Fuego

Una historia de ballbusting en la línea de mis tres primeros relatos, que tanto gustaron a varios lectores. También un pequeño homenaje desde este sucio y oscuro rincón de internet a la maravillosa provincia de Ávila, que tanto ha sufrido este verano por los terribles incendios

Fuego

I

Julián terminó su ponencia y se levantó de la silla para dejar paso al siguiente. Era ya la cuarta de la mañana y el público parecía tan hastiado que apenas aplaudían y no había casi preguntas, lo que fue un alivio para Julián, pues su temperamento nervioso siempre hacía que lo pasase mal en aquellos momentos. El salón de actos del seminario diocesano estaba tenuemente iluminado, no era demasiado grande, pero tampoco hacía falta pues no había demasiado público. Prácticamente estaban solo los compañeros de Julián y algún que otro curioso que habría acudido a aquel ciclo de conferencias al ver los carteles, seguramente en la parroquia. Cuando Julián dejó la mesa de ponencias y fue a sentarse entre el público, sintió cómo se le doblaban las rodillas. Le ocurría siempre que se ponía nervioso y notó cómo alguno de los otros seminaristas se reía. También notó que un tipo de aspecto sombrío que estaba sentado en la última fila tenía su penetrante mirada clavada en él, lo que le pareció algo inquietante, pero en aquel momento estaba demasiado nervioso como para darle importancia.

Al sentarse, cerró los ojos y pensó que debía aprender a controlar esos nervios. Si todo iba bien, en un par de años sería ordenado sacerdote y no podía tolerar que cuando eso ocurriese, siguiesen temblándole la voz y las rodillas ante un templo lleno de fieles. Sin embargo, en aquella ocasión, no había sido solo el hecho de hablar en público lo que le había crispado los nervios, pues el tema del que le había tocado hablar también le había conmocionado. Aquellas jornadas trataban sobre la Iglesia en el siglo XX y Julián hubiera disfrutado hablando sobre las obras de caridad o algo similar, pero fue el rector, don Ricardo, quien les asignó un tema a cada uno y a Julián le encargaron que preparase una charla sobre los mártires españoles. Para él era un tema incómodo, era partidario de olvidar las heridas del pasado. Todo lo que tuviera que ver con la violencia le alteraba siempre. En su casa siempre se había evitado ver películas o leer novelas que tratasen sobre temas desagradables, pues su madre siempre decía que todo aquello no enriquecía el alma. Haber estado leyendo las últimas semanas sobre aquel tema le había causado una impresión mayor de lo que esperaba. Tanto, que prefirió omitir algunos aspectos en su ponencia. Especialmente uno en el que prefería no pensar.

Tratando de recuperarse del esfuerzo que le había supuesto hablar en público, apenas prestó atención a la siguiente charla y en cuanto esta terminó, se anunció un descanso de media hora. La mayoría de asistentes salieron de la sala para tomar el aire y tras ellos fue Julián. Pensó aprovechar para subir a su habitación y darse una ducha rápida. Siempre procuraba estar lo más aseado posible y le incomodaba sudar, por eso evitaba practicar deportes. Entre eso y su costumbre, adquirida ya en su casa, de comer siempre con moderación, Julián tenía un aspecto delgaducho. No era muy alto, pero tampoco bajo. Tenía la piel un poco morena pese a no tomar demasiado el sol, de lo que él se alegraba porque de lo contrario quizá tendría un aspecto algo enfermizo. Llevaba siempre su pelo castaño pulcramente cortado, a veces tardaba un par de días en afeitarse, pero apenas se notaba pues no tenía mucha barba y la que le salía era de un color similar al de su cabello, no destacando demasiado sobre su piel ligeramente tostada. A Julián le gustaba sentirse siempre limpio, como si esa aspiración de pulcritud del cuerpo acompañase también a la pureza del alma.

Cuando Julián llegó hasta la puerta de la sala, el hombre de la última fila se puso delante de él, bloqueándole el paso. No era mucho más alto que él, pero sí más corpulento. Sería un hombre de mediana edad, alto y fuerte, de rostro severo, facciones duras y ojos muy oscuros. Llevaba un bigotillo negro perfectamente recortado justo sobre el labio superior y su pelo negro estaba tan engominado hacia atrás que casi parecía pintado. Julián pensó que el chaleco acolchado de color verde oscuro que vestía le daba un aspecto vagamente militar. Miró a aquel hombre unos instantes, desconcertado y algo intimidado, pero este le tendió la mano y se la estrechó con una fuerza que le sobresaltó.

—Enhorabuena por la charla, aunque te ha faltado pasión— dijo el individuo sin dejar de clavarle la mirada.

—Gracias— acertó a responder tímidamente Julián, evitando mirarle directamente a los ojos. —Es un tema que me resultaba desagradable, pero lo he hecho lo mejor que he podido.

—¿Desagradable? —respondió el hombre con gesto de desprecio. — Esa escoria trató de exterminar a los nuestros, pero es nuestra obligación tenerlo bien presente y no olvidarlo nunca, porque si pudieran volverían a intentarlo. Pero ganamos nosotros y más nos vale estar listos para devolver cada golpe si queremos volver a ganar cuando haga falta.

Julián se sintió incómodo ante toda aquella violenta soflama. Tragó saliva y trató de decir algo que zanjase aquella conversación.

—Recemos para que eso no ocurra— dijo evitando de nuevo mirarle a la cara, mientras trataba de rodear a aquel desconocido.

—Hay que hacer algo más que rezar—aquel hombre se movió para continuar bloqueándole el paso— hay que organizarse y más nos vale que los jóvenes estén en nuestras filas.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, echó su mano al bolsillo y sacó un carné que acercó a la cara de Julián para que lo viera bien. El joven reconoció aquel haz de flechas y trató nuevamente de esquivar al desconocido mientras decía que no le interesaba la política. En esta ocasión consiguió escabullirse entre el individuo y la puerta saliendo al pasillo, pero sin darle tiempo a alejarse, el hombre le agarró por detrás del hombro con su enorme mano, grande y fuerte como una zarpa. Le empujó contra la pared y se puso frente a él, a solo escasos centímetros, sin soltarle el hombro. Julián pudo sentir su olor a sudor masculino vagamente enmascarado tras una colonia fuerte. El pasillo en ese momento estaba completamente vacío.

—¿Es eso lo que os enseñan ahora en el seminario?, ¿esconder la cabeza? Desprécianos si quieres, pero al final seremos unos pocos valientes los salvaremos la civilización cristiana, como ocurre siempre, cuando lleguen los enemigos de España y de la fe a cortarte los huevos. —Mientras decía esto, agarró la entrepierna de Julián con la otra mano. No lo agarró tan fuerte como para hacerle daño, pero sí lo suficiente como para asustarle, provocando que sus ojos se abriesen de par en par y le mirase con horror. —Cuando nuestros enemigos nos acechan solo podemos ser mártires o cruzados. Víctimas o verdugos. ¿Tú qué prefieres, chico? Yo lo tengo claro.

A Julián se le hizo un nudo en la garganta. En cuanto el hombre lo liberó, se alejó por el pasillo todo lo rápido que pudo, casi corriendo. ¿A qué había venido todo aquello? Nunca nadie le había tocado en esa zona y se sintió terriblemente asqueado y avergonzado. Tenía la garganta seca y no paraba de sudar. Aquel tipo le había hecho sentir realmente vulnerable, ¿y todo por qué? ¿Por no seguirle la corriente? Era espantoso lo que podía hacer la política, pensó Julián. Lo mejor era olvidarse de las miserias de este mundo y poner todas las energías en ganar la salvación. Eso era lo que siempre le decía su santa madre.

Los otros seminaristas le trataban siempre con amabilidad, aunque también con algo de condescendencia, pues le consideraban algo remilgado. Le llamaban san Julián y decían que solo le faltaba la palomita en la mano. Él era consciente de que había vivido muy poco, siempre pegado a las faldas de su beata madre, quien le empujó suavemente al seminario, y rodeado de hermanas. De la vida sabía solo lo que había aprendido en los libros piadosos, y siempre que veía algo de maldad en el mundo, pensaba que había que amar y perdonar al que hace daño, pues es solo un pobre pecador. Subió a la habitación y se duchó como tenía previsto, cambiándose la camisa, que había sudado todavía más después del encuentro con aquel hombre. Seguro que se tenía a sí mismo por un buen cristiano, pero solo era un pobre hombre a quien la agresividad no le permitiría tener un alma limpia. Rezaría por él.

II

Cuando Julián volvió al salón de actos, el individuo ya no estaba allí, por lo que Julián dio gracias a Dios. Después de que terminasen las jornadas y de su habitual comida frugal, Julián tenían pensado pasar la tarde practicando con la guitarra, pero le dijeron que don Ricardo le esperaba en su despacho. Julián subió las escaleras que conducían hasta el despacho del rector. Se acercaba el verano y era habitual que a veces les citara a algunos para hacer balance de su progreso, por lo que Julián no sospechaba nada extraño, pero aun así no podía evitar ponerse nervioso.

Don Ricardo le esperaba sentado detrás de su escritorio, con su aspecto sabio y su sonrisa amable. Invitó a Julián a sentarse y comenzó a hablar.

—Parece que esta mañana has conocido al señor José Antonio Hinojosa de los Llanos, uno de nuestros más importantes benefactores.

¿Se refería a aquel tipo odioso del salón de actos? A Julián le entró una punzada de pánico solo de recordarlo y de que don Ricardo lo mencionase.

—Ha estado en mi despacho esta mañana, parece que le has causado una muy buena impresión.

Aquello desconcertó por completo a Julián, no tenía ningún sentido. Se quedó mudo mientras el rector continuaba hablando.

—Verás, Julián, estoy de lo que te voy a hablar es un asunto muy delicado. Te tengo en mucha estima y confío en que estarás a la altura… el señor Hinojosa de los Llanos viene de una prestigiosa familia de militares. Él es uno de los hijos menores, sí, pero aun así heredó un considerable patrimonio que se incrementó mucho más al casar con su difunta esposa, la señora Pardo de Carvajal, hija de hidalgos. El señor Hinojosa de los Llanos posee en la actualidad numerosas propiedades y con su patrimonio realiza innumerables obras de caridad por las que la Iglesia le está muy agradecida. Y puesto que un tío suyo se formó en este seminario, sus donaciones anuales son particularmente generosas.

