Fuma, por favor

El encuentro y la unión entre un joven y un hombre maduro.

Fuma, por favor

1 – El primer cigarrillo

Comenzaba a refrescar al atardecer cuando me senté en un banco a la sombra en un parque cercano a mi casa. No muy lejos, había una fuente con altos chorros de agua y el viento me llevaba a veces algunas gotas refrescantes. Saqué mi libro de bolsillo y me puse a leer.

Casi no paseaba nadie. El calor al sol era insoportable, pero ya comenzaba a retirarse tras los edificios más cercanos. No me di cuenta, ensimismado con mis lecturas, de que alguien pasaba cerca y me miraba. Poco después, levanté la vista disimuladamente y vi a un chico, de unos 20 años, prácticamente parado y mirándome. Al principio, a pesar de que iba vestido correctamente, pensé que podría ser un mendigo o un ladronzuelo, pero su forma de mirar, tímida, me hizo desechar aquellos pensamientos.

Como no se movía y no apartaba la vista, levanté mis ojos para mirarlo. Era un chico normal, pero por sus movimientos leves, me pareció educado. Creí que quería algo y no se atrevía a acercarse, así que le hablé levantando la voz:

  • ¡Hola, chico! – le dije - ¿Necesitas algo?

Dio unos pasos hacia mí y volvió a pararse sin dejar de mirarme.

  • ¡Vamos, ven aquí! – insistí - ¿Te gusta la lectura?

Volvió a moverse bastante más cerca y me miró de arriba a abajo. Esperé alguna palabra suya y se puso a arrastrar uno de sus pies por la arena del camino. Su pelo era corto, moreno y lacio, pero su flequillo era largo y, al agachar la cabeza, le caía sobre la cara. Movió la cabeza para echar el flequillo hacia atrás y me miró fijamente y sonriendo un poco.

  • ¿Usted fuma? – preguntó -.

  • ¡Sí! – le sonreí -, no con exceso, pero fumo.

  • Es que… - miró a lo lejos - ¿Le importaría darme un cigarrillo?

  • ¡No, hombre! – me metí la mano en el bolsillo - ¡Ven aquí! A lo mejor no te gusta la marca que fumo.

Se acercó despacio y me miró muy cortado.

  • ¡Venga, chaval! – le dije -, tengo más; no me vas a arruinar, pero me gustaría saber si fumas mucho. Eres muy joven.

Levantó la cabeza extrañado y miró el paquete que tenía en mis manos ofreciéndole uno.

  • ¡Jo! – exclamó -, ese tabaco es muy caro y está muy bueno.

  • Puedes sentarte aquí, si quieres – le dije -, y fumártelo tranquilamente. Fumarse los cigarrillos aprisa o caminando no es muy bueno.

Se acercó sin dar explicaciones y se sentó a mi lado. Acercó su mano y cogió un cigarrillo. Lo llevó entonces a su nariz y absorbió su olor levantando la cabeza y cerrando los ojos.

  • ¡Qué bien huele!

  • ¡Mejor sabrá! – continué -, pero lo mejor que harías con 20 años es procurar no fumar. Yo ya estoy demasiado acostumbrado.

  • ¿Cómo sabe que tengo 20 años? – me miró sorprendido - ¿Ha sido de casualidad o calcula usted tan bien las edades de la gente?

  • ¡No! – le dije ofreciéndole fuego -, tengo esa… habilidad para saber la edad exacta de la gente.

  • ¿De verdad? – se inclinó para mirarme más de cerca -; yo sé que usted es mayor que yo, pero no sabría decirle la edad que tiene.

  • De momento, chico – encendí mi cigarrillo -, me gustaría aclararte que si me sigues hablando de «usted» me vas a hacer sentir mayor de lo que soy, pero tengo exactamente el doble de años que tú.

  • ¿Tiene 40 años? – dijo interesado - ¡Es la edad que más me gusta!

  • A mí me gusta, de verdad – le dije seguro -, cada edad tiene algo distinto que disfrutar. Yo disfruté mis 20 años; ahora disfruto los 40.

  • ¡Jo! – expulsó una bocanada de humo - ¡Este tabaco está riquísimo!

