Fuego uterino. Capítulo 4. El sobre.

Hasta que volví a ver a Javier, casi a finales de septiembre, me pasé tres semanas sin follar. Desde los dieciséis que nunca había estado tanto tiempo de sequía. No follé porque no quise. Porque los que quisieron mojar el churro conmigo no supieron o no pudieron conseguir su propósito. Fueron, sin embargo, unos días de excitante espera, en los que ocurrieron muchas cosas...

FUEGO UTERINO – CAPITULO 4 - EL SOBRE

FINALES DE SEPTIEMBRE DE 2003

Hasta que volví a ver a Javier, casi a finales de septiembre, me pasé tres semanas sin follar. Desde los dieciséis que nunca había estado tanto tiempo de sequía. No follé porque no quise. Porque los que quisieron mojar el churro conmigo no supieron o no pudieron conseguir su propósito. Fueron, sin embargo, unos días de excitante espera, en los que ocurrieron muchas cosas...

Tras la experiencia de la playa, estuve dos días que apenas salí de casa. Me dolía todo el cuerpo. Principalmente toda la zona del ano. Pero también los senos, a causa de la menstruación. Y la vagina. No era dolor, más bien escozor. Esos dos días los pasé con ibuprofeno, casi sin salir de mi habitación. Esperaba como una tonta una llamada, un mensaje, algo de Javier. Nada.

En cambio, mi madre estaba excitada como una pulga desde que conoció a mi... ¿amigo?. Al principio me pensé que me iba a echar una bronca por salir con un tío tan mayor. ¡Qué va! Lo encontraba guapísimo, super educado y blablablá. No tardé en comprender que en aquella conversación al pie de la entrada de mi casa, Javier le había contado que estaba echándome una mano (nunca mejor dicho) para encontrar una buena escuela de comercio. Y se lo tragó. O eso es lo que pensé yo.

La única cosa que había de cierto era que yo me había matriculado en la escuela superior de comercio de la ciudad. Y supongo que se lo había dicho en el coche cuando me preguntó qué iba a hacer a partir de septiembre. ¿Por qué la escuela de comercio? Porque algo tenía que hacer. O encontrar trabajo. Pero, ¿de qué? No me apetecía trabajar en un McDonald's. La verdad es que me encontraba bastante perdida.

Tenemos, los seres humanos, una capacidad increíble para disociar cuando nos interesa lo que es la vida personal de la vida profesional. Mi vida social y profesional era una mierda. A cualquier otra mujer le hubiera desaparecido toda forma de líbido. En mi caso, vida personal era sinónimo de vida sexual. Y punto. Creedme si queréis pero en aquellos primeros días del mes de septiembre no hice más que rememorar todo lo que había vivido en aquella playa, como un niño que es capaz de ver mil veces los mismos dibujos animados. Y siempre terminaba masturbándome. Tres, cuatro, cinco veces al día. En la bañera, en la cama...Incluso en los lavabos de un centro comercial. Y siempre, mi subconsciente me traicionaba e imaginaba que alguién abría la puerta -siempre un hombre, siempre un desconocido- y en lugar de denunciarme, se sacaba la verga y me pedía que se la chupara. A lo que yo accedía gustosa. Se corría y venía otro...Y otro. Suerte que cuando me masturbo en un tris tras llego al orgasmo que si no hasta a mi padre se la chuparía.

Comencé a masturbarme añadiendo al frotamiento del clítoris la penetración con mis dedos de mi vagina. En los momentos de clímax, probé de hacer lo mismo con mi culito. Necesitaba lubricante. Cuál fue mi sorpresa que chafardeando en la habitación de mi madre, en su mesita de noche encontré lo que necesitaba. No solamente el lubricante sino también, en una bolsa de seda violeta, un vibrador de tamaño considerable. A pesar del riesgo de ser descubierta, aquella misma tarde me di el gustazo de probar en mis agujeritos ambas cosas. Me gustó. Un montón. Hasta conseguí meterme la mano entera. Pero no era lo mismo. Los hombres lo sabéis muy bien: no es lo mismo masturbarse con la propia mano que que sea la de una mujer la que os lo haga. ¿O no?

Aquello lo hice en una ocasión pero no podía cogérselo cada día. Y tampoco tenía un duro para ir al único sex-shop que conocía de la ciudad y comprármelo. Se lo podía pedir a Lucía, pero se había marchado a Montpellier a estudiar para ser asistenta social. Se me pasó por la cabeza llamar a Javier, pero mi orgullo me lo impidió.

