Fueron sus ojos (2)

A pesar de mí, volver a ver al enigmático desconocido, para su disfrute.

Llamé a Charo para despedirme, diciendo que en la noche anterior, de pronto me encontré sola y me fui a casa. Me quedé tranquila porque me contó que había hablado con todas nosotras para despedirse y, sin embargo, no encontré ningún indicio de que supiera nada de lo que me ocurrió.

Desde aquella noche, no paré de pensar en la llamada. Sabía que, tarde o temprano, recibiría una de aquel tipo que me había follado salvajemente en su coche... Fui autoconvenciéndome del error que cometí aquel día y de que no volvería a cometerlo. Así, poco a poco, me iba preparando para cuando quisiera contactar conmigo.

Mi relación con Álvaro sufrió las consecuencias de lo ocurrido. No se lo conté, por supuesto, pero me alteraba a menudo sin razón y discutíamos con una regularidad asombrosa, teniendo en cuenta los pocos problemas que habíamos tenido hasta entonces.

... pero pasaban los días y, aunque cada llamada era recibida con un sobresalto y con el corazón encogido, siempre resultó ser de alguien conocido.

Dos semanas después di por hecho que había perdido mi teléfono y que no me llamaría. Nunca fue una certeza porque, aunque pensar esto en parte me aliviaba, producía también una desazón difícil de explicar.

Casi un mes después, estando en mi habitación, un número privado apareció en la pantallita del móvil acompañado de la melodía de turno. El corazón me dio un vuelco. Contesté nerviosa:

  • Sí, ¿digamé?

  • Hola, zorrita, ¿te acuerdas de mí? - La voz del otro lado, con su deje pasota, era inconfundible para mí.

  • Déjame en paz, no quiero saber nada de ti.- Mi voz quiso ser firme y decidida, pero creí que se coló un acento nervioso cuando hablé.

  • Lo haré, chiquilla, no te preocupes. Sólo te pido cinco minutos. Déjame hablar sin interrumpirme y te dejaré en paz para siempre si tu quieres, ¿de acuerdo?

  • De acuerdo, adelante.- Respondí, sorprendida por su docilidad y porque me podría librar de él para siempre. El comenzó su discurso con voz sinuosa:

  • Estoy seguro de que has pensado cada palabra que ibas a decir y meditado ampliamente tu decisión. Pero hay un problema: sabes de sobra que nunca te has sentido como aquella noche conmigo. Nunca has estado tan excitada como entonces. Nunca te has sentido tan viva y tan libre. Y lo que es peor, sabes que nunca te sentirás así si decides seguir fingiendo orgasmos hasta el fin de tus días con tu novio pijo.

  • Los orgasmos que tengo con él son reales- le interrumpí. Él me amonestó suavemente:

  • Me habías prometido cinco minutos sin interrumpirme, y apenas llevo unos segundos y ya lo has hecho... ¿faltarás a tu palabra?

  • Lo siento, - contesté - continúa. El siguió con una voz queda y firme:

  • No importa. Te decía que sabes que no podrás ser feliz haciendo lo de antes. Después de lo que pasó, ya nada volverá a ser igual en tu vida. Cuando has probado un bocado de tu esencia, no es posible continuar tomando sucedáneos. Lo sabes. Sin embargo, estoy seguro que la monja reprimida que hay en ti te bombardea con millones de argumentos para ahogar lo que eres. Hasta hoy esa monja te dominaba, porque era la única que conocías, pero ya no es así. Estás deseando que vuelva a utilizarte y aprovecharme de ti como hice entonces.  Creéme, yo sólo soy la otra parte de tu conciencia, aquélla que te niegas a escuchar y que, en el fondo, sabes que es la verdadera. Te propongo que te quites el disfraz, que seas tú misma. Sabes que sólo así podrás ser feliz. Pero no te lo ofreceré más que una vez. Esta tarde a las 6 voy a estar en la puerta del local en el que nos conocimos. Digas lo que digas ahora yo estaré y te esperaré quince minutos. Si eliges ser fiel a ti misma, allí me encontrarás. Si escoges escuchar a tu parte reprimida, te tranquilizará saber que no volverás a tener noticias mías. La decisión es tuya, y lo que escojas te marcará para siempre.

Según discurría la charla, se había ido tensando una a una las dudas en las que había estado sumida durante este mes. Había acertado en cada una de las palabras que me había dicho. Mi firmeza se desplomó como una brizna de hierba ante un huracán, pero aún tuve arrestos para decir:

  • Ya te di lo que me pediste. Te agradecería que, como dices, éstas sean las últimas noticias que tenga de ti. Adiós.

  • Como desees. Adiós. - Respondió.

