Fusión de Tango y Malbec
Dos ejecutivos a punto de casarse descubren la pasión en manos del otro.
FUSION DE TANGO Y MALBEC
A sus 28 años sentía que tenía el mundo a sus pies. José Ignacio era uno de los principales ejecutivos chilenos en Buenos Aires. Qué más podía pedirle a la vida: un departamento increíble sobre Av. del Libertador, un deportivo del año y un trabajo que para muchos podía ser envidiable. Siendo un gran deportista, su pasión era recorrer en bicicleta cada palmo de esa ciudad que iba sintiendo día a día más propia, enraizándose entre los adoquines de sus barrios y sintiendo la pasión del porteño por la vida, con sus altos y también con sus bajos.
El ejecutivo era de sangre mediterránea, siendo un perfecto espécimen de su fenotipo: alto, moreno y de tez mate. Su alto nivel de testosterona le garantizaba una interesante cantidad de pelo en su cuerpo formando un diseño que realzaba su masculinidad, y una libido que sobrepasaba lo razonable. En Buenos Aires, José Ignacio disfrutaba mucho de la vida al aire libre, se vestía como su sueldo y su facha le permitían, y eso hacía darse vueltas a hombres y mujeres cuando caminaba por las calles. Tenía el mundo a sus pies.
Y en Santiago de Chile, tenía una novia a quien viajaba a ver todos los fines de semana y con quien se iba a casar dentro de unos meses. ¿Qué más podía pedir?
Sin embargo, tenía un secreto. Un detalle que no quería aceptar, y que le impedía de disfrutar la vida de la manera como él fue construido: sentía una intensa predilección por las personas de su mismo sexo. Nunca lo quiso aceptar ni darle curso, pero estaba ahí, desde su más tierna infancia. Y por más que se negaba, todas las mañanas al despertar al alba con la firmeza de su erección, se masturbaba suavemente pensando en los trozos de lomo argentino que veía cada día y a quienes deseaba en íntimo secreto.
Y en quien más pensaba era en ese guapísimo personaje que todos los viernes tomaba el mismo vuelo que él a Chile y que veía en la sala de embarque en Ezeiza; y otra vez los domingo por la noche en Merino Benítez para embarcar de vuelta a Capital. Nunca les tocó irse sentado juntos, pero a José Ignacio le quitaba el sueño ese hombre de su edad, de ojos moros y leve sonrisa, de cabello corto y una cuidada barba, con la camisa entreabierta y mangas dobladas en dos hasta su antebrazo.
De tanto verse, en ambos aeropuertos, ya se saludaban. Nunca pasó más allá de un simple gesto de asentir con la cabeza. Hasta que un día, de vuelta de Santiago, la fortuna les tenía reservada una grata sorpresa: les tocó ir sentados lado a lado en el avión.
Y en esas dos horas cortísimas de vuelo, José Ignacio pudo enterarse que Diego tenía 28 años, era chileno, estaba a cargo del área de marketing de una empresa en Buenos Aires, vivía a dos cuadras de su departamento y también tenía una novia en Santiago a quien viajaba a ver todos los fines de semana.
Y conversaron como si se conocieran de toda la vida. Nunca se percataron de las turbulencias ni de qué comieron, pero sí de su infancia y sus sueños, de esas tardes lluviosas frente al volcán Villarrica de Diego, junto a su padre alemán, y de los viajes de José Ignacio, en una búsqueda constante de su esencia.
A partir de ese día, nunca dejaron de estar solos, y esos dos Buenos Aires de a uno se fueron convirtiendo en un sólo Buenos Aires de a dos: salir a comer, disfrutar de un helado, conversar un cortado con dos medialunas, un porrón de Quilmes, ir al teatro, hacer deportes por los Bosques de Palermo. Pronto descubrieron que compartían la pasión por el tango fusión -que los llevó a largas sesiones en los tugurios de Santelmo- y una especial pasión por el vino, que los enfrascó en largas discusiones frente a una botella en búsqueda del Malbec perfecto, aún cuando no lograban ponerse de acuerdo si era Luján de Cuyo o el Valle de Uco el terroir que podía entregar su máxima expresión a esta cepa tan argentina.
Ya no podían estar solos. Cuando viajaban a Chile, salían con sus novias de a cuatro, y se iban y volvían juntos en el avión. Pero también comenzaron a haber fines de semana en que preferían quedarse en Buenos Aires, o recorrer esa Argentina que tanto les gustaba. Y juntos emprendieron la aventura de disfrutar de la compañía del otro, recorriendo bodegas en Mendoza, haciendo trekking en El Chaltén, descansando en las playas de Pinamar. Sin embargo, su predilección era la Patagonia, esos parajes donde se desconectaban de la urbe y se reconectaban con el planeta.
José Ignacio nunca se sintió tan feliz y acompañado, y le embargaban sentimientos que nunca había tenido. ¿Qué era esto? ¿Una amistad? Claramente, Diego le gustaba. Muchísimo. Sólo quería estar con él, besarlo, hacerle el amor. Sin embargo, por más amigos que eran, nunca lo había visto desnudo. Y claro, era sólo una amistad. No podía confundirse.
Pero Diego también estaba confundido. Desde hacía mucho tiempo ya que se masturbaba pensando en este nuevo amigo, en sus ojos y en la forma de su boca, y acababa gritando su nombre. Sentía que cada día que pasaba prefería estar con José Ignacio que con su novia, y esto lo ponía muy nervioso ya que era algo que no podía ser. Era algo que debía sacar de su mente, pero cada vez que viajaban, lo miraba embelesado como quien mira a un ser perfecto y privilegiado y soñaba con amarse bajo las estrellas y frente al fuego.