En cambio lo que sí que hice fue pedir hora al ginecólogo para que me recetase los anticonceptivos. No tenía ninguna gana de volver al médico que me atendió cuando fui a verlo dos años atrás pero era el único que conocía. En esa ocasión me llevó mi madre. Ese día fuimos sus últimas pacientes. Primero yo. El doctor de origen indú o de por ahí, de rasgos orientales muy marcados, no muy alto y delgado como la reencarnación de Gandhi, y con un nombre impronunciable, se puso las botas conmigo. Me hizo un reconocimiento completo pero limitado a las zonas que más le interesaban: pechos y vagina. Yo tenía dieciséis años recién cumplidos y ese señor era la autoridad médica. Así que si me decía que me desnudara, yo me desnuba. Si me tenía que medio tumbar en aquel sillón y despatarrarme con los pies en los estribos, yo lo hacía. Me preguntó si ya tenía relaciones sexuales antes de comprobarlo con sus propios dedos enguantados en látex. Salí de la consulta con un calentón de campeonato pero sin la receta de la píldora. Consideraba el señor doctor que era conveniente esperar un poco más. Mi madre entró después y estuvo ahí metida más tiempo del que una simple visita de rutina requería. Risitas, murmullos y, tras un momento de silencio, los jadeos y gemidos de mi madre, me acompañaron en aquella sala de espera vacía más de media hora.

La secretaria me dio hora a media tarde, dos semanas después. Me alegró saber que no iba a ser la última paciente. Pero todavía tendría que esperar quince dias. Así que decidí ocuparme de la segunda petición de Javier: depilarme integralmente. Una vez más, eché en falta a mi amiga Lucía. Seguro que ella se hubiera prestado gustosa a afeitarme el coñito. Me puse cachonda sólo de pensarlo.

Unos dias más tarde, tras asegurarme de que no había nadie en casa, me preparé para la ocasión. Me instalé en el cuarto de baño. Puse un cedé de Bob Marley, encendí el porrito de maría que me había preparado y me desnudé. Me puse a bailar al ritmo de “Get up, stand up”, a dar caladas profundas al porro, a sentir como la música y la hierba hacían su efecto, a menearme como una negra jamaicana delante del espejo del lavabo, a darme besos a mi misma mientras me magreaba las tetas... A ponerme cachonda.

Cogí unas tijeras y de pie delante del lavabo empecé por cortar la masa de pelillos rizados que coronaban mi pubis. Veia como caian al suelo e iban coloreando de naranja las baldosas blanquecinas, como si un pintor las pintase con la técnica del puntillismo. Ya los recogería después, pensé. Di una última calada al petardo y lo dejé apagarse en el cenicero.

Acto seguido, me senté en el bidet, con las piernas bien abiertas. Abrí el grifo del agua caliente y me mojé el chochito y alrededores. Apliqué una buena dosis de espuma de afeitar, la misma que utilizaba para los sobacos. No pude evitar unos cuantos tocamientos lascivos al hacerlo. Tenía la impresión que todo cuanto hacía estaba impregnado de contenido sexual. Estaba en un estado de excitación permanente. Casi enfermizo. Y comencé la ceremonia de eliminación de mi vello púbico, mientras sonaba “I shot the sheriff”.

  • ¡Coño! ¡Mira a quién tenemos aquí! - exclamó mi padrastro, con los ojos que se le salían de sus órbitas.
  • ¿¡Qué coño haces aquí!? - le grité.
  • Joder, como huele a porro. ¿Qué estás haciendo? Ah, ya veo... Ya era hora que te afeitaras esa pelambrera...Ja, ja, ja.
  • ¡Lárgate, capullo! - le volví a gritar por encima de la música.

Pero en lugar de largarse se acercó hacia la mini-cadena y le dio al stop. Acto seguido alargó una de sus manos y la llevó hasta mi cara. Por un momento pensé que me iba a abofetear. Me indigné conmigo misma por sentirme como una niña mala a la que habían pillado haciendo una travesura y también por sentirme excitada ante lo que pudiera pasar. En lugar de darme un bofetón, me acarició la cara y el pelo.

  • ¿No te he asustado, verdad? - Siguió acariciándome, cada vez más pegado a mí-. Es que he pasado por la oficina para hablar con tu madre y no estaba. Y he pensado que igual estaba en casa.
  • Pues no, no está – le aparté la mano sin brusquedad -. Y ahora, déjame terminar, por favor.
  • Sí, claro – se separó pero no se marchó -. ¡Qué calor hace aquí!