Me desplomé en la silla de mi habitación como si hubiera batallado durante horas frente a un coloso. Seguí mirando el teléfono que aún sujetaba con fuerza, pese a que había colgado.

Un pensamiento fugaz pasó por mi cabeza: en el caso de que fuera a la cita, ¿que preferiría él que me pusiera? ¿vestiría sexy como le gusta o recatada para que se divirtiera riéndose de mí? Deseché rápido esa pregunta. No tenía intención alguna de ir. ¿Sería cierto que iba a ir él a pesar de que le había dicho que me dejara en paz? Seguro que no... Por lo menos, ojalá fuera cierto que no volvería a llamarme... Parte de lo que dijo me había convencido, pero no podía volver a sentirme utilzada por ese tipo... aunque me gustó sentirme así, pero valgo mucho para dejar que alguien me trate de semejante manera...

A las seis menos cinco llegué a la puerta del local de la otra noche. Finalmente elegí unos pantalones azules amplios y una camisa blanca de flores estampadas. Mocasines bajos marrones y calcetines. Por supuesto, la ropa interior blanca de algodón. Esperaba que fuera así como le gustaría encontrarme. Yo entera era pura contradicción, nervios y excitación.

A lo lejos apareció él. Vestía de nuevo una camiseta de color indefinido y unos vaqueros viejos no demasiado limpios. Se protegía con unas gafas de sol, que no tardó en quitarse cuando me vio. Parece que él conocía el poder que su mirada ejercía en mí. Según se acercaba la mueca burlona de su boca se iba acentuando. Me alcanzó. Sin mediar palabra alguna, extendió su lengua ampliamente y recorrió con ella mi rostro, desde la barbilla hasta la frente. Me excitó indescriptiblemente sentir ese contacto húmedo sobre mi cara. Me quede paralizada. Él se acercó a mi oido y me dijo:

  • ¿No decías que no ibas a venir? Vaya una zorrilla que estás hecha, al final va a ser que tu coño te tira más que la cabeza, así me gusta. Aunque cualquiera que te vea así vestida... Joder tía, pareces una jodida monja. Seguro que llevas un sujetador de abuela color carne.

Se separó un poco y me miró a los ojos. Yo continué quieta mientras él desabrochaba un par de botones de mi camisa y separaba la tela dejando a la vista la parte superior de mi sostén.

  • Blanca al menos. Algo es algo. Pero comprenderás que no puedo salir contigo si estás así vestida, Sor Zorrita.

Dicho esto volvió a mirarme fijamente y acercó sus labios a los míos, que ya estaban esperando entreabiertos. Sentí su lengua deslizarse entre ellos e invadirme hasta alcanzar la mía. Bruscamente, se retiró y me tomó de la mano mientras me decía que esperaba que hubiera traído dinero suficiente para comprar algo de ropa.

Según comenzamos a caminar me preguntó:

  • ¿Por qué has venido? Dijiste que no lo harías.

  • Si lo supiera. La verdad es que no pensaba venir.- Respondí.

  • ¿Te arrepientes de haber venido?

  • Aún no lo se...

Me llevó a un centro comercial. Fuimos directamente a una tienda de lencería, donde eligió para mí unas medias negras de rejilla ajustadas a medio muslo. Pedí mi talla y pagué con la tarjeta. Después pasamos por una zapatería y me hizo probar unas botas altas con un tacón de aguja metálico de más de diez centímetros. Tuve que subir el pantalón hasta la rodilla para ver cómo quedaban. Él asintió y volví a pasar la tarjeta por el lector. Entramos después en una tienda de moda adolescente. La recorrió entera y finalmente eligió las tres faldas más cortas que encontró. Una vaquera, otra de pana y otra tableada de cuadros. Además, eligió varios tops para combinar. Fuimos al probador con las prendas. Por supuesto, entró conmigo y me indicó que me desnudara. Él fijó sus ojos en mí mientras me desabrochaba la blusa. Yo no sabía qué hacer con los míos y los mantuve en el suelo mientras iba descubriendo mi piel. Él me puso frente al espejo y se colocó detrás de mí. Me dijo que quería que no dejara de mirarme mientras me desnudaba para él

"Sí, Ana, pensé, eso es lo que estás haciendo. Desnudándote para este tío". Sabía que podía plantarme en cualquier momento, pero el placer que me invadía más cada momento me empujaba a, lejos de plantarme, desear que no se limitara solo a admirar mi cuerpo, sino que quisiera disponer de él para algo más.

De este modo pude verme deslizar la blusa fuera de mi cuerpo y me vi bajar los pantalones y sacarlos por los tobillos. Así quedé, esperando a que me diera las prendas nuevas. En vez de hacerlo él me indicó con voz severa:

  • Pensaba que eras una tía inteligente, pero creo que tienes un pequeño problema de comprensión. Te dije que te desnudaras para mí, ¿voy a tener que esperar todo el día a que acabes o qué?

