Fuego uterino. Capítulo 2

El rencuentro tuvo lugar dos días después de su llamada. Vino a buscarme a mi casa. Me pidió que estuviera preparada a las once en punto de la mañana. La sola idea de volver a verle me sumió en un estado de excitación brutal. Me moría de ganas por estar entre sus brazos.

FUEGO UTERINO – CAPITULO 2

El rencuentro tuvo lugar dos dias después de su llamada. Vino a buscarme a mi casa. Me pidió que estuviera preparada a las once en punto de la mañana. La sola idea de volver a verle me sumió en un estado de excitación brutal. Me moría de ganas por estar entre sus brazos. Pero también deseaba explicarle lo que había ocurrido con mi padrastro, lo que había hecho con los chicos que había conocido durante el verano. Quería ver, comprobar, observar si se producia en él un atisbo de celos. Quería sentir que me deseaba. Quería saber cosas de él. Más cosas...

Cuando fui a recoger las notas y el resultado de las pruebas pude conocer su nombre completo y con él, gracias a la guía teléfonica, donde vivía. No llegué a verle en persona pues la casa estaba cerrada. Imaginé que se habían ido de vacaciones. Se llamaba Javier. Y su mujer, Verónica, tal como rezaba la placa metálica de su buzón.

FINALES DE AGOSTO DE 2003

Unos minutos antes de las once recibí un SMS. “Vamos a la playa”. Escueto y preciso, como la canción. La playa no era lo mío. El sol es el enemigo número uno de mi piel. Demasiado blanca, demasiado sensible. No iba a protestar por eso, así que cogí mi protector solar y añadí a mi atuendo, unas sandalias, un pareo, un sombrero, una toalla y un parasol. Y me puse el bañador (no un bikini, un bañador completo, como el que me pongo para ir a la piscina). Y un vestidito floreado, muy ligerito, muy indecentemente cortito. Y me recogí la melena en un gracioso moño.

Un segundo SMS me hizo saber que ya había llegado. Bajé a la calle y allí estaba el “señor”, de pie junto a su coche, camiseta blanca pegada al cuerpo, pantalones cortos; sonriente, bello como un Adonis y jodidamente bronceado.

  • Estás muy guapa, niña. Era la primera vez que me piropeaba.
  • Gracias, señor Javier. Le contesté mirándolo fijamente a los ojos. - Usted está muy guapo, también.
  • Vaya con la niña... Más lista de lo que me pensaba, jajaja. Me atrajo hacia él, me besó en los morros – un nuevo e insólito gesto afectivo- y me sobó las nalgas en medio de la calle. Bien sobadas.

Si mi madre estaba mirando por el balcón, seguro que estaría sacando conclusiones. La tenía super intrigada con ese misterioso hombre que me hacía transformarme con una simple llamada. No tenía una muy buena relación con ella. Sobretodo desde que mi padrastro se vino a vivir a casa. No me gustaba como la trataba ni cómo se dejaba tratar. Sumisa. Como si fuera su esclava. Yo adoraba a mi padre y nunca soporté que mi madre lo tratara con menosprecio y menos aún que le hiciera llevar unos cuernos como los de un vikingo.

Javier me abrió la puerta de su coche -todo un caballero- y me senté, dejando la bolsa con mis trastos a mis pies y el parasol en el asiento de atrás. Me había pintado las uñas de las manos y de los pies de color naranja chillón. Al sentarse a mi lado se percató del esmalte y me dijo que me quedaba muy bien. Empezaba bien, el día. Sin embargo, segundos después de arrancar y antes de que yo le preguntara adónde me llevaba su señoría me soltó:

  • Llevas bragas. Cuando quedes conmigo no quiero que lleves nada de ropa interior, nada. Ni bragas ni sujetador, nada. ¿Comprendes?
  • No llevo bragas, protesté. Llevo puesto el bañador.
  • No es excusa - sin dejar de conducir, puso su mano derecha sobre mi muslo y la deslizó hacía mi sexo. Le habilité el camino separando los muslos y deslizando a un lado la tela de mi bañador. No sé cómo se lo hizo pero consiguió hundirme un par de dedos en el coño. - Además, ahí donde vamos, no lo necesitas. Dijo, ofreciéndome los mismos dedos para que se los chupara.