Entre el colocón que llevaba con el petardo y el subidón de líbido, no tenía la conciencia clara de lo que podía conllevar aquella situación. Yo, desnuda, sentada en el bidet con las piernas abiertas, el coño lleno de espuma de afeitar y mi padrastro que empezaba a desnudarse...

  • ¡Ni lo sueñes! - le espeté. Pero mi reacción le hizo reir.
  • Ja, ja, ja. Estoy seguro de que no te importaría follar conmigo... ¿Ah que no?

Ya lo tenía en porretas, ostentando una señora erección, con el torso y el pubis totalmente depilados. Se dio cuenta de que lo observaba en esas zonas:

  • ¿Te gusta, verdad? A tu madre la pone muy perra que me afeite el vello.
  • Pues a mí no, ¿te enteras?

Hoy en día, con treinta y cuatro años y mi experiencia, hubiera gestionado aquello de otra manera, más contundente, y el que se hubiera llevado la hostia hubiera sido él. Pero en aquel momento, entre lo que mis labios decían y lo que mi cuerpo confirmaba había un auténtico precipicio.

  • Mira, vamos a hacer una cosa, si te parece... Tú sigue depilándote y yo...
  • Y tú te la cascas mirándome...¿Es eso?
  • Putilla y lista como la que más. ¡Me encanta! Pero había pensado a otra cosa... - Y se puso a un metro de mí, agarrándose la polla, con su capullo reluciente señalando mi boquita.
  • ¡Ni hablar!
  • Vamos, mujer...Una mamadita... - susurró mientras me dejaba el glande a medio centímetro de mis labios.

Se me pasó por la cabeza mordérselo pero en lugar de eso, separé un poquito los labios y saqué la puntita de la lengua hasta que ésta entró en contacto con su meato urinario, del cual rebosaban unas gotitas de líquido preeyaculatorio.

  • Así me gustas, niña...Zorra y complaciente... ¡Hummm! ¡Chúpamela! ¡Así! Sí... ¡Arrrggg!

No estaba del todo limpia pero me daba igual. Yo ya estaba en modo ninfómana. Así que le ofrecí un servicio completo y gratuito de felación en casa. Me apliqué como mejor sabía y no tardé en sentir el tembleque pre-corrida que tanto os caracteriza en ese momento.

  • La puta madre que te parió... ¡Ooohhh! ¡Cómo la mamas! ¡Siii!

No sé si refería a mi madre o sólo era una expresión soez, pero la verdad es que ese tío me estaba poniendo cachondísima. Así que, con una mano le agarré la polla por la base para que hiciera de tope y no me la metiera hasta la garganta y con la otra me masturbé frenéticamente. Y me corrí antes que él, soltando unos alaridos agudos que le hicieron exclamar:

  • ¡Esto si que lo has heredado de tu madre! ¡Vaya par de putas que tengo en casa!

Se despegó de mi boca y se la cascó un largo rato mientras yo me rehacía jadeando de mi inesperado orgasmo. Hasta que dijo, sosteniéndome la frente para que me quedara la cara expuesta a su corrida:

  • ¡Abre bien la boca! ¡Así! Mmmmmm... ¡Saca la lengua! Mmmm... Así... ¡Qué perra que eres! ¡Oooaaaggg! ¡Toma lecheee!

Solamente el primer lechazo aterrizó en mi boca. El cabrón me dejó la cara pringada de lefa. Lo insulté pero eso no hizo más que provocar su risa.

  • Pásame la toalla, capullo.
  • Espera...

Y con sus dedos fue recogiendo el semen que me embadurnaba la cara y lo fue llevando a mi boca.

  • Toma, bonita. Lámelo todo, que sé que te encanta.

Y tenía razón. Me estaba volviendo una semen-adicta. Le chupé los dedos como si fueran pollitas, mientras iba saboreando y tragándome aquella lefa con regusto de apio.

  • Quiero follarte, Anna. Y sé que tú quieres que te folle – sentenció mientras iba vistiéndose de nuevo.
  • Lo que ha pasado hoy, no volverá a repetirse -repliqué, abriendo el grifo del agua caliente del bidet.
  • Eso no te le crees ni tú – terminó y se alejó hasta que oí la puerta de entrada, abrirse y cerrarse suavemente.

