Fuego en el cuerpo
Mi vida era sencilla antes de conocerle. Pero, cuando Sebastian Creller, un millonario pervertido, me propuso ser su acompañante en una reunión de negocios, toda mi vida cambió de repente. (Relato extenso, parte 1 de 2)
CAPÍTULO 1
—¿Tienes fuego? —preguntó el hombre que se me acercó.
Hacía ya un rato que había estado sintiendo sus miradas casuales en la cafetería, tres mesas más al fondo.
—No fumo —respondí levantando la vista un instante del libro que leía.
Sonrió y su mirada se trasladó hacia el cenicero que tenía sobre mi mesa, al lado de mi taza de café. Su sonrisa era felina, pretenciosa. Odio a los hombres con sonrisas pretenciosas. Además, había perdido el hilo de la lectura.
—No es mío —me apresuré a aclarar con tono seco.
Ya había visto antes el cenicero. Detesto el humo del tabaco, al igual que las sonrisas pretenciosas.
El hombre gruñó divertido y se sentó en la silla que tenía enfrente de la mesa.
—Oye —protesté—, ¿acaso te he ofrecido sentarte a mi mesa?
El tipo exhibió una nueva sonrisa, aún más presumida e insolente que antes. No me quedó más remedio que cerrar el libro y mirarle con detenimiento. Era alto, corpulento y lucía una barba de tres días que dotaba a su rostro atractivo de un aire inconformista. Sus ojos lucían un color acerado salpicado de motas oscuras. Y el traje gris que llevaba era impecable, con una camisa de seda rosada combinada con una corbata de morado mate.
No cabía duda que yo era el trofeo de aquel payaso. Pero no estaba para cortejos. Hacía semanas que había cortado con mi novio cuando le pesqué morreándose con una amiga. Ese beso pulverizó una relación de dos años que yo creía duradera. En realidad, esa mañana había decidido que quería que viviésemos juntos y e iba a proponérselo. Todo salió mal. Todavía no había superado el amargor de la ruptura y aún sentía demasiados recelos del género masculino. Sobre todo de los que se sienten superiores, iluminados.
—He dicho que te largues. No tengo fuego, vete a fumar a otra parte.
—Si no tienes fuego para fumar, quizá tengas otro fuego… en el cuerpo.
¿Cómo? Este tipo era de lo más ruin y asqueroso que me había llevado a la cara en mucho tiempo. ¿Qué se creía, que era una adolescente descocada que no tenía otra idea en la cabeza que follar con el primer guaperas que apareciese?
La furia no endulzó para nada mis palabras.
—Escúchame bien, mamarracho machista. Ni soy de las putillas que te llevarás a la cama ni tengo el más mínimo interés en escucharte. Me das asco, todos los hombres me dais asco. Gracias por recordármelo. Y para que no lo olvides, ahí va esto.
Y le tiré el café a la cara.
Acto seguido, me levanté de la mesa y, agarrando el libro y mi bolso, me marché.
O eso intenté hacer. Pero el tipo me agarró de la muñeca y no me soltó.
—¡Suelta! —chillé.
Vi de reojo como todos los clientes de la cafetería se volvían hacia nosotros.
—Disculpadla —les aclaró él mientras se limpiaba la cara con un pañuelo—. No ha tenido un día agradable.
De un tirón, me obligó de nuevo a sentarme. Su mano era grande y su fuerza se intuía a la par. Mi hombro acusó el tirón.
—Animal —me quejé tomando de nuevo asiento. El tipo no me soltó.
—Siento haberte lastimado —masculló el hombre mientras intentaba hacer algo con la mancha oscura que se iba extendiendo por su camisa y corbata caras—. Pero te necesito de veras, Claire. Déjame explicarte.
Abrí los labios anonadada.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—¿Cómo no voy a saber el nombre de la mujer más guapa que viene a esta cafetería a menudo? —contestó mientras se aplicaba la servilleta al pecho, sin soltarme.
Me miró de soslayo. Su mirada era honda, enigmática. Me pareció incluso que brillaban sus ojos grises. Bajé la mirada apurada. No quería que notase que sus ojos me tenían cautivada, a pesar de sus presuntuosas miradas. O, quizá, precisamente por eso.
—¿Puedo confiar en que si te suelto no vas a escapar?
—No, no puedes confiar en ello —contesté recuperando el control y sintiendo como la desfachatez de aquel hombre eran lo único que debía saber de él—. Es más, te prohíbo… te exijo que me olvides. No quiero que sepas mi nombre. Nada de mí.
—Eso es imposible, Claire —rió seductor—. Tengo la obligación, casi el deber de averiguar lo más posible de la diosa que ocupa mis pensamientos. Y con más razón aun cuando sé que ya no tienes pareja.
