Fuego en el cuerpo (segunda parte)
Sebastian Creller es la antítesis de la caballerosidad. Es rudo, insolente y me crispa hasta lo indecible. Aún no sé por qué no puedo dejar de pensar en él y en su propuesta.
CAPÍTULO 6
Sebastian no se anduvo con medias tintas; con manos hábiles, me desabrochó el cinturón y el botón del pantalón. Me sacó la camiseta y me bajó los pantalones de otro movimiento, tan diestro como certero. Y todo ello sin dejar de succionar mi boca, mi cuello y mi pecho mientras me sujetaba por la cintura. Estaba claro que no parecía tener un segundo que perder. Y lo peor era que me estaba transmitiendo esa urgencia, esa desesperación por arrebatar a la vida un instante de placer.
Su mirada era viva imagen de la pasión: ojos entornados y brillantes, ceño fruncido, labios húmedos. Me miraba como se mira a una piedra preciosa sin el obstáculo de una vitrina, sin la barrera que permita tenerla entre tus dedos y acariciarla, sintiendo su peso. Su mirada transmitía electricidad.
Y yo me dejé llevar por esa descarga de adrenalina que emanaba de su cuerpo.
Sin dejar de comerle la boca, me deshice de su chaqueta y comencé a desabotonarle la camisa hasta que el segundo botón se me resistió más de la cuenta. Mal asunto, amigo, lo siento. Con un gruñido, tiré y abrí de par en par la prenda, ignorando los botones saltando al suelo.
Fue el comienzo de una guerra de prendas desgarradas, de zarpazos inmisericordes. Sus dientes atraparon mis pechos en pocos segundos. Su aliento incandescente sobre mis pezones a través del sujetador los inflamó y me hicieron tomar conciencia de la bestia salvaje que tenía encima de mí.
A través de sus calzoncillos, palpé la enorme erección que pugnaba dentro de ellos, un miembro que palpitaba y que desprendía un calor fuera de lo común. Deslicé una mano dentro de la prenda interior y empuñé la verga.
Sebastian abrió los ojos con sorpresa. Quizá no previese que fuese a ser tan directa o que cierta reticencia femenina me impediría tomar aquello que pronto estaría dentro de mí. Pero respondió con igual ardor. Me apartó las braguitas a un lado de la ingle, descubriendo mi sexo y hundió sin preámbulos varios dedos en mi interior.
La penetración fue rápida y, aunque anhelada, se me antojó carente de cualquier delicadeza, limitándose a una respuesta directa a las sacudidas que propinaba a su verga. Sebastian restringió sus movimientos con los dedos al percatarse del dolor que reflejaba mi cara pero, en cuanto vio mi ceño fruncido y el inicio de una sonrisa en mis labios hinchados, correspondió con otra en los suyos y reanudó la fiereza en sus penetraciones. Sebastian era considerado y sutil cuando la situación lo requería; implacable y bestial si le dejaban.
—Aquí no, en la cama —murmuré con voz ronca al notar como el sofá crujía y se nos quedaba pequeño para nuestros movimientos frenéticos.
Me tomó de las nalgas y me alzó del sofá como investido de una fuerza sobrehumana. No esperaba menos. No solté su miembro de entre mis dedos ni me desenganché de su boca ni un instante. Sólo noté como me volvía pequeña, manejable, ingrávida entre sus brazos poderosos. Caímos sobre la cama en una mezcla de brazos, piernas y ropas arremangadas difíciles de distinguir. Nos terminamos de desnudar hasta quedarnos con la ropa imprescindible para no entorpecer nuestras desesperaciones.
Sebastian se encaramó sobre mi vientre. Me había subido el sujetador hasta el cuello, liberando mis pechos. Su boca devoró mis pezones, mordiendo y pellizcando hasta hacerme gruñir dolorida. Mis uñas, como respuesta a su rudeza, arañaron y se clavaron en sus nalgas desnudas. Sus labios sorbieron con más fuerza, sus dientes apretaron con más ímpetu, mis dedos se convirtieron en zarpas, mis uñas en garras dispuestas a todo.
Nos miramos a los ojos. Estábamos cargados de una pasión bestial, un ímpetu que iba aumentando a medida que acelerábamos la urgencia por desentrañarnos mutuamente.
La penetración ocurrió de repente. Su verga se clavó en mi interior de una sola estocada, provocándome un grito de sorpresa. Le miré henchida de dolor y placer a partes iguales. Sebastian me correspondió con una sonrisa triunfal, enseñando los dientes y dejando que la saliva rebasara de sus labios.
Atrapé con mi boca la suya mientras los empellones me sacudían el interior, revolviéndome entera. Gruñíamos y exhalábamos alientos incandescentes. Sus movimientos eran provocadoramente arrítmicos, sucediéndose una tanda de velocísimas penetraciones que me agotaban por completo haciéndome chillar para luego continuar con un lento devenir de sacudidas que me sumían en oleadas de placer intenso.
El orgasmo me pilló de improviso. Se originó de algún lugar de mi vientre sin que me diese cuenta y me hizo revolverme y gemir imparable. Sebastian lo supo, su enorme sonrisa me deshizo. Necesité atrapar sus labios mientras el placer me hacía contraer el vientre en espasmos incontrolables. Nos besamos con ardor pero sus penetraciones no descendieron de intensidad ni un instante.
Agotada, notando como el sudor bañaba mi cuerpo, dejé laxos mis brazos y me ofrecí por completo a Sebastian. Pero él no quería mi sumisión.