  • ¿Te gusta? – le sonreí -; pues es el que siempre fumo; no me gusta otro.

  • Yo no puedo fumarlo – dijo con algo de tristeza -; no tengo 2,80 para un paquete y ahora ya prohíben vender los cigarrillos sueltos. Me da mucha vergüenza pedir, pero fumo de lo que me dan.

  • Yo aprovecharía tu edad para dejarlo – le dije -, no porque me parezca que el tabaco sea malo para la salud; es malo para la salud de aquellos que la tienen delicada. El problema, es que también produce otra enfermedad.

  • ¿Otra enfermedad? – me miró asustado - ¿Qué enfermedad es esa?

  • ¡La pobreza! – le dije -. Si no tienes los 2,80 euros para una cajetilla ¿cómo ibas a comprar un paquete diario? ¡Es que 10 paquetes son 28 euros! Al mes, te fumarías tres veces eso, es decir

  • ¡78 euros al mes! – me interrumpió - ¡Es mucho dinero!

  • Pues dime tu nombre – saboreé otra calada – y yo te diré el mío. Así nos entenderemos mejor en esto.

  • Me llamo Curro, señ…, amigo – le vi entusiasmado - ¡Todos me dicen Curro!

  • Muy bien, Curro – respondí -, yo me llamo Vicente. Así que no te sientes capaz de dejar el tabaco ¿no?

  • No, Vicente – siguió fumando -, me gusta.

  • Nadie te lo va a prohibir porque eres mayor de edad – le aclaré -, pero si dejases de fumar ahora, a mi edad habrías ahorrado muchísimo dinero.

  • ¿Y para qué quiero ahorrar dinero si no puedo gozar de este placer? – dijo con un razonamiento espléndido -.

  • Me has convencido, Curro – me arrasqué la sesera -; privarse de placeres por tener guardado dinero no me convence.

Metí entonces mi mano en el otro bolsillo de mi fresca chaqueta y saqué un paquete sin abrir, le quité la funda de papel de celofán y tomé mi pluma del bolsillo interior. Puse el paquete sobre el libro cerrado en mis rodillas y lo firmé.

  • ¡Toma! – le dije - ¡Es para ti!, pero hay una condición.

Su cara de sorpresa aumentó: «¡Un paquete entero!»

  • ¿Cuál es la condición? – no dejaba de mirarlo -.

  • Pues verás, Curro – le expliqué -; no quiero que te lo fumes todo de un tirón. Hoy es… ¡jueves! El jueves que viene, a esta misma hora, tráeme este paquete con, al menos, un cigarrillo ¡Te daré otro paquete!

  • ¿En serio? – exclamó - ¿Dices eso en serio?

  • ¡Pues sí! – contesté indiferente -, para mí una cajetilla extra a la semana no es nada.

  • Y… - lo noté dudoso - ¿qué haces aquí leyendo a estas horas?

  • Y… ¿qué haces tú paseando por aquí a estas horas?

Entonces, se acercó a mí con intriga, miró a su alrededor y habló muy suavemente:

  • ¿No sabes a qué vienen por aquí los jóvenes a pasear a partir de esta hora?

  • ¡Pues no, la verdad! – contesté -, pero con el misterio que me lo dices empiezo a imaginarme cosas

  • Pues seguro que en tu imaginación está la respuesta.

  • ¿Quieres decir que te paraste ahí a mirarme…?

  • ¡Sí! – respondió agachando la cabeza -, pero no por dinero. Tal vez has caído en la trampa más antigua que existe para ligar: «¿Tienes un cigarro?».

  • ¡Curro! – me sorprendí - ¿querías ligarme? ¡Sé sincero!

  • Soy sincero ¡Sí! – su flequillo le tapaba la cara -; me has gustado.

  • ¿Qué dices? – sonreí - ¡Tengo justo el doble de años que tú!

  • Eso es una trampa que no vale, Vicente – levantó sus ojos -, cuando tú tengas 50 yo tendré 30 ¡Ya no será el doble!

  • ¡Joder, recuerdo ese problema de matemáticas! – le miré interesado - ¡No hay quien te pille!

  • Sé que quizás tú no… - suspiró - ¡Tal vez he metido la pata!