Abrí los ojos patidifusa. La sorpresa que reflejó mi rostro debió ser mayúscula porque él enarcó una sonrisa tan amplia como divertida.
Un camarero se acercó a nuestra mesa. Ni siquiera le vi venir hasta que nos preguntó.
—¿Va todo bien aquí?
—Todo va perfectamente aquí —se apresuró a responder él soltando mi mano—. ¿Verdad, Claire?
Asentí mecánicamente, sin dejar de mirarle, intentado borrar de mi rostro la incredulidad.
—Dos cafés con leche, por favor —le pidió él.
El camarero se marchó tras limpiar la mesa con una bayeta y mi guapo compañero de mesa le siguió con la mirada hasta que la posó de nuevo sobre mí.
—Me llamo Sebastian, Sebastian Creller.
—Claire, Claire… —me detuve antes de decir mi apellido. La sorpresa pronto se había trastocado en temor al sentirme investigada—. ¿También sabrás cuál es mi apellido, verdad?
—Cariño —rió él con soberbia manifiesta—. Conozco tu vida entera. Es más, creo incluso que la conozco mejor que tú misma.
—Fantoche pedante —mascullé irritada ante su fanfarronería.
De repente, como un chispazo en la cabeza, su apellido y todo lo que representaba me vino a la mente.
—¿No serás un Creller, verdad? —levanté la voz—. Uno de los Creller, quiero decir, la familia que controla…
Palmeó ligeramente el dorso de mi mano, urgiéndome a callar.
—Sí, soy de esos Creller —susurró inclinándose sobre mí—. Y te agradecería que no levantases la voz: quiero disfrutar de un poco de intimidad acompañado de una mujer hermosa.
Su enorme mano no se retiró de encima de la mía. Su contacto era cálido y firme. O quizá era yo, que me había quedado anonadada. Retiré la mía con lentitud pero firmeza. Por un segundo, un pensamiento dominó mi cabeza: quería seguir sintiendo la calidez de aquella mano bajo la mía. Era reconfortante. Luego me recordé lo estúpida que era esa idea.
Los Creller. Una de las familias más adineradas e influyentes de la Coste Este. Gran parte de la ciudad era suya: eran los dueños de bancos, hoteles y una cadena de supermercados. Incluso se comentaba que otros negocios, menos legales, también eran suyos. Para un Creller no habría sido difícil averiguar todo sobre mí, hasta la talla de bragas que llevaba. Fue entonces cuando, por encima de mis recelos y protestas internas acerca de la invasión de mi intimidad, una pregunta se hizo paso a través de todo ello:
¿Qué estaba haciendo un Creller con alguien como yo?
CAPÍTULO 2
El camarero nos sirvió los dos cafés y retiró la taza que había volcado sobre Sebastian. En cuanto se hubo marchado, mi guapo e insolente compañero de mesa entrecruzó los dedos y me miró fijamente.
Su mirada era intensa. Quizá, si no supiera que estaba hablando con un Creller, habría tomado esa mirada por un burdo y cómico gesto para intentar atraer la atención. Sin embargo, sus ojos acerados no parpadeaban. Parecían sondearme en el interior de mi mente, desentrañando cualquier pensamiento que se me pasase por la cabeza.
Además, su mirada era provocadora en el sentido de que me provocaba y sacaba lo peor de mí. Era irritante, sí; me irritaba tanto que me dio lo mismo de quién proviniese.
Pero, justo cuando abría la boca para amonestarle por su impertinencia, bajó sus ojos hacia su taza, dejándome con la palabra en el aire.
Aquello me irritaba todavía más porque evidenciaba que me conocía más de lo que hubiese querido. Era cierto: me conocía perfectamente. Y sabía que me sacaba de mis casillas.
—Te necesito, Claire.
—No sé para qué. Ya tienes todo en la vida.
Sebastian sonrió pero no entró al trapo de la discusión.
—Para algo muy especial —dijo con lentitud volviéndome a mirar. Esta vez su mirada descendió hacia el escote de mi blusa. Un intenso escalofrío me recorrió la espalda. Por un instante pensé en expresarle con un grito su descaro, pero las palabras no salieron de mi pecho. En su lugar, viendo sus ojos posarse con detenimiento sobre la confluencia de mis senos, respiré profundamente, ensanchando mi escote, estirando el sujetador y sintiendo como un agudo calor se materializaba en mi vientre. Sebastian lo sabía. Sabía que su mirada sobre mis pechos me inflamaba y también me turbaba. Y yo estaba atrapada, escandalizada por su atrevimiento, sumida en la curiosidad de su petición.
—Pero, antes de contarte para qué te necesito —volvió a concentrar su atención en el café para mi alivio—, vamos a tomarnos el café.
El hechizo de su mirada incendiaria se disolvió. Volvía a ver a un fantoche presuntuoso y fanfarrón.