—Arriba —me ordenó mientras me situaba encima de él.
Arrodillada y sentada sobre su miembro, me obligó a tomar parte en la interminable sucesión de penetraciones. Aquel hombre era fuego puro, energía desbocada imposible de dominar. Intenté transmitir un suave baile a la encarnizada lucha que había entre nuestras piernas pero Sebastian no lo permitió. Tomó las riendas de la situación y, sacando fuerzas de no sabía dónde, alzó mi trasero e imprimió un ritmo aún más frenético que el anterior. Tuve que agarrarme al cabecero de la cama para no caer rendida. Su miembro, liberado del peso de mi cuerpo, adquirió la rapidez anterior, iniciándose una sucesión de penetraciones velocísimas.
El siguiente orgasmo me vino como una explosión. Ignoraba que fuese a experimentar otro tan seguido; estaba acostumbrada con el resto de parejas a descansar tras llegar al clímax para luego intentarlo de nuevo, quizás, una vez repuestos. Pero Sebastian emanaba una energía inagotable, imparable. Mi garganta estaba seca de tantos gemidos y sollozos como salían de ella. Las lágrimas corrían por mi cara. El orgasmo me hizo de nuevo contraerme y me robó las pocas fuerzas que me quedaban. Notaba como las gotas de sudor resbalaban por mis sienes y, en mi espalda, la humedad llegaba hasta mis nalgas.
Pero Sebastian no puso fin a aquella lenta agonía que me estaba deshaciendo por completo. Ignoraba de dónde sacaba aquel hombre tantas fuerzas. Era fuego puro. Sus penetraciones seguían siendo brutales, dotadas de un ímpetu que no se diferenciaba de las iniciales.
Completamente derrengada, me dejaba hacer, sin más consuelo que ver mi cuerpo sacudido una y otra vez al ritmo imparable de Sebastian. Mis pechos bailaban y golpeaban su pecho y mi barbilla. Me hizo colocar a su lado, tumbada de costado. Pasó una mano bajo mi cintura para sujetar mis senos y la otra me abrió las piernas para clavarme su verga irreductible de nuevo.
Era imposible. Nadie podía mantener un ritmo como el inicial sin abocarse a la completa extenuación. Pero Sebastian era capaz de eso y mucho más. Detrás de mí, pegado a mi espalda, una mano debajo de mí me atenazó los pechos con rudeza mientras la otra me alzaba una de las piernas para abrir mi sexo a su entera disposición. Las penetraciones pasaron de placenteras a sublimes. Mis gemidos y sollozos se transformaron en quejidos y lamentaciones.
Supliqué volviendo mi cabeza hacia la suya, le exhorté con la mirada a mostrar compasión. Tanto placer era inaguantable. Pero me encontré con sus despiadados ojos, con sus labios apretados y su cara cubierta de sudor. Y, por increíble que pareciese, la intensidad de su mirada me fascinó y me transmitió fuerzas de flaqueza. Mis quejidos volvieron a oírse intensos. Sentía su verga taladrarme hasta la extenuación completa y sonreí. Miré a Sebastian con actitud desafiante. Y él correspondió con una carcajada, redoblando sus esfuerzos, contento de saberme de nuevo parte activa de nuestra unión. Llevé una mano a su cuello y le obligué a besarme a la vez que continuaba deshaciéndome por dentro.
Sebastian estaba matándome varias veces y yo disfrutaba todas y cada una de sus acometidas.
El tercer orgasmo nació del dolor y la desesperación. Se extendió como un virus a través de mi cuerpo y me sorprendió la intensidad salvaje con la que me tomó. Rugí implacable, doblándome en dos y gritando obscenidades a la vez que Sebastian continuaba abriéndome por dentro.
Por suerte, o por desgracia, poco después del mío, llegó el suyo. La velocidad con la que me penetraba, y que yo creía insuperable, se convirtió en lentitud cuando apretó en la recta final. Su verga arrancó de mi interior destellos de agonía, sus testículos me golpeaban con fuerza la entrada. Grité incapaz de acumular tanto dolor y placer en las intensísimas y velocísimas fricciones sobre mi vagina. Sebastian se corrió dentro de mí, invirtiendo sus últimas fuerzas en violentas sacudidas que me golpeaban las nalgas y las ingles.
Jamás había tenido sexo con alguien como él. Era puro fuego, pasión desenfrenada y desbocada.
—No… no puede creerlo —murmuré, no sé si aliviada de haber puesto fin a aquella interminable agonía deliciosa o por haber acumulado tres intensos orgasmos de una sola vez, sin descanso intercalado.
—Yo tampoco —confesó Sebastian a la vez que tomaba mi boca y me cubría de besos. Me miró fijamente, conteniendo la respiración quebrada para luego besarme en la frente húmeda. Su mirada era tan brillante como fascinante. Quise besarle pero apartó sus labios. Fruncí el ceño, contrariada. Sebastian se explicó: —He cometido un error, Claire: no quiero que me acompañes a la reunión.
Sonreí sin comprender.
—Puedes quedarte con el cheque. No, espera, lo rompiste. Te firmaré otro. Por las molestias.
La sonrisa se me borró de la cara en un instante.
—¿Qué estás diciendo, Sebastian?
—Que no quiero que seas mi acompañante.
—¿Lo dices porque nos hemos acostado?
Apretó los labios y cerró los ojos con fuerza. Volvió a abrirlos tras un instante que me pareció eterno.
—No tengo por qué darte una explicación.
