Fuego uterino

Por cierto, me llamo Anna. Soy medio francesa, medio española. Mis características físicas las iréis descubriendo a medida que avance mi relato pero si que quiero avanzaros que soy alta, bastante más alta que la media, de complexión delgada y pelirroja, con un millón de pecas repartidas por todo el cuerpo, principalmente en los brazos, piernas y en la cara.

FUEGO UTERINO

Capítulo I

Hace unos dias me enteré de la noticia del fallecimiento de un viejo amigo. Sufrió un accidente en la carretera. Murió en el acto. Tenía 61 años. He utilizado la palabra amigo pero mejor hubiera sido llamarlo amante, maestro e incluso, amo. A él le debo todo cuanto soy, lo bueno y lo malo. Fue él quien me hizo descubrir mi verdadera naturaleza, de la que no me avergüenzo en absoluto.

Hoy tengo 34 años y lo conocí dos semanas antes de cumplir los 18. El tenía, pues, 44 años. Voy a intentar contaros cómo fue esa experiencia. Y empezaré con nuestro primer encuentro.

Por cierto, me llamo Anna. Soy medio francesa, medio española. Mis características físicas las iréis descubriendo a medida que avance mi relato pero si que quiero avanzaros que soy alta, bastante más alta que la media, de complexión delgada y pelirroja, con un millón de pecas repartidas por todo el cuerpo, principalmente en los brazos, piernas y en la cara.

Y ahora, empecemos...

JULIO DE 2003

Era mi última oportunidad de obtener el título de bachillerato en Francia. Las pruebas escritas habían ido bastante mal y ahora necesitaba recuperar los puntos necesarios en dos pruebas orales específicas: filosofía y contabilidad (la asignatura principal de mi bachillerato profesional). Por la mañana pasé la de filosofía y no me fue nada bien. No creía que hubiera podido recuperar ni un miserable punto. Me crucé con otros compañeros y compañeras que estaban en una situación similar a la mía. Lucía, una amiga, me comentó que ya había pasado con el examinador de contabilidad:

  • ¿Cómo te ha ido? - le pregunté.
  • No sé, chica... Creo que bastante mal...
  • ¿Y qué tal es, el profe?
  • Madurito... - me contestó con una sonrisilla pícara.
  • Eso no me ayuda mucho... Dime algo más...
  • Pues que está muy bueno...Pero que muy bueno.

Nos despedimos deseándonos suerte y citándonos al día siguiente para llorar o reir juntas ante los resultados finales. Comprobé la hora en la que debía pasar la segunda prueba y al ver que era por la tarde, decidí volver a casa, comer tranquilamente y arreglarme un poco más, en un intento de utilizar mi físico como aliciente, que nunca se sabe.

En aquella época llevaba el pelo muy largo, a menudo recogido, pero decidí soltármelo. Me cambié de ropa y me puse una blusa bastante escotada y una falda corta, de tubo; unos zapatos con un poco de talón y un poco de maquillage. Al verme en el espejo sentí una ligera excitación, que en mi caso se traduce casi automáticamente en un sonrojo evidente (tengo la piel tan blanca que el mínimo aumento de la temperatura corporal se refleja en mi rostro), en un endurecimiento de los pezones, también evidente, y en una humedad creciente en mi rojiza intimidad, ésta sólo evidente para mí.