El sinfín de rotondas que hay que atravesar para dejar atrás la ciudad hizo que se concentrara en la conducción y durante unos minutos nos quedamos callados, los dos. Fue él quien corto el silencio:

  • Ya tienes los dieciocho...
  • Sí.
  • Mejor. No quiero problemas.
  • ¿Por qué iba a tenerlos? ¿Por la diferencia de edad? A mí no me importa...
  • ¿Te excita? ¿Te pone cachonda follarte a un tipo como yo?
  • Sí...Bueno, no.
  • ¿En qué quedamos? Me cogió la mano y me la puso sobre su paquete. Un pilón de mármol palpitaba baja la tela de sus pantalones.
  • Me excita usted. Muchísimo.
  • ¿Sabes qué edad tengo? Se bajó la bragueta. No llevaba calzoncillos. Aquella maravilla de la virilidad se irguió como tótem azteca, altiva, reluciente, flanqueada por un par de testículos dignos de un buen semental.
  • Ya me lo dijo, 44. ¿Y qué? Le dije mientras le iba acariciando la polla.
  • Joder, niña... Jodeeer. Voy a tener que parar...
  • ¿Ah, sí? ¿Por qué? Pregunté con una vocecita de caperucita roja.

Estacionó el coche en una área de descanso. Suerte que estábamos a finales de agosto y que, a esa hora de la mañana, no había mucha circulación. Encontró un sitio algo apartado de la docena de coches que estaban aparcados.

  • He echado de menos tu boca, niña...
  • ¿Sólamente mi boca?

Y me incliné sobre él. Acogí su verga entre mis labios. La lamí. La chupé. Puso sus manos sobre mi cabeza pero, esta vez, sin violencia, acariciándome el pelo, deshaciéndome el moño. Fui yo quien la engulló, gustosamente. Hasta sentir que su vello púbico cosquilleaba mi nariz. Y en aquella ocasión, no tardé en sentir la urgencia de su orgasmo. Es una sensación única, muy difícil de explicar con palabras. Sentir ese prodigio de la naturaleza palpitar en tu boca, presto a abrirse como un surtidor, a escupir su lava blanca:

  • ¡Dioooos! ¡Jodeeer! ¡Aaaggg! ¡Siii!

Una cantidad ingente de semen me inundó la boca, en ráfagas ininterrumpidas, en abundantes chorros. Bebí de aquella fuente con lascivo deleite. No quise perder ni una gota de aquel exquisito manjar. Pero me atraganté y me vino una desagradable carraspera.

  • Señor Javier...Jjjj...Jjjj... ¡Que me ahogo!

Cogí la botella de agua de mi bolsa y me la bebí casi entera. Javier se había echado un poco para atrás, con los ojos cerrados, con un rictus de placer dibujado en su rostro perfecto.

  • Tenía ganas atrasadas, el señor, ¿eh?
  • ¿Qué? Abrió los ojos y me miró casi, diría yo, con admiración.
  • ¿Su mujercita no le hace estos trabajitos? Me volví a inclinar sobre su polla para recoger con la punta de la lengua un goterón de esperma que desbordaba de su glande.

Haber descargado su tensión íntima en mi boca lo había dejado muy relajado, de buen humor y locuaz. Me contó que su mujer trabajaba de enfermera en un hospital público. Que se conocieron jóvenes los dos y que era la hija menor de siete, de un matrimonio muy católico y conservador. Verónica le había dado tres hijos, que tenían, cuando lo conocí, 20, 18 y 16 años. Tres varones.

  • Debería estar saliendo con ellos y no con su padre. Le dijé con ironía.
  • No te durarían ni un minuto, pobrecillos.

Siguió hablando y me explicó que, desde el principio, su mujer era reacia a practicar sexo y menos aun hacerlo de maneras “raras” o “guarras”, como decía ella. Solamente, añadió con nostálgica tristeza, cuando estaba embarazada se había comportado como una mujer fogosa, siempre ávida de sexo, incluso le permitía que la tomara por detrás.