El corazón me volvió a latir con fuerza. Me aparté de él y usé las sábanas arrugadas para taparme. Me era imposible aceptar lo que estaba ocurriendo. El sudor me envolvía el cuerpo y lo que hasta entonces era un manto cálido y húmedo, ahora se tornó pegajoso y frío.
—¿Eso crees que soy, Sebastian Creller? ¿Una zorra con la que acostarse y luego pagar por las molestias?
Sebastian me miró fijamente. A cada segundo que pasaba sin que de su boca saliese una disculpa o cualquier negación de mis palabras, el pecho se me encogía más y más. Cuando, al cabo de un silencio que se me antojó eterno, no pronunció ninguna palabra, la furia me poseyó.
Le crucé la cara. Ni siquiera mostró afectación alguna. Se limitó a bajar la mirada.
—¡Fuera de mi casa! —chillé sintiendo como las lágrimas comenzaban a desbordarme los párpados.
No iba a permitir, bajo ningún concepto, que Sebastian Creller me viese llorar.
CAPÍTULO 7
Dos horas más tarde, cerca ya de las once la noche, seguía tumbada en el sofá. Mantenía entre mis manos la tarrina de helado, mirando la televisión.
Al pie del sofá, los pañuelos de papel se amontonaban ya en total desorden. Me escocían los ojos y, con cada pañuelo, creía que no podría llorar más. Pero, al cabo de unos minutos, volvía de nuevo a estallar en un mar de lágrimas que conseguía acallar con varias cucharadas de helado.
Todavía me dolía todo el cuerpo. Sentía flojas las piernas, los brazos me pesaban como dos mancuernas de veinte kilos cada una. Incluso el sexo aún me latía escocido. Y todo ello no hacía más que recordarme lo idiota que había sido al confiarme a Sebastian Creller.
Ese idiota superficial, manipulador y sádico. No había mostrado el más mínimo remordimiento, la más mínima pizca de compasión.
Después de vestirse, sin siquiera levantar la mirada y posarla sobre mí, acurrucada en la cama, tuvo la osadía de sacar su chequera de la chaqueta y extender un nuevo cheque que dejó encima de la cómoda del dormitorio.
El ruido de la puerta de mi casa al cerrarse me provocó un súbito espasmo. Luego rompí a llorar.
Me duché e intenté, bajo el agua, desembarazarme de aquel sentimiento persistente. Me sentía sucia, muy sucia. Tanto que me enjaboné varias veces y, aun así, bajo el agua, seguía sintiendo el sabor de su sudor sobre todo mi cuerpo.
Un sabor que quería odiar con toda mi alma. Pero no podía.
Intenté extraer la parte buena de aquel encuentro tan desafortunado. Había tenido sexo con un rico. Había sido un sexo fuerte, intenso, apasionado, animal. Incluso había cobrado por ello; una suma de dinero incluso más abultada que la anterior, suficiente para poder vivir desahogada durante un tiempo.
Pero, ¿a qué precio? Mi autoestima había caído en picado. Yo, que desde siempre había odiado a las prostitutas por negociar con su cuerpo, vendiendo su esencia, traficando con el sexo. Y yo había acabado convirtiéndome en una de ellas. No, como una de ellas no, peor aún porque seguía sin aceptar esa condición. Al menos ellas se sabían putas; yo ni siquiera eso.
No tenía cuerpo ni aguante para soportar tanta injusticia.
Me preguntaba una y otra vez en qué punto me había equivocado, dónde había seguido la dirección incorrecta que me había llevado a aquel pozo de desesperación.
Pero, ¿por qué habría de cargar yo con toda la culpa? ¿Acaso Sebastian Creller no había tomado de mí lo que quería y luego me había tirado como un vulgar pañuelo, como lo hacía yo ahora al suelo, húmedos de mis lágrimas?
Yo había sido la crédula por pensar que Sebastian quería algo más de mí que llevarme a la cama. Me habría conformado con una relación comercial. Con que él solo hubiese tenido la libido escondida en su bragueta, todo habría ido mejor. Aburrido, sí, pero mejor.
Porque no podía admitir que Sebastian Creller había impactado en mi vida con tal fuerza que me era imposible desprendérmelo de la cabeza.
Es que no podía.
Volví a llorar. ¿Por qué tenían que ser las cosas tan difíciles? ¿Por qué ese idiota no podía ver en mí esa chispa de…?
No. Jamás. No debía pronunciar aquella palabra junto a la de Sebastian Creller.
No podía admitirlo. Ya era doloroso saber que su imagen no se me iba de la cabeza, ni sus besos, sus abrazos, su rudeza en el amar, su pasión en el sexo, todo. Maldita sea, Sebastian Creller, ¿por qué tuviste que hacerme tanto daño?
¿Por qué no podías ser un hombre normal y corriente y sentir por mí lo mismo que yo sentía por ti?
Seguramente porque soy tonta. Irremediablemente tonta.
Bueno, Sebastian. Seré tonta, pero no soy una puta.
Tonta sí, puta no.
Y sabía cómo remediarlo.
Sabía perfectamente cómo remediarlo.
CAPÍTULO 8
Mientras el taxi se alejaba de la ciudad, pude contemplar a través de la ventanilla como la noche se apoderaba de la bahía. Serpenteábamos por una carretera con algunos baches e íbamos internándonos entre las colinas que rodeaban la ciudad.
—¿Seguro que quiere ir allí, señorita?
Chasqueé la lengua, molesta por la poca confianza que parecía tener el conductor.
—¿Sabe quién vive por allí, buen hombre?
