Futbol y sexo

Un hombre encuentra a una vieja amiga al salir del estadio

Ese domingo el equipo del cual yo era un hincha fiel se disputaba un partido importante para pelear un cupo a los cuartos de final del campeonato local. Las emisoras de radio no informaban sobre otra cosa que fuera el fútbol. Hasta las señoras que otrora detestaban el fútbol emitían algún comentario desacertado.

Me había puesto de acuerdo con un vecino para ir juntos al estadio. Habíamos comprado los boletos en buenos puestos y debíamos irnos temprano, pero resultó que él tuvo que hacer otro menester anterior al juego y debió irse por otra vía dejándome solo. Mi esposa, aunque se anima con el fútbol, odia las multitudes y ese día habría muy seguramente un lleno a reventar.

Me fui y el ambiente en ese estadio que de pronto pareció gigante aquella tarde feliz estuvo radiante como el sol que había. Miles de rostros felices, pitos, ruidos, cervezas, gritos de júbilos; todo estaba allí para festejar la victoria de nuestro equipo. Me sentí un tanto extraño sin tener una mano amiga con la que comentar cualquier tontería que se me viniera a la cabeza.

El juego comenzó con cinco minutos de retraso y el silencio fue total cuando el equipo contrario a los diez minutos se fue arriba con un gol de testa. Afortunadamente ocho minutos más tarde el juego se empató levantando nuevamente nuestros ánimos. Ese empate sufrido para todos nos mantuvo al borde del odio hasta que al minuto cuarenta del segundo tiempo una individualidad de esas inesperadas resolvió en una victoria para nuestro equipo. Júbilo, se había salvado la felicidad de ese domingo, no se había dañado la fiesta. Todos gritaban, reían, se abrazaban y se embriagaban con cervezas que dentro y en las propias gradas se expedían a toda velocidad.

Esperé que la turba saliera para no participar del caos acostumbrado a las afueras del estadio cada vez que hay partidos de masiva asistencia. Casi vacías las gradas y tras haber contemplado el precioso verde de la cancha bien tenida, decidí marcharme contento para mi casa. Cuando bajaba por el corredor de acceso divisé un grupo de cinco hinchas vestidos todos con la casaca del equipo ganador. Caminaban felices y en júbilos; saltaban, reían y bebían cervezas. Había tres hombres y dos mujeres de las cuales una de ella se me hizo familiar. Caminé un poco más rápido para divisarla mejor y estuve entonces seguro de quien era: Era Ledis, una simpática chica que había trabajado temporalmente con migo hacía seis meses y que no había vuelto a ver. Con ella tuve un pequeño desliz un sábado en la oficina en una ocasión que emocionados nos dimos un besito inocente. Nos gustábamos mucho.

Se me alegró el alma al verla, pero iba tomada de su mano con quien seguramente era su esposo del cual me había hablado alguna vez. Vivían juntos desde hacía cuatro o cinco años, pero aún no tenían hijos. Recordé que ella me lo había descrito como un tipo algo celoso, aburrido y tomador que a veces la hastiaba. Aceleré aún mi paso y justo en el portal de salida le grité su nombre. Todos voltearon y cuando me vio se inundó de alegría. La salude con cierto distanciamiento para evitar causarle problemas con su esposo. Estaba tomada, contenta y recordé de pronto esos meses en los que juntos trabajamos y sentimos que quedamos a medio camino en nuestros amores. Todos me saludaron y me presentó a su marido que tal vez por los tragos tomó una actitud bastante amigable. Me uní a ellos para buscar mi ruta a casa. Caminaba junto a Ledis que emocionada preguntaba sobre mi vida con sus ojos algo llenos de emoción del ayer.

Aprovechando que su marido comentaba tonterías en perorata con sus amigos y le expresé que la había extrañado y que muchas veces la llamé para sentirla, pero que nunca respondía a las llamadas. Ella en enarmonía absoluta me expresó lo mismo, me decía palabritas de amor a cincuenta centímetros de su marido y con quien iba tomada de la mano. Me explicó que había cambiado su antiguo número de teléfono celular y me lo dictó con cuidado mientras yo a escondidas lo guardaba en la memoria del mío. Bendita sea la maldita tecnología. Me guiñó el ojo y en voz baja me dijo que la llamará en veinte minutos yo incrédulo  le pregunté si estaba segura de eso y con una sonrisa y otro guiño de sus ojos negros me dejo tranquilo para hacerlo.