¿Tomar el café con un tipejo semejante? De ninguna manera. Una cosa era que su mirada insolente me excitase; otra cosa era que siguiese sentada junto a él por más tiempo. No sólo era pretencioso, también fanfarrón si esperaba que siguiese escuchándole.
—Vete a la mierda, Sebastian. Ya te dije que no era ninguna de tus putillas. Me marcho.
—Aún no te he contado…
Alcé con gesto amenazador la taza de café hacia él.
—¿Repetimos? —le desafié.
Levantó las manos y me enseñó las palmas en señal de paz.
—Vale, vale, muy bien. Pero antes…
Se llevó una mano al interior de su chaqueta y sacó una tarjeta de visita.
Me levanté mientras garabateaba detrás de ella. Tenía que largarme ahora que sus ojos no estaban posados sobre mí. No las tenía todas conmigo si volvía a mirarme con esos ojos tan magnéticos como afrodisíacos.
—Toma, piénsalo —dijo mientras me tendía la tarjeta.
Evité mirarle a los ojos, posando mi vista sobre el cartón que me ofrecía.
—¿Pensar el qué? No hay nada que pensar.
—Pensar en escucharme. No soy ningún rico extravagante, Claire. Sólo necesito tu compañía para una reunión de negocios.
Perfecto. Casi me dio la risa cuando escuché su oferta. Acaba de llamarme señorita de compañía. O puta de lujo. Típico de los poderosos: se creen que pueden hacer, decir y pedir lo que sea porque saben que les será concedido. ¿Con que todos tenemos un precio, eh?
Cogí su tarjeta y la rompí en varios trozos, dejando los trocitos sobre la mesa.
—Búscate a una furcia.
—No quiero una furcia. Te quiero a ti —dijo con firmeza tras levantarse y plantarme cara.
Su rostro reflejaba el insulto que le había lanzado. Me sacaba más de una cabeza y con la chaqueta desabrochada, su camisa rosa, aún húmeda por el café derramado, mostraba unos pectorales amplios y henchidos. Uno de sus pezones se transparentaba con una morbosidad a la que no me pude resistir contemplar. Estaba erecto y era oscuro. Alrededor de él un vello recortado se intuía majestuoso, alfombrando aquel magnífico pecho transparentado.
No, no. Otra vez no. Me estaba perdiendo de nuevo en la hermosura de su cuerpo escultural. Estaba terriblemente enfadada conmigo misma por el poco control que Sebastian me estaba dejando a mi cuerpo y mi cabeza. Tenía que salir de la cafetería lo antes posible, alejarme de aquel hombre. Porque, advertí horrorizada, una parte de mí estaba considerando la posibilidad de escucharle.
Me tendió su mano para despedirse.
—¿Qué esperas? —le espeté con palabras trémulas, sin mirarle directamente a los ojos— ¿Qué nos despidamos con un apretón de manos después de haberme llamado puta de compañía?
—Yo no te he insultado, Claire. Sólo te he ofrecido un trabajo.
—¿Trabajo? —aquello ya era el colmo. Acompañante pagada. Si eso no era ser señorita de compañía, pues apaga y vámonos.
Sebastian era el colmo de la insolencia, la apoteosis del macho alfa.
Le enseñé el dedo medio extendido.
Antes de que pudiese hacer nada, me rodeó de la cintura y me estrechó contra él en un movimiento tan rápido como inesperado.
El calor que desprendía su cuerpo era algo poco habitual. Noté como su vientre moldeado presionaba contra el mío. Abdominales tan marcados como atrayentes. Pero lo peor no era eso. Una erección salvaje presionaba entre mis piernas. Su cara quedó tan cerca de la mía que se aliento enrarecido me aturdió. No me dejaba espacio para respirar y tuve que entreabrir los labios en un gesto que, a todas luces, podía ser malinterpretado.
O no. La presión de su miembro y el de su abdomen esculturales me estaban abocando a la desesperación. Fueron sólo unos segundos de silencio durante los cuales, no tuve fuerzas ni para resistirme. Sentí como me derretía y mis piernas acusaban el desgaste, temblando de pura excitación. Aquel hombre ejercía sobre mi cuerpo y mi mente impulsos difíciles de dominar.
—Encantado de conocerte, Claire.
Me soltó un instante antes de que gritase. No sé si habría gritado pidiendo ayuda o solicitando más partes de su cuerpo sobre el mío. O dentro del mío.
Me separé de él y, dándome la vuelta, me marché a paso vivo, sintiendo mi caminar trémulo, alejándome de aquel desgraciado que me había dejado tan descompuesta.
Ni siquiera miré a través del ventanal cuando alcancé la calle para comprobar si me seguía con la mirada.
Porque estaba segura de que así era.
CAPÍTULO 3
Tres días más tarde de mi encuentro con Sebastian Creller, las desgracias se apoderaron de mi vida.