—Ni idea. Está en el culo del mundo, señorita. Tan lejos que uno se pregunta para qué…
Corté al taxista.
—Los ricos, buen hombre, los ricos. ¿Creé que voy así vestida, con un traje de noche, para correr por el campo?
—Pues…
—Pues no. Y ahora que ya sabe quiénes viven allí, haga el favor de callarse.
El taxista me miró a través del espejo retrovisor. No desvió la vista de la carretera oscura el resto del trayecto.
Cuando, casi media hora más tarde, llegamos a la finca, pagué al taxista y, después de bajar del vehículo, sola y sin más encima que un bolso y un traje de noche, suspiré y apreté los labios.
La finca era tan extensa que la mansión se veía a lo lejos parecía pequeña y recogida. De un extenso jardín crecían setos oscuros de gran altura que flanqueaban un corredor pavimentado y que discurría a través de arcos creados con enredaderas en lo alto. Focos de luz empotrados en el suelo iluminaban el recorrido del sendero, creando una sensación intimidatoria.
Una enorme verja de largos barrotes bloqueaba la entrada. Uno de los guardias caminaba al otro lado, con una carpeta en la mano.
Me miraba con gesto sombrío. Tragué saliva y me acerqué a la verja.
—Buenas noches.
Me miró de arriba a abajo y correspondió a mi saludo tocándose la gorra.
—Qué puedo hacer por usted, señorita.
—Soy la acompañante de Sebastian Creller.
El guardia entornó los ojos y luego comprobó el interior de la carpeta, siguiendo con el dedo una lista que parecía bastante escueta.
—El señor Creller ya ha entrado. Y venía acompañado.
Intenté sobreponerme, sin aparentar temor.
—Sebastian Creller habrá traído una mujer, no lo dudo. Pero será una de sus innumerables putitas. Yo soy su acompañante, Claire Adams.
—Lo dudo.
—Llámelo, a ver qué opina.
El guardia torció el gesto de impaciencia.
—Mire, señorita Adams, no tengo más remedio que pedirla que…
Saqué el teléfono móvil de mi bolso y marqué el número de Sebastian. Había tardado bastante tiempo en recomponer los pedacitos de su tarjeta de visita esparcidos en el suelo de mi casa.
En cuanto descolgó, le pasé el teléfono al guardia.
—Hable con él.
El guardia miró el teléfono con aprensión. Por fin lo tomó y se lo llevó a la oreja.
—No, señor, no soy ella, soy el guardia de la entrada. La señorita Claire Adams está esperando en la entrada. Afirma que… sí, en la entrada de la finca… no, señor, afirma que es su acompañante.
El guardia me miró de nuevo mientras escuchaba.
—Sí, señor, por supuesto —contesto al cabo de unos segundos.
Cuando terminó la conversación, hizo un gesto al compañero en la garita y la puerta se abrió.
—La llevaré hasta el edificio —masculló mientras me devolvía el teléfono móvil y me llevaba hasta un pequeño todoterreno descapotable.
El guardia me dejó al pie de la entrada de la masión y luego marchó de inmediato.
Una escalinata llevaba hacia un pórtico flanqueado por grandes columnas. El mármol relucía a causa de los focos que iluminaban la entrada.
Mientras subía las escaleras, Sebastian Creller me miraba desde arriba, con gesto serio. Un smoking de negro mate hecho a medida realzaba su figura. No pude evitar recordar que debajo de aquel caro traje un cuerpo inagotable me había hecho gozar hasta lo indecible. A su lado, una despampanante jovencilla se agarraba a su brazo. La chiquilla vestía un atrevido vestido rosa de raso de gran escote que permitía atisbar gran parte de sus abultados senos y que realzaba el recogido de su cabello dorado, adornado con una tiara. La falda del vestido se abría hasta la cintura a ras del muslo y llegaba hasta sus tobillos. Me dedicó una sonrisa cargada de desprecio y altanería.
—¿Qué haces aquí, Claire?
—Cumplir con mi contrato.
Sebastian entrecerró los ojos y se mordió el labio inferior.
—Creo que fui bastante claro al respecto, Claire.
Sonreí meneando la cabeza.
—Claro que no, Sebastian. Me pagaste, ¿recuerdas? Yo no cobro por un triste polvo. Cobro por un trabajo de acompañante.
—¿Un triste polvo? —repitió la chiquilla mirando a Sebastian con expresión divertida.
No comprendí qué le hacía tanta gracia a aquella niñata de medidas exuberantes. Lo que sí comprendí era que aquel vestido tan sugerente no era el más apropiado para una reunión de negocios. A menos que Sebastian quisiera apabullar y confundir a los demás con un despliegue de curvas femeninas mostradas más que insinuadas.
—Vete, Claire. No te necesito.
—Eso, Claire, vete —repitió la joven entre risas.
La cabeza se me calentó y no dudé en dejar escapar mi furia. Subí el resto de escaleras y me planté frente a la joven y la miré con aire calculador.
—¿Cuántos años tiene esta niña, Sebastian? No creo que supere la mayoría de edad.
—Irina es mayor de edad, Claire.
—Lo dudo horrores, Sebastian. Puedes meterte en problemas muy serios.
La joven Irina frunció el ceño y enseñó los dientes, furiosa.
—Contén a tu niña, Sebastian, está a punto de saltar en breve. Yo no veo más que un claro signo de adolescencia aún no superada.
—¡Puta! —chilló Irina saltando sobre mí.