Me despedí de todos ellos y crucé la calle par tomar mi autobús, pero no lo hice. Esperé veinte minutos que se hicieron eternos rodeado de hinchas, de pitos de carros y trancones de tráfico que aún no terminaba de evacuar los cuarenta mil espectadores que había vivenciado el partido. Compré una cerveza en una tienda en la que sonaba música estridente y por fin se hizo el tiempo de llamarla. Salí para buscar un sitio menos bullicioso y marqué con el corazón en la mano el número recién guardado. Solo después de seis timbradas se escuchó esa voz femenina y suave.

  • “aló”
  • “me pediste que te llamara y estoy cumpliéndote, ¿puedes hablar?”
  • “si claro, por eso te dije que esperaras veinte minutos, para poder hacerlo tranquila”
  • “¿y tu marido?”
  • “Lo dejé con sus amigos, tomando. Solo así me le escapo. Sabe lo que detesto estar en estaderos con música alta y rodeada de borrachos. El me hace en casa”
  • “¿y donde estas?”
  • “Voy en el autobús por la avenida San Jerónimo con la calle nueve”

Eso era cerca del estadio, como a diez cuadras.

  • Vamos cariño, bájate en la calle 14, espérame en la esquina de la pizzería que hay allí y yo llegaré en diez minutos ¿vale?
  • Te esperaré allí, pero no tardes.

Tomé un taxi de inmediato que afortunadamente iba disponible. Le di las coordenadas y en ocho minutos estuve allí. Ledis estaba con su gorro, casaca corta hasta el ombligo con insignias del equipo y un jean apretado esperando con sus brazos cruzados. Se había puesto sus lentes de sol. Le pedí al taxista que parara para recogerla. Le grité y me buscó con sus ojos a través de esos cristales oscuros. Con un ademán le pedí que subiera y lo hizo sin antes no echar un vistazo alrededor por se había alguien conocido. Se sentó a mi lado en la silla de atrás y me dio un beso en la boca. Buen comienzo.

  • “¿Señor nos lleva, por favor a “Lovers Place”?”

Ella me miró sorprendida, complacida y asustada. Seguramente desde los tiempos de noviazgos no iba a un motel de parejas. No me objetó nada, se quedó en silencio y me abrazó reclinando su cabellera ensortijada y suelta a mis mejillas. Era un sí tácito. Olía a sol, cerveza y mujer. La abracé con fuerza mientras el taxi se desviaba por la autopista. Fui buscando su boca y nos pegamos en un beso lento y prolongado como presagio de lo que se vendría después. No nos cabía el amor en nuestros cuerpos.

Llegamos y el taxi se parqueo en el garaje directo a la habitación. Por fin se quitó sus lentes y pude contemplar sus ojos bellos de cejas medianamente gruesas y de escasa curvatura. Aún estaba asustada y no era para menos. Era la primera segunda vez que le iba a ser infiel a su celoso marido. La primera no pasó de besos y caricias atrevidas al desnudo con un antiguo amigo que no pudo superarle los temores. Le di mimos y besos para que se calmara. No hicimos el amor de inmediato, sino que conversamos semidesnudos para ponernos al día de lo que nos había ocurrido en esos meses de ausencias recíprocas. Aproveché para llamar a mi esposa desde el teléfono de la habitación. Le dije que me había encontrado con unos viejos amigos de mi antiguo trabajo y me había ido a tomar algunas cervezas. Ella se quedó tranquila, pues no suelo mentirle con frecuencia, y tenía la visita de su amiga Sandra con quien parla de tatas vanidades.

Me fasciné con su belleza de veintiséis años. Su cuerpo había engordado un poco, pero mantenía una figura todavía hermosa. Sus senos pequeños y paraditos como carpitas de circo se dibujaban en las líneas y el escudo de la casaca estrecha de su equipo del alma, y sus piernas gruesas ya desnudas y en pose de yoga inundaban mi visión con morbo creciente. Estábamos sentados frente a frente sobre el colchón de la litera de tantos amores prohibidos. Tenía puesto un calzoncito rojizo de encajes muy seductor que localmente se conoce como “cachetero”, tal vez porque resalta las nalgas como si cachetes fueran.

