Fuera de temporada

Dimas se siente atrapado en un mal momento de su matrimonio y decide aprovechar una oferta para regalar a su joven y sensual esposa Mabel unas vacaciones en Canarias aprovechando un descuento. Por circunstancias ajenas a la pareja saldrá a la luz lo mucho que Mabel puede dar. Y no sólo a su marido.

Miró la piel blanca de su mujer. Siempre le había encantado esa combinación de palidez con el pelo negro, con aquella media melena a lo Louise Brooks, lo que también llaman “corte Bob”. Pero no era como siempre. Ella bailaba balanceando sus caderas al borde de las piscina. Pero no sólo estaba él, Dimas. Había otros ocho tíos. Y ella no parecía cohibida. Un poco borracha sí, pero cohibida, para nada. Su cintura brillaba, tan untada de aceite. Como el resto de su cuerpo. Jaleada por aquella panda de salidos, muchos de ellos con una lata de cerveza en la mano. Todos haciendo ver que él no estaba allí. Como la propia Mabel. Ajena a todo se quitó la camiseta, que ya le dejaba todo el estómago al aire y parecía más apropiada para una niña que para una mujer de bandera como ella. No se la sacó ni muy rápido ni muy lento, pero la prenda le iba tan ajustada que al subírsela arrastró con ella los dos triángulos de su bikini verde, de la marca “dos tallas menos”. De manera que allí se quedó su señora, con los pezones al aire frente a los sátiros, en dos fases: la primera con la camiseta alrededor de la cabeza y los pezones como trufas heladas al descubierto y luego, cuando se la quitó por fin… se dio cuenta del desliz y volvió a colocarse el maldito bikini de cortina, ¡tan escaso para tanto relleno! Acto seguido, se bajó el pantaloncito, también blanco, a juego con mini, mini camiseta. El short también era mini, claro, y tan blanco y se transparentaba tanto que la diminuta braguita verde del bikini era visible hasta desde un satélite. Se bajó el pantaloncito, igual que la camiseta, ni demasiado deprisa, ni demasiado despacio… Pero de nuevo estaba tan ceñido y su piel tan pringosa que esta vez fue la braguita del bikini la que se bajó con él, resbalando como por accidente. Bueno, por accidente, por accidente… ¿Seguro? “¡Uy!”, se limitó a decir Mabel con una sonrisa traviesa cuando su coñito perfectamente depilado quedó a la vista de todos, incluyendo al hijo del gerente del hotelito, un adolescente contrahecho y con acné  A lo mejor fue su percepción pero a su marido Dimas le pareció que tardaba un poco más de lo que  hubiera sido deseable en volver a acomodarse la braguita para taparse el pubis. Pero todos aquellos gritos de júbilo borrachuzo no permitían ignorar lo que había pasado. Tampoco ayudó que se siguiera quitando los pantaloncillos con gran lentitud, esos mismos minishorts que se le pegaban a los muslos, a las pantorrillas, hasta que por fin llegaron a los tobillos, levemente alzados sobre sus sandalias de tacón de suela de corcho. Un espectáculo sólo para adultos.

Dimas tragó saliva y se preguntó: “¿Cómo él y su adorable esposa habían acabado así?

Tres días antes

Se le ocurrió ir a Playa de Cofete en Fuerteventura por un folleto que se dejó su hermana en el recibidor. Su hermana Reme había venido a Madrid para pasar el casting un famoso programa de citas en la que no se escogía a los participantes por su cerebro, precisamente. Y se les había instalado en casa por la cara. Con todo lo que eso suponía. Pero llevaba con ellos tres semanas y los estaba volviendo locos. Y en el mismo momento en que Mabel había acabado ya su doctorado en derecho. Justo cuando su encantadora mujercita había cumplido 26 años. Dimas había seguido la exposición tras la cual que le dieron el “cum laude” henchido de orgullo y de algo más. La verdad es que la falda lápiz se le ceñía tanto que su marido sospechó que la benevolencia de los tres vetustos miembros del tribunal no había sido ajena al efecto que producía Mabel en el sexo masculino mientras efectuaba su exposición.

Mabel era tres años más joven que él. ¿Saben esas mujeres que pueblan los relatos eróticos que siempre se están machacando en el gimnasio. Pues Mabel era todo lo contrario: no hacía ejercicio. Sólo estudiaba. Por la mañana en la Universidad. Por la tarde en casa. Su mente no paraba, pero su cuerpo siempre estaba quieto, yaciente, una belleza que no se esforzaba, que sólo estaba allí para la contemplación de otros, para que las miradas resbalasen por su voluptuosidad relajada.

Como pareja no había sido su mejor época, En los tres últimos meses del doctorado Mabel había dejado de hacer el amor con Dimas, con lo que éste estaba más salido que un bonobo. Además, la llegada de Reme no ayudaba en nada. Reme era caótica, desordenada, se había instalado en su piso, los había dejado sin intimidad y, en general, estaba volviendo loco a Dimas, con sus entradas y salidas a deshoras y siempre vestida con aquellos modelitos a todas luces demasiado provocativos pero que, en teoría, le tenían que servir para pasar el casting.

Y no es que sin Reme su vida sexual fuese mucho mejor. Dimas pensaba que su esposa Mabel era igual en la cama que en la vida real. Hacerlo con Mabel era como copular con señalero del aeropuerto, ese personal de tierra que con palas –o barras fluorescentes de noche– indica a los aviones cómo han de moverse sobre la pista. Y así era Mabel en la cama. La señalera del sexo. Más, más, más, más. Dale, dale, dale… Más arriba, más arriba… Tócame el pezón, ese no. El otro. Más lento, suave… suave. Ahí… Su postura favorita era encima de Dimas, para que él pudiera seguir todas sus instrucciones sin perderse una. En el cuello, en el cuello… o pégame, en culo, en el culo; así, no; más fuerte; no, no tanto. En fin, que no callaba.

También le gustaba tenerlo todo bajo control. Tomaba anticonceptivos, pero le obligaba a él a hacerlo con condón. Doble seguridad, nada al azar. Así era Mabel. Una obsesa de salirse con la suya. Sus polvos teledirigidos eran muy satisfactorios para ella pero nada para Dimas. En realidad, Dimas estaba siempre tan preocupado por seguir el cambiante manual de instrucciones que nunca llegaba antes que su queridísima esposa. Nunca. Así que la mayor parte de las veces ella caía vencida sobre él, exhausta de gozo mientras que el pobre Dimas seguía con su polla en versión poste de teléfonos.

El diálogo tipo era algo así:

–¿Has llegado, amor?

–Pues no, Mabel ya ves que no.

–Ah, mi pequeño viciosillo. Bueno, yo me encargaré de que acabes.