Bastó un rápido giro de caderas para apartarme de su trayectoria. Los enormes tacones y plataformas de sus sandalias hicieron el resto. Cayó al suelo redonda.
De inmediato comenzó a llorar.
—¡Claire! —protestó Sebastian mirándome e inclinándose sobre una Irina que gemía y lloraba entre hipos.
—Llama a un taxi para que la lleven a un hospital, Sebastian. Ese tobillo que tiene entre las manos no tiene buena pinta.
—¡Zorra! —exclamó Irina intentando levantarse. Volvió a gemir al intentar ponerse en pie, confirmando mis sospechas.
Sebastian me miró con gesto enfadado mientras ayudaba a ponerse en pie a Irina. La joven tuvo que descalzarse con lo que su altura descendió varios palmos. Evitó apoyarse sobre uno de los pies, sin poder contener las lágrimas que estropeaban su recargado maquillaje sin remedio.
—¡Mala puta! —chilló al verme sonreír. Intentó agarrarme con sus uñas pero entre su pie impedido y el abrazo de Sebastian, no pudo acercárseme.
—Tú ganas, Claire. Llamaré a un taxi.
Irina abrió los ojos con desesperación.
—¡No, Sebastian, no, todavía puedo hacerlo!
Sebastian negó con la cabeza.
Irina me señaló con la cabeza.
—Ella no tiene aguante, mírala bien.
—¿Aguantar el qué? —pregunté confusa. No sabía a qué se refería Irina.
—La orgía, mala puta, la orgía.
—¿Orgía?
Cada vez entendía menos. ¿Acaso todo esto no era sino una reunión de negocios?
—Mierda. Ni siquiera sabe para qué viene, Sebastian —protestó Irina.
Era cierto. No tenía ni idea de dónde me estaba metiendo.
Por un instante, consideré la posibilidad de echar a correr. ¿Orgías, jovencitas menores de edad y Sebastian Creller en medio? Eran demasiados elementos peligrosos para meterme en lo que fuese todo aquello.
Pero Irina volvió a gemir acusando el dolor creciente del tobillo torcido.
—Tú lo has querido, Claire —murmuró Sebastian mientras marcaba con su teléfono móvil el número de una compañía de taxis.
Tragué saliva.
Tenía la horrible sensación de estar cometiendo el mayor error de mi vida.
CAPÍTULO 9
—Pues esto no parece ninguna orgía. Más bien es una cena algo extraña—comenté al ver al resto de invitados.
Jugadores de baloncesto, políticos, artistas bohemios y, también, hombres de negocios con sus trajes inmaculados, como el smoking arrebatador de Sebastian. Era sencillo descubrir quiénes eran los invitados y cuáles los acompañantes: se sentaban por parejas, uno al lado del otro, y los invitados e invitadas se ocupaban de que sus parejas estuviesen lo más cómodas y naturales. Sin embargo, en el ambiente, a través del murmullo que generábamos, se respiraba un cierto aire de tensión, de desasosiego, algo así como una sensación de expectación que se traducía en miradas furtivas al resto de acompañantes y, también, risas murmuradas y cuchicheos poco elegantes.
—Es que Irina se ha excedido en la descripción de esta reunión —sonrió Sebastian mientras me acomodaba la silla para sentarme.
Una gran mesa alargada y ancha nos reunía a todos. Cada uno disponíamos de nuestro plato y cubiertos, copas y servilletas. Una exagerada cantidad de botellas de vino florecían en la enorme mesa decorada con tonos púrpuras y dorados. La estancia en la que nos encontrábamos disponía de un techo alto y, del centro de él, una gran araña de cristal longitudinal de gigantescas proporciones se suspendía sobre nuestras cabezas, proporcionando una luz brillante y cuajada de brillos cambiantes a causa de las pedrerías de cristal en movimiento.
Intenté buscar con la mirada alguna botella de agua o refresco entre tantas botellas de vino pero no encontré ninguna.
—¿Dónde está el agua, Sebastian?
Mi pregunta supuso el instantáneo acallar de las decenas de invitados alrededor nuestro.
Sebastian se inclinó hacia mi oreja y sonrió forzadamente.
—Sólo hay vino, Claire, sólo vino.
—No me sienta muy bien el vino, prefiero agua. O un refresco. Ya sé que es de mala educación rechazar…
—Sólo hay vino, Claire.
—Pero…
Sebastian se separó de mí y me miró a los ojos. Suspiró con aire contrariado y luego volvió a inclinarse sobre mi oreja.
—Claire, ¿sabes qué es una bacanal?
Me aparté de él a la vez que abría los ojos como platos.
—Lo sabes —volvió a suspirar Sebastian.
Negué con la cabeza. Ah, no, eso sí que no. Yo había sido contratada para ser su acompañante en una reunión de negocios, no en una celebración donde la gula, la embriaguez y la lujuria dominasen todo. Irina tenía razón: esto era, mejor dicho, iba a ser una orgía.
Hice ademán de levantarme de la silla pero Sebastian me colocó la mano en el hombro.
—Claire, haz el favor.
—No, Sebastian, no. Tú me contrataste para…
—Una reunión de negocios, ya lo sé. Y por eso, porque después de acostarme contigo, me di cuenta de que…
Su voz se apagó de repente.
—¿De qué? —quise saber, sintiendo como el enfado que sentía se iba convirtiendo en amarga traición.
—De que tú no servirías para esto.
—Pues acertaste. Me marcho.
—Por eso traje a Irina. Pensé que era lo mejor —susurró a mi oído.
—En eso coincido, Sebastian. Esa niñata tiene pinta de meterse todo tipo de rabos —siseé aludiendo también al suyo.