  • Me cuesta creer que sólo fuera así estando preñada...
  • No tengo porqué mentirte. Me imagino que las hormonas le hacían sentirse diferente. Bueno, así fue. Y hace mucho tiempo.

Después, le conté mi vida. La relación con mis padres. Lo que había sucedido con mi padrastro.

  • ¿Has tenido alguna fantasía con él?
  • ¿Con mi padrastro? Asintió. - ¡Nooo! ¡Es un asqueroso!
  • Ya...Todos lo somos, ¿no?
  • Puede... Pero no todos son tan guapos como tú...¡Uy, perdón! Como usted, quería decir.
  • Ja,ja,ja...Mejor así. A ver si me tengo que parar otra vez y darte una zurra.
  • Mmm...¡Qué miedo!

Y que me había ido a la cama con tres chicos diferentes. Siempre intentando sentir que lo picaba, que sentía algún tipo de celos. Se lo tomaba todo como si fuera lo más normal del mundo:

  • Buena como estás, no debes tener problema para encontrar una buena...
  • No diga palabrotas...
  • Y descarada...

Cuando ya estábamos a punto de llegar le dije:

  • ¿Puedo pedirle una cosa?
  • Por esa boquita puedes pedir lo que quieras...
  • No, lo digo en serio...
  • Adelante.
  • ¿Podemos quedarnos solamente un ratito, en la playa?
  • ¿Por...?
  • Es por mi piel... Me quemo enseguida y, bueno, lo paso muy mal.
  • No te preocupes, te pondré mucha crema...

Como vió que lo miraba preocupada, añadíó:

  • Vale. Un ratito y luego te invito a comer una paella. ¿Te va, así?
  • Soy alérgica al marisco.
  • Joder, niña. ¡Toda una princesa!
  • A comerlo... No a que me lo coman...
  • Princesa y graciosa. ¡Prepárate!

La playa era bastante grande. En forma de pequeña bahía. Solamente se podía llegar a ella a pie. Cuando estacionamos el coche, me comentó que a finales de julio o durante los primeros quince dias de agosto, no había sitio ni para aparcar una moto. A mí me pareció que estaba bastante lleno. Lo primero que me llamó la atención (y debo reconocer que mi experiencia en playas nudistas era nula) fue la cantidad de hombres en pelota picada que había. Como lobos solitarios, se paseaban arriba y abajo o se estaban sentados observando algunas parejas que retozaban sobre sus toallas.

Quise que nos pusieramos en la orilla que siempre se está algo más fresquito. A pesar de estar a finales de agosto, era mediodía y el sol picaba un montón. Accedió a mi petición y nos instalamos a unos metros del mar. Plantó el parasol y tendió las toallas sobre la arena. Yo lo miraba embelesada, debo reconocerlo. Y más cuando se despojó de la poca ropa que llevaba. Un dios. Y su verga que parecía recobrar una apetitosa turgencia. El resto del mundo no existía. Y sin embargo estaban allí.

  • ¿Ha estado viniendo todo el verano a esta playa? Le pregunté al ver que lucía un bronzeado integral.
  • No. Es la primera vez, este año. He estado de vacaciones en la costa atlántica. Allí se practica mucho naturismo. Venga, sácate la ropa.
  • Y ¿su mujer también iba a la playa con usted? A ver si la de los celos era yo... Me saqué el vestido por encima y me quedé en bañador.
  • Sí, también... Pero no todos los días. No le gusta ni la playa, ni desnudarse. Sácate el bañador, también. Venga.
  • Me da cosa...
  • Mira a tu alrededor... ¿Ves a alguien que lo lleve puesto?
  • Lo que veo es... muchos mirones. Y no son precisamente unos jovencitos. ¿No habrá un lugar más apartado, pregunto?

Se acercó a mí, me besó de nuevo en la boca, esta vez metiéndome la lengua hasta la campanilla, mientras me bajaba el bañador hasta que me quedó a mis pies. Fue sentir el roce de mis pezones contra su torso, de su verga contra mi pubis, que un manantial de fluidos inundó mi vagina violentamente. Me daba vueltas la cabeza, me hervía la sangre, tenía todos los sentidos en efervescencia.

  • Voy a bañarme. ¿Te vienes? Javier volvía a exhibir una preciosa erección.