Y se ponía a darle un concierto de zambomba con condón puesto y todo. Lo hacía con tanto vigor y con tanta prisa por acabar de una vez que el lubricante pronto perdía sus benditas propiedades y aquello se convertía, por desgracia para Dimas, en una fricción más dolorosa que placentera. Mabel le sacudía el inhiesto cipote de manera tan mecánica como concienzuda. Pero gusto, lo que se dice gusto, no le daba. Al contrario. Acaba corriéndose en el condón reseco produciéndole todavía más irritación en su ya inflamado glande. Y Dimas, gritando, sí. Pero de dolor.

–¡Que a gusto te has quedado, pequeño sátiro!

Y Dimas no decía nada. Apenas podía llegar al baño, a veces a punto de saltársele las lágrimas de dolor. En ocasiones le había insinuado a Mabel que en vez de aquellos finales de tromba con sordina hubiera estado mejor algo de flauta travesera. Un trabajito bucal, vamos. Pero la respuesta de Mabel siempre era la misma:

–¡Pero que obseso eres! ¡Ahora te la voy a chupar con el trajín que me has dado!

–¡Pero si sólo he hecho lo que tú me has dicho…!

–Pues eso. ¡A ver quién te has creído que soy!

Y al día siguiente ella volvía a sus libros, a su tesis, con un cerebro para los estudios y un cuerpo para el deseo… Porque Dimas la deseaba mucho… a todas horas. Pero la mayoría de las veces era rechazado. Ella tendida en el sofá con la blusa y unas braguitas diminutas y leyendo uno de aquellos artículos científicos en ingles. El llegaba de la ingeniería donde trabajaba, la veía de esa guisa y se abalanzaba sobre el cuerpo del delito. Para salir escaldado.

–Pero que soy tu marido.

–Y yo una doctoranda que va con retraso. Luego en la cama, amor.

Y así siempre. Hasta que en el lecho, no ese día sino cuando para ella estaba de Dios, Mabel le dedicaba unos de sus previsibles polvos de GPS: a cien metros, en la próxima cadera, coja la segunda salida a la izquierda.

En el tramo final de la tesis, ni eso. Sequía total, que no estuvo tan mal porque  al menos no tenía la polla irritada y se la cascaba como un mandril en la ducha, con la imagen de Mabel cogiendo ese libro alto en la librería del estudio, con esa minifalda demasiado corta o sirviéndole unos tallarines con aquella camiseta de escote tan pronunciado.

Luego acabó la tesis. Pero en esas se presentó su hermana, Reme, dejando en la casa un desorden caótico que parecía tomar vida propia y arrebatándoles cualquier resquicio para poder sentirse a solas.

–Ahora no, cariño. ¿Cómo quieres que hagamos el amor con tu hermana durmiendo en la habitación de al lado? No me siento, cómoda, tontuelo, entiéndelo.

Y el pobre Dimas se quedaba compuesto y empalmado mientras su sexy mujercita se dormía en unos minutos.

Llevaba así una semana, los casting a los que se presentaba Reme parecían no tener fin. Fue entonces cuando vio el folleto de Playa de Cofete. Una playa virgen en Fuerteventura. Miró precios. Vio que eran muy baratos al ser fuera de temporada, se dio cuenta de que en la ingeniería le debían un montón de días y decidió darle una sorpresa a Mabel. Por una vez, hacer algo romántico. Fuerteventura en marzo. Además, su cumpleaños, el de Dimas, era en abril. ¿Qué mejor forma de celebrarlo que por anticipado? Pensó que gracias al calentamiento global casi no se notaría. Incluso podrían bañarse. Al parecer, por lo que les dijo en la cena, Reme había ido un par de veces. “Un lugar donde todo puede fluir” lo había definido la pelma de su hermana con ese tono de Deepak Chopra que se le ponía cuando no estaba hablando de los programas televisivos a los que quería acudir para convertirse en casi famosa.

Aprovechó que Reme dormía tras una noche de fiesta. Cogió los pasaportes, aunque no hacían falta, las tarjetas de crédito y preparó dos maletas: la suya y la de Mabel. Bañadores y alguna ropa. Total, su mujer, tras hacer el doctorado se había quedado esperando destino en la universidad y no estaba claro cuánto iba a durar ese impás. Le dejó un posit a su hermana en el espejo del baño para despedirse y en cuanto llegó Mabel, no la dejó ni entrar en casa.

–Nos vamos. De vacaciones.

–Pero, pero…

Quiso darle un todo de sorpresa romántica. Pero era más que eso. No había que dejar a la reina del control espacio para pensar.  Si Mabel reflexionaba un momento, empezaría a poner pegas. Ella quiso hablar, él la besó.

Y tiró de ella hacia el ascensor, con las dos maletas, los billetes de avión y la esperanza de que un cambio de aires inyectase nueva savia a su decaída vida sexual.

Un día antes

Un día antes del humillante streptease en la piscina que no auguraba nada bueno para él, Dimas ya había presenciado una experiencia que servía de precedente. El hotel se encontraba casi vacío. El patibulario recepcionista calvorota que siempre que podía exhibía un tatuaje de inspiración celta en el hombro derecho estaba allí con su hijo, un mozalbete de unos 15 años, rechoncho, despeinado y con la cara llena de granos. Al parecer la madre se había divorciado hacía mucho y no había vuelto jamás. Viendo a aquella pareja, nadie podría culparla. Padre e hijo se encargaban del hotel al que sólo se podía llegar en 4x4, ayudados por una especie de botones y chico para todo. El mínimo personal porque estaban fuera de temporada.

Dimas miró por la ventana de su habitación y vio a Mabel. ¿Era necesario? Sí, hacía calor. Pero había resultado indispensable estar así hundida en la piscina hasta la cadera, pero con el cuerpo en L, apoyada en el borde del agua leyendo una revista de moda, la única que había encontrado en el hall del establecimiento. Un Cosmopolitan de hacía meses. No se le veían las piernas pero sí el culito, oportunamente medio fuera del agua y la espalda. No el pelo porque llevaba una pamela elástica para protegerse del sol. ¿Era necesario? se volvió a preguntar. Porque el bikini era ridículamente pequeño. De color rosa, la braguita era tipo tanga, con un aro de madera que unía las tres tiras posteriores a la altura del coxis, tan tensionadas que parecían a punto de estallar. Y los dos triangulitos de delante, también unidos por otro círculo de madera, resultaban a todas luces insuficientes para abarcar el busto de Mabel, tan “cum laude” como su tesis. Si alguien salía por la puerta del hotel hacia la piscina lo que primero que vería serían las tetas de Mabel, ofrecidas en ofrecidas en comandita y si alguien bordease la piscina para volver al hotel vería aquella espalda blanca, como un tobogán hacia el deseo por el que resbalar hasta aquel trasero que emergía de las aguas cual promesa de una vida mejor.