No sé si miré mal a un tuerto, si una manada de gatos negros se me cruzó delante, si por mi culpa se rompieron miles de espejos o si caminé debajo de cientos de escaleras abiertas… no sé. El caso es que todo empezó con el sobre.
Eran las siete y media de la mañana y casi corría por las escaleras abajo de mi edificio hacia el portal. Como cada día, salía con el tiempo justo de casa para llegar al trabajo. Aún tenía parte del cabello húmedo porque no había tenido tiempo de secármelo a fondo. El maquillaje, por supuesto, se reducía a un poco de colorete y poco más. Incluso tenía mis dudas de si el vestido que había escogido no tenía alguna arruga. El caso es que iba con prisa, como cada día.
El sobre sobresalía del buzón cuando estaba a punto de llegar a la calle en dirección al aparcamiento donde tenía el coche. De ordinario, lo habría empujado hacia adentro y ya lo habría recogido al volver. Sin embargo, el color azul intenso del sobre atrajo mi atención. Era exactamente el mismo tono de azul corporativo de la empresa donde trabajaba.
Lo saqué al instante y el logotipo situado en la esquina superior derecha confirmó mis sospechas.
Me sorprendió tener entre mis manos el sobre. ¿Por qué la empresa se comunicaba conmigo de esta forma? ¿Acaso no iba a estar en la oficina en poco más de media hora? Aquello no presagiaba nada bueno.
Rasgué el borde y lo abrí con dedos temblorosos. Saqué varios papeles del interior que desdoblé. Vi de reojo bastantes números y mi nombre y datos personales escritos varias veces. Me asusté. La primera hoja era muy escueta.
“Apreciada Srta. Claire Adams,
Lamentamos comunicarle que, debido a la bajada sistemática y continuada de ingresos en la sucursal donde presta sus servicios, nos vemos obligados, a nuestro pesar, a rescindir el contrato de trabajo que tenía suscrito con esta empresa.
Nos amparan, para dar validez legal a esta carta de despido, las siguientes leyes que enumeramos…”
Ahí dejé de leer. Creo que se me cayeron algunas hojas al suelo porque, momentos después, cuando conseguí centrarme en lo que estaba sucediendo, vi las hojas junto a mis pies.
De inmediato llamé a la oficina. Al subdirector se le atragantaban las palabras. Confirmó punto por punto lo que indicaba la carta de despido.
—Te enviaremos en unos días el finiquito y una carta de referencia, Claire. Créeme cuando te digo que no ha sido decisión mía, sino de más arriba.
—O sea —levanté la voz, sin preocuparme de escoger las palabras—, que me largáis porque os da la puta gana, ¿no?
—Buena suerte —dijo tras unos segundos, y luego colgó.
Vale. Perfecto.
Me giré hacia el exterior del portal. Afuera, a lo lejos, la ciudad se estaba despertando. Varios coches circularon con prisa. Los conducirían personas que se dirigía a sus trabajos.
Yo ya no era uno de esas personas.
—Qué bien empieza el día —mascullé.
No bien me había dado la vuelta para volver a subir las escaleras cuando oí unos golpes en la puerta del portal.
Era un agente de policía. Le abrí la puerta. Llevaba otro sobre de la mano.
—¿No será usted Claire Adams por casualidad, verdad?
Tragué saliva. Respondí afirmativamente con la cabeza.
—Vengo a notificarle que acabamos de encontrar su coche.
Parpadeé perpleja ante lo divertido del asunto.
—Claro que lo han encontrado. Está ahí detrás, en el aparcamiento, ¿dónde si no?
—No, señorita Adams, no me ha entendido.
—¿Entender el qué?, señor agente. Mi coche no se ha movido de mi plaza desde hace dos días. Creo que son ustedes quienes…
—Su matrícula es KJM-2253-J, ¿no es así?
Sonreí sin saber a dónde quería llegar el agente. Por si acaso, me apoyé en la hilera de buzones.
—Su vehículo fue robado. Se ha usado para cometer varios delitos de robo e intimidación. Ya hemos atrapado a los sospechosos. Sin embargo, en la persecución que llevamos a cabo, los sospechosos se salieron en una curva y se estrellaron.
La sonrisa seguía en mi cara. Quería quitarla, poner cara de circunstancias. Pero no me salía, aquello era demasiado absurdo.
El agente debió interpretar perfectamente mi sonrisa porque me tendió el sobre.
—Hablo en serio. Ábralo. Dentro hay una fotografía de su vehículo siniestrado.
Me lleve los papeles de mi despido bajo el brazo y cogí el sobre, abriéndolo igual que el otro, con el mismo temblor en los dedos. El agente me agarró y me tomó de los hombros cuando empecé a temblar.
En efecto, era mi coche. O lo que quedaba de él. Todavía permanecía la pegatina que me regaló mi ex sobre la carrocería arrugada.