Hasta los 14 años, mi cuerpo no me gustaba. Era la más alta de la escuela. Era espigada, desgarbada...Los chicos apenas me miraban y si lo hacían no era para decirme palabras bonitas. Pero a partir de los quince, sobretodo, me cambió el metabolismo, me crecieron unos hermosos pechos y se me despertó de manera brutal la sexualidad, hasta ese momento adormecida. Tuve mis primeras experiencias sexuales con chicos de mi edad o un poco mayores y, francamente, me quedaba casi siempre bastante decepcionada. Sin embargo, curiosamente, en el instituto empezó a correr el rumor de que yo era una chica fácil, abierta a todo y a todos, bastante “guarrilla”, en palabras de algunos con los que estuve y de algunas que debían sentir cierta envidia. Si por “guarrilla” se entiende que me gustaba probarlo todo: el sexo oral, el sexo anal, el sexo, vaya; pues sí, era una guarrilla. Solamente con alguna amiga íntima como Lucía explicaba cómo me iba con tal chico o con tal otro, con algún detalle picante, siempre con un porro en la mano. Lucía y yo llegamos a coquetear un poco más allá de lo decoroso, mientras nos explicábamos aquello que más nos gustaba hacernos o que nos hicieran. Aún hoy recuerdo el sabor de su sexo abierto y jugoso, cómo imagino que ella recuerda el sabor del mío. Pero estaba claro que tanto a ella como a mí -quizás más a mí que a ella- nos gustaban más los chicos, los hombres, que las chicas.

Volvamos a ese día de julio de 2003. Estaba sentada ante la puerta de la sala en la que debía desarrollarse la entrevista examen. Era la última candidata de ese examinador. Me sudaban las manos, las áxilas. Tenía la sensación que el olor de mi sudor podía olerse a la legua. Por fin, la puerta se abrió y un hombre alto, corpulento, guapísimo, me acogió con una sonrisa que me hizo sudar todavía más. Una vez dentro me indicó una pila de documentos y me pidió que me los mirara y que escogiera uno. Eran balances contables.

Me dio tiempo para que los ojeara y terminé por escoger el primero. Mientras lo hacía, sentí que me observaba sin dejar de sonreir. Era una mirada llena de sobrentendidos, una mirada que se paseaba por mi pelo, que se fijaba en mi escote, en las puntas de mis pezones que presionaban la fina tela de mi blusa, en mis largas piernas...Y su sonrisa, una sonrisa carnívora. Lo miré y creo que adivinó enseguida dos cosas: que estaba demasiado nerviosa y que su presencia me intimidaba más de la cuenta. Me pidió que me sentara delante de él y me preguntó cuántos puntos necesitaba para obtener el diploma. Mi respuesta hizo que se riera discretamente. Me hizo saber que esos eran muchos puntos pero que nunca se sabe, que si respondía correctamente a sus preguntas igual podía conseguirlos. Pero no fue así...

La evidencia de mi fracaso ese día, la claridad con la que apareció la escena en la que decía a mi madre que no lo había conseguido, la bronca que me iba a llevar, la dificultad de aceptar que debería repetir curso y, también, el hecho de que ese profesor seguía mirándome de manera cada vez más lasciva, me hicieron romper en sollozos y hablar con palabras que en ningún momento pensé que iba a pronunciar:

  • Señor, haré cualquier cosa para tener los puntos que me faltan...
  • Vaya, señorita... Este análisis contable me gusta... ¿Cualquier cosa? - me preguntó, y tanto el tono de su voz como su semblante habían cambiado. Supongo que estaba evaluando riesgos y beneficios.
  • Sí... - susurré apenas.
  • ¿Qué edad tienes?
  • Dieciocho. Mentí.
  • Tengo tu dossier delante, niña. Los cumples dentro de dos semanas.
  • Perdón.
  • No me vuelvas a mentir, ¿comprendido? - el tono era duro, autoritario.
  • Sí, señor... Lo siento.
  • Mira... Déjame calcular qué nota debo ponerte para que tengas esos puntos... Se tomó un larguísimo minuto para calcularla. Por mi mente empezaron a pasar diversas imágenes: ¿me iba a pedir una felación? ¿se contentaría con tocarme o con que le enseñase alguna parte de mi cuerpo?. Me sentía extremadamente vulnerable y a la vez tremendamente excitada. Miró su reloj: - Ahora son las cuatro de la tarde. Dentro de una hora espérame delante de la puerta del hotel Fórmula 1 que está al lado del instituto.
  • Pero... - no era una protesta, pero estaba tan perpleja que no se me ocurrió nada más que añadir: - Mi novio me está esperando fuera – volví a mentir.
  • Mira, niña... Yo voy a ponerte la nota que necesitas. A continuación, iré al hotel y si no estás volveré aquí y la cambiaré por la que deberías tener. Así que...tú misma.
  • Quiero mi diploma. Conclui sin osar mirarlo a la cara.
  • Lo tendrás, lo tendrás. Ahora, antes de marcharte, disimuladamente, quítate las bragas y dámelas.
  • Mi novio... ¿qué dirá? Me sentía patética.