  • ¡Te equivocas, Curro! – le dije -; me gustan los chicos. Y tú eres muy mono. Quizá algo joven para mi gusto. Pero, en definitiva, no sabía que este fuese un lugar para ligar.

2 – El segundo cigarrillo

  • Pensaba – dijo – que todavía no habría nadie, pero cuando te vi ¡Jo! Es que me gustan los tíos maduros y tú eres

  • ¿Cómo soy?

  • No eres como los demás – me miró sonriendo -; eres elegante y me pareces muy guapo. Cuando te vi leyendo me quedé pasmado. Pensé: ¡Oj! ¡Ojalá este tío se viniera conmigo!

  • ¿Y dónde se supone que deberíamos ir?

  • No vengo a buscar polvos sueltos, Vicente – me dijo apurado -, vengo a buscar a alguien que quiera estar conmigo. No sé… Cada persona, supongo, tendrá unos gustos. Tal vez ir a tomar café, a cenar… y

  • Y luego a casa ¿no? – lo miré fijamente -. Debe ser así, aunque yo no he venido a ligar, a pesar de que me caes muy bien – sonrió contento -, pero… ¿con cuántos has estado ya?

  • ¡Te lo juro, te lo juro, Vicente! – se puso nervioso - ¡Créeme! No me he ligado a nadie, por desgracia… y mucho menos pensaba encontrarme con alguien como tú y de tu edad y tu aspecto. Me gustas.

  • ¡Tendrá que ver esto! – pensé en voz alta - ¡Un jovencillo de veinte años ligándome!

  • Te estoy molestando, Vicente – fue a levantarse - ¡Perdóname!

Lo tomé por el brazo y tiré de él para que se sentara.

  • ¡Toma! – le di un cigarrillo -, pero que no sirva de precedente. No te quiero ver fumando tanto como yo.

Acerqué mi cara a la suya y lo besé en la mejilla. Me miró boquiabierto.

  • ¡Quédate conmigo un rato! – continué - ¡Me gustas! Pero quiero que nos conozcamos algo más. Aún así… - le tendí la mano -, aquí tienes a un amigo para siempre.

Se llevó la mano a su mejilla acariciándosela:

  • ¡Me has besado! Por favor, dime si sólo te gusto aunque sea un poco.

  • Creo que ya te lo he dicho, Curro - le pellizqué la barbilla -, aunque me parezcas joven, eres muy guapo ¡Ya me acostumbraré a tu rostro tan juvenil!

  • ¿Me estás hablando en serio? – dijo un poco desconfiado - ¡La gente dice de todo y no te puedes creer la mitad de la mitad!

Me acerqué a él y clavé mi mirada en la suya:

  • Yo no soy «la gente» - le dije casi rozando sus labios -, soy Vicente. Si te gusto, dímelo, pero sé tú también sincero.

  • ¿Es que no me has visto pasmado mirándote?

  • ¡Es cierto! – me retiré un poco - ¡Demos un paseo y te invito a un aperitivo! Hablaremos de ti y de mí. Una cosa es que nos gustemos físicamente y otra es que nos soportemos.

  • ¡Por favor, Vicente - unió las manos rogando -, déjame soportarte!

3 – El tercer cigarrillo

  • ¡Te lo dije! – le hablé en baja voz -; este ya es el tercero que te doy. De ese paquete que te he regalado, fuma uno al día. No quiero enviciarte.

  • ¡Ojalá me enviciaras! – se rió -, pero voy a hacerte caso. Si me lo pides, dejo de fumar.

Aquella frase, aparentemente sin importancia para muchos, me pareció muy importante. Lo miré casi asustado:

  • ¡No, no! – le dije - ¡Yo no puedo dejar el tabaco! ¡Fuma, por favor!

  • Como quieras

  • Y cuando salgamos de este bar tan agradable y ya sea de noche… – pregunté con naturalidad - ¿tienes que ir a comer a casa?

  • ¡Noooo! – respondió muy seguro - ¡Verás! Mis padres me han castigado sin veraneo. No he aprobado ni una. Me han dejado con la apestosa de mi tía Josefa. No me gusta su comida y no voy a comer cuando huelo a perros muertos.