—Puede unirse a la demanda contra los sospechosos que presentará el Ayuntamiento para poder recibir la indemnización.
—Tengo… tengo un seguro de automóvil.
—Lo usual es que no cobre nada hasta que no se dicte sentencia firme. Lo lamento.
El agente hizo un gesto con la cabeza y se marchó.
Subí las escaleras hacia mi casa. Las subí deprisa, pensando que si me quedaba un rato más en el portal, otro sobre con funestas noticias llegaría a mis manos.
Cuando busqué las llaves de casa en el bolso no las encontré.
—Mierda.
Rebusqué, abrí los bolsillos interiores del bolso y nada. Volví a buscar y, por supuesto, siguieron sin aparecer. Volteé el bolso sobre el suelo y desperdigué todo lo que contenía. Allí no estaban. Mierda y mil veces más mierda. Ni siquiera había cogido la cartera con las tarjetas y el dinero.
Me senté junto al felpudo, enfrente del contenido del bolso esparcido.
De pronto, me fijé en la tarjeta que había junto a la barra de labios.
Me mordí el labio inferior al descubrir el nombre de Sebastian Creller en la parte superior.
La cogí y miré el reverso.
“Llámame si te lo piensas mejor”.
Aquello me sentó como una bofetada. Después de tantos infortunios en tan sólo diez minutos, el recuerdo de Sebastian Creller volvía para reírse de mí.
No me lo pensé demasiado. La situación en la que me encontraba ahora era bien distinta de la de días antes. Había dicho que iba a pagarme, ¿no? Era justo lo que necesitaba ahora, dinero. Al menos, el teléfono móvil estaba allí, en el suelo.
—Sebastian Creller al aparato.
—¿Cuánto voy a cobrar?
No bastó ni un segundo para que el malnacido reaccionase.
—¿Quieres que lo hablemos en tu casa, Claire?
Claro, sentaditos en el felpudo. Chasqueé la lengua y luego sonreí. ¿Es que su poder irritante se extendía también a través de la señal de telefonía móvil?
—Mejor en la cafetería —contesté apretando los dientes—. Ya sabes cuál. Allí estaré.
CAPÍTULO 4
El muy cabrón se hizo de rogar.
Por de pronto, llegó tarde. Aunque, claro, ¿qué consideraba yo por llegar tarde? Sin llaves de casa hasta que no llamase a un cerrajero, sin mejor opción en lo que quedaba de día que sentarme delante de un café con tostadas, sabiendo que el dinero no iba a continuar apareciendo mes a mes… y sin coche, claro. Yo ya estaba sentada en la mesa de la cafetería desde hacía hora y media pero Sebastian tendría otros asuntos que atender.
O quizá no. A lo mejor era uno de esos ricos que pasean en su deportivo en las horas muertas. O de los que dilapidaban el dinero en casinos. O de los que coleccionaban mujeres exuberantes para obtener prestigio o un momento de placer en piscinas de azoteas.
Me estremecí al pensar que, aunque no sabía nada de lo que Sebastian iba a proponerme, fuese a convertirme en una de aquellas mujeres. Un objeto convertido en muchas curvas que exhibir ante los demás. No sé si fue el café o ese pensamiento, pero se me revolvieron las tripas al pensar en ello. Era tan absurdo recurrir a todo esto, tan desalmado, tan hiriente para mi dignidad que sopesé varias veces la idea de levantarme, salir de allí y llamar a un cerrajero.
Pero también estaba el coche. Y también estaba el trabajo. Lamentablemente tenía que asumir que mis recursos económicos habían desaparecido en lo que se tarda en abrir un sobre. O, en este caso, dos sobres.
De todas formas, lo que tenía seguro es que no iba a convertirme en una furcia del tres al cuarto. Y menos para Sebastian, el hombre más machista, desconsiderado, cínico y fantoche de todos los que había tenido el dolor de conocer.
Apuré el café y me levanté con la idea de marcharme.
Fue entonces cuando apareció. Maldita sea, ¿es que ese hombre lo hacía a propósito o tenía un don?
—¿Llevas mucho tiempo esperando, Claire?
—Acabo de llegar —mentí.
—Lo dudo —sonrió con suficiencia. Enarqué una ceja ante su desfachatez y tuvo que explicarse: —. Los cafés sólo se sirven con tostada hasta las 8 y, disculpa si te pongo en evidencia, querida, pero ya son las 9 y media.
Apreté los dientes tan fuerte que creí que se me iba a saltar un empaste.
—¿Qué me propones, Sebastian?
—Otro café.
—Idiota. Me refiero a…
—Sé a lo que refieres, Claire. Pero antes de hablar de negocios y, ya que estamos en una cafetería, quiero tomarme un café.