Tuve que contener mis ansiedades varoniles para escucharla conversarme sobre su matrimonio moribundo. Yo estuve sin camisa y en jean desbrochado ocultando con una almohada el bulto delator de mis excitaciones. Nos reímos y nos entristecimos emocionados según conversábamos. Ledis parecía tan falta de amor. Se notaba a leguas que le faltaba un amigo, un confidente, un calor humano, un amante. Alguien que le devolviera los orgasmos solo vivos en sus memorias de recién casada.

Me acerqué reclinándome hacía ella y le estampé un beso seductor que ella bien correspondió con lágrimas en los ojos. Pronto terminamos y ella sintió vergüenza argumentando que se sentía sucia y que no le gustaba hacer el amor así. Se levantó sonriente y se fue al baño que poca intimidad tenía, pues la ducha era visible desde la cama a través de un cristal ovalado. Me acomodé entonces en la cama en primera fila con mis ojos ávidos como linternas puestos en esa ventana tan cumplidora.

No la pude ver de inmediato porque se tomó su tiempo para orinar y desnudarse despacio fuera del alcance de mi vista. De pronto con aire juguetón y con sus mejillas enrojecidas apareció tras ese cristal envuelta de pecho a muslos en una toalla de un azul igual a las baldosas cerámicas de ese baño. Se giró dándome la espalda y dejó entonces caer la toalla al piso. Se había quitado la blusa y el sostén, pero todavía conservaba el calzoncito rojo que tan erótica la hacía ver. Su espalda tersa y desnuda con esa sinuosidad acrecentó mi erección incontenible y la hermosura de sus nalgas de fantasía me transportaron a otro mundo. Ese par de carnosidades eran su punto fuerte, eran sin lugar a dudas su mayor atributo y muy seguramente el anzuelo para seducir. Ella bien lo sabía y sacaba buen partido de eso. Recordé entonces todos los comentarios tremendamente obscenos de algunos compañeros de oficina cuando veían pasar a Ledis o aún verla agachada recogiendo algún papel con visual amplia de ese culo de los deseos. Ese mismo culo lo estaba mirando en vivo y en medio envuelto en un calzoncito estrecho y sedoso de encajes ligeros que mucho me dejaban ver.

Con parsimonia desesperante se fue quitando el calzón resbalándolo la prenda a intervalos tardíos por sus abultadas nalgas descubriéndome cada vez un pedacito de la grieta mágica y honda que las separa. Por fin cayó el calzón rojo al piso aún seco. Lo recogió agachándose insidiosamente y mostrando a todo dar y a plenitud su atributo físico más cumplidor. Pude incluso ver por un breve instante un ramillete de pelitos que bordean el final de su sexo. Hizo un juego con le calzón en su dedo índice de la mano izquierda dándole vueltas como si fuera cuerda de cazador. Yo moría de ansiedad y deseos hacia esa mujer que gracias a Dios reapareció en mi vida.

Abrió la llave y el agua fluyó ahogando cualquier otro sonido. Tan solo lograba escuchar algo de su voz cantando una vieja canción mientras se enjabonaba con calma los brazos y el cuerpo sin girarse aún. Sus nalgas hermosas me exacerbaron el deseo y me quité le jean para quedarme solo en mi boxer blanco y corto. Así por lo menos podía acariciar mi verga con más facilidad. Ledis totalmente enjabonada, pero sin mojarse el pelo por fin me regaló la desnudez de sus encantos delanteros. Los senos parecían más grandes de lo que se deducía a través de su ropa. Paraditos y de pezones marrón claro. Provocaban tanto que se me hizo agua la boca. Sus curvas ligeras y ese abdomen un poco graso, curiosamente encajaba tanto con indiscutible armonía con el resto de su físico. Un triangulo perfecto y pequeño de pelos escasos bien negritos era lo mas bonito de todo. Parecía un muñequito de felpa. Lo tenía enjabonado cuando me lo dejó ver. Me miraba a los ojos y luego contemplaba mi sexo crecido bajo el algodón blanco de mi calzón. Hizo entonces un gesto tremendamente atrevido una vez se limpió del jabón. Se mordió con los dientes su labio inferior medio cerrando los ojos negros lujuriosos y con su mano se acarició su sexo masturbándolo con un dedo dentro. Gemía y gemía con sonido gutural cada vez mas intenso y danzaba contorneando sus anchas caderas en movimientos circulares. Fue la locura. Se detuvo, se secó el cuerpo y se envolvió en la toalla azul. Salió del baño excitada y me dijo que era mi turno, pero que no la hiciera esperar mucho porque estaba muerta de ganas.