Vio al chico de los granos salir y quedarse boquiabierto ante aquel par de peras, que al quedar apoyadas sobre el borde de la piscina parecían todavía más grande. Dimas se preguntó desde su habitación con vistas, como debía haber sido dedicar cuatro años de su vida a una tesis doctoral titulada: “El acoso sexual en la oficina. Prevenciones legales y consecuencias penales para las empresas”, con aquel par de argumentos siempre por delante. Visualizaba a todos aquellos académicos con cientos de años escuchando preguntas de Mabel del tipo: ¿señor catedrático que le parece este decreto que he encontrado y que podría tener  un efecto preventivo a la hora de reprimir las insinuaciones de índoles sexual indeseadas en el entorno laboral? Y siempre se imaginaba al director de departamento de turno mirándole aquellas tetas de bandera a su novia y pensando: “¡Ya te iba a dar yo, índole sexual!”. Mientras, ella seguiría pronunciando frases del todo inapropiadas como “Se ha fijado en lo relevante de su articulado, señor catedrático? ¿Ha notado usted la dimensión de este problema”. En mi opinión, la enmienda del Senado sólo ha servido para levantar mayores dudas sobre las cuestiones principales. Y siempre así.

Pero lo de la piscina de esa día no eran sus imaginaciones intelectualizadas y calenturientas. Era real: su apetecible esposa ofrecida en la piscina desierta de un hotel como una fruta que podía coger cualquiera. El chico dijo algo.

Dimas abrió la ventana y no podía oír nada. Vio que el chico, en bañador le decía algo… mientras que al otro lado de la piscina el padre estaba con gafas de sol, sentado en un silla de playa y leyendo un periódico que debería de ser de otro día.

Dimas salió de la habitación y llegó hasta un seto, situado en una elevación un tanto por encima de la piscina. No lo había podado todavía, al estar fuera de temporada así que era un lugar perfecto para mirar sin ser visto.

–No sé que me apetece, Rico, de verdad.

El chico no era una ricura. Rico era su nombre, una ironía involuntaria o tal vez el último regalo envenado que le dejo su madre a su padre antes de abandonar la isla y a ellos dos.

–¡Tráele un gin-tonic! –bramó el padre desde el otro lado de la piscina. El grito lo hubiera oído perfectamente desde la habitación con la ventana cerrada.

–Oh, no, Rico, un gin-tonic a esta hora… No – y Mabel movía la mano derecha como abanicándose, arreglándose la pamela flexible y mirando al zagal por encima de las gafas de sol –. Mejor, Rico, date un baño y mientras me lo pienso.

Rico, en chanclas, bañador y lorzas, entró en el agua de forma tímida, como si compartir el mismo agua que la señora de Dimas Bustamante ya fuera un pequeño milagro para él.

Dimas no se perdía detalle. Pensó en salir y chafarle al mozalbete aquel momento de falsa cercanía con Mabel. Pero por alguna razón perversa siguió allí sintiendo que la polla que su esposa le había dejado con la irritación habitual la noche antes, empezaba a despertar como nunca antes.

Rico se dirigió hacia el culo de Mabel como si fuera un imán. Dimas creyó ver que incluso se relamía, ante aquel trasero sin precedentes. Mabel pasaba páginas de la Cosmo como ausente del efecto que estaba provocando en aquel adolescente.

–¿De verdad no quiere que le traiga un gin-tonic, señora?

–No, hombre, no sé… ahora, ¿un café? ¿una tónica? –Mabel se había girado para hablarle improvisando un pakaty piscinero, con una prodigiosa torsión de cuello que le permitía mirarle, pero dejando intacta su popa en aquella indecente posición, incluso balanceándola un poco cada vez que mencionaba una de las opciones–: Es que estoy indecisa… ¿un caña? –culo para la derecha– ¿Un cortado? –culo para la izquierda–. No sé… es la hora tonta.

Eran las 11,30 de la mañana.

Rico se puso justo detrás de Mabel. Desde el otro lado de la piscina, donde estaba el garbancero de su padre no se podía distinguir si estaba detrás o estaba pegado… Dimas sí podía entrever que estaba pegado más que pegado, tanto que Mabel volvió al Pataky y murmuró:

–Pero, ¿qué haces, chico?

–¡No molestes a la señora, Rico! –rugió el padre desde su silla plegable.

–¡Sólo le ayudo a decidirse sobre lo que quiere, papá!

–¡Qué le lleves un gin tonic, coño! ¡Actúa como un hombre!

–Pero, pero… –murmuraba ella. Porque sí, porque el pequeño Rico estaba actuando como un hombre. Pero no en el sentido en el que lo hacía su padre. Porque se había bajado el bañador por delante y dando la espalda a su progenitor, que no podía ver eso, y había desenfundado su rabo para colocarlo entre los dos cachetes de su mujer.

Mabel estaba francamente incómoda, pero no cambió de posición. Al contrario, incluso pareció que por un momento se arrellenaba contra aquel rabo henchido de venas.

–¡Por  Dios, Rico! ¡Deja de hacer eso! ¡Resulta del todo inapropiado!

Dimas creyó más bien que “inapropiado” era el adjetivo como tal, que hubiera sido mucho más ajustado a la realidad otros como “rampante”, “cipotudo” o “inhiesto”. Pero, no “inapropiado” resultaba inapropiado en sí mismo. Y ajeno a su observador y cualquier tipo de error semántico, Rico seguía subiendo y bajando su pene contra el culo de la dulce Mabel.

–¡Qué te va a ver tu padre!

A veces parecía que Mabel quería resistirse, pero era como si sus pies resbalasen un poco en la piscina y en lugar de eso se apretase más y más contra el bajo vientre del salido hijo del hotelero.

–¡Qué pares, Rico! ¡Por Dios!

Para ser una experta en acoso, Mabel no estaba resultando muy ducha. Tampoco es que el diminuto bikini le ofreciese mucha defensa. De haber sido más hábil, Rico estaría llegando hasta la cocina. Es lo que tiene el empacho de teoría, que a veces, naufraga en la práctica.

El chicarrón tenía sus hormonas desatadas y no paraba de restregar arriba y abajo aquella polla infame. La línea del tanguita rosa ya no podía vislumbrarse y ahora sólo se veía aquella verga cada vez más palpitantes recorriendo por fuera los dos cachetes, mientras Mabel parecía más y más indefensa. Dimas pensó en salir del seto e interrumpir todo aquello. Pero al final, pensó, sólo era una chico, un cóctel de hormonas que no se había dado cuenta, él sí, por la mirada turbia, por como se mordía el labio…que Mabel estaba entregada, y sin dar una sola instrucción… Al contrario, aunque de poco hubiera servido: el mozalbete no le hacía ni caso…

–¡Que pares, chaval! ¡Para de una vez! ¡Cómo tu padre nos vea te mata!

–¿Qué? ¿A qué esperas para darle a la señora lo que necesita! –volvió a berrear el gañán del progenitor desde su silla.

–No, no… Todo va bien –balbució Mabel girándose todavía más, más Pataky que nunca, sin dejar que su trasero siguiese indefenso al abusivo roce del chaval…

Y en ese momento, el lechazo salió disparado dejando toda pringada a Mabel… no sólo su pluscuamperfecto trasero, sino toda su espalda, sus hombros, hasta una de sus cejas, las gafas de sol, al haberse vuelto para responder al imbécil del hotelero. ¡Dios, aquel chico era un depósito de semen andante!