El extendió la mano esperando mi prenda interior. Con dísimulo, me saqué el diminuto tanga, lo hice deslizar hasta mis pies, lo cogí y lo deposité en su mano. Lo cogió y deslizó el pulgar y el índice sobre el triángulo de algodón que segundos antes se pegaba a mi sexo. Sonrió satisfecho.

  • Un sacrificio por una buena causa... Tu novio lo comprenderá, ¿no?. Terminó depositando mis bragas en su cartera. - Dentro de una hora, señorita.

Fue la hora más interminable de mi vida. Por suerte no me crucé con ningún conocido porque creo que se me hubiera notado tanto que estaba a punto de hacer algo “malo” que no hubiera sabido qué responder a la más trivial de las preguntas. Iba a entregarme a un hombre mayor, casado -pues había visto que llevaba una alianza- y en lugar de sentirme avergonzada, al contrario, me sentía con tal grado de excitación y mi cuerpo estaba reaccionando tan deprisa, que me tuve que encerrar en el baño unos buenos minutos para intentar reflexionar. Sentada en la taza del váter, me toqué. Dios, estaba empapada. Los pezones me dolían de tan duros que estaban. Mi botoncito sobresalía pidiendo mis caricias. No, no, no. No debía masturbarme, ahora. Piensa, Anna, piensa, me decía a mi misma. Y me volvieron las palabras del profesor: un sacrificio por una buena causa... Mi diploma.

Llegó a la puerta del hotel a las cinco y cuarto. Sonrió de nuevo al verme. Me pidió que esperara allí mientras el cogía una habitación a través del cajero automático. Un grupo de hombres que parecían de algún país del Este, me observaba y se comentaban cosas entre ellos, riendo oscenamente. Debían pensar que yo era una prostituta. ¿Lo era?

  • Ven...Subamos. Ordenó cogiéndome de la mano. Lo seguí como oveja que llevan al matadero.

Subimos dos pisos. Abrió la puerta de la habitación y entramos. Se dirigió hacia la ventana y bajó la cortina. La temperatura era asfixiante. Puso a tope el aire acondicionado. Yo seguía plantada en la entrada, sin moverme, sudando la gota gorda, temblando como una hoja.

  • Yo he cumplido mi parte. Ahora te toca a ti. Date la vuelta y apóyate con las manos en la puerta.

Lo hice tal como me pedía. Se acercó a mí y me levantó la falda por encima de las caderas. Llevó su mano a mi entrepierna. Uno de sus dedos se hundió en mi sexo.

  • Joder, niña...¡Estás que ardes! Separa un poco las piernas...

Oi como se desabrochaba la bragueta. Como mojaba con su saliva su pene. Y acto seguido, me penetró. Fuerte. Duro. Sin preámbulos, sin miramientos. Fue como si una tea ardiente me partiera en dos. Yo gemía y gemía. El emitía a cada embestida un sonido gutural más propio de un animal que de un ser humano. Y me corrí. Tuve un orgasmo extraordinario. Me temblaban los muslos, el vientre. Y él seguía perforándome las entrañas, sin pausa, con la violencia de un martillo hidráulico.

  • Por favor -llegué a balbucear entre gemidos-, no eyacules dentro de mí...
  • Tranquila, niña... No te voy a preñar. Pero no me tutees. Háblame siempre de usted. ¿Queda claro?

