Presa del pánico, y con una respiración rápida y entrecortada, salí de allí corriendo deseando que todo fuese una pesadilla. Bajé al patio del campo de concentración, y nada más pisarlo, noté cómo alguien me cogía del cuello. Me giré. Eran cuatro soldados alemanes que yo no había visto nunca por allí. Mi mente se bloqueó mientras reían y me miraban amenazadoramente.

Antes de poder reaccionar, me dieron un golpe en las pantorrillas, con lo que caí al suelo de bruces. Un segundo golpe, esta vez en la nuca, me hizo ver las estrellas, pero no me hizo perder el sentido. Entonces, los soldados me patearon, jugaron conmigo y me desnudaron. Me abrieron las piernas y acabaron sodomizándome, uno tras otro, mientras seguían pegándome o insultándome. Y, al final, totalmente desorientado, me dispararon en la cabeza, con lo que dejé de ver y de respirar.

Entonces, desperté. Lo hice poco a poco, atontado por el tiro en la cabeza. Estaba consciente, pero ya no me encontraba en el caótico campo de concentración, siendo el juguete sexual de cuatro depravados similares a mi jefe. Ahora estaba en una estancia totalmente blanca. Ya no yacía en el suelo, sino que mi espalda se apoyaba en una cama tan blanca como las paredes y el techo. Llevaba unos tubos conectados a una máquina. Estaba... ¿despierto? ¿en el cielo?

Intenté moverme. Lo hice pesadamente, sólo de cintura para arriba. Las piernas no me respondieron. Entonces, vinieron unos hombres y mujeres vestidos también de blanco, con una cruz roja. Me contaron que estaba en un hospital de una ciudad del Dover, en Inglaterra. Por lo visto me recogieron unos soldados ingleses y me trajeron a este hospital conde permanecí en coma hasta este día (el día que desperté): el dos de marzo de mil novecientos cuarenta y siete.

¡Había estado inconsciente casi diez años!

Por lo visto me operaron de la bala en la cabeza, la cual no llegó hasta el cerebro (si no, habría muerto seguro). Sin embargo, sí me produjo una parálisis severa en las piernas que a ciencia cierta aún me dura, aunque los avances en medicina me prometen el volver a andar. Durante mi estancia en el hospital nadie me visitó pues al acabar la guerra, la Cruz Roja buscó a mi familia, descubriendo que toda ella había muerto en el holocausto nazi.

Y esa es mi historia. Una historia como otra, de un pobre judío intentando sobrevivir en una cruenta y cruda guerra. Ya avisé que era un tanto distinta: creo que nadie tuvo un sodomita opresor como el mío, ni conoció a un asesino con una esvástica en el trasero... pero una cosa es cierta: yo, Gábor Abraham Kvapil he decidido contar mi historia por fin. Porque, de una u otra manera, creo que es una historia que no querría llevármela a la tumba.

Sólo espero que Dios me perdone alguna vez.