Julián escuchaba con atención sin entender qué podía tener que ver todo aquello con él. Don Ricardo pareció leer el desconcierto en su cara y fue al grano.

—Hijo, el señor Hinojosa de los Llanos ha venido a mí con una solicitud muy concreta y, como comprenderás, para nosotros son vitales sus donaciones, por lo que no podemos negarle nada. Este señor tiene una única hija, más o menos de tu edad. Esta jovencita, pese a haber recibido una estricta educación está algo… descarriada. Su padre la mandó a estudiar a un internado en el norte y hace poco fue sorprendida en una situación de lo más vergonzosa. Al parecer tuvo un accidente de coche después de haber consumido ciertas sustancias, mientras practicaba sexo al volante… con otra chica. Es un asunto de lo más delicado y por supuesto el señor Hinojosa de los Llanos está preocupado por ella. Como es mi deber, le he recomendado centros donde podrían ayudarla, ya sabes… terapias de acompañamiento. Pero mientras se recupera del accidente, no puede moverse de la finca familiar y el señor Hinojosa de los Llanos querría que alguien se desplace hasta allí durante algunas semanas… y hemos pensado en ti.

Julián casi se cayó de la silla al escuchar aquello.

—¿En mí? ¡Pero si ni siquiera soy sacerdote!

—De eso se trata, hijo, el señor Hinojosa de los Llanos estima que la chica estaría más receptiva ante alguien de su edad. La joven se ha alejado terriblemente de Dios. Una desgracia muy habitual en estos días, por desgracia, con tantas influencias nocivas en todas partes… Por supuesto, ya habrá tiempo para terapia más adelante y para asignarla un director espiritual, pero de momento solo hay que acercarla un poco más al redil. No es una tarea demasiado complicada, acompáñala durante unas semanas, haz lecturas con ella y trata de hacerle ver lo terrible de sus actos.

—Con todo el respeto, señor, no veo por qué debería ser yo precisamente… —Julián estaba temblando.

—Lo sabes perfectamente, hijo. Todos te conocen aquí por tu piedad y tu virtud. Si vas a convertirte en sacerdote, considera este el primer paso. Se te asigna la tarea de servir de inspiración a una joven que está muy perdida. Serán solo un par de semanas en la residencia familiar. Aunque el señor Hinojosa de los Llanos tiene varios pisos y en la ciudad, suele pasar la mayor parte del tiempo en su finca de Ávila. Su patrimonio es enorme a pesar de que con las rentas que percibe de alquileres podría no trabajar, como es un hombre muy tradicional y aprecia la vida rural, ejerce de veterinario en la zona. Es un lugar agradable, ya verás. Puedes considerarlo unas vacaciones. La joven, por cierto, se llama Berta.

A continuación, compartió con Julián los detalles prácticos. La idea era que partiese de inmediato. Le habían sacado ya un billete de tren hasta Ávila para el día siguiente y una vez allí, tomaría un autobús que le dejaría en el pueblo más cercano a la finca. Desde allí podría llegar fácilmente a pie siguiendo las indicaciones. Julián sentía una mezcla muy extraña de emociones. Por un lado, se sentía abrumado por tal responsabilidad, pero también agradecido porque don Ricardo pensara en él, aunque también extrañado por lo inusual que le parecía todo aquello y, por último, algo asustado por tener que convivir con aquel individuo.

III

Julián hizo pronto el equipaje y decidió llevar su guitarra. La mayor parte del viaje lo realizó rezando. El autobús se adentró en el valle de Amblés, no muy lejos de la ciudad de Ávila, en pleno corazón de la provincia. El valle estaba totalmente rodeado por montañas, una enorme planicie algo seca por el calor del verano, pero con pequeños bosques que se extendían en todas direcciones. Los pueblos por los que pasaban tenían nombres pintorescos, y arriba, en las montañas, parecían divisarse las ruinas de un castillo. Las montañas resultaban imponentes, aunque Julián sintió cierta sensación de ahogo, como si aquellas cordilleras fueran murallas que enjaulasen. Ni siquiera se le había dado oportunidad de negarse a aceptar aquello.

La naturaleza benigna de Julián, tan poco propensa a la rebeldía, le hizo asumir la tarea mansamente, pero había algo que le incomodaba profundamente. Recordó su desagradable encontronazo con aquel tipo, que tenía más aspecto de matón que de gran señor. Aquella repulsiva amenaza a sus partes íntimas le había alterado los nervios. Además, tenía bien reciente una espantosa historia que leyó mientras preparaba su ponencia. Se trataba del relato de uno de los horribles crímenes cometidos contra la Iglesia durante la guerra. Un joven seminarista, de la misma edad que Julián, había sido tentado carnalmente por una perversa muchacha enviada por los milicianos. Como el joven se mantuvo firme y no pecó, ellos lo castraron con una navaja de afeitar y la moza paseó sus partes cercenadas por el pueblo. Cuando semanas atrás leyó aquello, sintió mareos y le costó dormir toda la noche. Desde niño había escuchado historias de mártires que habían tenido muertes horribles, pero aquello para él era distinto. Siempre había algo de dignidad en el sacrificio de los mártires, por espantoso que fuese, como lo había habido en el de Cristo. Pero le resultaba imposible encontrar la dignidad en algo tan repugnante y vergonzoso como el daño en los genitales de un hombre. No soportaba la idea de que existiese tanto odio y perversidad. Se había esforzado durante semanas por enterrar aquel relato en lo más profundo de su mente, pero su encuentro con aquel hombre lo habían traído de vuelta y ahora no se lo podía quitar de la cabeza.

Trató de pensar en otra cosa, como en la joven Berta. Pensaba que no supondría para él un reto demasiado grande tratar con esa chica, pues se habían criado entre hermanas. Julián era el menor de diez hermanos, pero los varones le sacaban bastante edad y estaban ya casados cuando él aún era un niño. Su padre murió cuando él todavía era pequeño, por lo que creció al cuidado de su madre y acompañado por sus hermanas, algo mayores que él, pero de edad similar. Esos recuerdos de infancia le reconfortaban, su madre era todo un espejo de virtud y cuando no sabía qué hacer, pensaba en ella. Con la misma firmeza y dulzura con que ella les corregía a él o a sus hermanas cuando hacían algo malo, debía tratar él a Berta. Por supuesto, nunca en su familia había nadie cometido actos tan graves, sus hermanas eran también unas santas y alguna de ellas había elegido la vida consagrada, pero hoy día no todos los jóvenes tenían la suerte de crecer en un hogar tan puro como el suyo y estaban expuestos a toda clase de influencias e ideologías perversas.

Finalmente, el autobús se detuvo y Julián se encaminó hacia la finca, cargando como podía con todos sus bultos. El sol del verano golpeaba sin piedad, pero el camino no era largo. La finca tenía el solemne nombre de Santa Dorotea y al parecer había permanecido en la familia durante generaciones. Según se acercaba podía distinguir la verja que la rodeaba. Aquella propiedad debía tener unas dimensiones enormes y había tantos árboles y setos junto a la verja que apenas se distinguía su interior. Al llegar a la entrada saludó en voz alta, pero nadie acudió a recibirle. Comprobó que el candado estaba abierto, así que entró. La extensión era incluso más grande de lo que parecía. Una inmensa explanada se extendía en torno al edificio principal, una casa grande de dos plantas, de aspecto algo destartalado en el exterior. La comenzó a rodear lentamente y en la parte trasera del edificio encontró una enorme piscina de agua clara, que brillaba iluminada por el sol. Y junto al borde de la piscina, estaba Berta.

La joven volvió a la cabeza para mirarle durante un instante, bajándose levemente las gafas de sol con el dedo, para al momento volvérselas a ajustar en los ojos y continuar tomando el sol. Su pelo rubio oscuro estaba cortado en media melena de manera irregular, como si lo hubiera hecho ella misma. Debía llevar poco tiempo en la finca, pues su piel aún estaba poco bronceada, su cuerpo era delgado y vestía solo la parte inferior de un bikini, mientras una camiseta doblada le cubría los pechos. Julián apartó la vista, pero ella pareció no inmutarse. Al lado de su tumbona tenía un spray de agua, con el que se humedecía de vez en cuando. Debía ser un fastidio para ella estar junto a esa piscina y no poder bañarse, pero con la pierna derecha escayolada le hubiera sido imposible. Junto a su tumbona estaba la silla de ruedas que usaba para desplazarse.

—Ho-hola, soy…—trató de presentarse Julián mientras evitaba mirar directamente su desnudez.

—Sé quién eres— le cortó Berta sin mirarle— más vale que te quites algo de ropa o te vas a cocer con este calor. Puedes usar la piscina si quieres.

—¿Dónde está tu padre? —preguntó Julián ignorando el comentario.

—No está aquí. Y Manuela, la doméstica, tampoco está. Mi padre le dijo que se tomas unos días de vacaciones, así que estamos tú y yo solos.

Aquello desconcertó a Julián.

—La verdad es que me gustaría poder hablar con tu padre antes de…

—Pues no va a ser posible, no le gusta que le llamen mientras trabaja. Le han llamado de una finca en la otra punta de la provincia y estará allí un par de días, por lo visto está castrando un rebaño entero. Veterinarios en la provincia hay muchos, pero cuando se trata de castrar animales de granja siempre le llaman a él. Podría decirse que es su especialidad. —La chica se volvió y miró a Julián con una sonrisa maliciosa al decir aquello.

Julián sintió una punzada de nervios y sintió cómo se le encogían los genitales al escuchar aquello. Ese detalle morboso hacía todavía más amenazador a aquel individuo.