El camarero llegó. Era el mismo que nos atendió la pasada vez. En cuanto nos vio, su mirada se dirigió con rapidez hacia el traje de Sebastian y hacia la mesa. Sebastian se dio cuenta también y sonrió.
—Dos cafés. Y, si no le importa, tráigame esa bayeta en la que está pensando. No tengo seguro que las cosas no terminen como la anterior ocasión.
En cuanto el camarero se alejó, decidí que ya era hora de mostrarme más firme.
—¿Y bien?
—Problemas.
Parpadeé confusa.
—¿Me propones… problemas?
—No, Claire —sonrió mientras señalaba con un gesto de la cabeza hacia mi bolso. Descubrí aterrorizada como los dos sobres estaban bien a la vista. Los metí dentro de inmediato, pero ya era tarde—. Si no me equivoco, uno es de tu empresa y en el otro he visto el escudo de la Policía.
—Nada que te incumba —murmuré. El camarero llegó con los cafés y urgí a Sebastian para que me explicase el propósito de su “trabajo”.
—Es algo muy sencillo, Claire —dijo mientras se cambiaba de silla y se colocaba a mi lado. Me removí del asiento, inquieta. Su presencia era tan perturbadora como intensa. Tragué saliva y cometí el error de mirarlo a los ojos, intentando no pensar qué fragancia era esa que surgía de su cuerpo, dulce y, a la vez, amarga.
—Pasado mañana tengo una reunión de negocios. Y necesito una pareja. Tan sólo eso.
—¿Qué negocios? —pregunté mientras luchaba porque mi mirada no descendiese hacia sus labios. Continuaba luciendo aquella barba descuidada de tres días que me apetecía lamer y… ¡Céntrate, Claire, por Dios!, me dije tomando aire.
—Negocios —contestó tajante. Se sacó un papel del bolsillo de la chaqueta. Era un cheque. Lo colocó delante de mí—. Esto es lo que pienso pagarte.
No lo desdoblé. Me mordí el labio inferior, indecisa. Para cuando quise darme cuenta de lo equívoco de mi gesto, ya era tarde. Su rostro se acercó al mío hasta sentir su aliento sobre mis labios.
De pronto, sentí como una mano se posaba sobre uno de mis muslos.
Sus ojos señalaron hacia el cheque doblado.
—Ábrelo.
—Me… me estás tocando —tartamudeé confusa, sin poder creer lo que estaba sucediendo. Sebastian me estaba metiendo mano. No sólo era el colmo del insulto, es que además, pensaba que iba a permitírselo. Sin pensarlo, cogí la taza de café con un único propósito.
Fue entonces cuando su mano se internó dentro de la falda. Los dedos reptaron a través de mis medias hasta llegar a la ropa interior. Eran dedos audaces y hábiles. No dudaron en presionar sobre mi braguita, buscando con movimientos longitudinales que el placer brotara de mi interior. Contra todo pronóstico, y para mi desconsuelo, abrí las piernas y la humedad brotó con rapidez.
Respiré intensamente, sintiendo como me faltaba el aire.
Yo ya no era consciente de la forma en cómo me miraba. Mi vista se nublaba y los párpados me pesaban lo indecible. Sus dedos presionaron sobre mi entrada y trazaron círculos alrededor de mi botón. Tragué saliva varias veces. Sus caricias alrededor de mi sexo se fueron convirtiendo en pellizcos que nada tenían que ver con la suavidad. Eran pellizcos infames, carentes de cualquier consideración.
Las oleadas de placer se intensificaron a medida que sus movimientos se hacían cada vez más urgentes, más veloces. El orgasmo apareció cercano, como una marabunta de contracciones imparables de mi vientre.
Entonces, la taza de café que sostenía en el aire se me resbaló de los dedos a la vez que un gemido surgía de mi garganta.
El café se derramó sobre la mesa.
Su mano se escabulló fuera de mí y me dejó a medias. El orgasmo se escondió y el deseo murió de repente.
Ni siquiera vi aparecer al camarero.
—¿Ya estamos de nuevo?
—Sólo ha sido un descuido —aclaró Sebastian a la vez que me estrechaba la espalda— ¿Lo ve? No estamos discutiendo, ha sido un accidente.
Cuando por fin pude centrarme en la realidad y abrir los ojos, Sebastian se había separado de mí aunque aún notaba su presencia demasiado cercana.
El camarero marchó a por una bayeta.
—Eres… eres… —no tenía palabras para describirle.
—Discutiremos sobre ello en mi casa, hoy, durante la cena —me cortó tras tomar un sorbo de su café—. Un coche vendrá a recogerte.
—No he dicho que vaya a…
—Hasta la noche, Claire —sonrió mientras se levantaba y, para mi horror, se llevaba un dedo a sus labios—. Gracias por tu compañía.
