Futuro imperfecto 5
Macarena
Capítulo 7
Macarena
Conocí a Macarena en una fiesta. Fui invitado por Adela, una mujer casada, pero de vida liberal, con la que me acostaba desde hacía un tiempo y pagaba razonablemente bien. Su marido, conocedor de todos sus escarceos, lo consentía y, además, también disfrutaba sus propias escapadas. Ambos, al menos así lo entendía yo, se odiaban cordialmente, pero también tenían una macabra atracción que se basaba en el dinero y el sexo.
No eran de mi incumbencia sus problemas maritales y solo me dedicaba a follarme a Adela cuando ella me llamaba, que solía suceder una vez cada tres o cuatro meses.
Aquella noche, mientras me tomaba una Coca-Cola en la barra, solo, esperando que Adela me dijera si por fin nos íbamos al dormitorio o esperábamos al final de la fiesta cuando todos se hubieran ido, se me acercó una mujer de unos cuarenta años muy bien llevados.
Boca grande, pelo rubio y largo, no muy alta, aunque con tacón de infarto, figura delgada y sinuosa, tetas de quirófano caro, piernas bonitas, ojos azulados y profundos. Pero lo que más me llamó la atención fue la intensidad con que miraba y el descaro o desinhibición que se marcaba en sus ojos.
—Tú eres Jorge, ¿no?
Trabajando nunca utilizo mi nombre verdadero. La verdad es que daría casi lo mismo, pero es una especie de escudo ante la verdadera realidad de cada uno. Por aquel entonces, mi hijo estaba enfermo, pero no terminalmente y yo procuraba trabajar al máximo, incluso de comercial en una empresa de bebidas energéticas para culturistas y flipados del gimnasio.
Macarena se detuvo y me dio un completo repaso con la mirada. Lenta y lasciva. Sonrió ligeramente de medio lado y pidió un ron con lima y mucho hielo, al camarero.
Volvió a girar la vista para mirarme de nuevo.
—Sí que estás bueno… Adela tiene un gusto excelente —asintió levemente sin quitarte los ojos de encima.
—¿Y tú eres…? —pregunté.
—Macarena. Es un alivio que no me reconozcas… —se rio brevemente sin alterar el tono de su voz.
No, no la reconocí por más que lo intenté.
—Trabajé en la televisión. Hace ya algún tiempo. Ahora escribo libros de éxito, tengo una productora y vendo programas a las cadenas. Gano más dinero y me expongo mucho menos… —dijo con suficiencia y altivez mientras cogía el vaso que le alargaba el camarero—. Gracias, guapo —le contestó con una mirada que se detuvo en él un par de segundos, haciendo que el muchacho, un joven rubio y bronceado, se irguiera ufano.
Ya con la copa en la mano se acercó hasta casi rozarme. Olía bien, a mujer rica y caprichosa. Volvió a mirarme mientras bebía un ligero trago. Con una sonrisa lenta y elástica me ofreció.
—¿Quieres?
—No bebo, gracias.
—¿Te drogas, fumas…?
—No. Nada de eso.
—Ni bebes, ni te drogas ni fumas… No sé si eso es bueno o muy aburrido.
Me encogí de hombros y obvié su comentario. Yo sabía que Adela esnifaba de vez en cuando y, posiblemente, cuando estaba conmigo, para ser más atrevida. Pero yo nunca. Entre otras cosas, porque había visto a algún compañero con adicciones y eso, además de caro, destrozaba la salud y el cuerpo. Mis dos herramientas de trabajo.
Con la mirada busqué a Adela que hablaba con dos hombres. Uno de ellos, su marido. Aquello era una de las cosas que no me cuadraban de su invitación. Siempre, hasta ahora, cuando habíamos quedado, era sin la presencia de Carlos, su esposo. Pero hoy, estaba allí. Y, aparentemente, ambos estaban de buen humor, uno con el otro.
No me miraba desde hacía un rato y eso me mosqueaba. No por el dinero, porque yo cobraba por anticipado a mis clientes. Pero intuía que me perdería la propina del final, y la de Adela solía ser generosa.
—Hoy se irá a la cama con su marido. —Macarena se encogió de hombros ligeramente como no dándole importancia.
Yo me limité a sonreír y me miré el reloj. Si en efecto aquello sucedía, por mí estaba fenomenal. Cobraba sin trabajar, y aunque me perdiera la propina, me merecía la pena. Antes de ayer había estado con Sofía, una chica joven, divorciada de apenas treinta y dos años que acababa de descubrir el mundo del sexo sin ataduras. Según me contó, cuando salía a ligar con sus amigas, las tres cuartas partes de las veces, o era un fracaso porque no encontraba un chico con el que irse a la cama, o cuando sí lo hallaba, este era idiota, un creído, un fantasma o no cumplía decentemente en la cama.