  • ¡No digas eso, hombre! – seguimos con nuestro aperitivo -, aunque tus padres te hayan castigado, lo han hecho con razón. Debes estudiar. Pero tu tía no tiene la culpa de ser la guarra. Si hubieses aprobado algunas, estarías en la playa, supongo.

  • ¡En la sierra! – contestó -. Mis padres dicen que es más sana.

  • Tal como están de sucias ahora las costas – le aparté el pelo -, es más sana la sierra.

  • ¿Y tú no veraneas?

  • ¡Síiii, claro! – levanté las manos -; tengo una casa en un pueblecito no muy lejano, pero este año no he tenido más remedio que quedarme a trabajar. Me ha pasado algo parecido a lo que te ha pasado a ti: por hacer mal «ciertas cosas», he tenido que dejar las vacaciones para septiembre.

  • ¡Joder, lo siento! – soltó los cubiertos -; por eso estás solo ¿no?

  • Por eso. Igual que tú. Lo que pasa, es que si hubiéramos cumplido nuestras obligaciones, no nos habríamos conocido.

  • ¡Joder! – exclamó - ¡Menos mal que las he suspendido todas!

Me eché a reír por sus ocurrencias y, sin darme cuenta, una de mis manos se posó sobre la que tenía en la mesa. Me quedé petrificado, pero él volvió con disimulo la mano hasta que se agarró a la mía.

  • ¡Bueno, bueno! – dije soltándome y levantándome - ¡Vamos a buscar un sitio para comer donde no huela a perros muertos!

Cenamos en un sitio muy bueno y nos fuimos conociendo mejor. Era un chico de buena familia y visiblemente educado, pero no quise decirle que yo era empresario y mi situación económica era bastante buena. Siguió mirándome y escuchándome con toda atención durante la cena y oí cosas muy agradables de él. Aquello de suspender todas, según me confesó, fue porque alguien le tomó entre ojos en la facultad y, le entró tanto miedo, que dejó de asistir. Me aseguró que era muy buen estudiante y le pedí que estudiase:

  • Cuanto antes termines la carrera – le dije -, antes estaremos juntos más tiempo.

  • ¿Esperarás a que pasen estos dos cursos que me quedan?

Me quedé mirándolo fijamente y pensativo:

  • Te esperaré cuatro si es necesario, pero no repitas ¿eh? Ahora te acompañaré a casa de tu tía la apestosa. No quiero que pienses que voy buscando otras cosas.

  • Yo sí, Vicente – confesó -, yo iba buscando alguna cosa y he encontrado mucho más de lo que buscaba ¿No puedo dormir en tu casa?

  • ¿Qué estás diciendo, Curro? – me asusté -. Tu tía se asustará y yo no quiero que pienses que voy buscando nada. Ya te he encontrado y con mirarte me conformo.

  • ¡Déjame, por favor! – le vi entristecerse -. Puedo avisarla para que no se asuste y le importará un bledo si no voy. Si no molesto en tu casa

Estuve unos segundos mirándolo en silencio y creí que iba a acabar llorando.

  • ¡Curro! – dije - ¿Tanto te gustaría dormir en casa de un extraño?

  • ¿Extraño? – sollozó - ¡Eres mi amigo! ¿No? ¿Por qué me rechazas?

  • ¡No, no, mi vida! – le tomé las manos - ¡No te estoy rechazando! ¡Vente conmigo si quieres! ¡De verdad!, pero no pienses eso.

Cambió su rostro poco a poco y apretó mis manos acariciándolas.

  • ¿Me invitarás a otro cigarrillo?

4 – El cuarto cigarrillo

Paseamos por la avenida casi solitaria y poco iluminada y sentí su mano coger la mía. Comenzamos a balancearlas y a mirarnos riéndonos y no pude resistir la tentación de acercarme a él y darle otro beso en la mejilla. Apartó su tupé y me miró muy serio. Nos paramos. Se acercó muy despacio a mí y, sin tener en cuenta si pasaba alguien, se inclinó un poco y me besó en los labios. Puse mis dedos en ellos y los mojé un poco con la lengua. Entonces, me asió por la muñeca y llevó mis dedos hasta su boca para chuparlos con delicadeza.

  • ¡Espera, Curro! – me estaba empalmando - ¡Necesito un cigarrillo!