–¡No, no… no puedo creerlo! –balbució Mabel.

El chico se tumbó en el agua, de espaldas, satisfecho, ya con el bañador subido. Y ella se sacó la pamela y se sumergió en el agua, intentando que los restos de aquella insana corrida desaparecieran.

Dimas supo leer el partido. Sin ser visto, rodeó el hotel, regresó por delante y corrió hacia la habitación. Se metió en la cama con un libro. Nadie podía decir que la novela “Más allá del hielo” podía producir erecciones como la que él ocultaba bajo la sábana. Mabel llegó visiblemente alterada, a los cinco minutos y medio exactos, sin que su pene hubiese abandonado ni por un momento la posición de firmes.

–¿Qué te pasa, querida?

–¿Qué me va a pasar? ¿Por qué dices que me pasa algo? No… nada… la crema, solar, que me he olvidado la crema solar.

Ella dejó el capazo y rebuscó cerca de la mesita de noche. Dimas aprovechó, el bloque de “Más allá del hielo” quedó a un lado y sujetó a su mujer atrayéndola a la cama.

–¡Pero, Dimas! ¡Dimas, qué te pasa? Oh.. oh…

Con precisión de ingeniero, Dimas se colocó encima y para Mabel resultaba evidente que se alegraba de verle…

–Pero… ¿qué te pasa? ¿Cómo estás así?

–¿Qué como estoy? ¿Pero tu has visto cómo te queda el bikini, niña?

–Ya te dije que era demasiado exagerado… ya.. oh… ah… ¿pero qué haces? ¿Qué…?

Mabel no había podido hacer nada para que su marido con precisión de relojero le hubiese arrebatado el tanga y ahora se abriese paso como una tuneladora con los frenos rotos.

–¡Qué mojada estás, querida!

– Es por haberme remojado en la piscina –mintió ella de la manera más peligrosa, es decir, diciendo una media verdad–. ¡No, Dimas, no son horas, no… ahhhh! ¡Dios, que pollón! ¡Qué pollón, por Dios!

–Es por el mojo picón de anoche –mintió el sin verdad, ni media ni nada.

Y follaron, follaron como si les fuera la vida en ello. Primero se corrió Dimas, como un torrente… y luego ella, con una fuerza que hasta los cimientos del hotel debieron de resentirse. Fue breve.. pero de una intensidad inesperada.

A los cinco minutos estaban los dos mirando el techo… sin resuello. Mabel sólo llegó a decir…

–Te dije que esta ropa tenía mucho peligro.

Tres días antes

Tres días antes habían aterrizado en el aeropuerto de Fuerteventura. El vuelo en un bimotor medio vacío desde Tenerife sólo había estado caracterizado por el desprecio que había mostrado la tripulación, que al parecer vivían como un castigo el tener que servir en aquella ruta.

Después de casi cuatro horas de vuelo y un cambio de avión. La pareja llegó agotada. Para agasajar a su mujer le ofreció comer algo en él aeropuerto, recién aterrizados.

–Un gazpacho… que con esta calor.

La pobre Mabel había salido con la misma ropa que llevaba en Madrid y, claro, en Canarias había casi 15º menos. Se estaba asando con su jersey rosita y sus tejanos blancos. La dejó en la mesa que parecía tranquila pero donde se puso la típica familia con un niño terremoto de unos cinco años.

Y ahí fue el bueno de Dimas, pidió dos gazpachos en la barra y se los sirvieron una especie de vasos grandes de cartón con tapa de plástico. Iba él tan contento, cuando no se dio cuenta que el niño de sus vecinos de mesa no tuvo mejor ocurrencia el angelito de patear la maleta con ruedas de Dimas. Éste iba tan ensimismado en la contemplación de la belleza de su joven esposa que tropezó con la maleta y se fue de bruces al suelo. No hubiera sido un drama si el contenido de los dos vasos de gazpacho, casi un litro en total no hubiera ido a parar íntegramente sobre la desprevenida Mabel. El pelo, el jersey, los tejanos, hasta sus manoletinas blancas… La dulce Mabel convertida por obra y gracia de su torpeza en “Gazpacho Girl”.

–¡Pero, pero…! ¿Qué has hecho? –Mabel hubiera estado roja de rabia si no se viera tan roja de gazpacho.

Dimas se incorporó como pudo:

–Yo… yo, la maleta, el niño… no sé… no entiendo cómo ha podido pasar – balbució el azorado marido.

–¡Mira que eres! –y visiblemente molesta cogió la maleta y fue a cambiarse.

–Ya te limpio yo, amor.

–¡Ya te limpio yo… narices! ¡Como si me hubiera caído una gotita! –y se fue farfullando, irritadísima. El niño del demonio se reía, mientras los malcriadores de sus padres se deshacían en inútiles excusas.

Ellos ya se habían ido cuando volvió Mabel. No la hubieran reconocido. Casi no la reconoció Dimas hasta que la tuvo a un palmo de distancia. Y no sólo por la ropa: estaba roja de ira. Casi como si no hubiese estado más de treinta minutos sacándose gazpacho de encima.

–¡Pero qué demonios te has creído, cabronazo!

Tenía el rostro encendido de rabia. ¿O era de vergüenza? O de las dos cosas. Porque llevaba puestos unos zapatos de tacón de vértigo, tipo sandalia de tiritas negras y un vestido azul oscuro tan minúsculo que doblado con esmero cabría en la caja de una sortija de pedida. La falda todavía tenía algo de vuelo pero sólo llegaba a medio muslo y mostraba la torneadas pantorrillas de Mabel como lo que eran: preciosas, perfectamente dibujadas. Respecto a los pechos, qué decir, apretados, sobresalientes, pugnaban por salirse del escote redondo como melocotones en almíbar dentro de una lata demasiado pequeña.

Cabreada puso la maleta de un golpe sobre la mesa del restaurante.

–¿Se puede saber por qué llevo en la maleta sólo ropa de puta?

–Yo, yo… no sé…

–Míralo tú mismo, cretino.

Dimas miró la maleta. Su mujer tenía razón: sólo había minivestidos, modelitos que mostraban pasión por la lycra… prendas que sólo tapaban lo mínimo, bikinis que de tan diminutos parecían ridículos. El resto de la ropa de baño también estaba marcado por la misma característica común: la escasez de tela. Todos los sujetadores eran push up , cuando resultaba evidente que eso era lo último que necesitaba Mabel, si bien explicaba como ahora tenía frente a él unos volúmenes hasta entonces desconocidos pero no por ello menos hipnóticos bajo aquel ceñidísimo vestido azul. No había ningún calzado plano, y si alguna prenda parecía tenía algún atisbo de normalidad, estaba marcada por alguna característica que la hacían encajar en aquella maleta del pecado: ya fuese una escote de vértigo, una transparencia imposible o unas aberturas inopinadas.