Me disculpé con él por hacerle esperar y llevé las manos atrás para soltar el enganche del sujetador. Después observé cómo los pezones, al quedar libres de su escondite, delataban mi excitación. "¿Acaso los cogerá ahora?", pensé. Pero no tuve tal suerte. Al menos de momento.

El espejo me devolvía la antítesis del erotismo, con las bragas y los calcetines puestos. Me apresuré a descubrir toda mi piel y ofrecérsela aquellos ojos que me fascinaban. Estuvimos un tiempo así, ambos mirando mi cuerpo, cuando al fin se acercó y se pegó a mi espalda. Empezó a susurrar.

  • Tus pezones te delatan. Desnudarte para mí te pone cachonda perdida. Lástima esa mata de pelo. La próxima vez que nos veamos, no quiero ver ni un pelo cerca de tu coño. Ahora empieza con esto.

Y me ofreció las bolsas con las compras anteriores. Saqué en primer lugar las medias y las hice escalar por mis pantorrillas y mis muslos. Después me calcé las botas. No estaba acostumbrada a llevar tacones altos y, afortunadamente, al tener sujeto el tobillo, tenía algo más de seguridad y equilibrio. Cuando terminé me dijo:

  • Vaya pinta de puta que tienes. Ahora me empiezas a excitar de verdad.

Ciertamente tenía esa pinta, vestida únicamente con las medias de rejilla negras y las botas. Lejos de avergonzarme, me regodeé en admirar la imagen que devolvía el espejo. Hasta me di la vuelta para ver el efecto de semejante disfraz en la parte trasera de mi cuerpo. Me costaba creer que fuera yo. Ensimismada como estaba, tuvo que despertarme él para indicarme que me probara la falda tableada y uno de los tops.

La falda beige con cuadros marrones fue ascendiendo por mis piernas hasta que la parte inferior alcanzó el elástico de las medias cubriéndolo sólo en parte. A poco que me moviera, el vuelo de la falda permitiíra que cualquiera que se preguntara por la longitud de mis medias hayara respuesta.

El top crema era una talla menor de la precisa y su lycra se ceñía a mi cuerpo con ansia. Las escasas curvas de mis pechos se perfilaban con nitidez en ese entorno, pero, lo que sin duda me llamó más la atención fue el dibujo de mis pezones sobre la tela. No sólo el detalle del contorno punteado que los delimitaban, sino además la manchita redonda que oscurecía el color claro de la camiseta. Embelesada, se me escapó decir:

  • No me puedo creer que sea yo la del espejo.

Él no tardó en señalar que me equivocaba, que siempre iba disfrazada de lo que no era y que, sin embargo, la verdadera yo era la que aparecía en el espejo.

Pensé que era obvio que así vestida, todos los tíos me mirarían hambrientos de carne y yo les ofrecería calmar su curiosidad. No sólo mis piernas podrían saciarles, sino que incluso mis pechos, que normalmente apenas destacaban, serían objeto de miradas lascivas. Empecé a sentir ganas de sostener todas esas miradas y satisfacerlas. Probé a volver mi cuerpo y comprobé que, como sospechaba, la falda volaba y mostraba mis muslos desnudos y el nacimiento de mi trasero. Él adivinó, como siempre, mis pensamientos.

  • Estás deseando mostrarte, ¿verdad zorrita? No te preocupes, si me obedeces lo pasaras bien.

Tan encantado quedó con lo que vio, que no me hizo probar nada más. Me indicó que me desnudara y volviera a ponerme la blusa y el pantalón, pero que la ropa interior la guardara junto con el calzado original. Según terminamos de pagar, me ordenó ir al servicio más cercano para ponerme la ropa nueva.

Salí del servicio sintiendo que todo el mundo me miraba. Casi podría decir que palpaba físicamente las miradas de los chicos recorriendo mi anatomía. Nunca me había sentido así y parecía como si se hubiera instalado un horno en mi vientre, que me hacía arder, mientras él avivaba el fuego paseando su mano por mi culo.

Me llevó por el centro comercial hasta llegar a un bar equipado con varios billares. Al entrar en esa reserva masculina, noté decenas de ojos clavándose en mis tetas y en mis piernas. De pronto entendí la jugada, descubriendo en cada una de las pupilas que me acechaban el deseo de que empezara a jugar una partida para disfrutar de nuevos ángulos. Me llevó a una mesa libre y me mandó a la barra a por dos cervezas mientras colocaba las bolas. Dejé las bolsas de las compras junto al billar y y avancé hacia la barra. Era perfectamente consciente de cómo estaba siendo observada durante el trayecto y lejos de estar indignada, me sentía flotar. Tampoco me importó el estudio que el camarero cuarentón realizó descaradamente a mis tetas. Pagué las cervezas y volví a la mesa. El cogió la suya, le dio un trago y después me plantó un beso tal que casi me atraganto con su lengua. Su mano, mientras, jugaba con mi culito levantando ligeramente mi falda.