Un hombre de unos cincuenta años que iba paseando por la orilla con una mochila a la espalda como único atuendo, llegó a nuestra altura, nos miró y decidió instalarse a pocos metros de nosotros. Javier no le hizo ni caso y se fue corriendo hacia el mar, entrando de cabeza al agua.

Me arrodillé. Me recogí el pelo de nuevo. Me puse el sombrero y las gafas de sol y me recliné, buscando en mi bolsa el protector solar. Cuando me senté me percaté de media docena de ojos que me escudriñaban sin ningun pudor. Tres hombres me examinaban como lobos a su presa antes de atacarla. Practicamente no recuerdo ni cómo eran. Me acuerdo principalmente de sus miradas. Suerte que estaba con Javier. O no...

Javier salió del agua y vino hacia mí. Su erección se había calmado. Un poco. Vio que estaba ponièndome crema protectora en los brazos. Echó una ojeada a nuestro alrededor y sonrió:

  • Tienes público, niña.
  • Sí, ya me he fijado... Es como si estuviera rodeada de muchos padrastros.
  • Je, je.. No están acostumbrados a ver un bellezón como tú. Anda, déjame hacer a mí...
  • ¿El qué?
  • Ponerte el protector... Túmbate.

Tenía una manera de hablarme que me dejaba atónita. Dulce y autoritaria a la vez. Hice lo que me pidió pero me quedé apoyada en mis codos. Quería verlo.

Se arrodilló junto a mí y me untó el cuello, los hombros, el vientre. Me acarició hasta que la crema fue absorbida por mi piel. Volvió a ponerse crema en la palma de las manos y la aplicó sobre mis pechos, en masajes circulares, sin siquiera rozar el pezón:

  • Me encantan tus tetas. Son como dos peritas en dulce.
  • Hum, ya lo veo, ya. Murmuré al observar que volvía a estar empinado.

Acercó su boca a uno de mis mamelones y se puso a succionarlo como si estuviera mamando. A pesar del placer que experimentaba, reaccioné inquieta por la presencia de aquellos mirones.

  • Javier, nos están mirando...Mmm... Ahora me mordisqueaba la punta.
  • Lo sé... Vamos a darles lo que quieren, ¿eh, niña?
  • ¿Por eso me ha traído a esta playa? ¿Para exhibirme?
  • ¿Sabes? Creo que te gusta... Dijo al mismo tiempo que metía su mano entre mis muslos.
  • No...Mmm...No me gusta...Mmm
  • A mí no me lo parece...Tienes el coño hirviendo. Tócate. Necesito las dos manos para terminar de ponerte la crema solar.
  • No. No me da la gana. Le repliqué. En ese instante vi como todos los hombres -creo que eran cinco, sí, eran cinco- se habían acercado lentamente y ahora ya estaban tan cerca que podía describirlos sin problema. Sin embargo, lo único en lo que me fijé es que casi todos se agarraban la verga y se la cascaban impunemente.
  • Tú harás lo que yo te diga. ¡Tócate! Me agarró por la muñeca una de mis manos y la condujo hasta mi chochito. Enséñanos cómo te masturbas.

A partir de ese momento debo confesar que perdí toda la poca voluntad de oposición que me quedaba, si es que tenia alguna. Me abondoné a mis propias caricias sin cerrar los ojos, sin dejar de mirar a aquellos predadores, sus miembros altivos... Javier, mientras tanto, me untaba los muslos y las piernas de leche protectora, haciendo que me quedaran bien abiertas.

  • Lo estás haciendo muy bien, Anna... ¿Qué les parece a ustedes, señores? Acérquense, acérquense...
  • Está buenísima. Dijo el primero, un señor calvo y obeso, con un pene que apenas sobresalía de su mano.
  • ¡ Y pelirroja! Exclamó el segundo, un tipo de edad indefinida, de cuerpo fibroso, muy moreno y con un rabo que le colgaba entre las piernas y le llegaba hasta medio muslo.
  • Es el coño más hermoso que he visto en mi vida...¡Y peludo! Ya no se ven muchos así, por aquí. Felicidades, chica.
  • ¿Qué edad tiene esta putilla? Preguntó el cuarto, el que parecía más viejo de todos.
  • Dieciocho. -Le contestó Javier. ¿Y usted, amigo?
  • ¡La puta! Cada vez empiezan más jóvenes... Tengo una nieta de su misma edad. Pero ni está tan buena ni es tan zorra, jajaja.

