Fuerteventura II

Una semana de sencillos descubrimientos

Asombroso.

No se me ocurre otra palabra que describa mejor la aceptación que ha tenido la primera parte de mi relato.

Asombroso y reconfortante, porque la sospecha que siempre tuve de no ser especialmente original  en estos temas ha desaparecido por completo y su lugar lo ha ocupado la más comprobada –ahora, si-  de las convicciones. Y ello, confieso, me da una agradecida tranquilidad: en temas de fantasías y preferencias sexuales la excesiva originalidad te acerca peligrosamente a la patología.

La identificación con mis sentimientos y el relato de experiencias idénticas que muchos lectores, ahora amigos, me han hecho llegar, confirma que somos legión los que vemos en la propia de cada uno la más deseable de las mujeres y que, por ejemplo, la exhibición de su cuerpo desnudo ante extraños nos excita sin límites.

Llama la atención que nadie ofrezca respuesta a mi eterna pregunta de a qué obedece tal deseo que, no nos engañemos, escapa de lo socialmente correcto. Sin embargo, el ser tantos los que, de una forma u otra, apartamos esos convencionalismos y admitimos, aunque por supuesto, de forma secreta y en la más absoluta intimidad, que en ocasiones disfrutamos renunciando a la exclusividad que tradicionalmente nos corresponde sobre nuestra mujer, me hace pensar que el sentimiento de que aquí tratamos es casi unánime, aunque solo unos pocos lo admitan.

Las felicitaciones recibidas refuerzan la motivación para continuar esta mezcla de relato y confesión que ahora tienes en tus manos, pero como respuesta a alguna sugerencia me veo en la necesidad de renovar la advertencia con la que comencé la narración: no busques entre estas letras pornografía explícita, porque no la vas a encontrar. Como he anticipado antes, este relato es una especie de confesión liberadora con el que intento explicar lo que empecé a sentir entonces y no voy a sacrificar veracidad por espectacularidad. Admito que pueda resultar soso y aburrido y otra vez soso. Pero auténtico.

Supongo que cada cual llega a la excitación recorriendo su propio camino y a mí ese día empezó a excitarme la tímida –sólo, al principio- exhibición de mi mujer.

En efecto. Después de estar un buen rato de pie enredando y mirando cuanto creyó conveniente, se echó de nuevo en la toalla a mi lado poniendo su brazo en mi pecho. Tras un par de minutos de silencio y sin aparente motivo me anunció:

-Van a ser unas vacaciones fantásticas-

No se equivocó. Y ahora pienso si no fue entonces cuando decidió abandonar por completo esa timidez aprovechando el evidente cambio que yo había dado. Y ello porque nadie podría haberla acusado de timidez cuando al sonar su teléfono se levantó otra vez y comenzó un nuevo desfile para deleite de nuestro vecino.

Mientras hablaba no paraba de andar de un lado a otro y en el punto final del recorrido que trazaba hacia el guiri, justo antes de darse la vuelta y dirigirse de nuevo hasta mi, apenas estaba a dos metros de él, facilitándole la vista completa de su sexo al principio y luego de sus nalgas al girarse.

Lo hacía con tal naturalidad que a un observador extraño le hubiera costado saber quién de los dos, el guiri o yo, era su marido.  Recuerdo que mientras que una mano sostenía el teléfono móvil,  la otra descansaba en su cadera, como enmarcando y resaltando su coño y bamboleaba despreocupadamente los pechos mientras intentaba sortear las piedras que estaban en el camino entre ambos refugios y que formaban parte de ellos hasta que se derrumbaron.

El guiri no perdía detalle, ni por delante ni por detrás, y en nada parecía importarle la embarazosa situación que se producía cuando cruzaba su mirada con la mía. Todo lo contario, parecía encantado. Con esa media sonrisa me estaba diciendo algo así como: mira, tu mujer se está exhibiendo completamente desnuda ante mí y le encanta, como a ti, y lo sabes. ¿Qué vas a hacer?