–Yo, yo… Mabel… No entiendo… Bufff. Sólo se me ocurre que cogí por error ropa de mi hermana, de Reme. Cómo es tan desordenada debe haber guardado ropa suya en tu armario, en tus cajones… Con las prisas no me fije, Mabel, lo siento…

–¡Tu hermana Reme tiene una 36, melón! ¡Es mucho más bajita que yo! ¡Yo tengo una 38! ¡Y no hablemos del pecho, Reme tiene un 85B y yo soy 90D! ¡90D, joder!

–Lo siento, te compraré ropa.

Desgraciadamente las tiendas de ropa aeropuerto de Fuerteventura estaban en la zona exclusiva de pasajeros, una zona que ya habían pasado. Y a la que no podríamos volver a menos que volviésemos a tomar un avión. Además el transporte que ya había contratado salía… hacia 5 minutos. Así que Dimas calmó a Mabel, le prometió que le compraría ropa cuando llegasen a Cofete y salieron afuera.

Dimas estaba acostumbrado a ser atractivo. Pelo lacio, mentón prominente, abdomen trabajado. Dimas sabía que se había ligado a Mabel por su atractivo físico. Pero ahora ella le estaba eclipsando, ya no eran la pareja perfecta. De golpe, la nueva imagen de la Mabel superzorrón, le eclipsaba. Dimas siempre se había sentido guapo pero ahora las mujeres ya no le miraban a él, reservaban a su esposa toda su atención, unas miradas de envidia, de odio, de desaprobación, que dejaban helado. Y eso que sólo fueron los tres minutos que tardaron en llegar a la salida y al Land Rover que les estaba esperando. Mabel no parecía notar nada de aquello, sólo el profundo enfado hacia el idiota de su marido.

El conductor se llamaba Pelayo, un tipo bigotudo y con los pelos del pecho que le salían por el borde de los botones de la camisa.

–Pues no pensaba que serían dos –lamentó Pelayo–. Es que voy muy cargado porque tengo que llevar comida y otros enseres para toda la semana.

Echando un vistazo a la exuberante esposa, Pelayo no dudó:

–Que suba ella delante conmigo. Y usted se acomoda detrás, con mi primo Velasco.

Mabel echó un vistazo al primo Velasco: joven, guapo, bronceado y con aire de listillo de chiringuito. Y lo tuvo claro, tal vez para cabrear a su marido y castigarle por su torpeza:

–Ya subo yo detrás.

Mientras Pelayo acomodaba las maletas en el único hueco que encontró detrás. Dimas le abrió la puerta y se quedó escandalizado de cómo se le subía la falda a su mujer al entrar en el cuatro por cuatro. El avispado Velasco, con un palillo entre los dientes se limitó a anunciar:

–Señora, siento que esto vaya a tope. Tendrá usted que sentarse en mis rodillas.

–No importa, Velasco, no importa.

Pero la mala cara de Dimas demostraba que sí, que sí importaba. Cuando vio a su preciosa mujer sentada en las rodillas de aquel patán, con aquella falda tan subida, le hirvió la sangre y cerró la portezuela del Rover de un portazo.

El estilo de conducir del tal Pelayo era más que brusco. Eso sí, a Dimas no se le pasó que se acomodó el retrovisor para no perderse nada de lo que pasara en el asiento de atrás. Y lo que pasaba es que a cada giro, a cada frenada el culito de Mabel resbalaba más y más hacia el abdomen del primo, que de primo tenía poco y de listo, demasiado.

En una de las curvas, en extremo cerrada, los neumáticos chirriaron y Dimas vio como Mabel se golpeaba el hombre contra la pila de bricks de leche que se apilaban a su lado.

–Será mejor que la sujete, señorita –y Velasco le puso las dos manos en la cintura. Mabel notó como con esta excusa la pegaba más a su ya protuberantes genitales. Pero no dijo, nada… Seguía enfadada con Dimas, con la ropa de putón que le había metido en la maleta, con su idea absurda de ir al final del mundo fuera de temporada… con la situación… y con aquel paquetón pegado a sus partes bajas.

Delante, Dimas también estaba inquieto. Y no sólo por el estilo al volante de Pelayo. Sino porque parecía que no conocía el camino…

–Es que hace meses que no voy… Como no es temporada…

Dimas intentó guiarle pero su móvil no tenía cobertura.

–El mío, sí –replicó Mabel desde el asiento trasero.

–Aquí, a la derecha. Ahora siga todo recto… Ahora espere, aguante… aguante.. oh, ahhh, aguante unos 500 metros… y justo… justa… oh, cielos, ohhh… llegará al desvío.

Dimas, sonrió… Las órdenes de su querida esposa no hicieron el viaje menos brusco… al contrario, pero al menos ya no estaban perdidos. Pero el marido notaba la voz de su mujer como azorada, extraña… Sonrió, pensó en sus polvos por GPS… ¡Y se le heló la sonrisa!

–Espere… ahora, no… espera… Aquí en el ceda a la izquierda… Nos abriremos más… Así, así… uauuuhhh, ahhh, ¡Dios, que calor hace aquí! Ahora, entre por ese caminito, no ese estrecho, no… el otro…

Mabel parecía mirar el móvil, pero su cuerpo se sacudía de manera extraña, al menos lo que podía ver Dimas de refilón. Pero claro, ahora estaban bajando y parecía que el torpe de Pelayo cogía todos los baches, se metía en todos los badenes y… aquello era una tortura para los amortiguadores y para los coxis. Difícil saber si los botes de su señora allá atrás eran por el camino rural sin asfaltar o se debían a otras causas menos explícitas… A veces parecía que ella se quería bajar la minifalda, pero al estirar para abajo, sólo hacía que hacer que el escote fuera todavía más pronunciado. Y si los cuerpos botaban, los prominentes senos de Mabel parecían rebotar en cada socavón. Pelayo, por el retrovisor, no se perdía detalle, y gotitas de sudor perlaban su frente y su bigote…

–Más, , más… hasta el final… Ahí, ahí… uy, ay… ¡Qué dura! –jadeaba Mabel con la mirada yendo de la carretera al móvil y del móvil a la carretera… –¡Qué dura la suspensión, quiero decir– pero por sus ojos en blanco, apenas un segundo, podía entenderse otra cosa –Justó ahí… entre ahí… entre esos dos riscos… Ahora hasta el final… ¡Sin miedo! Aaagghhh! ¡Dios, qué bien! ¡Sin miedo! ¡Así… así!

–¿Estás bien, Mabel? –se preocupaba el ya angustiado Dimas, no tanto de que se perdiera el chófer sino de que su mujer se estuviese perdiendo en el peor sentido de la palabra.

–Tú mira hacia delante y estate atento, amor, que todavía no estrellaremos por tu culpa.