Durante la partida pude comprobar que él sabía jugar bien. Sus golpes no buscaban meter las bolas (en realidad creo que, al contrario, intentaba alargar la partida), sino dejar la blanca lo más centrada posible en el tapete. La primera vez que esto ocurrió, apunté y golpeé desde lejos tratando de no tener que agacharme mucho. Él se dio cuenta, se acercó a mí y me insinuó al oído:

  • Como vuelvas a hacer eso te vas a casa.- No hizo falta que diera más explicaciones para entender lo que me estaba ordenando hacer.

Tiró y volvió a dejar la blanca en el centro. Yo miré alrededor. Me di cuenta de que los jugadores de las mesas aledañas hacían huelga de tacos y se limitaban a mirar la nuestra. Uno de ellos incluso se relamía los labios esperando mi turno. Yo ardía y temblaba de nervios. Sabía que si me agachaba para tirar, la falda subiría y no sólo quedaría al descubierto mi culo, sino que...

Él pareció leer mis pensamientos (como siempre) y me susurró mirándome fíjamente:

  • Vamos, zorrita, estos caballeros quieren verte el coño. Hacer esperar es de mala educación.

Su voz y sus ojos fueron un bálsamo y me di cuenta de que estaba deseando enseñar a aquellos hombres mi intimidad. Lejos de protegerme, como en el tiro anterior, anhelaba mostrarme y cuanto más mejor. Elegí apuntar desde el lado largo del tapete. Dejé estiradas las piernas todo lo que pude y me apoyé en el tapete. Dejé de sentir el contacto con la falda, por lo que imaginé que mi trasero quedaba al descubierto. Por si acaso, me agaché aún más asegurándome de que mi vulva quedaba a la vista de todos. Pese a que no se jugar muy bien y apenas tengo que pensar la jugada, estuve lo que me parecieron horas apuntando en esa postura, disfrutando al sentir que todos me estaban devorando. Golpeé y continué en la misma postura mientras las bolas se movían. Él se acercó y me dio un suave cachete en la parte inferior del culo, rozándome el vello púbico, mientras decía:

  • Buen golpe, habrá que repetirlo.

Segumos jugando y repetí postura en varias ocasiones. Los chicos, dándose cuenta de que el disimulo no era necesario, poco a poco fueron dejando de jugar y empezaron a rodear nuestra mesa. De pie, con la jarra de cerveza en la mano y la bragueta cada vez más apretada, observaban atentos cada uno de mis tiros. En uno de ellos, mi compañero me indicó que lanzara con el taco por detrás de la espalda, de modo que tuve que sentarme en la mesa. Con una pierna estirada tocando el suelo y la otra doblada y en reposo le dedique al grupo de tíos que estaba enfrente de mí una perspectiva frontal nueva de mi chochito. Mientras me preparaba miré a la cara a uno de ellos, que ni se molestó en devolverme la mirada, ocupado como estaba en estudiar mi sexo.

Cuando consideró que me habían revisado todos lo suficiente, bastó una sola jugada para colar 4 bolas y la negra dando por finalizada la partida. Decenas de rostros quedaron espectantes deseando que jugáramos otra. Él cogió su cerveza y se fue a un pub doble. Dejó la cerveza en la mesá y me indicó que me sentara a su izquierda. Obedecí y tras colocar las bolsas en el suelo, crucé las piernas haciendo que la manifestación se disolviera y cada cual volviera a su billar a continuar la partida allá donde la había dejado. Cuando quedamos solos me ordenó descruzar las piernas y me preguntó cómo me había sentido durante la partida. Sólo se me ocurrió responder que sucia. Él me preguntó:

  • ¿Eres consciente de que le has enseñado el coño a unos treinta tíos? ¿Te has puesto cachonda haciéndolo?

No me dio tiempo a responder. Llevó su mano directamente a mi sexo. No le hizo falta introducir ningún dedo para encontrar el flujo que me delataba.

  • Veo que sí. Estás caliente, parece que te gusta que los demas puedan ver lo zorra que eres, ¿no?