Mientras estaba detrás del refugio, su muro frontal solo permitía a los que paseaban por la playa la visión de cintura hacia arriba del cuerpo de Julia. Me fijé que eso era más que suficiente para desviar hacia ella alguna mirada y para ralentizar el paso de más de uno, que, con la más torpe de las excusas, incluso se detenía hasta que mi mujer salía en su paseo telefónico de la protección de las piedras y  aunque a considerable distancia y solo durante un segundo, podían comprobar  que el resto de su cuerpo cumplía lo que sus pechos prometían, hasta que, para su decepción, volvía a ocultarse

A estas alturas de la película, poco me importaba a mí eso. Mi atención se centraba en el guiri y su jodida sonrisa. Seguía escudriñando sin rubor alguno el cuerpo de mi mujer, mirando directamente su sexo cuando se acercaba a él o su culo cuando se alejaba. Prometo que antes o en cualquier otra situación el descaro del guiri le habría traído problemas. Estaba claro que ese día no

Parecía imposible que Julia no se diera cuenta de lo que pasaba. Y en efecto, lo era. Conozco a mi mujer. Experiencias y conversaciones posteriores me han revelado que aquello no fue tan casual como parecía y que su actitud no era tan despreocupada. No ha hecho falta que lo confiese abiertamente.

Cuando más duros tenía Julia sus pezones y cuando más parecía divertirse el guiri, la fortuna vino en mi ayuda. Supongo que por la voz de mi mujer, la rubia se despertó y, desperezándose lentamente, se incorporó al lado de su compañero.

Tardó poco en fijarse en Julia, sus paseos y la atención que suscitaba. Comenzó a sonreír y a hacerle comentarios al guiri en voz baja, aunque, la verdad, nos habríamos enterado de lo mismo si los hubiese gritado.

Sin duda estaban hablando de nosotros y sin duda estaban pasándoselo bien. Y ella decidió dar un giro a la situación: pasando una de sus piernas al otro lado de su compañero se subió encima de él y le dio un par de pequeños besos en los labios.

Volvía a verla en esa enloquecedora postura: apoyada en sus rodillas y manos,  colocadas a ambos lados de su compañero y sin rastro de pudor. Al igual que en la ocasión anterior, estiraba completamente su espalda y curvaba suavemente la parte inferior de esta escenificando  una de las fantasías masculinas mas lujuriosas. Pero en esta ocasión había una gran diferencia: la separación de sus piernas no solo cambiaba lo  que se veía, también le daba otra significación.

En medio de las nalgas separadas podía ver con toda claridad sus labios hinchados y su pequeño ano sonrosado. Moviendo muy suavemente a uno y otro lado las piernas bien abiertas, sin rastro de vergüenza mientras susurraba y sonreía. Creo que supe entenderlo perfectamente: no es que estuviera mostrando su coño o su culo. O incluso, exhibiéndolo. Era algo más: lo estaba ofreciendo. En presencia de su compañero y de mi mujer, exhibía lo más íntimo de su cuerpo sabiendo que mis ojos estaban clavados en ella, aceptándolo y disfrutándolo plenamente.

Su mirada  confirmó todo. Mientras Julia seguía pegada al teléfono, me quedé absorto contemplando la perfección de las nalgas de nuestra vecina e imaginando mil formas de usar ese ano que toda claridad se me ofrecía. Al desviar un poco la mirada me crucé de frente con la suya, pues había girado la cabeza para verme. No sé cuánto tiempo llevaría observando cómo la comía con los ojos, pero seguro que más que el suficiente para darse perfecta cuenta de ello.

Sin dejar de sonreír, volvió a prestar atención a su compañero, susurrándole algo, seguramente sobre mí, en este caso. Pocas mujeres adoptan una postura tan sugerente delante de extraños y ninguna la mantiene después de comprobar que alguien la está observando. Ella lo hizo y sin dejar de sonreír.

Era todo tan evidente, que cuando, por fin Julia dejó su teléfono y volvió con nosotros se sintió obligada a decirme mientras se sentaba a mi lado:

-Joder, se va a constipar la niña- y no lo hizo, precisamente, en voz muy baja

Como le respondí con una sonrisa burlona, me recriminó: -Y tú, podías cerrar la boca, que se te cae la baba-

-Sigo tus instrucciones- conteste con ironía.

Se hizo la sorprendida, -¿Mis instrucciones?-

-Por supuesto-, respondí, citando sus palabras, -“ Disfruta del culo de la guiri y deja al guiri que disfrute de mis tetas”

-Ja, Ja-    intentó ridiculizarme, pero la verdad es que no estaba realmente ofendida. Sé que lo estaba pasando bien  y tampoco ella se resistió a contemplar el espectáculo en forma de culo que se nos ofrecía.