  • ¿Me das uno? – susurró - ¡Soy un abusón!

  • ¡Vamos, vamos a casa! – volví a cogerlo de la mano - ¡Está cerca!

  • ¡Anda! – exclamó al ver mi casa - ¡Así tienes para fumar tantos de esos! ¡Vaya casa!

  • La tengo alquilada, Curro – le dije -. Eso tiene una ventaja ¿sabes? Si me harto de vivir en ella, no tengo nada más que mudarme a otra que me guste; sin preocuparme de ventas y esos líos

  • ¡Es preciosa! – no apartaba la vista - ¡Hace juego con su dueño!

No pude evitar reírme. La verdad es que Curro tenía unas cosas muy simples, pero muy divertidas. Me apretó la mano y cruzamos el jardín.

  • ¡Podría convencer a mi tía, la apestosa – dijo -, de que me iba a dormir a casa de un amigo…! Pero no quiero molestarte.

  • Ni yo quiero que desobedezcas a tus padres – le contesté -. Puedes venir cuando quieras. Es tu casa, pero mejor no abusar. Si en septiembre sigues libre, te invito a mi casa de la sierra. Tú sabrás si puedes convencer a tus padres.

  • ¡Ya lo creo! – me miró con los ojos muy abiertos - ¡Basta con que llene una maleta de libros para estudiar!

Lo tomé por la cintura y, encendiendo la luz, le hice pasar al salón. Estaba visiblemente feliz. Me miraba y miraba todo a su alrededor.

  • Debemos dormir pronto – le dije -; recuerda que yo trabajo mañana por la mañana, de ocho a tres. Tú puedes quedarte durmiendo. Lo único que me gustaría es que me llamases a la oficina antes de irte. Dame tu número de teléfono y yo te daré el mío.

  • ¡Jo, Vicente! – me miró apurado - ¡No me dejan tener móvil!

  • ¡Bah!, eso no importa – me acerqué a un mueble - ¡Toma este! Está cargado y tiene el número escrito por detrás. Desde ahora es tuyo ¡Tiene una cámara de fotos muy buena!

  • ¡Ostias, qué lujazo!

Después de aquella frase, me miró asustado. Comprendió que había soltado alguna palabra poco apropiada.

  • No te preocupes, Curro – le dije -; ni soy tu padre ni me voy a comportar como si lo fuera. Sé como eres de verdad.

  • ¡No quería decir palabrotas, de verdad! – me miró entristecido -; no soy un malhablado.

  • ¡Veamos! – le dije paseando por el salón - ¿Follar es una palabrota? ¿Te parece más apropiado decir muy cursi «hacer el amor»? Quizá tendríamos que decir «unir nuestros cuerpos».

Se echó a reír.

  • Es todo muy cursi, Curro – continué -; llamemos a las cosas por su nombre. La polla, ya sabes lo que es; el culo, supongo que también; los huevos, el capullo, la leche… ¿Nos vamos a asustar por eso? ¡Si tuvieras que decírselo al rey…!

Se acercó y se echó a mis brazos besándome. El beso acabó siendo un poco largo, en pie y en el centro del salón.

  • ¿Te apetece mejor subir al dormitorio?

  • La verdad es que esperaba que me lo dijeras, Vicente – dijo -, pero… ¿Para dormir ya?

  • ¡Bueno! – comencé a subir las escaleras - ¡Puede que haya alguna sorpresa!

Le oí correr hasta ponerse detrás de mí. Me cogió de la mano y fuimos hasta el dormitorio. También le gustó. Le pareció muy grande todo para uno solo, así que le dije que donde cabe uno, caben dos.

Nos fuimos acercando hasta estar uno frente a otro muy serios. La ceremonia iba a empezar.

5 – El quinto cigarrillo

Comencé a desnudarlo y él tiraba de mis ropas con ansias. Cuando estuvimos en calzoncillos, tuve delante un cuerpo sin vello, un poco delgado, de piel clara y con los dedos de los pies muy juguetones. Lo invité a pasar a la ducha (habíamos pasado mucho calor) y no dudó nada en bajarse los calzoncillos. Estaba tan empalmado como yo.