Ahora sí que introdujo un dedo y comenzó a estimularme mientras yo, de manera inconsciente separaba las piernas. Perdí la noción de donde estaba y empecé a gemir suavemente. Cuando él se dio cuenta de que yo había perdido el control abandonó momentáneamente mi sexo y me susurró que iba a descubrirme un pecho para lamerlo. Yo sólo quería que volviera a mi clítoris y no me importó que levantara mi top hasta liberar una de mis tetas. Gocé al sentir su barba pinchando la piel sensible de mi pezón y luego humedecerlo con su lengua mientras su mano volvía a las tierras oscuras de mi interior y continuaba manejando expertamente mi botón como un juguete.

Por un momento abrí los ojos y pude ver que, aunque esta vez de forma menos descarada que antes, varios tíos no nos quitaban la vista de encima. También tomé conciencia de mi situación, con las piernas abiertas, una mano dentro y su boca adosada a mi pecho. Hice ademán de cerrar las piernas , pero él, con la otra mano, no sólo me lo impidió sino que las abrió más aún convenciéndome para ello con un mordisquito en mi pezón y una deliciosa presión en mi clítoris. Capitulé pues quedando a su disposición para lo que él tuviera a bien hacerme, que no fue sino llevar su boca a mis labios y ocupar con la mano libre la vacante que había quedado en mi pecho. Con su lengua rastreando mi boca, su mano izquierda amasando y pellizcando mi teta y su mano derecha derritiendo mi interior, mi temperatura interna fue aumentando hasta que me mareé y me invadió un placer ardiente sacudiendo mi cuerpo. Él acompañó mi orgasmo y continuó largo tiempo su labor hasta que se dio cuenta de que mi excitación había llegado a su punto de inflexión y amenazaba con volver a crecer. No quiso, pues, que volviera a correrme y bruscamente me levantó y me sacó de allí. Yo caminaba como podía totalmente empapada y aún disfrutando de los momentos anteriores. Su voz me despertó:

  • Joder, vaya zorra que estás hecha, pues no te has corrido y todo en ese campo de nabos. Le has alegrado el día a esos tíos, te han visto las tetas, el coño y le has regalado un orgasmo en directo.

Como única repuesta, llevé su mano a mi culo para que siguiera acariciándolo y yo pasé el brazo por su cintura apoyando mi cabeza en su costado y pegándome a él todo lo que pude. Caminamos así hasta su coche, que estaba en el aparcamiento del centro comercial y cuando iba a subir me dijo severamente:

  • Ten cuidado al sentarte, que con esa faldita vas a poner tu coño mojado en el asiento y me vas a joder el coche.

No me podía creer lo que decía, le respondí:

  • Oye, llevo esta falda porque tú has querido, así que no tengo culpa si mojo un poco el coche.

Me miró muy seriamente y soltó casi gritando:

  • A ver zorrita, pensé que tenías la cabeza para algo más que para chupar pollas. No tienes por qué subir al coche, nadie te obliga, pero si tu empapado chochito y tú os venís conmigo es para hacer lo que yo te diga, cuando yo te diga y como yo te diga. Si quieres seguir tu vida reprimida allá tú, pero si vienes, me obedecerás. Puedes venir y seguir pasandolo bien como hace un rato, o dejarme en paz de una puta vez para siempre. Tú misma.

El calentón anterior aún viajaba por mi cuerpo y estas palabras lo reforzaron. Era verdad que esa tarde había hecho todo lo que me había dicho, pero entrar en el coche significaba aceptar explícitamente que me ponía a sus órdenes voluntariamente para que hiciera conmigo lo que quisiera. Hasta ahora había sido divertido, pero acababa de tomar conciencia de lo que estaba haciendo. Me di cuenta de que odiaba lo que me proponía y que ese capullo me estaba despreciando otra vez, poniéndome por debajo del cuidado de su coche, como aquella noche... pero no podía evitar que mi cuerpo me empujara dentro del coche. Mi dignidad no me dejaba pasar dentro, pero sólo fui capaz de decir:

  • Perdona, no quería enfadarte. Procuraré no manchar nada.

Entré bajando un poco la falda para que mi trasero se apoyara sobre ella. El me indicó:

  • Que sea la última gilipollez que me haces. Venga separa las piernas y súbete la falda que quiero verte el coño mientras conduzco.

No tardé ni un segundo en descubrirle mi sexo según me decía. El lo acarició con su mano llevando el dedo corazón al centro de la humedad, que era abundante. Dijo:

  • ¿Ves como no es tan difícil, zorrita? ¿ves cómo te vuelves loca por obedecerme?

Llevó las manos al volante y nos fuimos de allí. Yo me preguntaba dónde íbamos, pero no me atreví a preguntarlo.

Me llevó a un tugurio oscuro y nublado de tabaco. La música reventaba los oídos mientras una camarera apenas vestida se movía frenéticamente para atender los cientos de llamadas que le llegaban.