Aún no entendía qué había ocurrido. Ni siquiera había tenido tiempo de reaccionar. Había ocurrido tan rápido que se aprovechó de mi buena voluntad. Sí eso era. El malnacido se había aprovechado de mí.
Me engañaba a mí misma, ya lo sabía. Pero no quería reconocer que había disfrutado tanto de aquel escarceo libidinoso en mi entrepierna como frustrante había sido quedarme a medias.
—¿Es suyo?
Levanté la mirada hacia el camarero, que estaba pasando la bayeta por la mesa para limpiarla del café derramado. Me tendió el cheque.
—Por desgracia, sí —contesté recogiéndolo.
Lo abrí y miré la abultada cifra que aparecía expresada en números y, más abajo, en letras.
Dios de mi vida.
CAPÍTULO 5
Indudablemente la ciudad se veía de forma diferente a través de los cristales tintados de una limusina.
No sólo no me acostumbraba a sentarme sobre un asiento mullido de piel, tampoco a que fuese tan grande como mi cama. Y mucho menos a que, al alcance de mi mano, tuviese un completo minibar, una televisión y un equipo de música.
Tanto lujo me sobrepasaba. Rebasaba todo lo que imaginaba que sería el coche de un rico.
Empezaba a tener dudas de que la ropa que había elegido para la cena fuese la apropiada. En contra de la insidiosa idea de ir engalanada con un vestido escotado, luciendo las piernas y con zapatos de tacón, al final había decidido ir tan normal como me fue posible. Abrigaba la idea de que, cuanto menos insinuante le pareciese a Sebastian, menos intentaría propasarse conmigo como había hecho por la mañana en la cafetería.
Aunque me hubiese gustado.
Por eso me había decantado por unos vaqueros, una camiseta de manga larga, holgada y algo pasada de moda, y unas botas sin apenas tacón. Además, para acentuar el carácter totalmente desapasionado de mi ropa, había optado por recogerme el pelo y aplicarme sutiles toques de color en las mejillas. Nada de sofisticaciones ni insinuaciones.
Esto era un negocio. Puro y duro.
O eso intentaba repetirme, cada vez con más insistencia, cada vez con más firmeza.
Aunque… ¿realmente sabía dónde me estaba metiendo? Lo único que tenía claro era que me dirigía a una mansión, a escuchar los detalles de un trabajo que tendría una duración de una sola noche y por el que cobraría —error, porque ya tenía el cheque— una cifra astronómica.
Pero el precio por todo ello, el que yo iba a pagar, era muy alto. No dejaba de repetirme que necesitaba el dinero, que aquella ingente cantidad serviría para sobrevivir una buena temporada. Pero, ¿era eso lo que valía mi cuerpo y mi alma?
He estudiado, he trabajado, he luchado por sacar el trabajo adelante en la oficina de seguros. Y ahora, ¿todo eso no valía nada? ¿Mi vida se reduce a poseer un buen par de tetas, un culo redondo y una sonrisa bonita?
Cuanto más pensaba en ello, más ganas tenía de hablar con el conductor y pedirle que me devolviese a casa. Olvidar a Sebastian Creller sería fácil, romper su cheque sería algo más complicado. Pero, ¿acaso podía poner precio a mi cuerpo, a mi integridad?
Sí, era lo mejor, lo más coherente. Me incliné hacia el cristal que me separaba del conductor para avisarle.
Justo en ese momento, la limusina se detuvo. Había estado tan absorta en mis pensamientos que no sabía a dónde habíamos llegado.
El corazón me dio un vuelco, contuve la respiración. ¿Quizás un semáforo?
Pero no. La puerta del conductor se abrió y, tras unos segundos, abrió la mía.
—Hemos llegado, señorita Adams.
Entorné los ojos sin comprender lo que veía desde el interior del vehículo.
—¿Seguro?
—Sí, señorita. El señor me lo indicó mientras íbamos de camino. Un cambio de planes.
Bajé de la limusina despacio.
—Pero… esta es mi casa.
El conductor se giró hacia mi edificio y lo miró de arriba a abajo.
—Eso parece, señorita. El señor me indicó que le pidiese disculpas en su nombre y que se pondría en contacto con usted lo antes posible.
—O sea, que no vendrá.
—Eso es, señorita.
Me mordí el labio e inspiré hasta llenarme los pulmones.
—Pues… —titubeé—, gracias por el paseo.
—No hay de qué. Hasta pronto, señorita Adams.
Sólo cuando hube abierto la puerta del portal, el conductor se volvió a meter dentro del largo vehículo y arrancó.
—Increíble —murmuré.
No sabía si sentirme aliviada por no haber tenido que tomar la decisión de rechazar la propuesta de Sebastian Creller o por la desilusión de una velada imprevisible.