—Irina es una profesional.
—Una puta, vamos.
—Puta o no, Irina estaba dispuesta a hacer su trabajo.
—Claro, Sebastian. Pero entre ella y yo, aparte de la diferencia de profesión, hay otra diferencia mucho más grande.
Que a ella no la habías mentido y a mí sí, grandísimo cabrón. Pero Sebastian no entendió lo que intentaba explicarle, o no quiso entenderlo. Por el contrario, su respuesta la hizo en voz alta, levantándose de la silla.
—¡Claro que es diferente, joder! ¡Claire, tú me gustas!
Le miré sorprendida.
Sebastian sentía algo por mí. Mi labio inferior tembló transmitiendo la emoción de escuchar sus palabras.
Miré a nuestro alrededor y advertí horrorizada que todos estaban prestando atención a nuestra conversación.
Tiré de su manga para obligarle a sentarse de nuevo.
—Pues sácame de aquí, por favor —supliqué en voz baja.
Sebastian me miró fijamente y su expresión se tornó en tristeza. Tragó saliva con dificultad. Nunca antes había visto esa expresión suya de genuina pena en su bello rostro. Dirigió su mirada hacia todos los presentes y luego hacia mí de nuevo.
—No, Claire. Debes asumir las consecuencias de tus actos. Es una bacanal, sí, pero si desaparezco, mi prestigio decaerá. Son gente importante, ya los ves. Yo no quería traerte, no después de ver en tus ojos la pasión que me regalaste en tu dormitorio. Pero tú así lo has querido, viniendo libremente aquí y despachando a Irina.
No quería admitirlo, pero Sebastian tenía parte de razón. Aunque me hubiese engañado con el carácter de la reunión que iba a celebrarse, odiaba admitir que él había intentado impedir que acudiese.
Un enorme estruendo me hizo pegar un brinco sobre la silla. Al volverme hacia el origen del ruido, contemplé con aprensión como las enormes puertas que daban acceso a la estancia donde nos encontrábamos se habían cerrado.
Atrapada. Sin escapatoria.
Una ligera música de violines, clavicordio y violoncelos se oyó de fondo. Una legión de camareros apareció de entre las sombras de una esquina de la estancia portando bandejas de comida.
La bacanal había comenzado.
Bueno, me dije intentando ver el lado bueno de todo ello, optimismo ante todo, Claire. Sebastian me ha confesado que siente algo por mí y voy a beber hasta perder el conocimiento. Lo que ocurra entre medias espero que el vino lo reduzca a un sueño.
Me alegré de estar tomando la píldora.
CAPÍTULO 10
—No soy una puta —respondí al hombre gordinflón que tenía enfrente, adornado con tanto oro como gula demostraba su boca.
—No lo pareces, ya decía yo —rió él, mientras engullía varios pedazos de carne asada de un solo bocado, chupándose los gordos anillos—. Sebastian se enorgullecía de que su partenaire era una jovencísima furcia bien dotada y con mucha, mucha hambre.
Miré de reojo a Sebastian con cara asesina.
—Sebastian es un bocazas. Y su jovencísima furcia resultó ser, además de muy puta, muy tonta. Soy la verdadera acompañante de Sebastian.
—Tú me gustas más —habló una mujer madura situada dos cubiertos más a la derecha. Su cara me sonaba de haberla visto en los periódicos. Era ministra o asesora del Gobierno o algo así. Continúo hablando después de beber un sorbo de vino—. Yo vi a esa chica… Irina, creo que se hacía llamar. No tenía clase, era solo un par de tetas y un vestido demasiado escotado, sin nada que llevarse a la imaginación. Tu vestido me gusta más. Enseñas poco.
—Gracias —sonreí ante el halago. No supe hasta el último momento si llevar un vestido clásico de chaqueta y falda baja oscuras o una traje de fiesta. Elegí este último con la esperanza de atraer las miradas de Sebastian sobre mi cuerpo. Pero lo cierto es que mi escote no enseñaba mucho y la falda asimétrica, aunque corta, no contaba con la vertiginosa abertura lateral del vestido de Irina.
—Me encantará descubrir más tarde qué ocultas bajo ese vestido, querida —rió la mujer, entornando los ojos mientras me dedicaba una mirada lasciva.
Me estremecí hasta revolvérseme el estómago. No era sólo la promesa de una sesión de sexo con aquella mujer (¡por Dios, si nunca me he acostado con otra mujer!), también me estremecí por la absurda e incómoda sensación de que también yo deseaba saber qué ocultaba ella bajo su vestido.
Quizá fuese debido a las muchas copas que llevaba encima. El vino no era común; era un caldo más espeso de lo normal y más dulce. Era como jalea diluida que enseguida se subía a la cabeza. Y, lo peor de todo, era que su sabor resultaba delicioso y no podía dejar de beber una copa tras otra.
Dediqué a la mujer un brindis acompañado de una sonrisa lasciva, humedeciéndome los labios.
—Estás descontrolada —me susurró Sebastian al oído a la vez que me besaba el cuello. También él estaba bastante achispado.
—Igual de descontrolado que tienes tú al bicho que tienes entre las piernas; no haces sino mirarme las tetas cada vez que te acercas a mí —le espeté con una sonrisa maliciosa, a lo que luego añadí al ver su gesto sorprendido—: Y no estoy diciendo que no me guste, Sebastian, tesorín.