Era cierto que hacía un calor sofocante. Berta se acabó poniendo la camiseta y se ató su corta melena en una pequeña coleta con la goma elástica que llevaba en la muñeca. Se sentó con bastante soltura en la silla de ruedas y acompañó a Julián al interior de la casa. Aquel edificio por dentro era mucho más grande de lo que parecía, y las paredes gruesas, típicas de las casas de pueblo, aislaban el interior del calor asfixiante. La estructura era irregular, un enorme vestíbulo daba acceso a un laberinto de pasillos y estancias. Estaba tenuemente iluminada, lo que acrecentaba la extraña sensación de estar en un lugar de otra época. Cuadros barrocos, escudos heráldicos, títulos nobiliarios enmarcados en las paredes y espadas o trabucos colgaban de las paredes, como si de un desorganizado museo se tratase. Al parecer la abuela de Berta había sido inválida, por lo que la casa estaba completamente adaptada para una persona en silla de ruedas, lo que permitía que la joven se moviese fácilmente por el interior y subiese al piso de arriba sin ayuda. El elevador colocado en la escalera, igual que la televisión y los demás electrodomésticos modernos contrastaban aquella decoración anclada en el tiempo. Se adentraron los dos en un interminable corredor del piso superior, Julián seguía la joven, que avanzaba velozmente impulsando las ruedas de su silla con ambas manos. La habitación que ocuparía él estaba justo al fondo, era amplia y cómoda, aunque algo oscura y olía a humedad, pero eso incluso se agradecía con aquel calor.

IV

La tal Manuela les había dejado comida preparada de sobra, por lo que solo tenían que servirse y calentar cuando tuvieran hambre. Berta pasó el resto de la tarde en la piscina y Julián la estuvo acompañando. Trató de darle conversación, pero ella parecía ignorarle. La chica estaba todo el rato tecleando en su móvil. Julián sentía que sería difícil ganarse su confianza, pero valía la pena intentarlo. Pensó en subir un momento a la habitación y coger la guitarra. Cuando apareció con ella, Berta le miró con una mueca de extrañeza y diversión. Ella encogió su pierna sana, invitando a Julián a sentarse a los pies de la tumbona. Comenzó a tocar canciones de misa, lo que hizo que ella soltara una sonora carcajada, pero al menos aquello sirvió para romper el hielo. Julián vestía una camiseta blanca de manga corta, unos pantalones cortos y sandalias. Estaba sentado con una pierna cruzada y la guitarra apoyada en el regazo. Berta a veces cantaba a gritos y con voz destemplada el estribillo de alguna de esas canciones, que debía conocer de la infancia. Julián notaba el aire de mofa con que la chica se tomaba aquel repertorio musical, pero a él le alegró verla entretenida. Poco a poco, Berta fue estirando la pierna sana, acercándola cada vez más a Julián. Él trataba de apartarse, pero estaba ya justo al borde de la tumbona y los dedos descalzos del pie de Berta estaban casi rozando su entrepierna, lo que le hizo incomodarse y dejar de tocar, con la excusa de ir al baño.

A Julián siempre le había resultado fácil la continencia. Desde niño había ido a un colegio masculino y de ahí fue al seminario. No había habido mujeres en su vida que no fueran su madre o sus hermanas. En contra de lo que pensó inicialmente, tratar con Berta era una cosa totalmente diferente. En el baño se palpó la enorme erección que guardaba en los pantalones. Pocas veces había experimentado una excitación tan fuerte, salvo algunas mañanas y siempre las contralaba sin problemas con una ducha fría. Comprendió en aquel momento que aquella sería una prueba más dura de lo que pensaba y solicitó allí la gracia de Dios.

Cuando salió de nuevo al exterior, Berta estaba incorporada contemplando las montañas que rodeaban el valle. Una densa humareda comenzaba a elevarse sobre una de ellas. Julián notó que el calor había aumentado aún más. La chica dijo sentirse cansada y fue a su habitación para echarse un rato, por lo que Julián se quedó el resto de la tarde solo. El calor era verdaderamente tan sofocante que pensó darse un baño en la piscina. No había llevado bañador, así que se desvistió y se sumergió en el agua llevando solo su ropa interior, blanca y amplia como toda la que tenía. Hacía años que no se bañaba en una piscina, metió la cabeza bajo el agua y estuvo allí unos instantes, dio varias brazadas por la piscina y finalmente se quedó flotando relajadamente. Había sido un día largo y la situación en aquella finca era extraña e impredecible, pero en ese momento se sintió en paz. Sin que pudiera evitarlo, se dibujó en su mente la silueta de Berta. Su cuerpo esbelto, su piel clara, los dedos de su pie, con las uñas pintadas de verde… sintió un torrente de placer recorriendo sus venas. En cuanto se dio cuenta, reprimió esos pensamientos al instante y salió del agua. Una vez fuera comprobó que era la segunda vez en el día que la excitación le jugaba una mala pasada. Su ropa interior, completamente empapada se adhería a su cuerpo como una segunda piel, con su erección destacando como el mástil de una tienda de campaña. Intentó a cubrirse mientras miraba a su alrededor y vio la cara de Berta asomada a la ventana del piso superior, con lo que le pareció una leve sonrisa. Sintió tal oleada de pánico que agarró su ropa del suelo y corrió al interior de la casa, subió a saltos las escaleras y se encerró en su habitación.

V

Estuvo rezando durante un tiempo que se le hizo eterno. Debía andarse con cuidado pues la tentación podía ser más fuerte de lo que había pensado. Se recordó a sí mismo los motivos por los que estaba allí, lo perdida que estaba esa joven y lo mucho que necesitaba su ayuda. Don Ricardo le había encomendado esa tarea a él y no podía fallar. Sin ni siquiera cenar nada, se puso el pijama, un pantalón muy corto y una camisa de tirantes para soportar el calor, y se dispuso a entrar en la cama. Después de un rato dando vueltas, escuchó el chirrido de la silla de ruedas de Berta acercándose, se incorporó y en encendió la luz justo en el momento en que ella abrió la puerta. Entró deslizándose en la habitación, vistiendo una camiseta de aspecto masculino varias tallas más grande, que le servía de camisón. Había venido para decirle que acababa de ver en las noticias que estaban produciéndose varios incendios en la provincia, uno de ellos cerca de allí. A Julián le fue difícil identificar lo que Berta sentía, pero se imaginó que podía estar asustada, como les ocurría a sus hermanas cuando había tormenta. Ella le pidió quedarse un rato allí y él accedió, aunque le incomodaba estar con ella estando él con tan poca ropa. Sin demasiada dificultad, pasó de la silla de ruedas a la cama de Julián, él la ayudó a colocar las piernas y permaneció sentado a los pies. Por primera vez se pudo fijar bien en la cara de la chica, ya sin sus gafas de sol. Tenía unos rasgos que le parecieron increíblemente dulces, la cara estrecha, nariz algo respingona y una boca pequeña, de labios gruesos y entreabiertos, aunque cuando sonreía su boca parecía volverse enorme. Pero lo que más le impresionaba eran sus ojos, los más verdes que hubiera visto nunca, con unas cejas algo pobladas que contrastaban con la dulzura de sus otros rasgos y le daban al rostro una gran fuerza.

Berta le estuvo haciendo preguntas sobre su familia y él le fue contestando. A la pregunta de cuántos hermanos tenía, él repitió lo que su madre le había enseñado desde siempre, diez en la Tierra y cuatro en el Cielo, en referencia a los abortos espontáneos que había tenido, que también contaban como hermanos. Aquella respuesta pareció divertir a Berta, lo cual le generó incomodidad y un punto de ofensa, pero su sonrisa era tan grande y contagiosa que apenas le dio importancia. Se sentía muy cómodo con ella allí. Como ocurrió por la tarde en la piscina, la pierna sana de Berta se fue estirando progresivamente, pero en esta ocasión Julián estaba tan absorto en la conversación, contestando preguntas personales sobre su vida en el seminario o sobre cómo se veía en el futuro que apenas se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Miraba a Berta como hipnotizado, con aquella sonrisa enorme y aquellos ojos verdes y magnéticos, como los de una hermosa hechicera de cuento. Los dedos de los pies de Berta alcanzaron finalmente el bulto de su entrepierna, frotándose contra él. Julián se sobresaltó al instante, sus ojos casi se salieron de sus órbitas y se puso de pie de un salto.

Miró a Berta, que trataba de reprimir una sonrisa, y se sintió furioso. Tratar de provocarle sexualmente le parecía un acto de enorme perversidad.

—¡Sal inmediatamente de aquí! —gritó fuera de sí. —No quiero que vuelvas a entrar, ¿entiendes? ¡Fuera!

La chica le devolvió la mirada con un atisbo de sonrisa, pero obedeció. Se sentó en su silla y se retiró sin decir nada. Julián, por su parte, cerró de un portazo y se quedó tembloroso, agitado y descontento de sí mismo, pues su carácter pacífico le hacía sentirse mal cuando cedía a un arrebato de ira, llegando a sentir hasta dolor físico. Pensó que sin duda se había excedido, debió dirigir a aquella chica una exhortación fervorosa, en vez de palabras de desprecio. Su obligación era corregir y perdonar, no pisotear a los pecadores. Al fin y al cabo, Berta tenía un alma que debía ser salvada. Pero, ¿cómo podía uno moderarse ante tanto descaro?, ¿cómo podía haber mujeres tan perversas y con tan poca vergüenza? Pensando en su madre y sus hermanas, aquello le parecía inconcebible.

Después de un rato pensando y serenándose, decidió ir a la habitación de Berta para hablar con ella de lo ocurrido y también de su accidente. A fin de cuentas, para eso estaba allí. Enfiló el pasillo, llamó a la puerta de su cuarto y después de esperar unos instantes, la abrió con suavidad. Encontró a Berta tendida en la cama. Aunque la luz estaba apagada, la habitación estaba iluminada por una extraña luz rojiza que entraba por la ventana. Julián ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse de dónde procedía, pues se quedó petrificado al ver aquel cuerpo delgado completamente desnudo, esa piel clara, esas formas esbeltas, esos pechos pequeños pero firmes y ese pubis parcialmente rasurado. Solo la escayola de su pierna estropeaba aquella belleza. Y todo el cuerpo se estremecía mientras las manos de la joven se hundían entre sus piernas. Julián tuvo el impulso de salir y cerrar la puerta de inmediato, pero algo le detuvo. No podía dejar de mirar. Ella volvió el rostro hacia él, pero no pareció sorprendida al verle. Él se sintió hechizado por sus ojos verdes, que brillaban en la oscuridad como si estuviesen en llamas. Su erección era perfectamente visible dentro de sus pequeños pantalones.