Saludaron a mi acompañante tres tipos de aspecto macarra, vestidos como él y con el mismo aspecto desaliñado. Estaban de pie, apoyados en la pared y empuñaba una copa cada uno. Se acercaron a nosotros. Mi amigo me empujó suavemente hacia ellos diciendo:

  • ¿No os dije que hoy vendría acompañado por una zorrita? Miradla si está buena.

Los tres me miraron sin ningún pudor de arriba a abajo.

  • Por cierto, zorrita, ¿como te llamas?

  • Ana.

  • Pues se buena, Ana y date la vuelta bien despacito para que te puedan ver bien mis amigos.

Obedecí. Con una descarga de adrenalina fui girando despacio hasta siturame de espaldas a ellos. Entonces mi acompañante me detuvo para que pudieran fijarse bien en mi trasero mientras decía.

  • La encontré en uno de los lugares pijos a los que voy a veces. ¿Qué os parece su culo?

Y reforzó su pregunta asestándome un cachete en el trasero.

Me dio la vuelta completa y pude observar la mirada babosa de sus amigos recorriendo cada parte de mi cuerpo.

  • De verdad Víctor, que no se cómo te dejan que las trates así, me tienes que enseñar.

Así descubrí su nombre: Víctor.

  • Calla la boca, Alberto y tráeme un cubata que tengo que bailar con la señorita.

Me sacó a una especie de pista y me pegó a su cuerpo, frente a él y de espaldas a sus amigos. Sentí su virilidad en mi cadera mientras sus labios se pegaron a los míos. Apenas tuve tiempo de abrir mi boca ante el empuje de su lengua y en menos de un segundo su mano izquierda comenzó a remontar el dorso del muslo hasta mi trasero. Percibí cómo, en su recorrido, su mano había arrastrado mi minifalda dejando al descubierto más de lo que me gustaría.

Intenté desasirme y bajar la falda, pero no logré bajar su mano. Sentía que él disfrutaba con una lucha que la fuerza bruta no iba inclinar a mi favor. Finalmenté me rendí y le dejé campar a sus anchas pese a que en ese momento debía de ser el centro de las miradas de todo el local.

Cuando sintió que me relajaba, acompañó con su otra mano la otra plaza que quedaba en mi trasero y continuó bailando al ritmo de la música mientras me morreaba.

Cuando se cansó fue a por su copa. Alberto le había traído dos cubatas. El primero lo apuró casi de un sorbo y dijo

  • Anda baila con Alberto mientras charlo y  bebo un poco.

Me temí lo peor, pero afortunadamente, se dirigió también a su amigo.

  • Eh, tú, las manos quietas con ella, ¿eh?

  • Por supuesto, tío.

Alberto me dedicó una sonrisa lasciva y empezamos a bailar bien separados. Yo no sabía bien qué se suponía que tenía que hacer. La siguiente canción era algo más lenta y Alberto aprovechó para intentar cogerme. Yo sabía que Víctor me estaba observando y no quería defraudarle, de modo que me dejé hacer. Mi pareja de baile, viendo mi docilidad, fue pegándome a él cada vez con más fuerza y pude sentir como su polla crecía y me pinchaba la cadera. Mis tetas fueron aplastándose contra su pecho y su mano fue bajando desde la camiseta hasta la piel desnuda de mi zona lumbar, llegando incluso a invadir parte de mi falda. Yo seguía dejándome hacer, incapaz de hacer nada que pudiera molestar a Víctor. Afortunadamente, las manos de Alberto siguieron las órdenes de Víctor y no avanzaron más. Este chico no destacaba por su ritmo, pero hubiera bailado 20 canciones si por él fuera para no dejar de sentir mi proximidad en su miembro erecto, pero Víctor me reclamó

  • ¿No bebes nada Ana?

  • No me apetece.

  • Pues entonces tráeme a mi un par de cubatas, que estos ya se acabaron.

Fue deliciosamente humillante ir ala barra y pagarle las dos copas que me pedía. Según volvía, vi tres pares de ojos estudiando cómo me movía. Todos salvo los de Víctor, que parecía esperar con más ansia sus copas que a mí.

  • Muchas gracias, zorrita. Me los bebo en un momento y nos vamos de aquí, que ya voy teniendo ganas de follarte.

Como parecía ser su costumbre, el primero le aguantó apenas dos ataques. El segundo lo iba a disfrutar más tiempo, de modo que pegó mi espalda a su pecho y pasó su mano por debajo de mi camiseta. En un segundo ya había llegado a mis tetas y escogió una para envolverla tranquilamente. Noté que sus amigos miraban incrédulos cómo me estaba metiendo mano con mi total consentimiento, acompañando con su mirada el movimiento de su mano de un pecho a otro.