–Pero si yo no conduzco…

–Pero distraes al conductor, cariño…

Claro, ella no lo distraía, no. Con las manazas del avispado Velasco apretándole la cintura más y más fuerte, por lo poco que había podido ver Dimas… Y Pelayo, al volante, no había piedra que no pillase, ni recodo al que no se subiese… Aquello era más que una ruta hacia las vacaciones era una cama elástica, con uno de sus pezones que de tanta sacudida ya se le había salido… Pelayo no se perdía el espectáculo…

–No mire tanto hacia atrás, Pelayo, que nos mataremos.

–Si es para no perderme las instrucciones de su señora, caballero.

–Siga, así… así… Ahora por allí, empinado, más, más gas, más que si no…¡se caaaaaaala! Cambie de marcha, meta la segunda, métala bien metida… ¡por Dios!

–Es que rasca, señora.

–¡Cielos! ¡Se va a clavar! ¡A clavar! ¡Joder, joder! ¡Por ahí, recto! ¡Todo recto! ¡Hasta el fondo! ¡Sí! ¡Sí! ¡Ohhhh, sí! ¡Al fondo, así! ¡¡¡Qué bien, señor!!! ¡Qué bien! –rugió ella.

Pelayo detuvo el coche en seco a las puertas del hotel.

–Gracias, pero el mérito es suyo, señora –se atrevió a responder Velasco, que en el colmo del atrevimiento le subió el escote para taparle el pezón rebelde, eso si dándole al mismo tiempo un repaso tan a fondo a ambos pechos que bien de punta que se los dejó.

–Mabel, creo que se te ha caído el móvil –con el último frenazo, el terminal había acabado en los pies de Dimas.

–Es igual –jadeó ella sin fuerza, apoyada en su brazo en el cabezal del asiento de delante –. Ya he llegado.

Dimas bajó del coche hecho un basilisco, indignado. Intentó abrir la portezuela trasera para pillar a su mujer infraganti, pero la maneta iba dura, y la maldita no se abría… Dimas tiraba rabioso, mientras veía como su mujer y el zorruno Velasco hacían extraños movimientos que no sabía como interpretar… o sí.

Al final fue Velasco el abrió la portezuela. Todo parecía estar de nuevo orden. El vestido casi estaba bien colocado y ella parecía despeinada, sofocada y acalorada. Normal para un viaje como aquel en un vehículo tan incómodo. Pero más sentada en las rodillas que en regazo de aquel perillán. Espectacular con aquel atuendo… claro, pero ¿era eso un delito?

Pelayo, el rudo conductor, se puso a su lado, contemplando las largas piernas de su mujer al bajar, de nuevo la falda del estrecho minivestido azul subiéndose, de nuevo, mucho más de lo conveniente.

–Siento que el aire acondicionado no llegase atrás, señor. Pero quién nos iba a decir que iba a hacer este tiempo a principios de marzo. Debe ser el calentamiento global.

Viendo bajar a su mujer pensó que el calentamiento de global nada. Aquel día el calentamiento como tal parecía estar muy, pero que muy localizado.

Dos días antes

Pese al accidentado viaje, nada hacía aventurar a Mabel que 72 horas después estaría bailando al borde de las piscina, calibrando erecciones bajo seis bañadores. La noche anterior, Dimas se había mostrado arrebatado, lujurioso en extremos y tan decidido que desoyó las primeras indicaciones en la ruta sexual a tomar, de manera que su cuerpo se convirtió pura y simplemente en un coto de caza para el único tirador autorizado, el propio Dimas.

Dimas había quedado tan exhausto que durmió hasta media mañana. Ella bajó a desayunar. Tanta actividad la había despertado un hambre de loba.

Cuando volvió, Dimas salía de la ducha.

–Creí que ibas a comprarte ropa en la tienda del hotel.

–Me la han abierto para mí. Pero no tenían nada de mi talla. La verdad es que no tenían casi nada de nada. Por estar fuera de temporada. Dicen que el género no llega hasta mayo, con el grueso de los turistas. Eso sí, me he comprado esta pamela.

La pamela… la pamela apenas combinaba con el minivestido estampado de florecitas con el que Mabel había bajado a desayunar. Era corto pero hubiera parecido casi casto… por delante. Porque por detrás se abría un escote que dejaba toda la espalda al descubierto… bueno, la espalda y algo más. Casi se le veía el inicio del culo, así que tenía que llevarlo sin sujetador. Dimas pensó que habría alegrado la vista a todos los hombres que hubieran estado en el restaurante a la hora del desayuno. La espalda de Mabel, la ladera hacia el placer.

El vestidito, sin embargo, duró poco. Mabel le propuso ir a la playa. Quería hacer surf. Como ella ya había desayunado se fue antes. Dimas bajó solo mascullando su mala suerte: “la traigo a la playa de Cofete y a mi mujer se la meten”, refunfuñaba para sí. Pero lo cierto es que la nueva Mabel, le gustaba… le gustaba en la cama y le irritaba y encandilaba al mismo tiempo fuera de ella. Mabel había protestado el día anterior en el aeropuerto por lo escueto de su atuendo, pero hoy había bajado a desayunar como si nada con un vestidito que le dejaba medio culo al aire. Algo estaba cambiando.

La playa estaba casi desierta pese a la buena temperatura. A unos 200 metros había unos surfistas. Uno de ello intentaba hace algún tipo de acrobacia y los otros dos le grababan con una Go-Pro y una Steadycam. No había muchas olas.

Mabel llegó desde el otro lado. Un capazo al hombro y una tabla de surf debajo del brazo.

–Me he comprado esta camiseta en la tienda de surf de allí al lado.

–¡Hola, chicos! –gritó y el de la Steady la saludó con la mano a lo lejos– Son los chicos de la tienda de surf, han sido muy amables. Me han recomendado esta camiseta para hacer surf. Y me han dejado la tabla sin pagar.

A Dimas no le extrañó que le hubiesen prestado la tabla gratis. Lo que le sorprendió es que le hubiesen cobrado por la camiseta, dado que ésta le quedaba de muerte, blanca, hasta el ombligo, con un fuerte componente de licra o algo así, de lo ceñida y apretada que le iba.  Combinada con la breve braguita brasileña del bikini negro, su imagen eran más que impactante: era de calendario de taller mecánico.

Dimas iba a meterse en el agua con ella, pero a esa hora de la mañana todavía estaba muy fría. O tal vez fuera cosa de la temporada baja. Así que decidió permanecer en la orilla y ver como su mujercita se la componía con el rompiente.

Las olas no fueron benévolas con la pobre Mabel. Al contrario, ella también notó el agua helada y con cada ola no hacía más que lanzar agudos chillidos que resonaban en la playa vacía y no hacían más que llamar la atención ¿de forma involuntaria? del alejado grupo de surferos. Al final no pudo mantenerse sobre la tabla prestada ni unos segundos.

Cuando salió del agua, su amantísimo esposo la ayudó con la tabla. Al momento se arrepintió. Sin ella no tenía nada para taparse y la camiseta blanca se había vuelto transparente, dibujándole aquellas tetas sobrenaturales con toda nitidez.

–¡Dios, es peor que si fueses desnuda!