Bebí otro sorbo de vino, alejándome de la realidad, divirtiéndome con el gesto bobalicón que veía en su cara a través del cristal de la copa. Su imagen distorsionada a través del cristal agrandó su boca entreabierta y, sin poder evitarlo, rompí a reír.
El vino se me escurrió de la copa y de mis labios, manando en regueros oscuros que se internaron dentro del vestido, entre mis pechos.
Mi risa descacharrada acalló las demás conversaciones, mi escote manchado de vino dulce atrajo las miradas. De mi mentón goteó jalea mezclada con mi saliva, discurriendo viscosa hacia mi pecho.
Sebastian me miraba con expresión irrefrenable. Sus labios estaba contraídos; sus ojos, entornados. Iba a gritarme la poca educación de la que estaba haciendo gala. Detuve mi risa, entre el desconcierto y la decepción que translucía su mirada.
Sin poder detenerlo, ni quererlo, se abalanzó sobre mí, tomando mi cabeza y cuello con las manos y devorándome con su boca, lamiendo toda mi cara, cuello y pecho.
El placer que su boca me provocaba se tornó en furia en mi corazón.
La música se tornó agresiva. Los violines sonaron furiosos, estridentes. Los violoncelos bramaron notas graves.
Sebastian me hizo levantarme y alzándome de las nalgas, barrió de la mesa con un manotazo platos, cubiertos, copas y botellas, y me tumbó sobre ella.
Estaba sorprendida. Sorprendida y temerosa. Sebastian tenía una mirada animal irrefrenable.
De un solo zarpazo, abrió mi vestido en dos haciendo emerger mis pechos encerrados en el sujetador. Chillé alterada. Mi respiración vibrante le encendía cada vez más y más. Contemplaba mi sorpresa con deleite.
—¡Qué de comienzo la bacanal! —gritó Sebastian con un chillido.
Y se lanzó sobre mis pechos como un animal dispuesto a devorar su plato favorito.
Sus dedos se cerraron sobre mis senos, estrujándolos a través del sujetador mientras lamía mi garganta. Gemí con un quejido gutural, ansioso. Estiré los brazos sobre la mesa y sentí como varias manos me sujetaban, me despojaban del vestido rasgado a la vez que me acariciaban. Besos y lenguas procedentes de rostros desdibujados por mi embriaguez cubrieron mi cara.
Cerré los ojos sumiéndome en un océano de sensaciones placenteras, de lenguas repartiendo viscosas sus salivas alrededor de mi cuerpo y mi cara. Sebastian había arremangado mi sujetador y engullía en su boca mis senos, succionando pezones y mordisqueando glotón alrededor de ellos.
Tantos labios sobre mi cara, tantas bocas comiendo de mi cuerpo, tantas lenguas depositando su saliva sobre mi piel mientras otras la arrebañaban. Una espiral de placeres me sacudió entre escalofríos. Decenas de apéndices dibujando rastros viscosos. El orgasmo me pilló de sorpresa. Jamás habría sospechado que llegaría al clímax tan rápido y sin haber estimulado previamente mi sexo pero no cabía duda: me había corrido por el simple placer de sentirme tan deseada y acariciada.
Abrí los ojos y contemplé arrobada como media docena de personas se inclinaban sobre mí. Varias cabelleras procedentes de mujeres que no conocía se humedecían al deslizarse sobre mi piel, sobre mi boca entreabierta. Alguien me hizo abrir la boca y vertió un chorro de vino dulce sobre mi garganta que salpicó a todos. La copa se vació por completo en mi interior para, seguidamente, sentir varias bocas abrevar de mi boca.
No supe que estaba desnuda del todo hasta que sentí como varios miembros se restregaban en mi sexo. Gozaba lo indecible como para preocuparme de quién estaba accediendo a mi interior, sometida una y otra vez a besos, caricias y arañazos de tantas personas que me costaba ponerles cara entre los vapores de mi borrachera.
Al girar la cabeza, advertí que cerca de mí, otros hombres y mujeres yacían también sobre la enorme mesa, tumbados a lo largo, a medio vestir o desnudos por completo al igual que yo. Éramos el festín de las fieras, el verdadero banquete de aquella mesa.
La verga que me penetró, y que yo pensaba que pertenecía a Sebastian hasta los primeros empellones, luego supe que procedía de uno de los fiscales del Gobierno. Sebastian estaba en ese momento penetrando a una mujer madura situada a mi lado. Sus gritos de entusiasmo se oían por encima del caos de gemidos, chillidos y palmadas. Entre todo el ensordecedor griterío, la música danzaba frenética, imprimiendo ritmos enfermizos, dotando a los placeres de velocidades vertiginosas.
Los orgasmos que sentí fueron tantos como miembros me accedieron. Los hombres me penetraban como si fuese lugar de paso. Algunos solo se sacudían varios meneos en mi interior para abalanzarse sobre el siguiente festín.
A mi derecha, un joven soportaba las bocas de varios hombres sobre su espalda mientras, tumbado boca abajo, era penetrado por un mulato descomunal. Recé para que aquella verga no me penetrase: era simplemente inmensa.
En ningún momento sentí como la culpa, la vergüenza o la razón tomasen el control de mis pensamientos. En el momento en el que aparecían, el vino actuaba como un martillazo, aplastando de raíz las culpas, embotando mis movimientos. El vino no dejaba de fluir cada poco sobre mi boca de manos de copas o de otras bocas. Inyecciones de esperma se derramaban sobre mi vientre y muslos, rebosaban de mi vagina y, si no logro contenerles con chillidos desaforados, las vergas también invaden mi ano.