Y terminé por tener noticias de Javier. El mismo día que tenía visita en el ginecólogo. Pero no cómo me esperaba. Había salido de mi habitación para ir al baño cuando oí que sonaba el repiqueteo de la mensajeria del móvil de mi madre. Ella había salido a comprar al super de la esquina. La curiosidad me pudo y busqué de dónde provenía el sonido de su teléfono. Fue fácil. Estaba encima de la mesa de la cocina. Un Nokia de primera generación, sin contraseña ni nada. Lo abrí. Miré el mensaje:

  • ¿Lo repetimos? A las 15h. Mismo sitio.

De entrada me alegré. Por fin había encontrado a alguien para meterle los cuernos al capullo de mi padrastro. Sin embargo, el número que indicaba la pantalla como remitente... Me era familiar. Corrí a mi habitación a buscar mi móvil y cinco segundos después ya tenía conciencia de la magnitud de la tragedia: Javier se estaba follando a mi madre. Ahora comprendía porqué desde el día de la playa no paraba de acicalarse, maquillarse, perfumarse... ¡Joder!

A pesar de lo enfurismada que me quedé, saber que le había chupado la polla a su compañero cornudo y que éste estaba deseoso de follarme bien follada, eso me reconfortó de mala manera. Y así fue cómo, pocos dias después, llegué a la consulta del ginecólogo de nombre impronunciable.

La secretaria – una mujer de mediana edad maquillada como un putón verbenero y con un escote que dejaba ver un par de melones impresionantes – me tomó los datos personales, repasándome de arriba a abajo, para terminar indicándome la sala de espera. En aquel cuartito pude observar a un par de mujeres de avanzada edad, una de ellas debía ser originaria de algún país latino. Gordas y feas. Pensé para mis adentros que el doctor se iba a poner contento cuando fuera mi turno, por muy profesional que fuera. Pasó una de ellas antes que yo y a penas diez minutos más tarde fue mi turno.

  • ¿Se acuerda de mí, doctor? - le pregunté al entrar mientras le estrechaba la mano. La verdad es que tenía su qué el matasanos hindú o lo que fuera. Lo encontraba más atractivo que la primera vez.
  • Por supuesto, señorita. Y de su madre. A la que, por cierto, no veo desde hace tiempo – comentó con cierta tristeza
  • ¿Ah, no? Pues no sé, yo. Hace tiempo que no hablamos del tema – dije en lugar de soltarle que se estaba tirando a mi “novio”.
  • Y ¿ a qué se debe su visita, señorita?
  • Pues, como la otra vez. Desearía que me recetara anticonceptivos.
  • Hum, hum...
  • ¿Me desnudo? - vamos a ir al grano, pensé.
  • ¿Eh? - parecía sorprendido -. Sí, sí, por favor.

Me indicó una especie de biombo para cambiarme pero no le hice caso y me desnudé allí mismo. Tenía el aire acondicionado un poco fuerte con lo que mis pezoncitos no tardaron nada en ponerse firmes. El se dio cuenta y sin que yo le dijera nada tomó un mando a distancia y el zumbido típico de estos aparatos cesó de inmediato.

Acto seguido, me hizo tumbar en la camilla y poner los pies en los estribos. Cuando se dio la vuelta después de ponerse los guantes de látex, se quedó unos instantes en silencio mientras me miraba con suma atención la vagina.

  • Pero... ¿Qué ha hecho con el magnífico vello rojizo? - parecía que no le gustaba mi calvície púbica.
  • Es reciente. Me lo ha pedido mi novio – añadí con cierta ironía. Me encantaba utilizar la palabra novio.

No dijo nada. Se sentó en su taburete y fue recorriendo con sus hábiles dedos los alrededores de mi rajita, palpando aquí y allá, abriéndome suavemente la vagina. Mi máquina de fabricar jugos se había puesto en marcha. El doctor iba murmurando palabras incomprensibles mientras sus dedos recorrían mis genitales. Cuando los introdució en mi vagina, proferí un gemidito gatuno.

  • ¡Hum! Está usted muy excitada, señorita.
  • ¡Oh, lo siento, doctor! - me excusé retorciéndome dulcemente y llevando mis manos a mis pechos - Doctor... La otra vez me palpó los senos. ¿No lo hace, ahora? - me salió con voz de joven inocente.

  • Eh... Hum... Sí, claro.