Desde niño siempre le habían dicho que había que evitar a toda costa la caer en la tentación, pues era más fácil resistirse a ella cuando algo aún no se ha probado que después de hacerlo, por eso él nunca se había planteado siquiera amar a una chica, aunque sabía que otros compañeros del seminario sí. En aquel momento ni con toda la fuerza de voluntad y oración hubiera sido capaz de contener el impulso de acercarse a ella y acariciar aquel cuerpo. Cuando estuvo a su altura, ella estiró el brazo palpó su erección, el tacto de aquella mano en su miembro lo excitó aún más, sintiendo que poco le faltaba para eyacular. Berta le ayudó a desprenderse de ropa, se tendió en la cama y los dos se masturbaron mientras se besaban en la boca. El contacto de los labios de Berta sobre los suyos hizo que Julián estallase de placer, empapando las sábanas y los muslos de la joven, pero la erección volvió en cuestión de segundos. Los dos se corrieron varias veces, dándose placer primero a sí mismos y luego mutuamente, con la mano de Berta guiando los temblorosos dedos de Julián hasta su húmedo sexo. Cuando se cansaron, Berta quedó dormida y Julián pudo pensar con cierta claridad. Se sentía terriblemente culpable, avergonzado y sucio. Antes de abandonar la habitación para ducharse, miró a su alrededor y vio el resplandor rojo que inundaba la habitación. Se asomó por la ventana y vio a lo lejos el monte completamente en llamas. Por si aquella estancia apestaba lo suficiente a pecado, además estaba iluminada por el fuego.

VI

La mañana siguiente amaneció gris, con una oscura capa de humo cubriendo el cielo, como negando toda esperanza. Julián apenas se atrevía a salir de su habitación y admitir lo que había ocurrido la noche anterior. Se había duchado y vestido con ropa de calle. Llevaba un par de horas tumbado en la cama, tratando de poner en orden sus pensamientos. Se había dejado seducir por una mujer, aquello era lo más bajo que podía caer un futuro ministro de la Iglesia. Recordó una vez más aquel seminarista mártir, que prefirió ser castrado antes que pecar carnalmente con una joven. Él, en cambio, no había tenido la misma fortaleza. Sintió también una punzada de miedo al pensar lo que ocurriría si el padre de Berta llegaba a enterarse. Sintió un nudo en la garganta al recordar su primer encuentro con él. Si había sido capaz de agarrarle los genitales por una breve discusión política, prefería no imaginar lo que aquel castrador profesional le haría por haber corrompido aún más a su hija. Quizá al fin y al cabo acabase corriendo la misma suerte que aquel joven mártir, aunque por la razón contraria.

Pero lo más terrible no fue lo que hizo la noche anterior… sino que, en el fondo, no se arrepentía. Cada vez que cerraba los ojos veía el cuerpo desnudo de Berta iluminado por el fuego y sentía una excitación que apenas podía contener. Pensó en aquellos ojos tan verdes y sintió como su verga se endurecía de nuevo. Sus pensamientos se interrumpieron cuando la puerta se abrió de golpe y Berta entró como un huracán, traía noticias de su padre. Al parecer había varias carreteras cortadas a causa de los incendios, por lo que atravesar la provincia dirección oeste era imposible. Desde la finca, solo se podía volver por carretera a Madrid. Y por lo visto los bomberos podían tardar días en contener el fuego. El padre de Berta acababa de telefonear para decir que esperaría hasta que pasase todo en aquella granja, cerca del punto en que la provincia de Ávila se junta con Salamanca y Cáceres. Eso significaba que estarían solos varios días más… Berta le escrutó con sus ojos inmensamente verdes, acercándose a él despacio en su silla de ruedas. Julián no podía dejar de mirarla, sentía como si aquella mirada le quemase. Sin que él lo viera venir, Berta lanzó su mano hacia su entrepierna y sonrió al comprobar su erección. La resistencia era inútil, al instante volvieron besarse como si pretendieran devorarse. Por muy oscuro que estuviera el día, había más luz que la noche anterior, por lo que Julián pudo ver el cuerpo de Berta con mayor claridad. Recorrió cada una de sus regiones con su lengua, la ayudó a sentarse sobre su cara, de manera que pudiera darle placer con la lengua mientras ella le guiaba. Julián se corrió al instante al sentir aquel sabor salado en su lengua, pensó en lo perverso que era aquello, pero no le importó, necesitaba más.

Cuando hubo terminado, Berta se sentó de nuevo en su silla de ruedas. Resultaba extraño ver aquella belleza, que a Julián le parecía de otro mundo, sobre aquel objeto triste y mundano. Ella estaba aun totalmente desnuda, pero Julián, tendido en la cama, todavía llevaba puestos los pantalones, a lo que Berta puso rápido remedio, desabrochándole el cinturón y bajándoselos con fuerza junto con la ropa interior. Julián, desnudo a pleno día, se sintió vulnerable. Ella pareció olerlo y eso la excitó, poniéndose de nuevo trabajosamente sobre él, como poseída por un frenesí. Acarició sus brazos, obligándole a levantarlos, besando el vello marrón de sus axilas, agarrando sus manos y colocándolas sobre su cabeza mientras le besaba. Él apenas podía pensar de lo excitado que estaba, por lo que no opuso apenas resistencia cuando ella cogió el cinturón que le acababa de desabrochar y lo usó para atar sus manos al cabecero de la cama. La sensación de vulnerabilidad de Julián fue en aumento, se sentía totalmente esclavo de la muchacha a la que debía redimir. Ella le susurró que esperase y él obedeció, pues sentía que no podía negarle nada.

Berta desapareció en su silla de ruedas y volvió poco después con un bote de espuma de afeitar y una navaja que debía ser de su padre, una clásica navaja de barbero. Julián la miró extrañado, no adivinó sus intenciones hasta que la joven comenzó a untar de espuma sus genitales. Él la miró alarmado, pero ella se limitó a explicar que le resultaría más fácil darle placer sin tanto pelo. Julián cerró los ojos y apretó los dientes cuando sintió el frío filo de la navaja recorriendo su escroto, pero la chica tenía una maestría admirable. Rodeó su pene con cuidado y repasó todo el contorno de sus testículos. Julián se sentía incapaz de oponer resistencia alguna. Cuando hubo terminado, acarició con delicadeza aquel saco carnoso recién rasurado, acercó su cara a él, lo besó, se lo metió en la boca, le dio toques con la lengua y, finalmente, pequeños mordisquitos. Julián se excitó tanto que eyaculó sin que ella hubiera tocado siquiera su pene. El chorro blanco la alcanzó de lleno en la cara y Julián se sintió terriblemente avergonzado, por lo que trató de disculparse, pero ella le miró con aquellos ojos ardientes e hipnóticos y, con una sonrisa pícara, le agarró las pelotas y las estrujó ligeramente, antes de echarse a reír. Él dio un pequeño respingo y rio también, mirando embobado aquella sonrisa enorme, luminosa y despreocupada de Berta.

VII

Las horas siguientes pasaron sin que Julián se diera cuenta, en aquella habitación parecía haberse detenido el tiempo. Apenas salieron en todo el día, salvo para ir al baño o subir algo para comer. Era como si sus cuerpos desnudos hubieran creado su propio ecosistema allí dentro, donde ya no hacía ni frío ni calor. Julián se sentía mejor que nunca, con su sudor mezclándose con el de Berta, acariciando sus pechos, chupando cada centímetro de su cuerpo. Tuvieron sexo varias veces, frotándose, usando sus manos, sus bocas, pero evitando la penetración. Ella le ataba las manos al cabecero usando el cinturón de vez en cuando. Julián se dio cuenta de que a Berta le encanta juguetear con sus testículos. Los agarraba una y otra vez mientras se besaban y no los soltaba en mucho rato. Los apretaba levemente, los sobaba con todos los dedos, usaba aquel saco carnoso como un juguete al que incluso daba pequeñas palmadas con una mano mientras lo agarraba con la otra. Julián se sentía sorprendido y escandalizado con aquellas prácticas tan perversas, él del sexo solo conocía por los libros los aspectos más básicos de la cópula encaminada a la reproducción, aquello que estaban haciendo para él era algo totalmente distinto y prohibido, pero aun así le excitaba y hubiera hecho todo lo que ella le hubiera pedido. Su polla nunca dejaba de estar dura. Era su siervo.

Exhaustos, quedaron dormidos al anochecer, pero Julián se despertó de madrugada. Notó el calor de Berta a su lado, como si le quemara. En ese momento, al contemplarla a su lado, sintió vergüenza de sí mismo y de su propia desnudez, lo que le llevó a tener la necesidad de cubrirse de inmediato, como Adán después de pecar. Su ropa estaba repartida por el suelo, trató de tantearla, pero solo encontró sus holgados calzoncillos blancos, y se los puso de inmediato. No quiso seguir buscando para no despertar a Berta y ser tentado de nuevo, por lo que se fue de la habitación, bajó las escaleras y salió al exterior. El fuego seguía iluminando la noche, ahora parecía haberse extendido a otros montes vecinos. Aunque desde el centro del valle los incendios parecían lejanos, el aire se sentía con aroma a humo. En aquella soledad, frente a aquel paisaje desolador y ya lejos de Berta, comenzó a ser consciente de todo lo que había pasado.