  • ¡Eh, eh, esperaaaaaa! – le dije bajo la ducha - ¿Qué vas a dejar para la cama?

  • ¡Pues otro polvo!

  • ¡De acuerdo! - le dije resignado -. Digamos que es tu noche de estreno. Tú mandas.

En realidad, el polvo bajo la ducha se limitó a un abrazo largo, a enjabonarnos todo el cuerpo y a masturbarnos besándonos como locos. Luego lo sequé con una toalla grande y él quiso secarme a mí. Dejamos allí las toallas y nos fuimos directo a la cama y en pelotas. Saltó casi un metro y se dejó caer sobre la colcha.

  • ¡Jo, es muy suave!

  • Sí, Curro – le dije acercándome -, pero es mejor quitarla. No me gustaría mancharla.

  • ¡Claro, claro!

Cuando aparté la colcha hacia los pies, me eché sobre él y comencé con unas caricias, echando su pelo hacia atrás, pero no podía resistir la tentación de acariciar y besar aquel cuello con algunos lunares salpicados. Dejamos de hablar y comenzó un largo abrazo y un beso. No me pareció un principiante, pero sí notaba que no tenía mucha experiencia. Le encantó que mi saliva entrase en su boca y me untó la suya por los labios y hasta los pezones. Siguió bajando y no me dejaba moverme. Cuando su barbilla rozó mi polla, me encogí.

  • ¿Puedo fumarme este cigarrillo?

Me eché a reír.

  • ¿Tan pequeño te parece?

  • ¡No! – contestó enseguida -; es como un Cohiba ¡Joder, me encanta tu puro!

Comenzó una mamada suave, pero sólo de pensar a quién tenía allí abajo, me era imposible contenerme:

  • Curro, mi vida – le dije -, si sigues así no voy a tardar nada en correrme.

  • ¡Bueno! – dijo apartando su boca -; tú córrete ahora dentro. Luego ya veremos.

  • ¡Me vas a matar de gusto!

Sonrió y siguió su tarea. No recuerdo un placer y una corrida tan especial en mucho tiempo. Cuando acabó, se levantó y mi leche le caía por la comisura de los labios, pero le noté algo raro. Me pareció que le entraban ganas de vomitar.

  • ¡Échalo ahí en el suelo! – le dije quitándole importancia -; mañana lo limpiará la criada.

Escupió y me miró cortado, como si hubiera hecho algo mal. Me incorporé y comencé a hablarle cariñosamente:

  • ¡Mira, Curro! – le dije -, no es necesario tragarse eso. Lo que me has hecho me dejará sonriente y feliz una semana. Yo recogeré la leche con papel. No te asustes. Mañana la criada sólo limpiará una mancha.

Seguía callado y mirándome cabizbajo. Puse mi mano en su polla, que no era nada pequeña, por cierto.

  • ¿Me vas a dejar ahora que yo me fume este Cohiba?

Me miró y logré arrancar su sonrisa. Hizo un gesto que me pareció que me daba permiso para comerle la polla. Lo empujé despacio hacia atrás, le abrí las piernas y comencé a chupar. Sus gemidos no se hicieron esperar.

  • ¡Ay, ay – decía -, que me da vergüenza de que me oigan!

  • Te aseguro – dije sacándomela -, que nadie te va a oír, así que disfruta ¿No es eso lo querías?

  • ¡Estoy disfrutando algo que no imaginaba, Vicente!

  • Pues deja de imaginar – volví a parar -, porque no estás soñando y esto se repetirá de diferentes formas y muchas veces.

  • ¡Te quiero, Vicente! – exclamó -.

  • ¡Eh, guapo! – le dije en serio -; deja esas afirmaciones para cuando estés seguro.

  • ¡Lo estoy, lo estoy!

Seguramente, después de aquella noche de varios polvos, debió sentirse muy feliz y creí que pensaba que estaba enamorado de mí, pero así siguió muchas noches de agosto, un mes entero de septiembre en mi casa de la sierra y siempre que podíamos porque sus estudios y mi trabajo nos lo permitían. Yo también me di cuenta de que me había enamorado. Siempre nos fumábamos un cigarrillo detrás de cada polvo ¿Habría algún último cigarrillo?