Mientras subía por las escaleras iba pensando en ello. Quizás así fuese mejor. Estaba decidida. Yo valía más que mi cuerpo. No era solo una mujer bonita. Era mucho más, y todo el dinero del mundo no me haría cambiar de opinión.
Rebusqué en el bolso el cheque de Sebastian y su tarjeta de visita. De un único tirón, rompí ambos papeles.
—A la mierda todo —sonreí.
Entré en casa y encendí las luces del salón.
El bolso se me cayó al suelo a la vez que abría los ojos de par en par.
—Parece que hayas visto un fantasma.
Negué con la cabeza, sintiendo como la rabia nacía, crecía y se me acumulaba en mi interior.
—Un fantasma no —corregí mirándole con rabia incontenible—, estoy viendo a un fantoche.
Sebastian Creller se rió. Parecía hasta orgulloso de enfurecerme. Miré la cerradura de la puerta y comprobé que no había sido forzada. Até cabos en pocos segundos.
—No te preguntaré cómo has entrado porque para un ricachón como tú, una puerta como la mía no creo que sea problema. Y menos cuando me robaste las llaves.
Sebastian alzó las cejas, sorprendido, como un niño pillado en falta.
—Dime, al menos, que no has tenido nada que ver con mi trabajo y mi coche.
Negó con la cabeza. Pero luego sonrió.
—No te iban a renovar, Claire, habrías estado en la calle en pocos meses. Y, lo del coche… bueno, te alegrará saber que tienes otro en tu plaza de garaje, bastante mejor. El que tenías era muy feo.
Apreté los puños, furiosa hasta la médula. Y el muy cabrón seguía ahí, sonriendo, sentado en mi sofá.
—Lo que no comprendo es cómo puedes ser tan desvergonzado, caradura y desalmado.
—No lo hago a propósito —dijo levantándose de mi sofá.
—¿Seguro? —pregunté mientras rebuscaba en mi bolso el teléfono móvil.
Cuando por fin lo encontré, se lo mostré desafiante a la vez que iba marcando.
—¿Va a venir alguien más? —preguntó divertido.
—Sí. La policía. Ah, y toma —dije mientras le lanzaba los pedazos de papel de su cheque y su tarjeta de visita.
—No creo que sea una buena idea —dijo acercándose a mí a paso vivo.
—Oh, sí. Es la mejor idea que he tenido hoy.
La voz de la recepcionista de la central de Policía se oyó tras dos tonos.
—Buenas noches, soy Claire Adams y quiere denunciar el allanamiento de mi domicilio, también el robo de mi...
Sebastian me arrebató el teléfono móvil de la mano.
—¡Eh! —protesté.
Colgó con rapidez y, con dedos hábiles, apagó el teléfono y sacó la batería.
—¿Qué coño haces? —grité intentando arrebatarle el teléfono.
Levantó los brazos en alto mientras reía. Alcé las manos para cogerle mi teléfono desarmado. Salté pero no llegaba, él sabía perfectamente que no podía llegar tan alto. Pero tampoco me hacía falta.
Un buen rodillazo en su entrepierna fue la mejor solución.
Se dobló a la vez que expiraba el aire con dolor.
—¡Trae aquí! —chillé intentando arrebatarle el teléfono y la batería. Pero se echó hacia atrás y se dejó caer sobre el sofá.
Caí sobre él y forcejeamos. Se recuperó rápido, más rápido de lo que hubiera deseado. No pensé y me di cuenta tarde que no podía hacer nada contra él en una pelea. Pesaba mucho más y era demasiado fuerte.
En pocos segundos me sujetó de las muñecas, apartado mis uñas de su cara. Me tenía bajo él, usando sus piernas para impedir que las mías le atacasen. Respiraba con dificultad a causa de soportar su peso sobre mí. Además, estaba exhausta. Pero no asustada. Por alguna razón que no comprendía, tenía la total seguridad de que Sebastian no iba a hacerme ningún daño. En realidad, ni siquiera me había tocado siquiera. Sólo se concentraba en impedir que mis uñas llegasen a su cara, tan sólo se defendía.
Pero eso no ocultaba el hecho innegable de que me hallaba bajo su completa merced.
—Suéltame o chillo —amenacé desesperada. Sabía que no podría hacer nada contra él. Necesitaba ayuda.
—No lo harás.
—¿Qué no? Ahora verás.
Justo cuando abrí la boca, él me la cerró con la suya.
Su lengua se internó en mi interior y, por un instante, me di cuenta que podía hacerle mucho daño si cerraba mis dientes.
Pero no lo hice. Su saliva era cálida y su lengua se movía con precisión alrededor de la mía.
Maldita sea, aquel hombre tenía el don de sacarme de mis casillas para, después, desarmarme por completo, igual que mi teléfono móvil.
Oh, señor, cuánto te odio, Sebastian Creller, me lamenté mientras mi lengua se entrelazaba con la suya.
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Ginés Linares
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