Ocurrió, sin embargo, que pasado el más erótico de los ratos la rubia decidió que ya habíamos tenido suficiente y apartándose de su compañero adoptó otra postura más convencional a su lado. Al hacerlo  nos encontramos con la visión directa del guiri y de su pene erecto, con gran alegría para nosotros dos.

Para Julia, que me miró divertida alzando las cejas en gesto de pícaro asombro, por evidentes motivos que no veo la necesidad de explicar.

Para mí, en primer lugar, por la infantil razón que podrías escuchar en cualquier patio de colegio: la mía era más grande. Por supuesto que soy consciente de que es una imbecilidad y que posiblemente el guiri pudiera dar mejor juego que yo en la cama a cualquiera, incluida mi mujer, pero cuando tienes la primera experiencia de este tipo agradeces cualquier cosa que te proporcione algo de seguridad en ti mismo, aunque ese algo no sea más que unos pocos centímetros de pene.

En segundo lugar me alegró la visión de esa polla erecta porque sabía de dónde traía causa: de la provocadora postura de su compañera y sus comentarios susurrados al oído. De los paseos de mi mujer acercándose hacia él y permitiéndole disfrutar de su absoluta desnudez por delante y por detrás. Del evidente juego de miradas y sonrisas del que los cuatro estábamos participando.

Únicamente entonces, cuando fui consciente de mi propia erección y de la dureza de mis testículos, me di cuenta de que en nuestro pequeño grupo solo había un imbécil que llevara puesta algo de ropa. Me dio hasta vergüenza y empecé a pensar en alguna forma de desnudarme sin que mi verga hiciera tan evidente mi excitación y mi torpeza.

Sin embargo, como acostumbran a decir, las ocasiones ni hay que buscarlas, ni dejarlas ir.

Desde el refugio de piedras que estaba por encima de los nuestros y del que me había olvidado por completo, comenzaron a dar voces, intentando llamar la atención de una pareja de alemanes ya entrada en años que, paseando cerca de la orilla, había llegado casi a nuestra altura.

Se percataron, al fin, los paseantes de la presencia de sus amigos y subieron por el pequeño sendero que discurría entre nuestros dos refugios y se dirigía al que estaba más elevado. Cuando pasaron cerca de nosotros nos dirigieron una amable sonrisa a modo de saludo y comenzaron a charlar más que animadamente con nuestros vecinos del refugio superior, que ya habían salido del mismo y le esperaban un poco más abajo.

No se me ocurre situación que pueda definir mejor el significado de la expresión “cortar el rollo”. De forma velada los cuatro nos reíamos y yo, al menos, estuve un buen rato esperando impaciente que los maduritos acabaran su  puñetera charla y la situación volviera a ser la de antes.

Pero no. Por lo visto tenían infinidad de cosas que contarse y no paraban de hacerlo y de reírse a carcajadas.  De este modo y aunque todavía alucinando por lo hasta ese momento vivido, caí en la cuenta de que estábamos cansados, no habíamos comido nada desde que lo hiciéramos en Barajas esa mañana y no parecía posible que volviera la magia anterior.

Decidimos volver al hotel y sin siquiera pasar por la habitación para dejar las cosas de baño, me abalancé con ansia sobre una hamburguesa con patatas, después, eso sí, de quedar retratado como el paleto que soy al ser informado de que en el resort donde nos alojábamos siempre había algún sitio abierto para comer y que fuera del horario de apertura del comedor principal siempre podía encontrar cuatro o cinco sitios más donde hacerlo. Sin duda, me podía haber ahorrado la más que estricta dieta de ese día.

Mientras nos reponíamos, se acercó a nosotros Oliver, uno de los agradabilísimos animadores que nos atendieron durante esa semana, preguntando si alguno de los dos quería inscribirse  en la competición de dardos que iba a comenzar en unos minutos  y formar así  equipo con otro huésped, también español, cuya pareja no se atrevía a participar.

Acepté por sugerencia de Julia y de esa forma conocimos a los que todavía hoy son nuestros amigos Alberto y Carmen. Mi Carmen.

No nos llevó más de tres cervezas comenzar a ser amigos. Alberto es encantador y aunque en un principio parecía comportarse como si fuera el dueño de todo el dinero depositado en el banco donde trabajaba, más tarde,  al relajase, encontramos infinidad de  puntos comunes –algunos difícilmente confesables- que nos han hecho pasar buenos momentos.