Julián sabía que compañeros suyos del seminario habían pecado también con chicas. Era sin duda algo vergonzoso, pero al fin y al cabo aún no habían sido ordenados sacerdotes, por lo que no era tan terrible, decían. Julián ni siquiera se lo había planteado, pensó en lo mucho que se asombrarían y reirían sus compañeros si le hubieran visto en aquella situación. Pero lo que él había hecho era diferente y mucho más grave. Había pecado con una chica cuyo cuidado espiritual le había sido confiado directamente por el propio rector del seminario, si aquello se llegaba a saber podría poner fin a su futuro. Por no hablar del padre de Berta… solo con pensar en él, sus testículos se replegaban dentro de su escroto y su pene se encogía. Las horas siguientes las pasó recorriendo la finca, casi a oscuras, con la única luz del fuego procedente de los montes lejanos, descalzo como un penitente y vestido solo con sus calzoncillos blancos. Trató de aclarar sus ideas y decidir qué hacer. Desde luego, no podía seguir más tiempo en aquella finca, que se había convertido en un lugar de tentación. ¿Debía irse sin despedirse de Berta? Tratar de hablar de nuevo con ella supondría exponerse de nuevo al pecado, pero ¿cómo se tomaría la chica que se fuese sin más? En realidad, los sentimientos de Berta eran para él un misterio. ¿Estaba enamorada de él o era solo vicio? Julián conocía por sus lecturas de lo que era capaz una mujer despechada, aparecía hasta en la Biblia. Recordó a la mujer de Putifar, acusando a José de forzarla por haberla rechazado. ¿Sería capaz Berta de algo así? Si se iba temprano, podría estar de vuelta en el seminario en unas horas. Pero si el padre de Berta se llegase a enterar de algo, no tendría dónde esconderse, don Ricardo le dejó bien claro lo agradecido que estaba de sus donaciones y que no podría negarle nada. Sería capaz de mandar a Julián de vuelta a la finca para ser capado si así lo solicitaba su generoso benefactor. Trató de quitarse aquella estúpida idea de la cabeza, nadie le iba a hacer tal cosa. Pero estaba nervioso, los pensamientos se arremolinaban en su cabeza y el recuerdo de la mano de José Antonio oprimiendo sus genitales volvía una y otra vez. En aquel momento sentía como si una mano invisible lo estuviese agarrando.

Mientras recorría la inmensa finca, comenzó a amanecer. Pensó que antes de hacer nada debía hablar con don Ricardo, le llamaría a primera hora de la mañana y le contaría lo ocurrido. Le suplicaría perdón y le comunicaría que saldría de allí cuanto antes. Tenía que arreglar todo aquello de inmediato, no podía imaginar el disgusto que supondría para su madre si le expulsaran del seminario por hechos tan vergonzosos. Pero la culpa sin duda había sido de Berta, así se lo haría saber. Aquella muchacha era verdaderamente perversa. Su padre debía saberlo perfectamente. En aquel momento Julián ató cabos y comprendió el porqué de aquella conversación en la que el señor Hinojosa de los Llanos se había mostrado tan desafiante. Por qué había tratado de asustarle y por qué le dijo luego a don Ricardo que le había causado buena impresión. Julián debía ser justo lo que estaba buscando, un santurrón. Un joven tan pusilánime que no se dejase seducir por aquella muchacha viciosa. Él sabía de sobra que esa era la fama que tenía y la llevaba con paciencia, incluso con algo de orgullo, pues cuando se trata de la virtud, nunca se peca por exceso. Por desgracia se habían equivocado, Julián no fue lo suficientemente fuerte, aquella chica era demasiado perversa incluso para él. El sol comenzó a darle en la cara y Julián se sintió purificado, aún había esperanza. Estaba seguro de que don Ricardo lo comprendería y le perdonaría.

VIII

La llamada dio varios tonos. Julián estaba usando el teléfono de la casa, en una de las salas de estar de la planta inferior, mientras Berta aún dormía. Contuvo la respiración en espera de recibir respuesta, hasta que finalmente escuchó la grave, pero serena voz del rector. Julián tomó aire y lo confesó todo. Su voz comenzó a temblar por los nervios hacia el final del relato.

—Padre, me faltan palabras para expresar lo mucho que lo siento—insistía Julián con tono desesperado. —Fui tentado, padre, fui tentado por ella y no fui lo bastante fuerte. Por favor, perdóneme. Lo único que le pido es que no se enteren en mi casa. Le prometo que volveré de inmediato al seminario, haré allí penitencia, lo que sea…

—Hijo, no te castigues tanto —dijo don Ricardo con voz bondadosa. —Ya habrá tiempo para hacer penitencia, no pienses ahora en eso. Recuerda por qué estás allí, esa chica necesita tu ayuda, ¿entiendes? Lo que es os ha pasado… es natural, al menos más natural que lo que ella hizo con esa otra chica.

Julián quedó desconcertado antes la respuesta del sacerdote. Esperaba piedad y perdón por su parte, pero quizá no tanta.

—Lo que he hecho no tiene excusa, padre. Yo no puedo ayudarla de ninguna manera, al contrario, si sigo aquí un minuto más será ella quien me corrompa a mí… si es que ya no lo ha hecho. Le dije que no estaba preparado para esto, mande a otro, se lo suplico.

—Hijo… ya te he dicho que esta tarea te ha sido encomendada a ti. Permanece en la finca como se te ha ordenado y deja que sea como Dios disponga. —Insistió don Ricardo con paciencia. Julián apenas reparaba en aquel momento en lo extraña que era tanta comprensión, lo atribuía a un exceso de confianza en él, sin duda inmerecida, visto el resultado. Solo pensaba en marcharse de allí.

—Lo siento, don Ricardo, pero no soy tan fuerte como cree, me marcharé en cuanto salga el primer bus. Además, mi alma no es lo único que corre peligro aquí. Su padre es un bestia, usted no lo sabe bien… —tragó saliva al recordar su mano aferrada a sus genitales— Si me encuentra y se entera de lo sucedido no quiero pensar lo que me hará.

—Escúchame con atención, hijo—dijo con su habitual voz pausada y venerable. —Como pongas un pie fuera de esa finca, no tendrás que preocuparte por el padre de la joven, porque te cortaré los huevos yo mismo.

Julián se quedó petrificado a escuchar aquello, su incredulidad era tal que suponía haber entendido mal al rector. No sabía si le había impactado más escuchar a aquel hombre sabio hablar con tanta vulgaridad o la incomprensible orden de quedarse pese a todo. Apenas pudo emitir un sonido gutural a modo de respuesta.

—Confieso que esto está siendo desagradable para mí, pero como te dije, no puedo negarle nada al señor Hinojosa de los Llanos. Cuando él vino a mí, lo hizo con una solicitud muy concreta… comenzó explicándome las vergonzosas circunstancias que rodearon el accidente de la joven Berta, y estaba decidido a curarla. Yo, por supuesto, le recomendé especialistas, pero él no quería saber nada de terapias, quería curar a su hija a la manera tradicional... Él es un hombre muy bien relacionado, hay muchos jóvenes de buena familia que podría haberle presentado, pero sabía que los hubiera rechazado a todos. En cambio, un joven seminarista, que fuera allí con la excusa de ayudarla espiritualmente… podría funcionar. Ella es una pobre chica confundida, engañada por todas esas ideologías perversas que se promueven desde la televisión, el gobierno…  sus afectos están tan desordenados, que cree torpemente sentir atracción hacia su mismo sexo. Al estar durante días encerrada con un chico de su edad, lo normal es que florezca en ella su verdadera naturaleza. Cuando me expuso su idea, yo me escandalicé, pero acabé reconociendo que tenía sentido. Al fin y al cabo, un seminarista, al no estar aún ordenado, no incumple ningún voto, y ella no sospecharía nada y acabaría cayendo en la red, como al final ha pasado. Enhorabuena, chico, has pescado un alma, como nos enseñó Nuestro Señor.

—No puede estar pasando esto… ¿por qué a mí? —dijo Julián con un hilo de voz, perplejo ante toda esa información.

—Bueno… eso es algo que deberías preguntarle al señor Hinojosa de los Llanos. Fue él quien se interesó en que fueras concretamente tú. Te conoció en la charla que diste en las Jornadas y… algo debió ver que le gustó.

Julián apenas comprendía nada, aquello parecía una pesadilla.

—Padre, por favor, yo lo único que quiero es que todo vuelva a la normalidad, ¡permítame volver al seminario!

—¡Olvídate del seminario! ¿Acaso pretendes abandonar a la chica después de haberla conocido carnalmente? Ahora deberás casarte con ella, como es debido.

Sintió vértigo al escuchar aquello, su vida entera se tambaleaba.

—Pero yo tengo vocación… ¡quiero servir a Dios!

—Oh, vamos, chico—el tono de don Ricardo era cercano y persuasivo. — También se puede servir a Dios siendo padre de familia. Ahora debes concentrarte en tu misión, estás salvando a esa chica, ya has conseguido que se fije en un varón y encender su deseo. ¡Lo que está pasando ahora entre vosotros es natural y bueno!

—No, padre, no— la voz de Julián estaba llena de vergüenza. —Las cosas que me obliga a hacer…

—Yo… no necesito saberlo—dijo don Ricardo tras carraspear con cierta incomodidad. —Pero sigue haciéndolo. Es normal que esa chica aun tenga unos apetitos algo desordenados, pero al menos ahora desea a un varón. Cualquier cosa que hagan un hombre y una mujer siempre será más natural que las aberraciones que puedan hacer dos mujeres. Es cierto que estás pecando con ella, puesto que no estáis casados… aún. Pero para llevarla por el buen camino, merece la pena mancharse un poco las manos, piensa que estás salvando un alma. Ya habrá tiempo para la confesión. Dime… ¿ha habido ya coito?

Lo cierto era que no, en los encuentros sexuales que había tenido con Berta, no había llegado a penetrarla. Julián se excitaba tanto durante ellos y luego se sentía tan avergonzado, que apenas se había parado a pensar en ello, y así se lo hizo saber a don Ricardo.

—Pues inténtalo, eso acelerará las cosas —dijo don Ricardo con firmeza. —Con suerte le harás un hijo y eso ya hará inevitable el matrimonio. El señor Hinojosa de los Llanos se alegrará mucho cuando vea que su plan ha salido bien. Y siendo su yerno podrás ayudarle a gestionar su patrimonio, no tendrás que preocuparte de trabajar… —don Ricardo bajó el tono— y podrás convencerle de que aumente aún más las donaciones… o incluso de que nos ceda alguna de sus propiedades. Así expiarás los pecados que hayas podido cometer con Berta y todos saldremos beneficiados. A mayor gloria de Nuestro Señor, por supuesto.