Entré al baño y me desnudez sin teatro alguno. Me puse a sus espaldas y dejé que se deleitara con mi trasero velludo. Me mojé todo el cuerpo con esa agua tan deliciosa y me enjaboné con el mismo jabón húmedo que había utilizado. Me restregué bien para quitarme todos los restos de mal olor y luego me enjuagué todito para que no quedara nada de jabón. Solo después de todo eso, me giré hacía ella sintiendo el agua discurrir por mi espalda. La hallé acostada boca abajo completamente desnuda con su rostro apoyado en una almohada y sus ojos clavados en mí. Mi verga palpitando y goteando la saludó con un respingo deliberado. El deseo lo expresó pasando su lengua por la comisura de sus labios sin quitar su mirada inquieta de mi sexo elevado apuntando como arma de fuego en dirección hacia ella.

Salí desnudo y mojado ofreciéndome completamente para lo que deseara. Sin musitar hizo un ademán con su rostro señalándome su espalda y su culo. No sabía por donde empezar. Me subí sobre su cuerpo procurando no apoyarme demasiado. Le besé su cuello y ella se derritió. La piel se le puso de gallina sintiendo la humedad de mi boca, el calor de mi cuerpo fresco y mi pene caliente acomodarse entre sus nalgas. Fui bajando por el centro de su espalda en línea vertical y muy lentamente. Ledis me lo agradecía gimoteando un “sigue así” cada vez menos entendible. Llegaba a sus caderas y luego posaba mi lengua en el inicio del canal de sus nalgas para volver a subir lentamente hasta su cuello y el lóbulo de sus orejas. La hice entallar hasta el mismísimo desespero.

Descendí por su cuerpo posando besitos breves por la geografía amplia de esa espalda tremendamente suave. Llegué a la curva de su nalga y ascendí a los cielos besándolas. Hice realidad la fantasía de muchos. Metí mi lengua en ese canal largo y hondo. Los olores y sabores silvestres empezaron a inundar el ambiente. El calor de su ano estrecho pronto lo tuve en la puntita de mi lengua. Lo lamí aleteando en el como pez aún vivo sobre la arena. Ledis se contorneó desesperada ante el beso negro. Me confesaría después que eso es algo que le fascinaba y que su marido detestaba.

Levantó sus caderas y su trasero para facilitar mi trabajo. Resbalé mi lengua envenenada ya de su calor anal hasta la carnosidad infinita de su vagina mojada. Allí convertí mi lengua en un pene pequeño y la embestí con insistencia. Le tocaba su clítoris rojizo e hinchado por el deseo y luego le regaba lamidos por sus alrededores una y otra vez mientras por mi paladar y mi garganta pasaban restos de sus jugos cada vez más profusos. Cansado de mi pose decidí entonces voltearme boca arriba para que ella se sentara con comodidad sobre cara. Me comí entonces su sexo con mi nariz salpicadas de pelos de felpa. Rastrillaba su vulva y su raja contra mi rostro como una esponja de baño contra la piel.  Ledis incontenible ya, estalló en un orgasmo intenso que le robó por unos segundos su consciencia. Gritó fuera de si como loca nueva y quedó desdoblada en actitud exhausta. Se bajó de mi rostro y se acostó boca arriba resuelta a recobrarse del orgasmo que hacía tantos años no sentía ni de lejos. Con mimos y besitos en sus pechos bonitos dejé que se recuperara. El sabor de la piel de sus senos de gruesos pezones me maravillaba hasta la misma adicción.

Empezó entonces a responder mis caricias con el fuego revivido de su vagina encantada. Me abrió sus piernas invitando a penetrarla. La complací de inmediato. En pose del misionero clavé de tajo mi garrote ansioso en los calores profundos de su raja enamorada. La embestí con ritmo animal golpeando con mi pelvis la suya. Mis bolas al aire acariciaban los alrededores de su ano ensalivado. El mete y saca imparable se convirtió en nuestra razón de vivir. Ledis gemía, gritaba, balbuceaba, aullaba y a veces se mordía los labios y aferraba sus manos al colchón de nuestros desafueros. Sus pechos bailoteaban al vaivén de nuestra música del amor. El plap plap plap de las carnes golpeándose entre acrecentaban el ambiente de amores prohibidos. Llegó el momento inevitable, deseado y no deseado a la vez. No le consulté porque no tuve tiempo. Saqué mi verga a punto de estallar y como disparos de fusil salió a raudales mi elixir. Las primeras oleadas tuvieron tanto ímpetu que en movimiento parabólico fueron a dar contra su mejilla desprevenida, sobre sus senos parados y luego en su panza preciosa que tenía un curioso caminillo de vellos delicados hacía la vulva. Ella sorprendida sonreía de jugar otra vez esos juegos “sucios” que su marido ya no le hacía.