Charlaron un rato más y yo permanecí todo ese tiempo sitiéndome sobada y usada por ese macarrilla, mientras sus amigos no sabían si mirar mis piernas, el sobeteo de su amigo y la piel que quedaba desnuda bajo mi camiseta debido a las caricias de Víctor. En ningún momento me invitaron a participar de la conversación. Me sentí como un adorno en ese grupo. Un adorno táctil.

Acabadas las copas, Víctor me agarró del culo y me llevó al seat Córdoba. No me atreví a sugerirle que yo podía conducir, ya que no había bebido, pues imaginaba su respuesta. Para aumentar el riesgo del trayecto su mano derecha no paró de viajar de la caja de cambios a mi muslo, a mi sexo y a mi pecho. Además, creo que el alcohol disparó su lengua, porque se mostró más hablador que de costumbre, preguntandome a qué me dedicaba. Yo le conté que estaba en mi último año de derecho y que tenía ganas de empezar a trabajar y ganar dinero.

Detuvo el coche y bajamos. Llegamos a un portal antiguo de rejas negras metálicas. Le costó introducir la llave y abrir, pero conseguimos entrar en el frío descansillo y dirigirnos al ascensor. Pulsó el dos y metió la mano por debajo de mi camiseta para entretenerse durante el corto viaje hasta su planta.

Abrió la puerta y franqueamos la entrada a un piso en el que no podía encontrarse ni un detalle acogedor.

Un recibidor minúsculo daba entrada a un salón cuandrado. Presidía el salón un enorme televisor encuedrado en una estantería. Frente a él, se abría una ventana corredera semioculta tras un estor. Bajo la ventana se encontraba un sofá de tres plazas gastado y, apenas a un par de palmos, había una mesa baja rectangular de cristal. Sobre ella, descansaban una revista porno abierta por la página de una rubia tetona, un par de latas de cervezas dobladas por la mitad y una caja de Kleenex. Al fondo se abrían tres puertas y me dirigió a una de ellas.

Encendió la luz y apareció un cuarto atravesado por un catre que tenía las sábanas sin colocar, El techo estaba ocupado por un espejo y las paredes exponían decenas de fotos de señoritas desnudas, no tan rubias ni tan tetonas como las de la revista, que sólo dejaban libre el espacio para un armario empotrado de dos puertas. Había una ventana, pero la vista que ofrecía quedaba oculta tras unas gruesas cortinas azules.

  • Me voy a mear. Vete quitando la ropa mientras.

Asumiendo mi papel obediente, me fui desnudando al extraño ritmo que marcaba el choque de la orina etilizada de mi compañero sobre el agua del fondo. Pensé que seguramente preferiría que dejara puestas mis medias y las botas.

No se molestó en tirar de la cadena y mucho menos en lavarse las manos. Apareció en el marco de la puerta y observó detenidamente la desnudez que le rendía. Sin separar sus ojos de mi, se desabrochó el cinturón y los vaqueros y se los quitó lentamente. Se dio cuenta de que estaba ansiosa de verle el paquete y se demoró en seguir desvistiéndose.

  • Tienes ganas de rabo, ¿eh zorrta? Ahora lo vas a tener todo para ti.

Se bajó los calzoncillos y me decepcionó ver que aún no había logrado su esplendor, que se erguía sólo levemente. Mi orgullo me hizo pensar que era el alcohol el que había impedido que mi cuerpo desnudo lograra estimularle completamente.

  • ¿No te gustó? Espera a verlo feliz...

Le miré a los ojos. Sonería socarronamente. Se sentó en la cama.

  • Puedes ayudarla si quieres. Una mamadita le vendría al pelo.

Abrió las piernas invitándome a colocarme entre ellas para tener mejor acceso.

Rápidamente me arrodillé ante él, agarré su aparato y no sin asco me lo llevé a la boca. Los restos de orina mojaron mis labios y según introduje su polla en mi boca se fue descubriendo su glande, de modo que el sabor que destilaba fue llenándolo todo. Debí poner cara de asco porque me dijo:

  • ¿Va a resultar que ahora eres una exquisita o qué? Límpiame la polla con la lengua ahora mismo.

Mi respuesta no se hizo esperar y mi lengua jugó con su capullo, al que poco después rodeé con mis labios para chuparlo sutilmente. Después volví a introducir su falo en mi boca, que empezó a crecer hasta llenarme. Mis labios empezaron a recorrerlo mientras mi mano jugueteaba con él.

Cuando estimé que había llegado al máximo tamaño la saqué de mí para poder verla claramente. Como había sospechado, el chico estaba bien dotado. Su miembro no era excesivamente largo, pero a mi escasa experiencia le pareció demasiado grueso.