Después de aquello, se despidieron cordialmente y Julián colgó el teléfono. Se sentó en el suelo al instante, tenía mucho que asimilar. Las palabras de don Ricardo le habían golpeado de tal manera que se sentía noqueado. Había sido víctima de una maquinación de la que nadie le había informado ni pedido permiso. Una parte de él quería sentir furia o impotencia, pero por encima de todo, era tan grande la sorpresa que lo que más sentía era estupefacción. Trató de repasar punto por punto la conversación con don Ricardo. Desde luego, lo que en aquel momento tenía ya absolutamente claro era que Berta no era la pobre chica confundida que el venerable rector pensaba. Fue ella quien tomó la iniciativa en todo momento… Julián sentía que ella sabía muy bien lo que hacía, él se sentía solo como un juguete en sus manos.

Luego pensó en lo que había tramado su padre. Utilizar a un joven que aspiraba a la vida sacerdotal para tentar carnalmente a su hija tenía algo perverso a ojos de Julián, y no dejaba de sorprenderle que don Ricardo hubiera accedido, pero lo que sí era cierto era que había funcionado y estaba alejando a Berta de un pecado mucho peor… lo que se seguía preguntando era qué había podido ver la chica en él, que se consideraba a sí mismo tan enclenque y debilucho, tan poca cosa. Y más extraño aún, ¿qué había visto su padre en él para elegirle? Su único encuentro había sido tenso y desagradable. Aquel hombre le trató con desprecio y le humilló de la peor manera… ¿quizás era por eso? Le consideró débil y manipulable, por lo que creyó que caería fácilmente en la tentación si esta se presentaba ante él, como un cordero en las fauces de un lobo… o en este caso de una loba. La mano de ese hombre palpando su entrepierna adquirió ahora un significado perverso. Como un cazador examinando la calidad del cebo que va a usar.

Y por último estaba el hecho de que todo su futuro hubiera dado un vuelco total en un momento, y por fuerzas que ni siquiera él mismo había podido controlar. Don Ricardo y el señor Hinojosa de los Llanos y la propia Berta habían provocado que su futuro como sacerdote se esfumara. Debía sentirse furioso también por eso y frustrado… pero no lo estaba. ¿Cómo era eso posible?, ¿qué ocurría con su vocación? Quizá nunca la tuviera, pensó. Entró en el seminario casi por inercia, una consecuencia más de haber crecido en aquel hogar tan piadoso. El futuro que ahora se le presentaba le resultaba mucho más atractivo y excitante. Esposo de aquella joven, herederos ambos de toda aquella finca y de muchas más propiedades algún día. Un buen esposo y padre de familia. Solo de pensarlo le daba vértigo, sentía que le venía grande todo aquello, pero al mismo tiempo era apasionante. Y podría acostarse con Berta siempre que quisiera, sin ninguna culpabilidad. Su padre, lejos de enfurecerse, le estaría agradecido por haber redimido a su hija. Sonrió con satisfacción al pensar aquello. Sintió como si aquella mano invisible que le oprimía los genitales aflojase. Miró la escalera, a esa hora Berta todavía debía dormir en su habitación. Subió a despertarla mientras crecía su erección.

IX

Cuando Julián entró en la habitación, Berta estaba desperezándose en la cama, completamente desnuda, tal y como él la dejó, con su pierna sana ligeramente flexionada hacia fuera, de manera que su coño parcialmente depilado quedaba totalmente expuesto. Julián se deshizo rápidamente de su ropa interior y se lanzó hacia ella con el miembro erecto como un ariete, dispuesto a penetrarla. Se subió a la cama desde los pies, de manera el coño de Berta estuvo ante su cara y lo besó, después fue subiendo, besando su vientre y sus pequeños pechos, con las piernas abiertas, de modo que la pierna escayolada de Berta quedaba entre las suyas. Sintió la fría y dura escayola apretada contra su escroto rasurado mientras iba subiendo y subiendo, con el miembro cada vez más cerca de su ansiado destino, pero ella le detuvo con la mano antes de que pudiera alcanzarlo. Berta agarró su pene y comenzó a masturbarlo mientras le besaba en la boca. Él tanteó con la mano para liberarlo y continuar en su propósito, pero ella ya había tomado el control de la situación una vez más. Julián estaba tan excitado que no opuso resistencia cuando ella torpemente trató de ponerse sobre él, mientras continuaba excitando su miembro con la mano, bajando con los dedos hasta sus testículos para masajearlos. Berta estiró el otro brazo fuera de la cama todo lo que pudo y tanteó en el suelo hasta dar con el cinturón de Julián. Él se resistió inicialmente a ser atado de nuevo, pero por poco tiempo, pues a medida que ella continuaba acariciando su miembro, su mente comenzó a ponerse en blanco de puro placer. Ella haría lo que quisiera con él, como siempre. Con las manos atadas al cabecero una vez más, Berta continuó jugueteando con sus genitales, pasando su dedo por toda la longitud de su pene, rodeando su escroto con la mano, como siempre le gustaba hacer. En ese momento dirigió a Julián una mirada pícara con sus inmensos ojos verdes mientras se mordía el labio inferior. Algo se le había ocurrido. Él le devolvió la mirada intrigado. Berta se quitó de la muñeca el coletero elástico y mientras con una mano agarraba suave pero firmemente el escroto de Julián desde la base, con la otra comenzó a atarlo alrededor de sus testículos dándole varias vueltas de manera que quedase bien ajustado.

—¿Sabías que hay una técnica de castrar ganado que consiste en hacer justamente esto? —dijo distraídamente mientras acariciaba la carnosa bolsa rasurada, apretada con firmeza por la goma, haciendo que pareciera un globo rojizo. —Lo llaman elastración. La sangre no puede llegar bien a los testículos, así que se gangrenan y se acaban cayendo solos, sin que nadie tenga que cortar—. Julián tragó saliva, con un punto de terror. —Pero hay riesgo de infección y es más doloroso para el animal—. Tras una pausa dramática, liberó sus testículos y él respiró aliviado mientras ella se tumbaba sobre su pecho. —Por eso los ganaderos prefieren llamar a mi padre. —Añadió con una sonrisa mientras acariciaba la cara de Julián con el dedo índice. A continuación, comenzó a sobar su miembro, que había perdido algo de dureza, y lo masturbó hasta que se corrió abundantemente.

Había algo realmente salvaje en Berta. A Julián le excitaba y sobrecogía con solo mirarle. Una vez terminaron, Berta le liberó de sus ataduras y se quedaron un rato tumbados, uno junto al otro, sin decirse nada. Finalmente, Julián se levantó para ir al baño. Allí, no pudo evitar detenerse delante del espejo, contemplando su propia desnudez. Rara vez hacía eso, siempre había evitado pudorosamente observarse demasiado. Su cuerpo le pareció menos enclenque de lo que solía pensar. A sus brazos y su abdomen no les sobraba ni una pizca de grasa, pero tampoco resultaban huesudos, podría decirse que su cuerpo estaba en su peso, lo único que le faltaba era estar más ejercitado, quizá debería remediarlo. Miró su barba incipiente, a veces pensaba que le daba un aspecto descuidado, pero en aquel momento le pareció que le quedaba bien dejarla crecer durante un par de días, le daba un aspecto viril. Por lo demás, no era muy velludo, asomaba algo de vello en sus axilas y tenía un poco en el pecho y las piernas, además del pubis, que Berta no llegó a rasurar. Su escroto, en cambio, lucía totalmente despejado, lo que hacía que su pene y sus huevos pareciesen más grandes. Sintió excitación al contemplarse. Pensó que no era tan raro imaginarse casado con una mujer, incluso con una tan indómita como Berta. Le incomodaban esos juegos perversos de los que ella parecía disfrutar tanto, atarle a la cama, rasurarle los huevos, bromear con cortárselos… quizá el problema es que fuera una niña demasiado mimada. Quizá eso era lo que le había llevado a pecar con aquella otra chica, de la que aún no sabía él nada. Si se convertía en su marido, debería tratar de corregirla en aquellas perversiones. Lo haría con dulzura, por supuesto, pero también con algo de firmeza. Pensó en el padre Berta y en lo imponente que resultaba su presencia, le gustaría parecerse un día a él, aunque solo fuera un poco. Pero eso sería más adelante, por ahora le convenía seguirle el juego para tratar de seducirla por completo, aunque intentaría marcarle límites poco a poco. Cuando estuvieran casados, ya trataría por todos los medios de convertirla en una buena esposa y ama de casa. No tan santa como su madre, porque eso era imposible, pero casi. Volvió a la habitación dispuesto a continuar la faena, con su miembro desnudo tan erecto que casi le rozaba el ombligo. Berta estaba tendida en la cama, con la cara iluminada por la pantalla de su teléfono móvil, que miraba a cada momento. Él se lo quitó de las manos y lo dejó en la mesilla mientras se tumbaba a su lado y la besaba de nuevo.

Bajaron a desayunar ya entrada la mañana y pasaron varias horas en el sofá de una de las numerosas salas de estar. Julián se sentía algo cansado después de aquella noche sin apenas dormir y después de las maratonianas sesiones de sexo con Berta. Sexo incompleto, por otra parte, lo que le hacía sentirse también algo frustrado. En aquel momento, Berta estaba sentada en un extremo del amplio sofá, con la pierna escayolada apoyada en la mesa, vestida con un minúsculo pantalón y una camiseta amplia y blanca, sin nada debajo, tecleando en su móvil. Mientras, Julián se había dejado caer en el centro del sofá, con las piernas abiertas y vestido únicamente con sus calzoncillos holgados. Cambiaba la televisión de canal distraídamente, sin hacer mucho caso a ninguno. En todos ellos hablaban de los incendios que asolaban la provincia y en varias ocasiones reconoció imágenes tomadas desde el valle donde se encontraban. Julián pensó que aquel sería un buen momento para hablar de un tema que aún no habían tratado…

—Oye, aquella chica con la que estabas cuando tuviste el accidente… ¿quién era?