Y así lo debieron percibir los cuatro surferos pues atraídos como moscas a la miel habían recorrido en el tiempo en que él dejaba la tabla junto sus toallas casi medio kilómetros. Dimas no se explicaba si su velocidad se había debido a sus cualidades atléticas o a lo salidos que estaban. Lo que sí tenía claro es que estaban utilizando sus Go-Pro y la cámara con la “steady” para grabar no las evoluciones sobre las olas sino la voluptuosas curvas de su cándida esposa. Mabel parecía exhausta, helada, y encima Dimas no le había traído la toalla ni nada para taparla. Casi no se movía alargando el momento y facilitando que las cámaras grabasen y grabasen.

Voluntariosamente, Dimas interpuso su cuerpo entre los objetivos y el objetivo de los libidinosos surferos, todos ellos jóvenes, cachas, con cuerpos esculpidos en horas de gimnasio.

–Venga, chicos, aquí no hay nada que ver –y tiró de la mano de su esposa para alejarla de los buitres. Ellos respetaron su especio pero Dimas estaba seguro que siguieron grabando el sexy culito apenas cubierto por la braguita brasileña mientras se alejaban.

Ya en las toallas, ella bromeó con que se había puesto celoso. Y le pidió con picardía que le pusiese crema protectora en la espalda, cosa que él hizo con devoción y por todo el cuerpo. Sin dejarse ni un milímetro. Llegaron tan calientes a la habitación y no sólo por el sol del día mientras avanzaba que no sirvió de nada que les hubieran hecho la cama. La deshicieron con un sexo salvaje, atávico… Dimas se mostró voraz y ella curiosamente despreocupada de indicaciones o medidas preventivas. Dimas chilló pero antes ella había  aullado tanto y tantas veces que difícilmente el conserje tatuado, su hijo adolescente y el botones habrían podido permanecer ajenos a tanto trajín sexual.

Cuando bajaron a cenar, hambrientos, los hombres no podían dejar de mirar a Mabel y Dimas no podía dejar de pensar que estaban imaginando todo lo que habían oído en aquel hotelito que, de repente había dejado de ser tranquilo.

El día de autos

Allí estaba todos: Rico, su padre, el avispado hamaquero Velasco, su colega del alma, el seboso Pelayo; los tres chicos de la tienda de surf, tan guapos y cachas ellos… el botones de mirada perdida que ahora no hacía más que servirle gin-tonics a Mabel… La música cubana surgiendo del gigantesco reproductor de los años 90. Esa mañana Dimas había buscado en internet y había encontrado varios vídeos de su mujercita saliendo del agua con la camiseta de surf marcándole hasta las ideas. Había que buscar: “guarrilla con camiseta transparente en la playa”. Se preguntó cuánto tiempo tardaría todo ese material en llegar hasta la Facultad de Derecho. No sabía qué le inquietaba más: si le iba a perjudicar o si , por el contrario, podía beneficiarle. ¿Qué resultaba más perverso? Dimas tragó saliva, ella bailaba ausente… Mabel, Mabelle… Su bella ahora iba a ser la de ellos… En aquel hotel fuera de temporada… en el que no se podía comprar ni ropa decente ni esperar un actitud respetuosa de nadie…

El padre de Rico se le acercó y le dijo:

–No se lo tome a mal, amigo, pero creo que le está dando demasiado el sol… Parece un bogavante… Debería subir arriba, a su habitación. Y descansar un poco. Si no, cogerá una insolación.

Tal vez tenía razón. Total, Mabel no parecía que fuera a echarle de menos:

–Creo que me subo a la habitación. Me pesa la cabeza. ¡Demasiado sol!

–¡No te marches! ¡Es lo mejor de la fiesta! –y movió las caderas, consciente de que con ellas y ese bikini verde podía hipnotizar a cualquiera. Y más a su propio marido.

Pero ese día no funcionó. Dimas miró los cuerpos esculpidos de los surfistas, se reconoció en sus sardónicas sonrisas, también como esculpidas… y se batió en retirada.

El propietario y su  acompañó hacia la entrada del hotel. Lo último que vio Dimas de Mabel a ras de suelo fue que estaba entre dos de los surfistas, riéndose de lo que decían y con otro vaso en la mano que también le habían dado ellos.

Dimas se sentía fatal. Tendría que haberla defendido, pensaba. Pero defendido de qué, cuando ella estaba encantada. Hubiera tenido que proteger su matrimonio, pero protegerlo de qué: nunca desde hacía años habían estado tan unidos y ella tan entregada. Sentado en la cama, con la cabeza entre sus manos, se dijo a sí mismo que al menos tenía que haber intentado proteger su amor. Pero, protegerlo de qué. ¿Cuándo habían estado más en sintonía? ¿Cuándo habían gozado más de manera mutua? ¿Cuánto se la estarían metiendo…

Se levantó y miró por la ventana. Fue más fuerte que él. Le dolía el alma, sí… Pero no era la única cosa que le dolía y se trataba de partes mucho menos nobles.

Vio a Mabel arrodillada sobre una de las tumbonas, algunas de las pollas le quedaban a la altura de la cara, otras más abajo. Lo guapos primeros, y más cuando estaban tan bien dotados como los dos surfistas a los que se la estaba chupando con fruición. Ahora, tú. No, ahora el otro. Cadencia, perfecto reparto de los tiempos. Los mangos que se habían quedado más abajo, fueron los de Rico y Pelayo: los feos de la función… Pero se los sacudía vigorosa, uno a la derecha y otro a la izquierda. Que un buen sistema de reparto es la base de la igualdad. Rico fue el primero en correrse, pero ¡qué lechazo! Al menos visto desde arriba impresionaba.

El chico había quedado fuera de combate. En breve los surfistas demostraron que los aquellos trabajados abdominales podían aguantar la presión pero no así sus mingas, siempre menos impresionantes… Que cedieron a la succión de labios y juegos de lengua de Mabel… que desde arriba no se veía con detalle, pero incluso así era peor para Dimas porque lo que no veía se lo imaginaba. Y no podía dejar de pensar que a él no se la había chupado nunca. Algo le punzó dentro… envidia. Sin embargo, se sentía extrañamente tranquilo mientras veía como Mabel se dejaba hacer… Encantada de conocerse, de los gin tonics a media mañana y los aperitivos de rabo… Como si fuese consciente de que después de aquellos días de sexo loco en Playa Cofete su futuro sólo podía cambiar en un sentido.

Cuando los dos surfistas se vaciaron dentro y fuera de la sorprendentemente golosa Mabel, su mujer se tiró de cabeza a la piscina… Tal vez para no tener todo aquel semen por su cuerpo, su cuello, su cara, su pelo. Cruzó veloz y viciosa y al otro lado ya la estaban esperando Velasco y Pelayo… el único que no se había corrido en el primer round y que, por lo visto venían atraídos por algo más que los cantos de la sirena inesperada. Entre ambos tiraron de ella para sacarla del agua mientras ella reía alborazada… Velasco no pensaba pedir que le atasen al mástil, el mástil era él y Pelayo no había vuelto a enfundar su instrumento, con lo que estaba claro que pasaba de mitologías.

