Fuego uterino. Capítulo 3

Después de que aquellos dos hombres me dejaran el regalito de su esperma, fue el turno del que había elogiado mi melena rojiza, el del rabo equino. Pero, en lugar de ofrecerme su verga, se estiró sobre una toalla y avanzó su cabeza hasta tenerla a la altura de mi sexo.

FUEGO UTERINO

CAPITULO 3 o CAPITULO 2B

FINALES DE AGOSTO DE 2003

En una playa de Cap d'Agde.

Después de que aquellos dos hombres me dejaran el regalito de su esperma, fue el turno del que había elogiado mi melena rojiza, el del rabo equino. Pero, en lugar de ofrecerme su verga, se estiró sobre una toalla y avanzó su cabeza hasta tenerla a la altura de mi sexo. El abuelo sugirió:

  • Abrete bien el coño, chica... ¿No ves que quiere comértelo?

Obedecí con sumo gusto. Me despatarré y con ambas manos, le abrí mi vulva.

  • ¡Hermoso! ¡Y que bien huele! Me encantan tus labios...Hummm.

Siempre han elogiado mis genitales. No acabo de comprender por qué. Para mí gusto, Lucía, por ejemplo, tiene un coño más bonito que el mio, todo mono, pequeñito y cerradito como un kiwi. En cambio, yo tengo unos labios menores que sobresalen aunque lo tenga en modo reposo y que se abren como alas de mariposa. En fin, que sobre gustos no hay nada escrito.

Mientras, ese señor tan amable y tan bien dotado se entretenía lamiéndome el clítoris, succionándolo, dándole golpecitos con la punta de la lengua. Un artista, vamos. Parecía que tuviera una lengua viperina. Ahora la sentía sobre mi botoncito, ahora la sentía dentro de mi vagina. El tipo se relamía como si estuviera comiéndose un panal de rica miel. Y es que mi sexo era como un manantial de fluídos que no sabían como la miel pero que a mi parecer a aquel hombre le encantaban pues no paraba de emitir gargarismos placenteros. ¿O eran los míos?

El abuelo me acercó su falo a la cara. El que estaba encantado con mi hirsuta pelambrera anaranjada me tomó la mano y se la llevó a la altura de su verga. Era un hombre-oso, velludo a más no poder. Javier me instó a que los satisficiera:

  • Chúpasela al viejo, Anna. Muéstrale lo que vale tu boca.
  • Jodeeer – exclamó cuando mis labios se separaron para recibir su tranca debidamente empalmada - ¿De dónde has sacado a esta tía? Dimelo que te la compro, ¡ya! ¡Aaaahhh! ¡La puuutaaa! Hacía siglos que no me hacían una mamada tan buena...¡Jodeeer!
  • Apriétala fuerte. Sin miedo – la verga del oso iba endureciéndose en mi mano, haciéndose cada vez más larga, más gruesa.

Mi cerebro no daba abasto. Jamás había recibido tal cantidad de ínputs eróticos. Mi boca se deleitaba con aquella felación intergeneracional. Mi mano se regocijaba ante aquella maravilla de masculinidad que estaba pajeando. Y mi coño...Era tal la tensión acumulada en mis entrañas, estaba tan i tan cachonda que no tardé nada en dejarle los bigotes y la barba totalmente pringados de las babas que soltaba mi chochete. Y mis grititos y chillidos, medio ahogados por la presencia en mi boca de aquella protuberancia sesentona, se juntaron al ronroneo de las olas rompiendo en la orilla:

  • Siii! Siii! ¡Diooosss!- ¡Nooo! - solté cuando el de la polla equina decidió que ya había terminado su trabajo- ¡Sigueee! ¡Cabróóón! ¡Sigueee!

Aquello fue el colmo para el abuelo que, llamándome de todo menos guapa, se corrió como un campeón en mi boca. No fue una gran eyaculación, poco pero muy espesa y, desde un punto de vista gustativo, estaba riquísima. A saber qué había comido para desayunar. La conjunción de su corrida con el bien quehacer lingual del semental me catapultaron a mi segundo orgasmo consecutivo. Aunque en esta ocasión, mis alaridos quedaron ensordecidos por la deglución del esperma del viejo.