Que par de lesos. ¡Cómo trataban de comportarse como un par de machos supuestamente heterosexuales, cuando su naturaleza les hacía atraerse como los polos de un imán!
Hasta que a Buenos Aires llegó el otoño. Y con él, el crepitar amarillo de las hojas invadía las calles, y el viento húmedo traía consigo el olor de las pampas a la ciudad. Ese viernes decidieron no viajar a Santiago, y compartir una cata en escalera de Malbec Premium con una buena tabla de quesos.
En la ventana explotaba la fuerza de la naturaleza, pues se había desatado una tormenta eléctrica de aquellas que no se olvidan. Caía agua por todos lados, el cielo se volcaba electrizando el aire, como preparando la atmósfera con iones que presagiaban lo que habría de ocurrir.
Dentro del departamento, José Ignacio y Diego estaban más varoniles que nunca. Vestidos de la forma más simple, realzando la naturalidad de su hombría, se reían y se miraban al son de Tango Chillout. Y empezó el descorche: Pascual Toso, Altos Las Hormigas, Clos de los Siete. Cada vez el vino se superaba a si mismo, y el calor invadía los cuerpos. Entre risas y copas, se fueron despojando de sus chalecos, zapatos y calcetines, y conversaban tirados en la alfombra riendo copa en mano.
Y parafraseando al tango, esa noche el alcohol los había embriagado. No les importaba que se rían, ni los llamen los mareados.
Y con el alcohol vino el sopor, y la tormenta no amainaba. José Ignacio invitó a Diego a quedarse a dormir, pero ya era muy tarde. Diego roncaba en el sofá. José Ignacio lo llevó como pudo a su cama, y le quitó la ropa, dejándolo en slips.
El también se quitó la ropa hasta sus slips y se metió a la cama, y ambos durmieron como unos niños. Excepto que Diego se despertó en medio de la noche por un vaso de agua, y pudo admirar a José Ignacio quien desplegaba una enorme erección nocturna. Esta escena de erotismo destilado, junto a la dosis de alcohol en su sangre, hicieron que Diego se quitara los slips y siguiera durmiendo desnudo. Pero el vino lo venció y volvió al sopor.
A la mañana siguiente, el cielo estaba en calma, y una sutil luz entraba por las rendijas de la persiana. José Ignacio se despertó, y lo vio a Diego por primera vez sin ropa, y sin la influencia del Malbec. Pero no sólo lo vio, sino que lo admiró. Admiró a ese hombre a quien deseaba en cuerpo y alma, en mente y corazón. Admiró ese físico que lo invitaba a embriagarse en él, y a esa gran alma que había aprendido a conocer y en quien se quería refugiar. Esa persona que conocía tanto, y a la vez tan poco.
Diego tenía la sábana desordenada, y sólo le cubría la notable dureza de su hombría, que palpitaba de cuando en vez como solicitando su atención.
José Ignacio lo miró con ojos de deseo y de ternura por largos minutos, hasta que Diego despertó. Al verlo, Diego se estiró, con lo cual la sábana se corrió y quedó al descubierto ese trozo de masculinidad que estaba listo para el placer. Entre rubor, sueño, picardía y restos de alcohol, Diego dijo sonriendo: "Buenos Dias", y se volvió a tapar. José Ignacio nunca dejó de mirarlo a los ojos, y su propia dureza delataba su deseo. A través de sus miradas, sus ojos lo dijeron todo. Eran dos almas que estaban unidas, y cuyos cuerpos les quedaban chicos. Era una fusión más allá de la genitalidad, una sexualidad expresada por cada poro.
Se acariciaron las caras, se acercaron, y se fundieron en un beso que incendió sus venas como arde el gas acumulado en un lugar cerrado. Era un torrente de emociones, de entregar y entregarse, de tocarse y sentirse, toda esa pasión reprimida por tanto tiempo.
Con toda la torpeza de dos varones que por primera vez estaban con alguien de su mismo género, Diego y José Ignacio conocieron el sabor dulce y salado de cada parte del cuerpo de otro hombre. Nerviosos al principio, la naturaleza les fue enseñando que el intenso dolor que provocaba la exploración de lugares que nunca les habían sido invadidos daba paso a un placer que les otorgaba marejadas de plenitud y satisfacción.
A medida que avanzaba la mañana, sus cuerpos se iban acostumbrando al otro, se iban conociendo, e iban disfrutando de un erotismo lúdico y gratificante. A ratos intenso y sexual, a ratos tierno y romántico, cada caricia generaba una electricidad que les erizaba los pelos. Sus masculinidad eran dos mástiles que explotaban con efervescencia, y mientras fluían borbotones de sexo e íntima amistad, se abría un túnel desde su intimidad hacia el inicio de los tiempos, en sincronía con la esencia creada.
Diego le confesó que desde que lo veía en Ezeiza lo deseaba, pero no podía estar seguro de él, y viceversa.
Esa mañana conocieron su naturaleza, supieron quienes eran, de qué estaban construidos, y se sintieron en plenitud y en armonía con cómo habían sido creados. Aprendieron la diferencia entre tener sexo y hacer el amor. Supieron que era posible pasar el dia en la plenitud del vigor sexual con la persona adecuada.
Acabaron juntos mirándose a los ojos y diciéndose sus nombres, y desde ese momento nunca más estuvieron separados. Eran cómplices y compañeros. Eran amigos y amantes.
El siguiente fin de semana, ambas novias en Santiago de Chile recibieron la noticia que no se casarían. A partir de ese domingo, Diego y José Ignacio ya no vivían a dos cuadras, sino que compartirían su cama por muchos años.