Frenesí sexual I

—Tú me gustas y yo te gusto —resumí—. ¡Entonces vamos a la cama!

Me apoyé sobre la veranda del área de fumar que estaba tras el pequeño restaurante. Isla Serena me parecía de lo más aburrida. Soy una chica de grandes ciudades, acostumbrada al tráfico, el estruendo, las prisas y el ajetreo diario; no sé desenvolverme en un ambiente de sol, playa, arenas doradas y noches silenciosas. Sólo había aceptado aquellas dos semanas de vacaciones por dar un gusto a Verónica, mi madre.

Encendí mi tercer Benson mientras miraba hacia el muelle. El Ferri se disponía a partir, habiendo dejado veinte vacacionistas entre los cuales no se encontraba mamá. Me preocupaba pasar toda una quincena ahí, dejando que los pendientes se acumularan en la oficina de redacción. Lo peor era que Vero había retrasado su llegada a la isla, a causa de un imprevisto en su trabajo de Relaciones Exteriores; como experta en Medio Oriente, siempre tenía asuntos de último minuto.

Habíamos pasado por una temporada difícil. Primero, mamá me descubrió teniendo sexo con una amiga de nosotras. Lejos de inquietarse, me confesó que ella también era bisexual, aunque mantenía sus romances femeninos en absoluto secreto. Establecimos un “pacto de no agresión”, nos prometimos no competir por los favores sexuales de ningún hombre o ninguna mujer. Tuvimos que revelarnos nuestras respectivas listas de amantes ocasionales y amistades “con ciertos derechos”, lo cual nos unió como amigas y confidentes.

Superado el incidente, sufrimos la repentina muerte de mi padre en un accidente automovilístico. Ellos se habían divorciado años antes, pero mamá se vio muy afectada. Se escudó en su trabajo como diplomática y sentí que me evitaba. Las vacaciones en Isla Serena eran un intento por reestablecer lazos. No pude negarme, aunque el lugar no me gustaba.

Al apagar el cigarrillo sentí que unas manos varoniles se posaban en mis hombros.

—¡Por fin te encuentro! —exclamó el desconocido.

Me volví y nos miramos. Él meneó la cabeza, soltó un taco en hebreo y luego pasó al castellano.

—¡Disculpa! —sonrió—. Te confundí con otra persona. Esperaba a alguien, pero evidentemente no eres tú.

—Entendí la leperada que dijiste —señalé en hebreo—. ¿Israelí?

Lo miré detenidamente y sentí que mi corazón se aceleraba. Era alto y rondaba unos cuarenta años muy bien llevados. Moreno, bronceado por el sol del desierto. Sus facciones insinuaban cierto añadido de raza negra dentro de la configuración sefardí. La barba de candado y la cadena con placa de identificación que colgaba de su cuello me dieron las demás piezas del puzzle. Israelí, sabra de pies a cabeza, militar para más señas.

Todo mi ser se revolucionó. El desconocido cuadraba de lleno con el biotipo de hombre que me derretía. Fui consciente de su proximidad, de su mano puesta en mi antebrazo, de sus ojos marrones y su sonrisa de medio lado. Enrojecí y mi sexo despertó segregando flujos mientras mis pezones se endurecían bajo la delgada tela del vestido. Él también se estremeció.

—Hablas muy bien el hebreo —susurró con voz enronquecida— Mi nombre es Abner. ¿Cómo te llamas?

—Edith —respondí—. Mira, no sé de qué va todo esto. Me parece muy linda tu táctica para ligar, pero no la necesitas. ¡Digo que sí a todo!

Mis palabras fueron un impulso. Sentí que el hombre había despertado una faceta animal en mi interior y, por primera vez, decidí lanzarme a por todo para vivirla.

Nos abrazamos y nuestras bocas se encontraron en un beso apasionado. Abner recorrió mi espalda con sus manos mientras yo palpaba los músculos de sus brazos.

—No sé qué es esto, Edith, pero quiero hacerlo —susurró con su boca sobre la mía—. Sé que ceder es una locura, pero entiendo que no atreverme será un crimen.

—Tú me gustas y yo te gusto —resumí—. ¡Entonces vamos a la cama!

Corrimos tomados de la mano. Desconecté mi mente racional mientras le explicaba a Abner que mi madre se había preocupado por complementar mi educación con cursos de hebreo, lecciones de Krav Magá y todo el bagaje cultural judío. Le expliqué sobre mi trabajo como periodista, mis aventuras e incluso le confesé de mi orientación bisexual. Él me cayó con un beso cuando llegamos a la puerta de su cabaña.