Se levantó. Se puso a mi lado e inició el examen mamario. Cerré los ojos mientras sentía sus dedos palpándome las tetas. Me dolían los pezones de tan duros que estaban. Quería que me los tocara, que me los retorciera, que me los pellizcara. Pero él se contentaba con su profesional exploración. Así que me lancé:

  • Doctor... A mi novio le encanta jugar con mis pezones...
  • ¿Jugar? - preguntó al tiempo que cesaba su exploración pero sin dejar que sus manos perdieran el contacto de mis senos.
  • Sí. Me los pellizca. Me los muerde...
  • ¿Y no le duele? - preguntó, y sus manos parecía que empezaban a contornearse sobre mis fresitas.
  • Un poco. Pero también me gusta. ¿Es normal que me guste, doctor?
  • Los pezones...Hum...son una zona bastante erógena – mientras lo decía, me los acariciaba de manera cada vez menos profesional -. Las sensaciones varían según la persona...
  • Mmmmm... ¡Qué agradable, doctor! Mmmmm – gimoteé como una gatita cuando me retorció delicadamente las tetillas.
  • ¿Lo hace así, su novio?
  • Sí...Mmm...Más fuerte...¡Auuu! - me quejé al aumentar la presión.
  • ¿ Le duele ? - me preguntó mientras me los retorcía como si estuviera desatornillando un par de tuercas oxidadas.
  • Sí... Pero me gusta...Mmm... Mucho...Mmmmm.

Una de mis manos buscó su paquete. El doctor se ladeó para que pudiera conseguir mi objetivo. Tal como me imaginaba, lo tenía duro. Se lo apreté con fuerza.

  • Señorita... Eso... Eso no está bien – susurró posando su mano sobre la mía.
  • Hace dos años me hizo una exploración completa – me ayudé de mi otra mano para bajarle la bragueta.
  • Sí...Mmm...Lo recuerdo – se desabrochó el pantalón, que le cayó a los pies; llevaba uno de esos calzoncillos tipo pantalón corto, de algodón blanco-. Estaba usted muy excitada...Ooohhh...Pero, ¿qué hace? - musitó cuando le bajé los calzones. Una hermosa verga cincuncidada, tiesa como una I mayúscula, fina y muy larga, la más larga que habían visto mis ojos, de color marrón oscuro, me señalaba con su capullo del tamaño de una pelota de ping-pong.
  • Fue usted quien me excitó con sus tocamientos, doctor – le así la polla y comencé a pajearla -. Pero fue a mi madre a quien se folló.
  • ¡Aaahhh! ¡Uhmmm! ¿Quiere que...mmm...la...aaahhh...folle?
  • Me encantaría, doctor. Estoy muy mojada... ¡Y abierta! - se lo recalqué abriéndome el coño rezumante de fluidos.

Se subió los pantalones lo suficiente para poder andar hasta su mesa. Abrió un cajón y extrajo un condón. Qué atento, pensé. Pero también pensé que un ginecólogo que tiene preservativos en su consulta es porque debe utilizarlos muy a menudo. No estoy segura de que con mi madre los utilizara.

Justo en el momento en que se situaba entre mis piernas para penetrarme un inoportuno “toc-toc” retumbó en la sala. Y justo después, la puerta se abrió y apareció la secretaria. No debía ser la primera vez que lo pillaba “in fraganti” porque con toda naturalidad, dijo:

  • Perdone, doctor. Ha llegado su esposa con uno de sus hijos... ¿Le digo que pase? - preguntó escapándosele la risa.
  • Eh...No... Enseguida salgo.
  • Muy bien – y salió ladeando la cabeza como queriendo decir: ¡Vaya picha brava!

Con una evidente frustración en la mirada y en la voz, el doctor me invitó a vestirme mientras recomponía su vestimenta. Yo también me sentía frustrada. Deseaba tanto ser follada por mi exótico ginecólogo...

  • La próxima vez que venga, pida cita a última hora de la tarde...Como hacía su madre -sentenció sentándose a la mesa de su despacho y poniéndose a redactar la receta de mis anticonceptivos.
  • Así lo haré, doctor – le dije mientras terminaba de ponerme el vestido.

Me tendió la receta que cogí y puse en mi bolso. Me fui hacia la puerta y cuando estaba a punto de salir me dijo:

  • No me ha pagado.
  • Yo creo que sí – le repliqué guiñándole el ojo y señalándole las bragas que había dejado encima de la camilla.