Siguió follándome en aquella posición hasta que consiguió que me corriera por segunda vez, chillando como una cerda degollada. Entonces, se salió de mí y me dio la vuelta. Instintívamente dirigí mi mirada hacia su pene. Quería verlo, admirar aquel pedazo de carne que me había estado llenando hasta los ovarios. Era magnífico. No era muy largo pero sí que era muy grueso. Como una mano de mortero. Acerqué mi mano hasta tocarlo. Lo agarré con suavidad. Hasta la palma de mi mano se excitaba con su contacto.

  • ¿Te gusta, verdad? Desde el primer instante en que te vi entrar por la puerta del instituto sabía que eras una chica mala.

Se apartó de mí y me pidió que me desnudara. El hizo lo propio. Yo no podía apartar los ojos de ese hombre, de ese cuerpo...De su torso velludo, de su abdomen sin un dedo de grasa, de sus brazos todo músculo, de sus muslos pétreos...De su rostro maravilloso. Yo me quedé en bolas, un poco intimidada por tanta virilidad. Seguíamos los dos de pie.

  • Ven, siéntate. Me ordenó, mostrándome con la mirada la cama. Me senté en el borde. Se acercó hasta que su pene quedó a la altura de mis pechos. - Mejor ponte de rodillas. Era claro lo que deseaba.

No me hice de rogar. Es más, lo deseaba con todo mi ser. Quería ofrecerle mi boca para que descargara en ella toda su testosterona. Su glande, como una pelota de pingpong, tenía el gusto de mi vagina, de su líquido preseminal. Le gustaba lo que le estaba haciendo pues no paraba de alabar las habilidades de mi boca. Me asió con firmeza la cabeza y adentró su pene cada vez más en mi boca. No era, ni mucho menos, la primera vez que practicaba una felación -la primera a los quince años y apenas duró unos segundos antes de que el chico descargara, sin avisar, todo su semen. Pero sí que era la primera vez que me follaban la boca de esa manera.

  • No cierres los ojos. No dejes de mirarme – decía mientras me presionaba la cabeza hacia él hasta sentir como el glande me penetraba la garganta. Me vino una arcada. Me tiró del pelo hacia atrás. Me lloraban los ojos. Me faltaba el aire. - Te queda mucho qué aprender, niña. ¡Otra vez!

Si bien el rato que estuvo follándome la boca no fue para mí igual de placentero que lo era para él, si que sentía en mi interior una especie de llama de lujuria, un cortocircuito intenso que hasta ese momento jamás había sentido. Puse toda mi voluntad en hacerlo bien. Quería que se sintiera a gusto conmigo. Deseaba que quisiera volver a poseerme. Otro dia. Y otro dia. Quería que sintiera que era suya. Ansiaba que se corriera en mi boca. Que me llenase de su savia, de su jugo viril. Pero sus deseos eran otros.

  • Bien, niña. Bien. Mejor de lo que me esperaba. Ahora ponte a cuatro patas. Quiero conocer tu culito.

Me ayudó a levantarme y me puse como me dijo, como una perrita. No tardé nada en sentir sus manos sobándome las nalgas, abriéndolas. Desde siempre, cuando me pongo en esta postura me siento tan hembra, tan primitiva...

  • Joder, ¡hasta el agujero del culo lo tienes pelirrojo! - Exclamó. Sentí como escupia sobre mi ojete. Me introdució un dedo. Parecía el pulgar. Y un segundo, seguramente el otro pulgar.

De mis primeras experiencias de sodomización, aprendí que lo más importante para obtener una penetración más fácil para él y más placentera para mí era relajarme, concentrarme en mi esfinter como si estuviera apretando para ir de vientre.

  • ¿Le gusta, señor? - le pregunté con voz insinuante, abriendo mis nalgas con mis propias manos.
  • ¡Cabrona! ¡Pelirroja como una zorra! - exclamó encarando su verga en mi ano.
  • No me hagas daño, por favor. Susurré melosamente. Pero me equivoqué porque me arreó un tremendo azote: - ¡Auuu! Grité.
  • ¿Qué te he dicho? ¿Eh?
  • Perdón, perdón... No me haga daño, señor.
  • Que sea la última vez que te equivocas...