Y besaba como nadie. No sólo fue el combate de lenguas, sino que localizó cierto punto erógeno en mi boca que activó pulsaciones dentro de mi vagina con sólo rozar su lengua.

Su cabaña era idéntica a la mía. Constaba de una estancia, una habitación y un baño. Al fondo de la salita había un espejo que abarcaba de pared a pared. Abner me abrazó de nuevo u volvimos a besarnos mientras él luchaba por quitarse los zapatos.

Mis senos se comprimían contra el torso masculino, sus manos apretaban mis nalgas, mi sexo destilaba flujo abundante y mis muslos se restregaban entre sí, ansiosos por cobijar el cuerpo del militar.

—Háblame de ti —solicitó Abner mientras desabrochaba los botones que cerraban mi vestido por el frente.

—¡Soltera, veinte años, periodista, de vacaciones y deseosa de fornicar contigo!

Él se quitó la playera y aflojó su cinturón. Se agachó ante mí para masajear mis senos.

—Treinta y nueve años, militar, divorciado, padre de un hijo de dieciocho años, de vacaciones y esperando encontrarme con alguien que quizá no me querría —informó entre succiones a mis pezones—. ¡No sé lo que estamos haciendo, pero ya no puedo detenerme!

Si en todo este asunto hubo un punto de retorno, lo rebasé cuando llevé las manos de Abner a los laterales de mi tanga y él, sin vacilación alguna, me deslizó la prenda muslos abajo.

—Un sexo limpio y libre de vellos —reconoció con gusto.

—Depilación láser —informé—. Hay miles de detalles sobre mí que desconoces.

Me quitó el tanga y besó mi sexo superficialmente. Esta caricia me hizo estremecer. Después se incorporó. Olfateó la humedad de la prenda. Acerqué mi nariz a la suya y ambos lamimos mis jugos vaginales hasta que nuestras lenguas se encontraron de nuevo.

El hombre me tomó de la mano y me llevó al fondo de la estancia. Un espejo decoraba de pared a pared; me gustó ver mi reflejo. Era yo, rubia, de ojos azul cobalto y cuerpo exuberante. Sí, se trataba de mí, pero la expresión en el rostro me era desconocida; era la manifestación de un estado de celo animal.

—Te gusta mirarte —dedujo—. Es algo que tenemos en común.

Quedé en pie frente al espejo. A mi lado se encontraba la mesa junto con su juego de sillas. Abner se arrodilló frente a mí y yo alcé la pierna derecha para poner el pie sobre un asiento. Mi sexo quedó expuesto a los deseos del hombre.

El desconocido lamió con maestría mi entrada vaginal. El ramalazo de placer me hizo doblar el cuerpo y mis manos se apoyaron en el espejo. Mis senos se balanceaban incitadores. Sus labios gruesos succionaron mi zumo pasional, recorrió con su lengua el contorno de mi entrada mientras aferraba mis nalgas entre sus manos. Mi rostro expresaba cada sensación y cada chispazo de energía que el hombre despertaba en mi intimidad. La situación me parecía increíble; apenas llevábamos unos veinte minutos de conocernos y ya estaba recibiendo un cunnilingus por todo lo alto.

El sabra mordisqueó con sus labios bucales todo el camino de mis labios mayores. Ascendía y descendía haciéndome cosquillas co su barba. Grité cuando encontró mi clítoris y lo succionó con frenesí.

Soltó mi nalga izquierda para chuparse el índice y el medio. Hurgó con sus dedos en mi entrada vaginal, proporcionándome una serie de caricias vestibulares que me hacían gemir. Volvió a besar mi nódulo de placer mientras deslizaba con cuidado sus dedos al interior de mi vagina.

Arqueé la espalda cuando inició la estimulación. Me penetraba con los dedos juntos, succionaba mi clítoris reteniendo la presión mientras separaba los dedos dentro de mi sexo y los retiraba despacio. Liberaba la presión de su boca y volvía a penetrarme para repetir la secuencia.

Yo gemía y suspiraba con cada maniobra del hombre mientras él resoplaba con el rostro pegado a mi femineidad. El placer fue acumulándose y me sentí hipersensible. El escalofrío pasional que antecede al orgasmo recorrió mi espalda, en ese momento pulsó mi “Punto G”, chupó mi clítoris con fuerza y me provocó el primer orgasmo de la tarde.