Víctor agarró su pene y me dio unos golpecitos con el glande en la frente mientras me decía:

  • Eeeh, tú, llamando, llamando... ¿te crees que estás en el cine o qué? Abre la boca que te la voy a follar.

La abrí. El colocó su polla en mis labios y llevó sus dos manos a mi nuca. Me la clavó hasta el fondo. Sentí una arcada pero me repuse como pude mientras mi cabeza se movía adelante y atrás, rebotando constantemente contra él y cada vez a más velocidad. Yo estaba preocupada únicamente en abrir suficientemente la boca para que mis dientes no le rozaran y pudiera gozar. Y parece que lo logré porque sentí como me premiaba inundando mi garganta con su leche mientras sus sacudidas caían de ritmo. Cuando paró, mi mareada cabeza aún seguía sujeta por sus manos y su miembro dentro de mí, por lo que obedecí su muda orden de tragarme todo lo que había expulsado. Agarró su polla por la mitad y fue apretando hacia arriba para escurrir las últimas gotas en mi boca. Finalmente lo sacó y, liberando mi cabeza, me ofreció el glande desnudo para que acabara de limpiarlo. Mis labios y mi lengua acataron prestos la orden. Después, se tumbó en la cama y cuando iba a colocarme a su lado, me dijo:

  • En el vaso del baño verás un cepillo de dientes verde. No pienso hacer nada contigo con el sabor a lefote que tienes ahora. Recuerda, el amarillo ni lo toques, el verde es el de las mamadas.

El cabrón quería que me lavara la boca con un cepillo de dientes que sólo se utilizaba cuando la golfilla de turno acababa de comerle la polla. Iba a protestar cuando lo reconsideré las consecuencias que podría tener y accedí.

El baño era minúsculo. Una ducha cuadrada, un retrete abierto con salpicaduras recientes y un lavabo sobre el que se levantaba un espejo sucísimo con repisa. En ella había un vaso de cristal con pasta de dientes y dos cepillos. Cogí el verde y comencé a cepillarme. Estaba en ello cuando resonó un grito.

  • Termina de una puta vez, coño.

Escupí el agua y fui corriendo a la habitación.

  • Me gusta cómo se te mueven las tetitas cuando corres.

Lo encontré como lo había dejado. Tumbado en la cama con los pies apoyados en el suelo y el armamento plegado. Me tumbé junto a él.

  • Ya tengo la boca limpia como querías.- Y la semiabrí invitándole a entrar.

Víctor desechó mi invitación, se incorporó y me tomó. Me colocó de rodillas en el colchón sobre el que posó también mis hombros. Abrió bien mis piernas y, pasó su dedo índice por el culo cerca del esfínter. Me asusté porque mi orificio trasero era virgen y me horrorizaba que pudiera querer perforarlo. No obstante, permanecí en esa postura por si su deseo era penetrarme por ahí. Me tranquilizó oír sus intenciones:

  • Creo que este culito ha vivido poco, pero hoy no haremos nada con él.

Cuando volví a la habitación su miembro reposaba, por eso me pillo por sorpresa sentirlo dentro de una estacada. Las paredes de mi sexo se esforzaron para amoldarse a su enorme grosor y lo lograron ayudados por la intensa lubricación que producía mi sumisión a este macarrilla. Él se apoyó en mis caderas y comenzó a bombearme. Las embestidas eran violentas y mi cuerpo se desplazaba al compás que marcaban. Víctor sólo se preocupaba en utilizarme para darse placer y, sin embargo, yo sentía que tardaría poco tiempo en correrme. El orgasmo comenzó cuando sentí la primera sacudida que acompañaba a su eyaculación a la vez que llevaba sus manos a mi pecho y continuó tiempo después de que él terminara de vaciarse en mí, estrujando mis tetas con sus manos. Yo continué en la misma postura mientras sus dedos jugaban con mi pezón. Su miembro poco a poco fue perdiendo vigor y retrocediendo posiciones. Finalmente, abandonó mi interior y, cual dique roto, sus fluidos comenzaron a escurrir por mis muslos hasta las rodillas.

Se separó de mí, cogió el móvil y pidió un taxi.

  • Buen polvo, te avisaré cuando quiera echar otro. Adiós.

Ese hijo de puta volvía a tratarme como a un perro. Me quedé de pie mirándolo mientras él se tumbaba de nuevo y se daba la vuelta para dormir. Cogí las bolsas y, llorando, me vestí con la ropa con la que había salido de casa dejando allí todo lo que había comprado.

A los cinco minutos llegó el taxi. Pasé todo el viaje llorando avergonzada por lo que había hecho. Me estaba comportando como una golfa sin nada a cambio. Otra vez me juré que no volvería a ver a este capullo. A Víctor.