La sacaron con tanta fuerza del agua que saltó sus pechos, siempre generosos, subieron antes que la tela del bikini verde. Pezones fuera, prejuicios lejos. Velasco la tumbó en una hamaca en la única que había al otro lado, apartó de un manotazo a Pelayo… y de otro la libró de la parte superior para lanzarla al aire. Y tal le encastó su manubrio entre aquellas melones. ¿Quién empezó la cubana de escándalo? ¿Velasco, el listillo? ¿O Mabel, la pechugona sin frenos? La duda duró un segundo porque ahora parecían sincronizados, como si fuera una final de patinaje sobre hielo, sólo que lo que se deslizaba en este caso… No eran los patines…

Velasco también acabó en versión cascada… Pero ya desde donde estaba Dimas no podía oír nada. Y ver poco… De nuevo Mabel pringada de sexo, de semen… de eyaculaciones salvajes… Por suerte nuestra chica tenía recursos y mientras Velasco parecía exhausto bocabajo sobre la hamaca… Mabel se escurrió y se colocó bajo la ducha… Diosa en top less, nereida de las cascadas en versión hotelito turístico. Parecía que todo se había acabado porque el Pelayo el erecto había desaparecido de su campo de visión. Pero el que apareció fue el calvorota tatuado del padre de Rico… Copa en mano. Le dio otro gin tonic. Dimas pensó que lo rechazaría pero no. Mabel esa mañana sólo decía si. Volvieron hacia el hotel caminando por el borde de la piscina. Ella le acompañó con la copa en la mano, él con un botellín de cerveza. El encargado, de repente dejó la cerveza, le quitó la copa de la mano y la volcó sobre una de las mesas que descansaban sobre el césped… Mabel quedó de espaldas y con su culito indefenso Y allí primero le bajó el diminuto bikini. Mabel intentó verlo… el pataky era su especialidad, y aunque Dimas no pudo oírla estuvo claro que el tamaño de la tranca… la mayor de la mañana, la había dejado ciertamente inquieta… Dimas dudó. ¿Por dónde se la estaba metiendo? ¿Por delante desde atrás? ¿Por atrás sin contemplaciones? Parecía que le estaba costando entrar. ¿No estaría suficientemente mojada su mujercita? Después de tanto precalentamiento parecía difícil. Vete a saber. O tal vez, dudaba Dimas, era el diámetro paranormal que se abría paso de manera concienzuda, lenta, mientras el tipejo acompañaba las caderas de ellas, hasta que ¡FLOP! Se hundió hasta el fondo y empezó a entrar y salir como Pedro por su casa. Sólo que no esta vez no era su casa, era su mujer, su Mabel, su vida… La espalda de ella se arqueaba a cada espasmo pero con tamaño falo no era extraño… Además el encargado del hotel no parecía sutil… Más bien lo contrario, le tiraba del pelo, y eso que lo llevaba corto; la embestía una y otra vez, barbotaba palabrejos; y ella, sufría o gozaba o las dos cosas, mi capitán…

Cuando el gañán hotelero se vació… ella entró en el edificio. Suerte del tatuado, porque sin él Mabel hubiera tenido mucho gang y poco bang. Así la perdió de vista. Pero todavía tardó en subir. Casi media hora aún. Media hora de esperarla en la cama con las cortinas cerradas, la luz apagado y la erección más larga de su vida.

Al fina llegó ella, desnuda… sexy… agotada… Mabel le dio al interruptor y lo descubrió así, con gesto grave y el carajo más grave todavía, listo para pasar revista… Sonrió, con cansancio, con aspecto de twist ending, de vuelta de tuerca… de nada será igual después de aquel verano… Sólo que no era verano… recuerden, fuera de temporada.

–Esta noche cariño… mañana te compensaré.

A él le sonó sincero. Como la larga ducha de ella posterior. Mañana volvían a Madrid.

Epílogo

El avión despegó. Iban casi solos. Mabel volvía a vestir tan sexy que era imposible que nadie la mirase: vestido de escándalo 120% de lycra. Si había algo en ese cuerpo que no se marcaba se podía presentar una reclamación en la tienda. Combinado con zapatos con tacones de infarto. Tímidas abstenerse.

No habían despegado que ya Mabel lo llevaba a los asientos del final:

–Te dije que te compensaría.

Y sentados pegados a la cola del avión y con aquel ruido de las hélices a toda potencia… No había que decir más. Le abrió la bragueta y le sacó un sobreexcitado pene con un primor desconocido.

–Vaya, querido, hay más aparatos levantándose en pista. Habrá que tomar medidas.

Y sin más se la metió en la boca con un mezcla de vicio y dulzura difícil de describir. La sensación era alucinante para Dimas… Le hubiera gustado que durase más pero no pudo… Se vino rápido, con todo… Y ella se tragó hasta la última gota…

–No pienses que soy una guarra, querido. Es que no quería manchar el vestido.

El mejor orgasmo de la vida de Dimas, literal. Su rugido quedó ahogado por los rotores y el traqueteo del avión. No acaba de cerrarse la cremallera del pantalón cuando la azafata, la misma que la de la ida pero ahora inusualmente simpática, se dirigió hacia ellos. Dimas ya temía la bronca pero nada más lejos:

–El piloto les invita a visitar la cabina.

–¿Te importa, querido?

–No, claro, ve ­–y lo hizo sólo para vez aquel culo pluscuamperfecto alejándose por el pasillo… Imaginándose lo cachondos que iba a poner a los pilotos y riéndose para sí.

Cogió el móvil. En el aeropuerto se había bajado algunos correos para leerlos durante el vuelo en modo avión. Vio que había uno de su hermana, la pesada de Reme:

Querido hermano:

Muchas gracias por acogerme tan bien. Ya sé que no ha sido fácil. Por eso valoro tanto vuestra generosidad. Y como en breve será tu cumpleaños pensé en tener un detalle contigo. Por eso dejé por ahí  como si nada el folleto de la playa de Cofete. “Un lugar donde todo puede fluir”, ya sabes. Seguro que lo habéis pasado de miedo. Espero que el hotel os hayan atendido como acostumbran… Y que mis amigos de la tienda de surf hayan sido tan amables como siempre… Les avisé de que llegabais. Por la ropa de Mabel, no te preocupes. Fui yo la que la cambié de la maleta, mientras tú llamabas al taxi. Tú hiciste bien el equipaje pero pensé que era mejor un estímulo añadido. Por si las moscas. Porque, qué se le compra a un hombre como tú, un ingeniero de éxito casado con un pibón. ¿Qué se le regala a un tipo que lo tiene todo? Tardé unos días en pensarlo y espero que te haya gustado. Si todo ha salido según lo previsto, querido hermano, te he regalado algo que muchos no tendrán a su alcance nunca: un matrimonio interesante.