El clímax fue largo, poderoso, liberador. Grité y gemí mientras golpeaba el cristal del espejo. Mi rostro se transfiguró en la expresión de la dicha consumada.

—¿Estás bien? —preguntó Abner.

—¡Sí! —grité—. ¡Esto apenas empieza, lo quiero todo y lo quiero ahora mismo!

Se puso en pie. Nos besamos compartiendo el sabor de mi sexo en nuestras bocas. Después fuimos a la habitación.

Salté a la cama y me deshice del vestido y las sandalias. Él sacó tres condones de su billetera.

—No quiero eso —señalé—. Tomo la píldora, estoy limpia y confío en que tú estás sano.

—Vale, en eso también te pareces a mí —reconoció—. Ofrezco el látex por cortesía, pero me gusta más “a pelo”.

Nos abrazamos recostados sobre la cama.  Él se arrancó los jeans y el bóxer. Me besó la frente, los ojos, la nariz y la boca. Descendió por mi cuello dándome mucho placer y llegó a mis pezones para chuparlos alternadamente. Después se arrodilló a mi lado y tomó mi seno derecho entre sus manos para brindarme un masaje estimulante.

Contemplé su miembro. Era largo, grueso y estaba circuncidado. Presentaba una ligera curvatura; me estremecí pensando en los estragos que podría hacer en mi interior. Definitivamente era muy superior a cualquier otro que yo hubiera probado antes. Lo tomé entre mis manos para masturbarlo.

— Tócate tú—sugirió Abner—, quiero ver cómo lo haces.

Quise darle un espectáculo memorable. Me acomodé de costado sobre mi lado derecho y alcé la pierna izquierda. Pasé la mano bajo el muslo. Me toqué la entrada vaginal con los dedos meñique y anular. Jugué con la yema del pulgar sobre mi clítoris y suspiré gustosa.

El sabra me observó con una sonrisa mientras se masturbaba despacio. Mis dedos me brindaban una buena estimulación vestibular y pronto sentí escalofríos de placer. El hombre me pidió por señas que dejara de acariciarme y retiró mi mano de la zona genital. Sin variar mi postura montó sobre mi muslo derecho.

Pensé que intentaría penetrarme de costado y dudé de que fuera anatómicamente posible. Abner despejó mis incógnitas cuando acercó sus genitales a los míos y apoyó sus testículos sobre mi entrada. Empujó como si tratara de meterlos y puso su miembro a lo largo de mi surco sexual. Sostuvo mi muslo izquierdo y me aferró con fuerza, concretando la primera tijera hetero de mi vida sexual.

Se agitó sobre mí en movimientos copulatorios muy estimulantes. Sus testículos taponaban mi sexo empapándose de flujo. El tronco de su hombría recorría por completo mi hendidura vaginal y friccionaba mi clítoris. Presioné el miembro con mi palma abierta para sentirlo más cerca de mi sexo y brindarle el placer de sentirse arropado.

Sus movimientos eran muy estimulantes. La humedad de mi sexo lo empapaba todo y los testículos chapoteaban entre los pliegues de mi parte más secreta. Yo jadeaba sin control mientras sentía que la energía sexual aumentaba. Él no necesitaba más aliciente que mis exclamaciones de júbilo para esmerarse en la tarea de darme gusto.

El orgasmo me sacudió y Abner se aferró a mi pierna levantada. Lo sentí delicioso, pero necesitaba ser penetrada. Él acomodó mi cuerpo boca arriba antes de que los estertores me abandonaran. Colocó mis tobillos sobre sus hombros y su glande en mi entrada vaginal.

—¡Mételo, por favor! —grité desesperada—. ¡Dámelo todo, de golpe y sin miramientos!

—¿Estás segura? —jugó con su glande en mi sexo—. Esto no se ve todos los días y no quiero que te lastimes.

—¡Hazlo, es mi deseo y mi decisión!

Sin más palabras asentó sus rodillas sobre el colchón y sostuvo mis piernas en alto. Tomó aire y, reteniendo la respiración, empujó despacio. Noté el paso de su hombría entre los pliegues de mi vagina. Primero avanzó el glande, ensanchando la entrada para dar paso al resto del tronco. Avanzó sin pausas, cada pulgada de virilidad que entraba en mí encendía nuevas zonas erógenas. Nuestra postura permitía que se encendieran todas las zonas erógenas de mi intimidad.