Berta pareció ignorarle. Julián se acercó un poco y ella guardó el móvil al instante. Mirándole con cara algo desafiante. Él apenas pudo sostener su verdísima mirada. Se sentía intimidado y excitado a partes iguales. Ella alargó la mano y le acarició el pelo, quizá el primer gesto de ternura que tenía con él fuera de la cama.

—¿Te da miedo el fuego? —preguntó ella con la vista puesta en las imágenes de la tele.

—Quizá empiece a ser preocupante… parece que no pueden contenerlo.

Berta se limitó a encogerse de hombros, como si aquello no fuera con ella.

X

Mientras calentaban la comida, escucharon a alguien llamar desde la entrada de la finca. Salieron de la casa y Julián empujó la silla de ruedas de Berta hasta allí, donde estaba una pareja de guardiaciviles. Se acercaron a los dos agentes y hablaron con ellos sin llegar a abrir la verja. Al parecer estaban haciendo una ronda por el pueblo para aconsejar a los vecinos que regaran el suelo para evitar nuevos incendios. El fuego tiende a subir y las llamas en aquel momento se encontraban en las montañas, por lo que al estar ellos en un valle, no era previsible que el fuego llegase hasta allí, pero sí podían producirse nuevos incendios por el calor. Al parecer habían comenzado a evacuar los pueblos más próximos a las montañas por el humo, pero no sería ese el caso. Los agentes se despidieron con cordialidad después de informarles y se fueron.

Después de comer, hicieron caso de los consejos y se dispusieron a regar los alrededores de la casa. La finca era tan enorme que sería imposible abarcarla toda. Salieron al cobertizo y buscaron alguna manguera, tardaron un rato hasta encontrarla porque de aquellas cosas se ocupaba Manuela. Mientras buscaban, encontraron una vieja muleta llena de polvo. Berta insistió en cogerla y limpiarla, para ver si sería capaz de caminar con su ayuda, aunque a Julián no le pareció muy prudente hacerlo solo con una. Mientras él regaba, alejándose todo lo que le permitía la longitud de la manguera, ella trató de dar algunos pasos con aquella muleta, pero apenas pudo tenerse en pie un momento antes de volver a dejarse sobre la silla. Desde la distancia, Julián la contempló, mientras el agua de la manguera le mojaba los pies. Ella estaba sentada en su silla, con la sobre el regazo, mirando distraídamente el horizonte. Por primera vez, Julián sintió que aquello podía ser el principio de su nueva vida.

Cuando terminó de regar, Julián volvió al interior de la casa. Berta estaba de nuevo sentada en el sofá. Había abandonado la idea de usar aquellos bastones para caminar, pero aun así estaba jugueteando con uno de ellos, un curioso bastón de madera ricamente decorado. Julián estaba agotado, así que decidió subir a echar una siesta, a lo que ella respondió con un leve asentimiento. Estaba de nuevo con el móvil.

Tumbado en la cama, Julián pensaba en ella y en su futuro juntos. Él había crecido sin una figura paterna, por lo que le sería difícil saber cómo comportarse, pero estaba seguro de que aprendería. Lo que más le inquietaba en aquel momento era la aparente falta de comunicación que había entre ellos. Por el momento, su relación parecía reducirse al sexo. Cualquier intento de entablar una conversación profunda y sincera con ella había resultado torpe y fallido. En realidad, se dio cuenta de lo poco que sabía de ella, básicamente lo que don Ricardo le había contado. Sabía que había perdido a su madre de niña, esa era una experiencia que podía unirles… y luego estaba el tema del accidente. ¿Cómo habría sido aquello?, ¿de qué conocería a esa otra chica, quién sería, qué clase de relación tendrían? ¿La querría? Trató de imaginar la escena, un coche a toda velocidad, por alguna carretera del norte. Julián imaginó una carretera de montaña. Berta al volante, con la boca entreabierta de placer y los ojos en blanco, mientras una chica sin rostro metía su mano por su pantalón y le estimulaba el clítoris. ¿O quizá llevaría falda? Se suponía que Berta estaba en un internado, por lo que la imaginó con una falda corta de cuadros, sin nada más debajo, con el coño desnudo y húmedo mientras la muchacha sin rostro lo masturbaba salvajemente. ¿O quizá estaría inclinada sobre el asiente, dándole placer con la boca? Y luego… la colisión. ¿Contra qué? ¿otro coche, un árbol? Quizá se saliese de la carretera sin más. Imaginó el estruendo, los cristales rotos, el metal retorcido hiriendo la bella carne de Berta. ¿Y qué pasaría con la otra chica? Nadie le había dicho nada al respecto, ¿estaría bien? Con vergüenza, Julián se dio cuenta de que todos aquellos pensamientos le habían excitado, así que se hizo una paja antes de quedarse dormido.

XI

Cuando Julián se despertó no sabía con seguridad cuánto tiempo había pasado. Se asomó a la ventana, parecía media tarde. De las montañas salía una espesa columna de humo, pero no le pareció ver fuego. ¿Habrían conseguido controlarlo ya?

Bajó las escaleras de dos en dos, tenía ganas de ver a Berta. Con cada escalón que bajaba notaba como su pene se movía como un badajo dentro de su holgada ropa interior y sus huevos botaban. Estaba listo para más sexo y esta vez trataría de llegar hasta el final.

Antes fue a la cocina, estaba muerto de sed. Mientras se llenaba un vaso de agua le pareció escuchar una música estruendosa a lo lejos, pero acercándose cada vez más. Se asomó por la ventana mientras bebía, un coche viejo y destartalado se acercaba a gran velocidad, con la música a todo volumen. Julián no entendía mucho de música moderna, y esa desde luego no era la que solía tocar él con la guitarra. Por la velocidad que llevaba el vehículo debía tratarse de algo urgente, ¿sería quizás algún vecino del pueblo que se acercaba para pedir ayuda?, ¿tendría algo que ver con el incendio? El coche ya estaba cerca de la entrada de la finca y no parecía frenar, Julián no pudo evitar escupir el agua, mojando todo el cristal de la ventana, cuando aquel bólido atravesó la verja de la finca y siguió avanzando hasta pararse con un sonoro frenazo frente a la casa.

Salió Julián corriendo de la cocina y fue hasta la puerta de entrada, al abrirla vio a una chica salir del coche y avanzar hacia donde estaba él a grandes zancadas. Se quedó parado en el marco de la puerta sin decir nada. Le costaba entender lo que estaba pasando. ¿Habría sido un accidente? Por la determinación con la que se acercaba, no lo parecía. Era como si supiera exactamente a lo que iba. Era una chica bajita, vestida con botas altas, pantalones negros rotos, una camiseta de algún grupo de música que Julián era incapaz de identificar y una cazadora de cuero negra y llena de chapas. Julián le preguntó si podía ayudarla, pero ella pareció ignorarle, pasó junto a él al entrar a la casa, haciendo como si él no existiera. Se fijó bien en ella. Llevaba una melena corta y teñida de rojo, pero rapada por un lateral de la cabeza. Un tatuaje parecía subirle por el cuello y llevaba varios pendientes en el lóbulo de las orejas, además de uno en la barbilla. Le llamaron también la atención varias tiritas que llevaba por la cara, en la frente y en el pómulo. Entendió al instante quién era y por qué estaba allí.

—¡Berta! ¡Berta, vámonos ya! ¡Berta! —Vociferaba la chica, abocinando con las manos mientras daba vueltas por el vestíbulo, con impaciencia.

No podía permitir que se la llevara. Berta había mostrado ya una clara atracción hacia él, no podía venir ahora aquella bruja y echarlo todo a perder. Y además era su deber protegerla, era que esperaban de él don Ricardo, el señor Hinojosa de los Llanos… y Dios esperaban. Tenía que estar a la altura.

—¡Para! ¡Vete de aquí! ¡Fuera o llamaré a la policía! —Julián gritaba tratando de mostrar toda la autoridad de la que era capaz, mientras la muchacha continuaba llamando a voces a Berta, sin hacerle el menor caso.

Finalmente, Julián se armó de valor, se puso frente a ella. La agarró por los hombros, miró hacia abajo, pues era bastante más baja que él, y mirándola directamente a los ojos le repitió con voz firme que se fuera. “O lo pagarás”, añadió tras dudar unos instantes. Jamás había hablado así a nadie, sonaba a expresión que diría un sheriff de alguna vieja película del Oeste, ni siquiera tenía claro de qué manera podía hacer él que lo pagase, pero debía sonar tan duro como fuera posible. Ella le devolvió la mirada sin inmutarse, con gesto desafiante. El exceso de maquillaje negro de sus ojos le daba aún más dureza. La situación se prolongó durante unos instantes que a Julián se le hicieron eternos. Se esforzó por aguantarle la mirada a la joven y por mantenerla agarrada de los hombros, sintiendo el tacto del cuero de su chaqueta en sus dedos.

Tras escuchar un clic, Julián sintió el tacto de algo frío y punzante en su escroto. Miró de inmediato hacia abajo y vio el brillo metálico de una hoja que la chica sostenía, amenazando sus partes viriles. Julián no pudo reprimir el gesto de sorpresa y pánico con que la miró.

—Sí, tío, es justo lo que parece. Una puta navaja apuntando a tus pelotas. —dijo ella con voz despectiva y mirada fiera. —Así que más vale que te apartes si no quieres verlas rodando por el suelo.

La chica movió apretó levemente la navaja y Julián apenas pudo reprimir un agudo grito de angustia al sentir aquel filo presionando justo entre sus testículos. Soltó de inmediato a la joven y levantó las manos en gesto de rendición. Ella le apartó con un manotazo en el pecho y se encamino hacia el pasillo, con intención de seguir recorriendo la casa hasta dar con Berta.

Julián no pudo evitar reconocer el símbolo con la letra “A” que llevaba en la parte posterior de su chaqueta. El símbolo de los enemigos de la Iglesia, que la vida tantos cristianos habían segado. Eso le hizo sentir rabia. Recordó a aquel seminarista castrado… lo mismo que aquella perra había amenazado con hacerle a él. Julián no acostumbraba a sentirse tan furioso, pero nunca antes había sentido amenazado algo que él apreciase tanto... Berta. Sería suya, él la purificaría, la ayudaría a convertirse en una mujer digna, y no permitiría que esa arpía se la llevase para seguir corrompiéndola. Recordó entonces las palabras de José Antonio Hinojosa de los Llanos. Mártires o cruzados, víctimas o verdugos. Y en solo un segundo, Julián tuvo que elegir.