Al salir de la consulta entré en la primera farmacia que encontré, compré las pastillas y tras cortar parte de la caja, la puse dentro del sobre que tenía preparado para llevarlo a casa de Javier. Dentro, había puesto unos cuantos pelillos de mi pubis. Ahora sólo me faltaba la traca final. Me dirigí al primer supermercado que encontré y que tenía una cabina de foto-matón. Me dirigí directa a ella. A su lado, un vigilante de aspecto taciturno y fornido como un jugador de rugby, bostezaba de aburrimiento. Al verme, le cambió el semblante y sonriéndome me dijo:

  • Hola, hermosura. ¿Qué? ¿Vas a hacerte unas fotos para el carnet de identidad?
  • Je,je,je... Más o menos – le contesté, picarona -. ¿Le importa vigilar que nadie abra la cortina?
  • Claro. ¿Seguro que son para el carnet de identidad?
  • Mmm... Si se porta bien, le regalo una.

Entré en la cabina, cerré la cortina, subi al máximo el taburete giratorio, puse los euros necesarios en la ranura, me puse en cuclillas sobre el taburete, me levanté el vestido y separé mis muslos tanto como pude hasta que el chochito me quedó bien enfocado. Problema: había que darle al botón “start”:

  • Perdone... Señor... Perdone.

Su cabecita apareció tras la cortina.

  • ¡Virgen Santa! - consiguió exclamar, poniendo unos ojos como platos.
  • ¿Puede darle al botón rojo?
  • ¡Ejem! ¡Ejem! - carraspeó incómodo -. Al botón rojo... Veamos... - se metió casi por completo en la cabina, buscando el dichoso botón en mi entrepierna -. ¿Es este? - preguntó acariciando con la yema de su dedo mi clítoris sobresaliente.
  • No, no es este, ji, ji, ji. Venga, espere fuera que aun perderá el trabajo.

Le dio al botón, al bueno. Cuatro flashes en los que intenté abrirme el coñito como pude, sin perder el equilibrio. Después salí de la cabina. El guarda estaba hablando con una mujer, seguramente la jefa. Parecía que estaba echándole la bronca. Pobrecito. Y todo por mi culpa.

Cuando aparecieron las cuatro fotografias, me quedé bastante contenta del resultado. Esperé a que estuvieran bien secas y corte una de ellas. Me esperé a que terminara la bronca y que el vigilante se situara en la zona de las cajeras. Al pasar por delante suyo, le tendí la foto. La cogió, la miró, se ruborizó y me dijo:

  • Termino a las nueve. Vente, iremos a tomar algo.
  • ¡Vale! - le respondí sabiendo que no lo haría.

Media hora más tarde ya me tenéis llamando a la puerta de la casa de Javier. Por la hora que era había pocas posibilidades de que se encontrara en casa. Efectívamente, una voz de mujer me respondió por el interfono:

  • Sí, ¿quién es?
  • Traigo un sobre para el señor Javier P...
  • ¿Quién es, mamá? - preguntó una voz juvenil que supuse era la de uno de sus hijos.
  • Déjalo en el buzón... ¡Zzziiittt! ¡Estate quieto!
  • ¿Quién es? - instía el crio.
  • Que te estés quieto... ¡Paaara!
  • Tengo que dárselo en mano – insistí, sintiendo que allí se estaba cociendo algo extraño.
  • No está en casa...¡Raúl! ¡Mmmmm! Me haces cosquillas...
  • ¿Puede abrirme? Sólo quiere dejar el sobre – dije, sin darme por vencida.
  • … - se oían murmullos incomprensibles.
  • Traeme la bata, cariño... - la tía estaba desnuda, me figuré y al mismo tiempo me dije: ¡joder con la señora! -. Espere un momento. Ahora bajo.

La vi llegar, enfundada en una bata de satén que se sujetaba sobre el pecho con una mano y que apenas le llegaba a la rodilla, altiva y con cara de pocos amigos. Estaba claro que había interrumpido algo que se me antojaba, cuanto menos, sospechoso. Morena, con el pelo muy cortito, delgada; las uñas, por lo que pude ver, muy largas y manicuradas de color rojo. Sin ser guapa, tenía su atractivo. Cuando llegó a la altura de la verja, mi mirada se fijó en la puerta de la que había salido. De pie, apoyado en el marco, un chico nos observaba. Llevaba como única prenda de vestir un bóxer, marcando paquete.

  • ¡Démelo! - inquirió secamente la mujer de Javier. Le tendí el sobre y al verlo añadió: - ¿Qué es esto? Y tú... ¿Quién coño eres?
  • Una amiga de Javier, su marido.

Me di media vuelta y me fui andando tranquilamente, sintiendo su mirada asesina perforarme la espalda. Misión cumplida, me dije.

Lo que pasó en las horas y dias que siguieron os lo contaré en el próximo capítulo.