—¡Todo dentro! —aullé—. ¡No sé quién eres, no te conozco de nada y me tienes penetrada hasta la matriz!

—¡A mí me da mucho morbo! —respondió él—. ¡Me encantas! ¡Estás muy estrecha, húmeda y caliente!

Reí de buena gana y él pegó un bote. Mi risa provocó que los músculos internos de mi vagina se cerraran y apretaran el mástil.

—¡Me encanta que sepas hacer eso! —señaló acariciando mis pantorrillas.

—¡Sé hacer más cosas, guerrero! —puntualicé—. ¿Te atreves a descubrirlas.

Con un rotundo asentimiento comenzó todo. Abner aferró mis piernas mientras su pelvis avanzaba. Su ariete chocaba en el fondo de mi sexo para retroceder hasta el área de entrada, quedando sólo el glande dentro de mí. Cuando empujaba su glande, y luego la curvatura del miembro, chocaba contra mi “Punto G”; yo ofrecía resistencia con los músculos internos. Gritaba enfebrecida cuando toda su hombría se albergaba en mi cuerpo. Después ofrecía la resistencia de salida cuando él volvía a retroceder. Me sorprendía lo bien que se acoplaban nuestros sexos, era como si hubieran sido diseñados para coincidir matemáticamente.

Las respiraciones se acompasaron en ritmos precisos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Los movimientos pélvicos y mis réplicas dentro y fuera de mi vagina se coordinaban a la perfección. Éramos dos desconocidos que copulaban como si lo hubieran hecho juntos durante años.

—¡Sí! ¡Así! ¡Me corro! —grité—. ¡Sigue así, por favor!

—¡Venga, siéntelo! —respondió—. ¡No lo reprimas!

Me encantó escuchar esas palabras. Muchos hombres se sienten inseguros cuando la mujer llega al orgasmo con facilidad. El guerrero que copulaba conmigo estaba entrenado para sacar el máximo partido de su cuerpo y del mío. Las energías se acumularon en mi organismo. El orgasmo se manifestó largo, poderoso y arrebatador. Mientras Abner intensificaba sus acometidas, mi sexo expulsaba gran cantidad de flujo y todo mi cuerpo era recorrido por corrientes pasionales que me sacudían entera.

Él no cejó. Su ritmo implacable siguió electrizando mi organismo incluso después de que descendí de la cumbre orgásmica. El reciente clímax no me relajó del todo y parte de las energías sexuales quedaron “en el disparador”, a la espera de la siguiente oleada.

Me concentré en las sensaciones que me producía el encuentro. Nuestros cuerpos se unían una y otra vez. Las carnes chocaban, los genitales empapados seguían en íntimo contacto. Yo no paraba de gemir y él se aferraba a una secuencia respiratoria indicada para deportes extremos. Parte del líquido expulsado por mi reciente orgasmo se deslizaba entre mis nalgas. Mis manos se aferraban a la colcha y Abner conservaba un ritmo copulatorio de primer nivel.

Cada embestida, cada movimiento, cada gemido y suspiro se sumaron para llevarme a las puertas de un nuevo clímax. Abner me interrogó con la mirada y asentí decidida; él también estaba a punto.

Grité como nunca antes, en el orgasmo más poderoso que hubiera experimentado hasta entonces. Llegué a la cumbre, estallé e imploté irradiando energía sexual por cada poro mientras me enlazaba a una cadena de orgasmos múltiples que sentí infinita. El hombre aulló también y se sumó a mi placer vertiendo su simiente en lo más profundo de mi sexo. Durante su eyaculación, Abner procuró que los disparos de semen coincidieran con los momentos en que su glande topaba con mi matriz. Me sentí llena, irrigada y pletórica de felicidad. Por un instante experimenté la sensación de haber conocido al sabra de toda una vida. Sentí que nos amábamos y nos pertenecíamos desde el origen de los tiempos.

Separé mis piernas para deshacer la posición. En vez de retirarse, Abner adelantó la pelvis hundiendo su virilidad hasta el fondo de mis entrañas; acababa de correrse, pero conservaba una respetable erección.

El hombre se recostó sobre mí. Apoyó su peso sobre los brazos y me besó en la boca. Rodeé su cintura con mis piernas mientras nuestras lenguas combatían. Vibré de excitación y nuevamente moví mis caderas para acompañar su ritmo.