  • La puta que la parió...¡Cómo traga!
  • ¡Mámamela a mi también, chiquilla! Rogaba el velludo.

El abuelo sacó su verga de mi boca y me hizo girar la cara hasta que entró en contacto con la polla del hombre-oso. Olía mal. Vamos, que no se la lavaba como Dios manda.

  • Yo no me meto eso en la boca -dije, buscando a Javier con la mirada. Este, de pie, a un par de metros, se recreaba con lo que veía.
  • Anda, tío... Métete en el agua y lávatela. Así estará saladita – le dijo. Y el señor tan simpático que te ha comido el coño tan ricamente, ¿no te parece, Anna, que se merece un regalo especial?

El tipo que me había ofrecido el “the best of” de los cunnilingus, al oir lo que Javier acababa de decir , se incorporó y entonces me fijé mejor en él. Debía ser tan alto como Javier, o un poco más. Su piel era casi de color chocolate de tan tostado que estaba por el sol. De ojos profundamente azules, que apenas se distinguían entre su cabellera de viejo rockero, su bigote y su barba. Delgado. Atractivo. Super bien dotado. Y con aquel prodigio de la naturaleza que se erguía entre sus piernas.

  • ¿Cuál es mi regalo? - Hasta su voz, que apenas había escuchado, me pareció divina.

El abuelo seguía pegado a mi cara, magreándome las tetas como si fueran masa para hacer pan. Lo aparté sin demasiados miramientos, pidiéndole que se fuera. Protestó, me llamó una vez más “puta” y se puso a decir barbaridades como que tenía ganas de mearse en mi cara, o eso me pareció. Javier lo cogió por los hombros, lo levantó y lo empujó hasta hacerlo caer. Lanzó un montón de improperios pero terminó alejándose, con el dedo mayor dirigido al cielo.

  • ¿Cómo te llamas? - Le pregunté al desconocido, a la vez que me ponía yo también de pie.
  • Ismael -respondió, tendiéndome la mano, que estreché divertida.
  • He aquí un hombre educado. Y, sin soltarle la suya, con la otra le así la polla. - ¡Maravillosamente educado!

El hombre-oso regresó de su particular baño higiénico. Pareció sorprendido por el cambio de decorado.

  • ¡Venga, chiquilla! ¡Arrímate al pilón! - exclamó pensando que estaba diciendo algo gracioso.
  • Lo siento, amigo – le replicó Javier, que se divertía dirigiendo las operaciones-. Has perdido tu turno.
  • Pobrecito, mi osito... - dije, lanzándole un besito-. Sé paciente.

Ismael se tumbó de cara sobre la toalla y me hizo ademán para que viniera a sentarme encima suyo. Era hombre de pocas palabras. Pero se le entendía todo. En mi cabecita se paseaban un montón de pensamientos lúbricos, aunque ninguno de ellos tenía nada que ver con los que pasaban por mi mente tan solo un par de horas antes. Llevaba media hora exhibiéndome como una vulgar putilla. Dejándome sobar como una perrita en celo. Mamando pollas de desconocidos. Dejando que se vaciaran en mi boca, en mi cara, en mis pies. Y, lejos de sentirme humillada, al contrario, mi grado de ebullición alcanzaba temperaturas extremas. Furor uterino, lo llaman.

En ese momento todavía no era conciente de que se estaban fraguando las bases de lo que años más tarde me diagnosticarían como “hipersexualidad”. O sea, que iba camino de ser una ninfómana. Pero como dije en su día a mi sexólogo, jamás desarrollé ningún sentimiento de culpabilidad. Simplemente el sexo se iba a convertir en una adicción. A él le gustó este argumento y durante varias sesiones de terapía intensiva pudo comprobar hasta que punto no sentía ninguna culpabilidad.

Me puse a horcajadas sobre aquel portentoso cipote dispuesta a empalarme hasta el útero. Pero Javier interrumpió el acoplamiento.

