Fruta en el salón
Una infidelidad consentida y disfrutada. Sexo con fruta y mucha pasión.
FRUTA EN EL SALÓN.
Un pene, largo y erecto, dentro de una hendidura húmeda y llena de jugos dulzones. Y un plátano, grande y apetecible, introduciéndose en el agujero tímido de un culito prieto
Llego a casa, extenuado, el tráfico imposible, los atascos de todos los días, lluvia, y gente absurda y estúpida por todas partes Pensaba bajar al gimnasio, últimamente he ido menos de lo que en mí es habitual, y a mi edad no conviene descuidarse. Tengo cuarenta años, una esposa preciosa, un piso estupendo en una de las zonas más pijas de Madrid, casita en la playa, chalé en la sierra ¿lo he conseguido todo?, ¿era esta la vida que esperaba cuando imaginaba mi futuro?.
Quizá me pese un poco el aburrimiento. Miles de comidas de negocios, jacuzzi los lunes, cena japonesa los martes, tenis miércoles y jueves, sexo la noche del sábado ( algunas veces también los domingos por la mañana, si la cosa está tranquila ), esquiar en Año Nuevo, dos viajes anuales a Isla Mauricio demasiada rutina.
Apuro mi CocaCola y me dispongo a subir al dormitorio a cambiarme de ropa. Y es entonces cuando escucho el sonido. Es inconfundible, se trata de un jadeo, de un jadeo femenino, de un jadeo de Paola. Mi mujer. Los gemidos, guturales y atávicos, salen del salón. Hoy es el día que Conchi libra, no sé por qué pienso eso mientras me encamino allí.
Observo a través de la puerta entornada. Paola, mi esposa desde hace más de una década, yace tumbada en la moqueta, completamente desnuda. A su lado, dos copas de algo que parece champán- qué típico-, un cuenco con fresones- el rollito de siempre, demasiada fruta, además-, y un tipo alto, musculoso, rubio. Una especie de sueco. Luce melenita, a la altura de los hombros, y realmente me parece un hombre muy guapo.
Paola, normalmente tan sosita en la cama, mujer educada en colegios de monjas, señorita hija de familia de principios cursis y obsoletos que se limita a abrir las piernas para que mi verga la penetre, y a emitir algún que otro gemidito, supongo que para animarme a concluir cuanto antes la faena, parece otra. Sus cabellos, siempre recogidos en trenza o en coleta, se desparraman ahora sobre su cuerpo moreno, grita como un animal, se chupa los dedos con lujuria antes de recorrer con ellos los testículos de su joven amigo, y, en un momento, cambia su posición, se coloca a cuatro patas, algo que a mí me enloquece y que no conseguí de ella ni en una sola ocasión. Jadea, exultante, y el rubio con pinta de nórdico amasa sus nalgas, duras y redondas, con mirada de vicio. Se lo están pasando muy bien y, a juzgar por los olores y la temperatura que se aprecian en el cuarto, los juegos han comenzado hace tiempo. Quizá sea su profesor de pilates, recuerdo vagamente que una vez me comentó algo sobre él qué sería
Me concentro en lo que veo, casi mareado. No enfadado, en absoluto, es curioso, noto cómo mi pene crece, se enfada con los pantalones de mi traje Armani y amenaza con escaparse, me estoy empalmando, nunca lo hubiera creído, pero es cierto Ante la chimenea, encendida, aún no me había dado cuenta, el coño con un vello muy escaso y muy clarito de Paola recibe complacido lengüetazos de su cómplice compañero de aventuras. Él tiene una polla generosa, no es muy larga, pero sí bastante gruesa, seguro que con ella puede y sabe provocar reacciones interesantes en los recovecos de mi esposa.
Mi mujer suspira, se mete en la boca un fresón, se arquea, y él penetra su cueva con dos dedos, inicia un baile de movimientos circulares dentro de ella, a Paola parece encantarle el movimiento, lo agradece con un concierto de jadeos deshilachados, después decide agradecerlo más todavía, y mordisquea el cuello de su amante. Me siento cada vez más excitado, hacía meses que no me encontraba así, tan cachondo, ni siquiera con las estupendas pajas que me hago viendo los vídeos porno que me descargo de internet.
Un pene, largo y erecto, dentro de una hendidura húmeda y llena de jugos dulzones. Y un plátano, grande y apetecible, introduciéndose en el agujero tímido de un culito prieto.
Es lo que veo cuando vuelvo a mirar, mi creciente calentura me había obligado a cerrar un rato los ojos, a respirar profundamente, a concederme un minuto para reflexionar. Quizá sea esto lo que mi vida está pidiendo a gritos, fuera tantas costumbres, menos rutina, más vaqueros y no tantas corbatas de diseño italiano y caro. Por qué no, pienso, y entro en el salón. Cariño, digo, buenas tardes, a los dos, yo también quiero jugar, y, mientras la fresca banana se va abriendo paso a través del culito estrecho de Paola, me llevo a la boca una fresa bañada en champán, retuerzo uno de los pezones de mi esposa y acaricio lentamente la nuca de su joven y rubio amigo.
Cristina Padín.