Tras un par de docenas de noches sin tener éxito en las salidas, recurrió a mí a través de una compañera de la oficina. Una secretaria muy discreta de nombre Susana, y con la que yo mantenía, desde hacía dos años, una relación de una vez cada tres meses, en donde la mujer se desfogaba y se quedaba relajada. Con su marido no terminaba de congeniar en la cama, y ella, muy tradicional, se limitaba a darse unas buenas sacudidas conmigo para aliviarse. Según me confesó en un par de ocasiones, yo era el único. No sé si sería verdad, pero era una buena mujer, muy amable y sí parecía buscar lo que me decía. A ella no le cobraba mi tarifa oficial. Me pagaba la mitad, más o menos, porque sabía que, de otra forma, no alcanzaría con su sueldo de secretaria y de vendedora de Thermomix ayudando a una amiga. Susana me caía bien y, no sé si me mentiría, pero yo creía su versión. Solo a ella, y a Nico, no les había cobrado el total de mi tarifa… De Susana no me arrepentía, pero de Nico y Mamen, habiendo ayudado a que se deslizaran por el barranco, para ellos incontrolable, de las relaciones liberales, sí me pesaba.
Con Sofía, la divorciada joven, era muy diferente a Susana. Ella sí me exigía. Su descubrimiento del sexo sin ataduras ni compromisos se había visto acompañado de una novedosa fogosidad cuando se trataba de hacérselo con alguien desconocida o de pago. Con la diferencia de que cuando era de pago —al menos conmigo— el resultado solía ser más que notable, y cuando se trataba de un desconocido, una completa aventura, que muchas veces terminaba en desastre o en un aprobado raspado.
Por eso, que Adela hoy no me pidiera dormitorio y sexo, me convenía. Me terminé la Coca-Cola Zero y sonreí a Macarena que seguía a mi lado, con un mohín aburrido y bebiendo cortos sorbos de su ron con lima.
Carraspeé ligeramente y ella me miró. Volvió a darme un repaso completo y en su mirada se encendió un brillo travieso.
—¿Cuánto cobras por una noche? —me preguntó con un brillo de insolencia en la mirada.
No contesté. Nunca lo decía en público, y menos a una desconocida que no sabía si era una posible cliente, una periodista como aparentemente me acaba de confesar o alguna mujer despechada con una pareja bisexual, que requería mis servicios. Aquello, lo de la pareja bisexual, me sucedió en Barcelona, en una ocasión. El resultado fue que tuve que llamar a la Guardia Urbana por los insultos y puñetazos que empezó a lanzarme aquella mujer celosa de que su pareja —una mujer menos lesbiana que ella— se viniera conmigo por libre, sin consultárselo, alguna que otra vez.
—Soy generosa. Y hoy tienes la noche libre. —Me señaló con la mano donde tenía el vaso hacia donde estaba Adela y su marido besándose cariñosamente.
Había veces que Adela, una mujer rica por herencia, me invitaba a sus fiestas para figurar o para, por si al final le apetecía, acostarse conmigo. Era una mujer divertida, generosa y con ideas a veces muy peregrinas sobre la vida. Entiendo que cuando nunca has tenido que sufrir por nada, ni has pasado por problemas verdaderamente graves que requieran para su solución, esfuerzo, constancia y dedicación, es lo que toca. Aquella noche, todo indicaba que me había pagado por nada.
—¿No te animas? Soy buena en la cama… Y pago muy bien. —Volvió a mirarme de arriba a abajo—. Lo mereces, encanto.
Pensé en ese momento en mi hijo y que necesitaba el máximo de dinero para costear el último experimento que me había ofrecido desde Estados Unidos, y que la Seguridad Social no cubría. Solo el pago y el envío de aquel suero y medicinas, desde Texas, pasaba de dos mil quinientos euros. El equipo médico, comandado por un hombre canoso, mayor y muy amable, era gratis, pero el resto, no. El doctor no me cobraba por la pena que daba mi hijo al que ningún tratamiento parecía hacerle efecto.
Aguanté el acceso de congoja que me subió por el pecho y respiré antes de contestar.
—De acuerdo. Se lo digo a Adela.
—Ya se lo he dicho yo, cariño —sonrió con total amplitud—. Somos amigas desde hace tiempo. Compartimos cosas… y algún que otro vicio —me dijo mirándome con descaro. De inmediato, me cogió de la mano y me llevó hacia la salida.
—Así que eres buena en la cama…
—Sí. O al menos eso dice mi marido… Cuando lo compruebes esta noche me lo confirmas o no.
—¿Estás casada?
—Sí. Desde hace casi diez años. No tengo hijos ni quiero. Y mi marido está muy lejos, no te preocupes.
—Me tranquilizas… No quiero líos ni problemas.
—No los tendrás, guapo. A mi marido lo tengo lejos. Física y mentalmente —me decía mientras salíamos del local.
Y con una mano pidió su automóvil al aparcacoches. Resultó ser un deportivo de alta gama.
—Tú conduces… —me dijo abriendo la puerta del acompañante mientras el joven me daba las llaves y yo me tenía que buscar un billete de cinco euros para dejarle algo de propina.