  • Un momento, un momento... Ponte esto, chaval – dijo, dándole un preservativo.
  • Me tiene que venir la regla ya... No hace falta – repliqué con la punta que empezaba a abrirse camino entre mis labios.
  • No es por eso, tonta. ¿Te suena de algo la palabra sida? ¿Las enfermedades de transmisión sexual? Tenía razón. Toda precaución es poca.
  • Hey, que yo estoy bien sano... - protestó discretamente el semental.

Mientras, el hombre velludo no paraba de darle al manubrio. Si seguía así iba a terminar corriéndose antes de que pudiera ofrecerle mi boquita como hogar de acogida. Al mismo tiempo, me pareció apercibir un par de hombres que se acercaban y también una pareja. En esa playa, lo único que faltaba era decencia, porque lo que es público...

Ismael se había colocado el condón y se agarraba la verga por su base. El preservativo le cubría un poco más de la mitad de la longitud de su pene. Me olvidé del entorno, de Javier, del desconocido peludo, de los dos que acababan de unirse a la fiesta, y me fui clavando sobre aquel mástil hasta sentirlo tocar el fondo de mi vagina. Su polla se hundió en mí con la misma facilidad con la que un cuchillo caliente corta la mantequilla. ¡Qué delicia! Me sentía llena, colmada, rozando el paraíso. Apoyé mis manos sobre su torso y empecé un movimiento de sube y baja, como el pistón de un motor. Me saqué las gafas de sol. Quería que viera cómo brillaban mis ojos.

Mis manos acariciaban mis senos. Iban de mis pechos a su torso. Mis caderas se movían como autómatas, en movimientos de vaivén verticales. Un nuevo orgasmo acechaba en mis entrañas. Empecé a emitir unos grititos muy agudos que estimularon aún más si cabe la excitación de mi amante de un día. De pronto, sentí como sus fuertes manos me agarraban las nalgas haciéndome abandonar la posición de cuclillas, quedando sentada sobre él. Ahora era él quien me taladraba, alternando el agarre de mi culo con una fuertes y sonoras palmadas en mis glúteos. Y aquello fue el súmmum de mi goce. Lancé una serie de alaridos como si me estuvieran degollando. Y me meé de puro gusto.

Una salva de aplausos de los asistentes, más numerosos de lo que me había pensado – incluso había dos parejas relativamente jóvenes, una de las mujeres preñada de al menos siete meses- rindió homenaje a mi sonoro orgasmo. Me dejé caer exhausta sobre Ismael, que seguía duro dentro de mí. Me abrazó y me morreó con una lengua serpentina que se retorcía en mi boca como si tuviera vida propia. Soy multiorgásmica y cuando los encadeno no tengo límite. He llegado a tener hasta quince orgasmos de una sola tacada. Ese día no iban a ser tantos pero iba por el buen camino.

Nos besamos hasta que me quedé sin aire. Ismael seguía agarrándome las nalgas como si quisiera abrirme el culo, pero sin moverse. No tardaría en comprender por qué. Mejor dicho, para qué. Sentí como derramaban un líquido sobre mi ojete. Como unos dedos hábiles me lo preparaban. Giré la cabeza para ver quién era. Y vi a Javier:

  • Ahora me toca a mí, niña.

Era la primera vez que me penetraban dos hombres al mismo tiempo. Una explosión de intenso placer recorrió todo mi ser. Llegaban a mis oídos un montón de palabras soeces que no conseguía comprender del todo. Pero me daba igual. Estaba disfrutando como una perra en celo. Volví a correrme. Javier me agarró por el pelo y me hizo levantar la cabeza. El hombre velludo vio que era el momento de follarme la boca. Me la metió hasta la garganta. Estaba salada. En varias ocasiones grité para poder liberarme de esa polla que me ahogaba. La sacaba y la volvía a meter. Ismael y Javier consiguieron acompasar sus movimientos para que la penetración fuera total en todo momento.

  • ¡Arrrggg! ¡La madre que me parióóó! ¡Toma leeeche! - aulló el peludo, soltando una potente descarga de semen que fui tragando como pude.