Me agarró del pelo, tirando hacia atrás, hacia él, mi cabeza. Y me sodomizó. Me penetró el culo lentamente. La dejó hundida en él dejando que mi ojete se dilatara, se adaptara a aquel falo, lo aceptara como suyo, como objeto de placer.

  • Dime que quieres que te folle el culo, niña.
  • ¡Fólleme el culo, señor! ¡Siiiii!

Aquel hombre, al que conocía desde hacía apenas unas horas, del que ni sabía su nombre ni su edad ni nada, me estaba dando por el culo. Me estaba matando de gusto. Me estaba haciéndome sentir mujer a parte entera. Y empecé a chillar, a berrear de placer. Mis gritos lo envalentonaron aún más. Aceleró sus embestidas y comenzó a emitir unos sonidos que pronto reconocí como la antesala de su orgasmo:

  • ¡Me corrooo! ¡Jodeeer!

Sentí como mis entrañas se llenaban con su semen. Y me corrí por tercera vez. Se quedó en mí unos instantes, sin sacarla. La seguía sintiendo dura y palpitante en mi culo. El olor de sudor y sexo, de semen y fluidos era aclaparador. El éxtasis absoluto. Aquel aire acondicionado o bien funcionaba fatal o bien no había tenido tiempo de enfriar nuestro calor corporal.

Entonces, se derrumbó sobre mí, aplastándome con todo su peso. Su piel se pegó a la mía como un tatuaje. Estábamos empadados los dos... Y olíamos a tigre. Me mordió el cuello. Me susurro palabras obscenas al oido. Me ofreció sus dedos para que los chupara. Los mismos que había introducido en mi sexo y en mi ano. Los lamí como si fueran dulces.

Poco a poco la tensión fálica fue disminuyendo hasta que terminó por salirse de mí. Se incorporó y me pidió que le chupara la verga, que se la limpiara con mi boca. Lo que podía considerarse una humillación suplementaria era para mí, en esos momentos, un acto de agradecimiento infinito. Ese hombre no sólo me había ayudado a obtener mi bachillerato sino que, además, me había catapultado a cotas de placer que nunca antes había conocido. Le lamí la verga, me la tragué. Estaba sucia, asquerosa, sabía fatal. Pero me daba igual.... Mientras sentía como mi ano escupía su semen.

No había habido ni preliminares ni epílogo de ningún tipo. Se vistió casi sin mediar palabra y me pidió que le diera mi número de téléfono. Cuando le pregunté si quería el teléfono de mi casa se echó a reir y me contestó que si quería que se follara a mi madre, también. Aproveche su cínica réplica para preguntarle cómo se llamaba y qué edad tenía:

  • Tengo 44 años – veintisiete más que yo, pensé; cuatro más que mi padrastro, ¡hostia!. Pero mi nombre no te interesa. Si nos volvemos a ver...
  • A mí me gustaría... Me acerqué a él. Iba desnuda, todavia. Intenté ofrecerle mi boca para que la besara. No me correspondió. En lugar de eso, me pellizcó uno de mis pezones: - Ayyy, me quejé, ¿le gusta hacerme daño?
  • Te trato cómo te mereces... Y sé que a ti te gusta... Lo sé.
  • ¿Lo volveré a ver?
  • Sí. Pronto tendrás noticias mías.

Hizo que le apuntara mi número de móvil, un Nokia de aquellos que sólo servían para llamar y enviar SMS. Y se dirigió a la puerta mientras yo me vestía de nuevo. La abrió, se giró y por un momento pensé que me iba a decir algo agradable... Santa inocencia, la mía:

  • Si te han quedado ganas de follar, aquí tienes a los rumanos, jajaja.