Escurrí mi verga en su triángulo de felpa y luego se incorporó expresándome que tenía deseos de limpiar mi pene. Lo metió entonces en su boca y a través de una mamada prolongada y apresurada despojó a mi verga de los restos de semen y jugos vaginales. Gozamos tanto y tanto ese instante que hasta vi olas rosadas resbalar por mi cuerpo. Terminó de lamerme hasta los huevos y me sorprendió pidiendo casi en ruego un favor, pero antes me hizo una pregunta íntimamente curiosa.

  • “¿Te coges a tu mujer por detrás?”

Me sentí inundado de asombro por tamaña pregunta irreverente, pero me calmé y respondí con naturalidad:

  • “No mucho la verdad. No es que a ella le motive tanto hacerlo, ¿porqué lo preguntas?”

  • “Bueno, debo confesarte que a mi el sexo anal me gusta, diría para serte mas sincera y ya que hemos llegados a tal confianza, que me obsesiona mucho y me hace mucha, pero mucha falta hacerlo o bueno, que me lo hagan” – rió con cierta vergüenza en sus ojos por haber confesado tal cosa.

A buen entendedor pocas palabras. No hubo más que hablar. Ella se dispuso de espalda, agachó su cabeza y sus senos los recostó sobre un almohadón mientras que su trasero lo elevó con gesto provocador agitando sus caderas manteniendo sus piernas recogidas y dobladas. Estaba servido ese culo para mí, todito par mi. No la penetré de inmediato, quise recobrar fuerzas y la sorprendí con un prolongado y profundo beso negro que fue relajando y humedeciendo su esfínter anal. Luego mi dedo medio se hundió en su total extensión en su hueco apretado. Había entonces adobado el terreno para mi pene otra vez enhiesto. Ledis, gemía como prostituta y me agradecía el gesto de estimularle su agujero que tanto desprecia su marido por considerarlo algo impío, tal como me lo comentaría en furtivas conversaciones postreras. Pero a ella eso era lo que mas le fascinaba en el sexo, a tal punto que me manifestaría muchas veces que para ella no tener sexo anal, era como no tener sexo.

Cuando estaba con sus ansias rebotadas y las piel salpullida como gallina, la embestí penetrando todo el tallo de mi falo hasta lo más hondo de ese hueco precioso tantas veces deseados por ex compañeros de trabajo.¿ Qué dirían si supieran que yo, su amigo tímido estaba cogiendo nada mas y nada menos que a la mujer con el mejor culo que había pasado por esa oficina de muerte estresante? El calor intenso de ese ano que apretaba mi pene  hasta estrangularlo, me daba un placer único y vicioso que me condenó a incrementar los ruegos a mi mujer por las copulaciones anales en busca de ese placer redescubierto. Pero ese culo era inigualable. Ledis sabía bien manejarlo, era una experta en repartir placer trasero. No me contuve y con mis ojos llenitos de morbo con la imagen de sus nalgas abiertas de par en par ante mi pene  hundido me dejé vencer y eyaculé a raudales en ese agujero de mis fantasías. Dos gritos desesperados y fuertes retumbaron en esas paredes azulosas. Quedamos exhaustos.

Recuperados nos bañamos un poco desesperados por salir rápido. Ledis se había empezado a preocupar por que ya eran casi las nueve de la noche, y aunque ella sabía que su celoso y borracho marido no llegaría antes de once, quería evitar sorpresas desagradables.

Pedí un taxi por el servicio telefónico interno que de inmediato llegó y a través del  visor de la puerta Ledis se aseguró de que el taxista que nos esperaba no fuera ser alguien conocido. Se quedó tranquila y después de colocarse su gorra y sus gafas oscuras, subimos y emprendimos tranquilos y felices nuestro viaje de regreso. Era el comienzo de una etapa deliciosa de  amores prohibidos.