El desenfreno era tal que todo mi cuerpo vibraba entre el placer de los orgasmos inacabables y la embriaguez que nunca terminaba. Sentía todo mi cuerpo pegajoso, pringoso. Una mezcolanza de vino, semen, saliva y demás fluidos me ensuciaban entera, hasta mi cabello, que lucía apelmazado en algunas zonas y empapado en otras, esparcido por el mantel.
Engullí vergas y coños de todas las clases, permitiendo que el semen inyectado anegara mi paladar. Mis mandíbulas estaban doloridas de lamer, chupar y acoger sexos de todos los tamaños, colores y estados. Sentía la lengua reseca a pesar de las humedades en las que nadaban en el interior de mi boca. Era el alcohol, el ingente alcohol que emborrachaba hasta mi alma.
Exhausta, sin saber qué hora era ni cuánto tiempo había sido objeto de vergas, dedos y labios ajenos, me sentí súbitamente sola. Nadie se abalanzaba sobre mi cuerpo. Nadie me deseaba ya.
No pensé. Solo giré el cuello hacia la mujer que tenía al lado, la pareja de la ministra con la que había charlado. Varias mujeres y hombres comían de ella. Y su cara estaba libre.
Gateé babeante hacia ella por la mesa. Vacíe una copa en mi boca y luego la lancé lejos, oyendo como se caía al suelo, rompiéndose en mil añicos. Me miró acercándome hacia ella, acechándola, disfrutando del sopor placentero que se mostraba en sus ojos entornados y sus labios entreabiertos. Tenía la frente y las mejillas manchadas con innumerables capas de rojo vino y semen resecos.
Acariciando su mandíbula, tomé su boca con la mía. Jamás había besado a una mujer hasta aquella noche hasta que sentí como varios labios femeninos se adherían a los míos. Su lengua era tímida o, quizá, estaba ella también totalmente derrengada como yo. No me importó: fue la mía la que la penetró, buscándola con ansia, traspasando un caudal de saliva nacido del deseo procedente de mi paladar hacia el suyo. Sus labios eran mullidos y sabrosos. Lamí la suave piel de su cara degustando el semen que se mezclaba con el vino. Me era difícil contener mi lengua dentro de su boca a causa de los innumerables empellones a los que estaba siendo sometida. La desdichada joven estaba siendo penetrada por ambos orificios y de su boca, cuando la separaba de la mía, surgían gemidos procedentes de un placer que a veces se tornaba dolor.
Gateé por encima de la mesa en busca de más presas con las que alimentarme. Encontré hombres y mujeres a mi paso. Tumbados o recostados; comiendo o alimentando. Comí de vergas que hacía crecer dentro de mi boca, de coños enrojecidos. Creía que fueron horas las que, encima de la mesa, pasaba de plato en plato, de cuerpo en cuerpo. Yo misma era a veces sujetada y penetrada violentamente por hombres que nunca conocía pero que, a través de sus caras hinchadas por el deseo y el alcohol, asociaba a figuras importantes de la sociedad, los deportes o el Gobierno. Modelos, futbolistas, abogados, actores… por mis ojos pasaban sus caras difuminadas, alimentándose de mí y, momentos después, haciendo yo lo mismo de ellos.
No cabía ninguna regla excepto que un “no” era un “no” y que la violencia estaba prohibida por encima de todo. Aun así, el vino espeso se confundía con la sangre y el mantel sobre el que me arrastraba encima de la mesa se tornaba carmesí y la sangre no hubiese podido distinguirse.
El cansancio era total, mis miembros pedían desconsolados un descanso eterno, mi respiración hacía tiempo que solo me proporcionaba bocanadas de aire enrarecido donde el sudor y los olores procedentes de sexos y fluidos me cubrían. Los orgasmos casi se veían de tan intensos como parecían salir de los cuerpos amontonados sobre la mesa o inclinados sobre ella. Gemidos por doquier, chillidos y berreos de mujeres desaforadas, de hombres satisfechos.
Llegó un momento cuyo exacto lugar en la noche ya no recuerdo en el que caí sobre la mesa muerta de agotamiento. Entre las brumas de la inconsciencia y el sueño, apiñando las pocas migajas de conciencia que aún me mantenían despierta, sentí como me tambaleaban, me colocaban boca abajo abriendo mis piernas y varias vergas intentaron forzarme. Varias vergas presionaron sobre mi ano virgen. Tuve fuerzas para gemir y chillar, de patalear, rechazando las vergas traicioneras, clamando que mi orificio trasero era intocable. Y entre los chillidos y el maremágnum de gemidos y quejidos, los gritos de Sebastian se impusieron sobre ellos, apartándome de miembros voraces y bocas sedientas.
Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, entreabriendo el ojo que el esperma y el vino resecos no habían cegado, me abracé a él, suplicando que me llevase lejos de aquella mesa, de todas esas personas dominadas por la lascivia y el descontrol del alcohol. Me acurruqué sobre su cuerpo y le rogué que me llevara lejos.
—Lo has hecho muy bien —susurró Sebastian limpiando con una servilleta mi cara de fluidos que no quería ni oír nombrar.
—Me querían abrir el culo —lloré, sintiendo como se cuartelaban los restos resecos en mis mejillas. Le miré a los ojos y le tomé del cuello para depositar un ligero beso en sus labios—. Estoy muy cansada, Sebastian, muy cansada.
—Lo sé, Claire. Lo sé.
—Llévame a casa —supliqué antes de perder la conciencia.
FIN
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Ginés Linares
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