¿Se puede enloquecer de placer? Yo creo que sí. Al menos así lo sentía mi cerebro en aquellos instantes. Todas mis terminales nerviosas recibían una estimulación de miles de voltios. Todo mi cuerpo temblaba descontrolado. Gemía, chillaba, gritaba. Los orgasmos se sucedían uno tras otro. O quizás era el mismo que duraba y duraba.

  • ¡Joder! ¡Ya no aguanto más! - era la voz de Javier, al borde del éxtasis.
  • ¡Sííí! ¡Sííí! ¡Cómo la siento! ¡Señooorrr!

Javier se estremeció hasta casi perder el precario equilibrio que lo sostenía enganchado a mi culo como un perro. Y de pronto, la sacó de mi ano, terminándose de correr sobre mis nalgas.

  • ¡Oh, nooo! No la saque, todavía...¡Me encantaaa!
  • Lo siento, niña... Pero es que tienes un culo que me vuelve loco – y dándome una palmada en el trasero, se levantó.
  • Tranquila, yo no he terminado contigo – divinas palabras del semental insaciable.
  • Ismael...Mmm...

En un tris tras, sin que yo me percibiera del cambio, como si de un truco de magia se tratara, la verga del semental se alojó en mi ano y me puse a cabalgar como una amazona en un rodeo. Empezaba a estar agotada, pero el furor de mi útero reclamaba acción, más y más acción. Ismael me sodomizaba de una manera más tranquila que Javier. Se notaba que tenía un currículum en el campo amatorio digno de la mejor estrella del porno. A la vez que me taladraba el ojete, sus dedos se pusieron a jugar con mis pezones, entre su índice y su pulgar, como si hiciera pelotillas; y cada dos por tres, me los retorcía hasta que un ¡ay!

de mi parte le hacía comprender que la fina línea entre placer y dolor había sido rebasada.

No sabría decir si fueron dos o diez los minutos que duró aquel celestial suplicio. Sé que me entretuve observando al grupito de espectadores. Había tres hombres a los que no había visto antes. Los tres, de pie a dos o tres metros de nosotros, se pajeaban sin cortarse un pelo. Me los imaginé viniendo hacia mí, ofreciéndome sus pollas, obsequiándome con su leche. De las dos parejas, la de la mujer embarazada me llamó la atención. La chica no debía tener mucho más de veinte años, con una cara de vicio que me hizo recordar las palabras de Javier con respecto a su mujer cuando estaba embarazada. Era muy bonita, morena, bajita, con unos pechos que parecían obuses y unas areolas enormes y oscuras, muy oscuras. La chica no perdía detalle de lo que estábamos haciendo. Con una mano, le tenía la polla agarrada a su compañero, marido o lo que fuese y con la otra se acariciaba su prominente vientre.

Cuando Ismael empezó a dar signos de que se le acercaba el clímax, empecé a sentir unas molestias en mis entrañas que tenía claramente identificadas.

  • ¡Mierdaaa! ¡No, por favor! ¡Ahora, nooo!
  • ¿Qué pasa? - preguntó Ismael, alarmado.
  • Esto, pasa – le indiqué señalando mi coño -. ¡Que me ha bajado la regla! ¡Mierda!

Aunque parecía que a Ismael no le importara, a mí me corto el rollo ipso facto. Hay que decir que la naturaleza nos ha jodido bien, a las mujeres: cada mes, a pasar unos días chungos. Además, yo era de esas que tienen la regla mala, es decir, me pongo borde, las primeras horas me duele un montón y tengo que ponerme tampones XL de tanta sangre que pierdo. Así que me olvidé del pobre Ismael y sin mediar palabra me levanté y me fui hacia la orilla, sintiendo como pequeños regueros de sangre resbalaban sobre mis muslos.

Me metí en el agua hasta la cintura y me lavé como pude. El contacto con el agua fría cortó un poco la hemorragia. Aproveché la ocasión para orinar. Hacía rato que me moría de ganas de mear. Y eso que ya se me habían escapado unos cuantos chorritos al correrme. Más o menos limpia, salí del agua y me dirigí directa a Javier, con la piel de gallina y los pezones erguidos como pitones de un Miura.