Antes de que la joven llegase a salir del vestíbulo, la agarró por la espalda y la empujó contra la pared más cercana. Ella ni siquiera lo vio venir. La chica chocó violentamente contra la pared y pareció quedar aturdida durante unos instantes. La navaja cayó al suelo. Julián aprovechó y se abalanzó sobre ella. La agarró por las solapas de la chaqueta con tanta fuerza que casi la levantó, haciendo que el cuello de su camiseta se le subiera también y le oprimiera el cuello. Ella forcejeaba por liberarse, pero Julián la tenía atrapada contra la pared.

—Te irás de esta casa, aunque tenga que sacarte yo arrastras, puta. —Era posiblemente la primera vez en su vida que Julián usaba esa palabra.

Ella trataba con todas sus fuerzas de liberarse del agarre de Julián. Le comenzó a clavar las uñas en las manos y a punto estuvo de soltarla, pero soportó el dolor. La rodilla subió con furia, buscando la entrepierna de Julián, pero él tenía los brazos lo suficientemente estirados como para estar lo bastante alejado de ella y esquivó hábilmente el golpe. Julián pudo ver cómo la cara de la chica comenzaba a enrojecerse, no sabía si por el odio o por la presión que le ejercía el cuello de la camiseta contra la garganta, pero no aflojó. Ella le miraba con ojos salvajes y con la boca contraída, mostrando todos los dientes como una fiera.

De repente, Julián sintió algo duro y metálico estrellarse con fuerza contra sus testículos. El dolor fue insoportable. Miró hacia abajo instintivamente y vio la punta de una muleta sobresaliendo entre sus piernas. Soltó de inmediato a la chica y cayó al suelo hecho un ovillo. Detrás de él estaba Berta, en su silla de ruedas, con la muleta en la mano. Por unos instantes que le parecieron eternos, su mente se quedó en blanco. El golpe había sido certero y el duro palo metálico había golpeado de lleno sus dos órganos colgantes. Julián nunca había sido deportista ni se había metido en peleas, por lo que jamás en su vida había recibido ningún golpe en esa zona. Sabía, como todo hombre, lo doloroso que podía ser, pero nunca había experimentado en sus propias carnes aquel dolor hasta ese momento. Mientras Julián se retorcía en el suelo, aferrado con sus manos a su entrepierna, tratando de palpar con los dedos sus doloridas gónadas para comprobar que todo seguía en su sitio, la chica de la chupa de cuero trataba de colocarse la ropa mientras carraspeaba y se llevaba la mano al cuello.

—Ese gilipollas casi me ahoga. —gritó furiosa. —Me llegas a joder la chupa y te arranco los huevos, subnormal.

Desde el suelo, Julián pudo escuchar la risa de Berta. Una risotada sonora y sincera.

—¡Hola, Silvi!

—¿Me has echado mucho de menos, princesita? — Silvia se agachó hasta quedar a la altura de Berta y sus labios se juntaron.

—¿Cómo te las apañas con una sola muleta?

—¿Esto? Lo encontré por ahí. El cabrón de mi padre no quiso dejarme muletas, supongo que para ponérmelo más difícil si trataba de escaparme, así que estoy atrapada en este cacharro. —dijo dando un golpe sobre la silla.

—Pobrecita…—Silvia le acariciaba la cara con ternura. —Y te dejaron con este para que te vigilara, ¿a que sí? —dijo mientras daba una patadita a Julián en las costillas.

—Bueno, más o menos… por lo menos he tenido entretenimiento.

Silvia se echó a reír al escuchar eso.

—Sí, sí… ya me has contado. Este es el curita que has usado como consolador humano, menuda guarrilla estás hecha. —mientras decía eso, giró a Julián con el pie, que continuaba en posición fetal, haciéndole ponerse bocarriba y apoyando la bota sobre su pecho.

—Ni siquiera como consolador, ya paso de follar con tíos. Fue divertido jugar a calentarle, pero demasiado fácil. Por lo menos he estado usando sus cojones como pelota antiestrés. Y el pobre seguro que hasta pensaba que se iba a casar conmigo o algo.

Silvia estalló en carcajadas al escuchar aquello, todavía con la bota sobre el pecho de Julián. Él continuaba sujetándose los testículos con las manos, con las piernas ligeramente flexionadas. Desde aquella posición, veía a las dos chicas sobre él, mirándose la una a la otra, sonrientes.

—Venga, vámonos ya. —dijo Silvia mientras quitaba la bota de encima de Julián y comenzó a empujar la silla de ruedas de Berta hacia la puerta.

Julián no podía creer todo lo que acababa de escuchar. Berta… no era posible. Todos sus sueños de futuro se esfumaron en un instante. Su fracaso había sido total. Se habían aprovechado de él. Todos lo habían hecho. En aquel momento se sintió como un trapo, como una mierda. Nada tenía sentido ya, todos los valores en los que había sido educado se esfumaron en ese momento. Solo sentía una rabia más grande de lo que nunca había podido imaginar. Era como si sus venas estuviesen a punto de estallar. Con una inevitable mueca de dolor, logró incorporarse, aunque le fue imposible erguirse del todo, las pelotas le estaban matando. A menos de un metro de él, vio la navaja. Se estiró para cogerla y, logrando tenerse en pie, se lanzó hacia las chicas antes de que salieran de la casa.

Silvia le oyó acercarse y se giró antes de que se abalanzase sobre ellas. Le dio un puñetazo en el estómago que le hizo quedarse sin respiración durante un instante, pero eso solo le enfureció más y derribó a la chica de un empujón. Julián se colocó de pie sobre ella, con las piernas separadas a ambos lados de su cuerpo. Se inclinó hacia delate y con una mano la agarró del pelo y con la otra le colocó la navaja a la altura del cuello, apretando levemente y viendo como la hoja le hundía la carne, llegando a brotar una gota de sangre. Julián sintió satisfacción al ver el pánico en los ojos de la chica.

Pero pronto fueron sus ojos los que se llenaron de dolor y pánico. Colocada detrás de él, desde su silla de ruedas Berta estaba a la altura perfecta. No le costó demasiado trabajo hundir su mano entre los muslos de Julián. A través de sus holgados calzoncillos blancos, agarró con fuerza los dos óvalos carnosos que colgaban y apretó. Él sintió aquella mano que durante los últimos dos días le había dado tanto placer, que había jugueteado pícaramente con sus órganos procreadores, apretarlos ahora sin piedad. Su cara se contrajo en una mueca de dolor, soltó la navaja de inmediato y pudo ver la cara de sorpresa y diversión de Silvia frente a él. Sin mucho esfuerzo, la chica se puso en pie mientras a Julián le fallaban las piernas y caía de rodillas.

—Ahora sí que las has cagado, chaval. —dijo Silvia con una sonrisa perversa, contemplando cómo su chica castigaba al joven.

La mano de Berta continuaba agarrando con fuerza sus testículos desde atrás, y apretando cada vez más. Julián sintió como si no pudiera mover ningún músculo de su cuerpo, en aquel momento estaba prácticamente tumbado, con las rodillas en el suelo, el cuerpo inclinado hacia delante, apoyado sobre sus brazos y el culo en pompa, como un musulmán rezando. Berta estaba justo detrás de él, con sus huevos agarrados tan firmemente como si formasen un solo cuerpo. Julián sintió que aquella mano apretaba cada vez más y más. Al tenerla justo detrás, no podía hacer nada para librarse del agarre, comenzó a gritar de dolor. Pero eso pareció animar todavía más Berta, que siguió apretando y apretando. La mente de Julián estaba totalmente bloqueada, no podía pensar, se sentía como un animal atrapado en una trampa. Trató de suplicar, pero apenas podía articular palabra, todos los músculos de su cuello estaban en tensión y su cara se enrojecía por el dolor.

—Por f… por f…—farfullaba patéticamente.

—Ey, Bertis, mira. Parece que quiere decirnos algo. —Silvia estaba muy divertida con todo aquello. Se agachó hasta que su cara quedó a la altura de la de Julián. —Decías algo, ¿curita? —se apartó el pelo, colocándose detrás de la oreja, y señalando el punto rojo que tenía en el cuello. —Mira esto. Si quieres decir algo, podrías empezar disculpándote por esto. —su voz era burlonamente cordial.

Julián ni siquiera la miró. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada perdida. Su boca estaba contraída en una mueca de dolor. Las dos chicas intercambiaron una mirada. La mano de Berta apretó más y Julián comenzó a aullar de dolor.

—¡PUTAAA! —acabó espetando Julián, en un grito agónico y desesperado.

Silvia estalló en carcajadas.

—Vaya vocabulario tiene el curita, ¿eh, Bertis? Despídete de tus huevos.

Cuando Julián pensaba que Berta ya no podía apretar más, sintió cómo su mano comenzó a girar, retorciendo lentamente sus pobres pelotas. Julián gritaba con todas sus fuerzas. Sus gritos podrían haberse oído en toda una calle… pero para su desgracia estaban solos en una finca en mitad del campo. Su cara estaba completamente enrojecida y lágrimas de dolor e impotencia rodaban por sus mejillas. Cuando estaba a punto de desmayarse, la mano de Berta lo liberó. Era tal el dolor que había experimentado que aquel momento parecía como si todos los nervios de su cuerpo estuvieran muertos. Quedó tendido en el suelo del vestíbulo, sin poderse mover, como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos.

—No sé por qué tanto lloriqueo, curita, si para lo que te van a servir los huevos… —se burló Silvia mientras abría la puerta de la casa y empujaba cuidadosamente la silla de ruedas de Berta hacia el exterior.

En medio de su inmenso dolor, Julián abrió los ojos vio a las dos chicas salir por la puerta, pero justo antes de desaparecer de su vista, Berta volvió la cabeza hacia él, mirándolo directamente. Y Julián pudo ver aquellos ojos por última vez. Esos ojos inmensamente verdes, que quemaban.