Sin embargo, decir de Carmen que es encantadora es quedarse injustamente corto. Preciosa mujer de pelo y ojos negros, voluptuosa, de pechos y curvas generosos y culazo de escándalo. Es sin embargo, su forma de ser lo que puede volverte loco: fresca, desinhibida y sin prejuicio alguno. No hay mejor persona con la que compartir cervezas: ese particular sentido de su humor, la rapidez de sus respuestas y su total falta de tapujos la convierte rápidamente en la estrella de cualquier reunión.

Esa semana, los cuatro disfrutamos en compañía de magníficos momentos. Tuvimos también conversaciones y situaciones muy excitantes, aunque entonces únicamente llegamos a un inocente intercambio de tetas, como comprobarás si tienes la paciencia necesaria para terminar de leer mi relato. Sin duda fue su amistad el mejor souvenir que nos trajimos de la Isla

Nos despedimos de ellos con el compromiso de volver a coincidir en cuanto tuviéramos ocasión y fuimos, por fin, a deshacer las maletas.

Después de darme una reparadora ducha, esperé a Julia en la cama hasta  que ella terminara la suya. Al salir, envuelta en la toalla, comenzó a buscar su pijama.

-Ni te molestes-, le advertí, despojándola de su toalla y acercándola a la cama

-¿Estas muy caliente, verdad?- me preguntó sin oponer resistencia alguna.

Creo que esas fueron las últimas palabras que pronunciamos aquel día. Comenzó entonces a dedicarme una intensa felación sin solicitud alguna por mi parte. Por primera vez en mi vida, tuve que interrumpirla en esa tarea por el riesgo evidente de correrme antes de tiempo. Me giré, subí su cuerpo y comencé a lamer sus pechos como el primer día que lo hice  cuando me los regalo siendo novios

Observar cómo se mueven y botan sus pesadas tetas cuando follamos me llena siempre de una lujuria irrefrenable y por eso mi postura favorita es aquella en la que introduce  mi pene en ella al sentarse encima y de frente a mí, mirándome fijamente.

Esa noche, sin embargo, necesitaba otra cosa. Me puse de rodillas en la cama, la giré con no mucha delicadeza y agarrándola por las caderas atraje sus nalgas hacia mi sexo. Vino a mi cabeza el culo de la rubia y el lascivo circulo rosado de su interior. Vino la polla erecta del guiri y su sonrisa de lujuria mientras devoraba con avidez el cuerpo desnudo de mi mujer. Y vino también la fingida naturalidad de esta cuando se aproximaba completamente desnuda a un extraño y le facilitaba la nítida visión de su coño.  Sin rubor alguno. Delante de su marido, al que sonreía con picardía cuando se daba la vuelta mostrando también al extraño el culo que ahora yo tenía delante

Alcé un poco más sus nalgas e introduje mi polla hasta el fondo en un coño más que húmedo. Es difícil explicar lo que pasó esa noche. No le hice el amor, sin duda. Y por supuesto tampoco me la follé o le eche un polvo. Creó que, aunque cursi, lo más acertado es decir que la poseí. Intentaba recuperar una especie de poder sobre ella que, equivocadamente, sentía haber perdido al mostrarla desnuda delante de otro hombre, al tiempo que descargaba toda la lujuria acumulada. Eyaculé rápida y generosamente en su interior, sorprendiéndome que tampoco ella hubiera necesitado más tiempo para correrse.

Desperté a los pocos minutos, con las imágenes de esa tarde dando vueltas todavía en mi cabeza. Procurando no despertarla, salí desnudo al balcón de nuestra habitación. En la oscuridad de su esquina mas protegida y de cara al mar me senté a intentar procesar todo lo que había ocurrido.

Todo estaba bien. Julia sentía lo mismo por mí y yo no me sentía menos hombre. Sé que ella había disfrutado y yo –me confesé-, como en pocas ocasiones.

Me sentí liberado y me concedi permiso para seguir descubriendo nuevos rincones ocultos tanto en ella como en mi, recordando el “solo se vive una vez” que me había susurrado esa tarde.

Sólo después de masturbarme conseguí rendirme al sueño y caer dormido.

Tenía razón Julia: considerando el primer día, iban a ser unas vacaciones inolvidables.

Continuará…

P.D. Querido lector no dudes en comentar y valorar mi relato. Es muy gratificante leerte y siempre refuerza la motivación para continuar la historia. Gracias