La adicción es algo que se adquiere poco a poco, casi sin darnos cuenta. Diría que en mi caso, la adicción al sexo, empezó a forjarse entre los quince y los diecisiete, lentamente pero, hoy, en un solo dia, en una sola tarde se había desatado de la más pura y simple de las maneras: estaba colgada por ese hombre...Y no sabía si lo volvería a ver.

Por la noche, en casa, cuando mi madre me preguntó cómo me había ido y que yo le dije que muy bien, puso unos ojos como platos. Creo que era la primera vez que me oía decir que me iba bien algo en la escuela. Mi padrastro, en cambio, se contentó con mirarme de arriba a abajo. Le devolví la mirada pensando en “mi” profe, comparándolo con él... Y en ella, en mi mirada, intenté reflejar todo el desprecio que sentía por él.

Esa noche, mi madre y mi padrastro follaron. Como nuestras habitaciones eran contiguas, en un momento dado escuché a mi madre decirle que por allí no quería y mi padrastro refunfuñar protestando de que nunca le dejaba y añadir:

  • Estoy seguro que a la putilla de tu hija le encantaría.

Me parece recordar que mi madre le dio una bofetada y que después no se oyó nada más. Sonreí para mis adentros. Al mismo tiempo que empezaba a fraguarse en mi mente la idea de marcharme de aquella casa.

Al dia siguiente, por la mañana, fui al instituto a ver los resultados. Había conseguido lo que quería: mi bachillerato. Lucía, en cambio, no. Parecía muy sorprendida de que yo lo hubiera obtenido y me inundó de preguntas. Para responderle y consolarla le propuse que fuéramos a su casa -estaba sola casi siempre- y nos liáramos unos porros.

  • ¡No me jodas! ¿te has follado al profe? Exclamó un tiempo después cuando ya estábamos medio colocadas.
  • Sí...
  • ¡Qué putona que eres, Anna! Y ¿valió la pena?
  • Fue... fue... ¡Una pasada!

Le conté todo lo que habíamos hecho en el hotel. Me miró con una mezcla de admiración y de sorpresa, pidiéndome mil y un detalles. Estábamos medio en pelotas sobre el sofá del salón. Lucía no se cortó un pelo y empezó a tocarse, primero, por encima de la camiseta, por encima de las bragas. Comprendí cómo iba a terminar aquello. Así que la ayudé. Le saqué la camiseta. Lucía era bajita y bastante rechoncha, pero con unas tetas que hacían tres veces las mias. Se las acaricié. Le lamí los pezones. Se los mordisqueé. Le saqué las bragas. Me arrodillé en el suelo y le comí el chochito, practicamente todo depilado. Bebí sus jugos, me deleité con su clítoris, le follé el coño con dos, con tres dedos. Cuando estaba a punto de correrse, le pregunté:

  • ¿Tú no hubieras hecho lo mismo?

No volví a ver al profesor hasta finales de agosto. La impaciencia me devoraba. No había día en que no pensara en él. En esas siete semanas de espera, salí con tres chicos distintos, a los que conocía en la discoteca. Todos mayores que yo, pero nada que tuviera que ver con “el profe”. De los tres, uno era un buen amante: fogoso, guapo, bien dotado. Pero todos, después de acostarme con ellos, querían pasar a la fase romántica. Y mi mente no estaba preparada para eso. No lo deseaba. Así que les daba puerta a la que se ponían demasiado cariñosos.

El dia antes de que el profesor me llamara, tuve un encontronazo con mi padrastro. Iba borracho como una cuba y aprovechó la ausencia de mi madre para entrar en mi habitación. Me propuso pasar un buen rato conmigo. Estaba seguro, decía, que a mí me iba a gustar. Era la primera vez que pegaba a un hombre. Por suerte, no tenía agallas para devolverme la bofetada. Y desapareció.

Cuando el profesor me llamó, casi me pongo a llorar de alegría:

  • Hola, niña. Quiero verte.

Fin del primer capítulo.