  • ¿Nos vamos? Tengo que pasar por una farmacia o un super.
  • ¿Y este pobre? - mostrándome a Ismael que, aunque ya se había levantado seguía empalmado como un toro. Ya se había quitado el condón. O... Me llevé instintivamente la mano al ojete, pero este estaba bien cerradito y no noté que sobresaliera nada.
  • Lo siento, cielo – me dijo mi querido semental-. Se ha quedado dentro.
  • ¡Mierda! - exclamé, metiéndome un dedo en el ano, a ver si lo pillaba.
  • Te lo saco yo, tranquila – añadió Javier – Ven, ponte aquí – obedecí -. Así, de rodillas. Bien... Levanta el culo.
  • ¡ Ya se lo busco yo! - exclamó uno de los mirones.
  • ¡Callaos todos, mierda! - grité - ¡Pásadme un kleenex, joder! - Volvía a sangrar abundantemente. Alguien me alcanzó uno.

Me apliqué el pañuelo de papel a modo de compresa. Javier volvió a ponerme una buena dosis de lubricante en el ojete y procedió, cual cirujano experimentado, a dilatarme el ano y a meter dos dedos en mi recto.

  • No lo noto – dijo, mientras todo el mundo se acercaba para ver de más cerca aquella operación.
  • Es igual, Javier. Ya saldrá solo. Por favor, vámonos ya.
  • Espera, niña. No vas a irte con eso dentro... Relájate...

Cerré los ojos. Intenté relajarme. Fui notando como Javier iba abriéndome el esfínter, lentamente, avanzando en el interior de mi recto. A pesar del malestar ocasionado por la menstruación, el saberme observada en aquella posición, con aquellos dedos que me iba penetrando, que me iban sodomizando, encendió una vez más la cajita mágica del placer.

  • ¡Auuu! Poco a poco, Javier. ¿No lo encuentra, todavía?
  • No, niña. Voy a tener que meterte toda la mano.
  • ¡Vaya tía! ¡Una maravilla! ¡Guauuu, que pedazo de putón! - no cesaba de escuchar todo tipo de exclamaciones.

Me estaban haciendo una colonoscopia sin anestesia. Y lo peor – o lo mejor – de todo era que me gustaba. Con la cara ladeada y pegada a la toalla, con una mano me sujetaba la compresa y con la otra busqué la mano de Javier. Le agarré del brazo a la altura de la muñeca. Los cinco dedos ya estaban metidos dentro de mi culo pero la mano no terminaba de entrar. Se había quedado bloqueada a la altura de los nudillos. Ismael se dispuso a ayudarlo separándome los glúteos.

  • Calla, calla... Lo estoy tocando... Sí, sí... Espera...No consigo agarrarlo.

Creo que el propio Javier se sorprendió de mi gesto. En lugar de frenar la acción de su mano, hice lo contrario: con fuerza, se la hice avanzar hasta que consiguió pasar el obstáculo de mi ano.

  • ¡Aaahhh! ¡Ffff! ¡Qué aliviooo! - clamé a los cuatro vientos.
  • ¡Yaaa! ¡Ya lo tengo! Ya puedes soltarme el brazo, niña.
  • Creo que a la niña le ha gustado – dijo alguien del público.
  • Sáquemelo con suavidad, por favor – supliqué.

El proceso de extracción fue más rápido pero también menos placentero, más doloroso. Por fin, Javier sacó la mano y esgrimió ante todos el trofeo conseguido. Una nueva salva de aplausos llenó el aire de un curioso regocijo colectivo. Me dejé caer sobre la toalla. Totalmente agotada. Y con el culo como un bebedero de patos.

Mientras Javier recogía nuestras pertenencias y los espectadores se iban alejando, comentando la jugada, preguntando cuándo íbamos a volver, proponiéndonos diversas guarradas, la pareja con la chica embarazada se acercó a nosotros. Bueno, a Ismael.