Javier se había levantado, cediendo su lugar a aquellos hombres que, seguramente, iban a considerar su gesto como la autorización tácita para atacar a su presa. Yo estaba como hipnotizada. Seguía con mi mano sobre mi sexo, sintiendo su humedad, las palpitaciones de mi clítoris, en la yema de mis dedos. El quinto individuo, de aspecto dejado, como un vagabundo pero en pelotas, se arrodilló a la altura de mis pies y cogiéndolos entre sus manos empezó a masajearlos, limpiándolos de arena y, sin mediar palabra comenzó a lamérmelos.

  • ¡Me hace cosquillas! Exclamé, intentando zafarme de sus garras. Pero no se amedrentó y siguió lamiendo, chupeteándome los dedos hasta metérselos en la boca.

Como si se tratara de aquel juego infantil que consiste en meter la mano a ciegas dentro de una caja y adivinar qué objetos contiene palpándolos uno a uno, comencé a sentir sobre mi cuerpo una multitud de manos que me tocaban, me magreaban, me sobaban. Dejé de mirarlos. Dejé de tocarme. Y me ofrecí a ellos.

Unos dedos me pellizcaban los pezones. Otros se hundían en mi pubis, en mi coño. Sentía como unas manos anónimas recorrían mis muslos, mis piernas, mi vientre. De repente, sentí como me agarraban por los tobillos y juntaban mis pies alrededor de una verga, utilizándolos para masturbarse. Era el vagabundo nudista, el que no hablaba. Yo nunca había masturbado a ningún chico con mis pies. Ni siquiera ninguno con los que había estado les había prestado la más mínima atención. Fue mi primer “feet job”. También fue el primero en correrse. Lo supe porque empezó a agitar mis pies como un poseso, como si fueran dos partes de la misma coctelera hasta que profiriendo un bufido animal descargó su semen sobre ellos.

Como si aquello hubiera sido el pistoletazo de salida de un gran premio de corridas, el segundo, el gordito, acercó su pene a mis pechos y, pidiéndome que lo mirara, se la cascó hasta eyacular. Una de las cosas que no tardé en aprender es que el tamaño de la polla no tiene nada que ver con la cantidad de esperma que un hombre puede expulsar. Aquel tipo debía saberlo porque al correrse orientó su mini-verga hacia mi cara, con lo cual recibí toda una serie de lechazos en pleno rostro. Javier se echó a reir y exclamó:

  • ¡Caray! Me había olvidado de ponerte crema en la cara, jajaja. Suerte que este señor tan amable ha pensado en ello, jajaja.
  • ¡Y en los pies! Espetó el abuelo. Y en el culo... ¿Ya le has puesto en el culo?

Mis recuerdos no son nítidos. Sé cómo me sentía, eso sí. Me notaba mareada, ebria. Como si me hubiera fumado un porro. Me veía a mi misma como una estrella del porno en un festival erótico. Estaba ofreciendo placer a unos desconocidos que, cómo mínimo, eran treinta años mayores que yo. Lo malo, o lo más curioso, era que su placer era el mío. Me excitaba sobremanera verme así, sentirme así. Busqué a Javier con la mirada, con la cara cubierta de lefa de otro hombre, y le dije:

  • ¿Era esto lo que quería? ¿Le excita verme así? No había lástima en mis preguntas. Eran como un desafío.
  • Lo que me excita, Anna, es ver cómo disfrutas al máximo de tu sexualidad.

Me giré y busqué en mi bolsa un paquete de kleenex. Saqué un par y me limpié la cara como pude. Los dos hombres que habían eyaculado ya se habían largado. Los otros tres seguían allí, sentados o arrodillados a mi lado. Pero habían parado sus manoseos. Escuchaban nuestra conversación como en espera de nuevas instrucciones. Se las di yo misma.

  • Vale... Entonces... ¿Quién es el siguiente?

FIN DEL CAPÍTULO 2