  • Mira, tenemos un bungalow alquilado a doscientos metros de aquí. Si quieres te vienes con nosotros... - habló el chico.
  • Preparo algo de comer y podemos pasar la tarde juntos – añadió melosamente la preñada.
  • A mi mujer le gustas mucho – agregó el marido.
  • Hum... De acuerdo. Necesito rebajar esta tensión – respondió mientras recogía su mochila y se la ponía a la espalda – Anna, ha sido un auténtico placer – sentenció lanzándome un beso a distancia. Todo un caballero.

Vimos como se alejaban casi cogidos de la mano, como si se conocieran desde hacía años. Javier se los miraba con una cierta envidia.

  • ¿Le recuerda a su mujer?
  • ¿Eh? Hum, sí, un poco.
  • Váyase con ellos, si quiere - repliqué algo mosqueada -. Pero antes lléveme a casa.

Me puse las bragas que había traído por si acaso, no sin antes cambiarme el kleenex teñido de rojo. Bajada la excitación, el dolor menstrual reapareció y con él, la mala leche que me cogía.

  • No te pongas así, niña – dijo, todo dulzura -. Venga, te llevo a comer a un sitio que te va a encantar.
  • Prefiero que me lleve a casa. No me encuentro bien.
  • Perdona, soy un egoista – me agarró por la cintura y me estampó un morreo de los que quitan el hipo.

Cuando empezamos a caminar hacia el coche me di cuenta de los efectos secundarios de la caza del condón perdido. Andaba como un pato. Me dolía el culo como si me lo hubieran partido. Vaya...

Una vez en el coche, me dejé llevar por el sopor que me entró, fruto de la fatiga, resultado de la actividad frenética a la que mi cuerpo – y mi mente- habían sido sometidos. Recuerdo, eso sí, varias de las cosas que Javier me iba diciendo. Que tenía que tomar anticonceptivos. Que quería que me depilase totalmente el chumino. Que la próxima vez me iba a llevar a un sitio que me iba a encantar. Que...que...que...

Debían ser algo más de las dos de la tarde cuando llegamos a la puerta de mi casa. Al bajar del coche, sentí que me flaqueaban las piernas. Javier me agarró por la cintura justo en el momento en que vi como mi madre volvía a casa. Era lo que menos quería en ese momento, ver a mi madre.

Se acercó a nosotros, con una sonrisa de oreja a oreja. Supuse de que volvía de la peluquería porque llevaba el pelo distinto a como lo llevaba por la mañana, más corto. Iba vestida con una falda de tubo negra, una blusa blanca muy escotada y unos zapatos de tacón de aguja con los que yo sería incapaz de caminar. Mi madre era una mujer guapa. De ojos almendrados, como los míos. Físicamente éramos muy distintas, sin embargo. Yo había heredado la piel y la complexión física de mi padre. Ella era más bajita, con más pecho y más caderas. Más zorra.

  • ¡Buenas! - nos soltó cuando estuvo a nuestra altura.
  • Señora... - Javier le tendió la mano. Mi madre le ofreció la suya, de perfecta manicura, rojo pasión.
  • ¿No me vas a presentar? - preguntó dirigiéndose a mí pero mirando fijamente a Javier.
  • Mamá, Javier. Javier, mamá – contesté sin ganas.
  • Encantada, Javier. - mi madre no le soltaba la mano.
  • El gusto es mío – siguió Javier, divertido.

Corté por lo sano aquella ridícula presentación, le di un beso a Javier – en la boca, eso sí-, cogí las llaves de casa, mis cosas y me dirigí hacia la puerta. Aún estuve a tiempo de escuchar cómo mi madre lo invitaba a subir a tomar un café y como él – por suerte- rechazaba la oferta alegando yo que sé de unas obligaciones profesionales.

  • Adiós, Anna. Te llamaré. Cuídate - divinas últimas palabras.

Pero no fueron las últimas. Me llamó tres semanas después. Justo unas horas más tarde de que yo me hubiera presentado en su bonita casa y que hubiera entregado en mano a su frígida mujer un sobre que contenía...

FIN DEL CAPÍTULO 3 o CAPÍTULO 2B