El miembro de Abner se deslizaba en mi conducto vaginal. Mi intimidad estaba encharcada con mis fluidos y su semen, la fricción producía un chapoteo electrizante.

—¡Eres incansable! —grité.

—¡Tú me motivas! —respondió mientras aceleraba en sus embestidas—. ¡No sé porqué, pero siento como si te conociera de toda la vida!

El placer se acumulaba entre mis muslos. Cuando él embestía, su glande me tocaba en lo más profundo y mi espalda se arqueaba salvajemente. Al retirarse, su movimiento era correspondido por mis músculos internos. Volví mi rostro a un lado para gritar y jadear a gusto.

Un nuevo impacto de placer me sacudió entera. Mi cuerpo se tensó, mis piernas se aferraron a la cintura del hombre, puse los ojos en blanco y debí perder toda compostura cuando el orgasmo me atravesó. Oleadas de energía sexual me electrizaron toda. Me parecía mágico sentirlo tan cerca, tan dentro de mí, sentirme tan completa y saber que él experimentaba la misma sensación de un pasado compartido que nunca existió.

Le pedí que se detuviera sin haber terminado de correrme. Apreté su cuerpo con mis piernas y giré apoyando mi peso sobre un costado para variar la postura. Rodamos media vuelta para quedar con él recostado y yo puesta a horcajadas sobre su cuerpo. Hice rotar mis caderas con el miembro de Abner completamente hundido en mi vagina.

Levanté la pierna izquierda para apoyar el pie sobre el colchón. Él se aferró a mis nalgas y buscó mi mirada. La fiebre orgásmica ardía en mi alma. Lo monté y cabalgué con ferocidad, aprovechando mi punto de apoyo. El orgasmo que había casi interrumpido se me disparó en toda su magnitud.

Mi espalda se arqueó hacia atrás mientras un largo grito de placer intentaba expresar la erupción sexual que detonaba en mis entrañas. Abner apretó mis nalgas y me acompañó en el clímax. Por segunda vez sentí que su semen irrigaba mi interior.

Me desacoplé sintiéndome vigorizada, fuerte y victoriosa. El mástil del guerrero seguía en pie. Acerqué mi rostro a su entrepierna y capturé el glande entre mis labios. Succioné y lamí la mezcla de nuestras esencias; Abner acarició mi cabello.

—Edith, creo que necesitamos hablar —señaló.

—¿No lo entiendes? —pregunté interrumpiendo momentáneamente la felación—. ¡Parte del morbo de lo que estamos haciendo es que somos dos perfectos desconocidos!

Volví al ataque. Abrí la boca al máximo para deslizar en su interior la mayor cantidad de pene posible. Succioné con fuerza mientras él se debatía de gusto. Sus gritos de placer no me conmovieron. Apartó un mechón de cabello rubio platino de mi cara y lo miré a los ojos mientras seguía succionando, lamiendo y degustando su hombría.

Dejaba de chupar para jugar con el pene sobre mi rostro. Lo pasaba por mi barbilla, me daba ligeras bofetadas con el mástil, le soplaba, le escupía y volvía a lamerlo. Me sentía encendida y pronto quise pasar al siguiente nivel.

—¡Quiero hacerlo por detrás! —exigí—. ¡Quiero que me sodomices!

—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó él—. Mira el tamaño de mi miembro. ¿Habías probado uno así?

—No —respondí arrodillándome a su lado—. El consolador que tengo en casa es más corto y los penes “naturales” que he sentido antes lo son aún más. ¡Pero no importa, esta tarde ha sido maravillosa y no quiero que termine sin sentirte también por detrás!

Me puse en pie sin esperar su respuesta. Corrí al baño y atendí necesidades y aseo mientras vibraba de anticipación. Regresé con Abner minutos después, mi sexo estaba fresco, mi cuerpo ansiaba más placer y mis sentidos seguían embotados por la pasión que me tenía atrapada desde que iniciara la aventura.

El hombre me esperaba sentado en el filo de la cama. Había preparado combinados de vodka y me miraba con deseo. Salté a su encuentro, me monté sobre sus muslos, busqué su erección y la orienté a mi entrada vaginal.

—¡Aquí te pillo, aquí te fornico! —grité al sentir el avance de su hombría en mi interior.

—¡Eres única! —sonrió.

Mis caderas rotaron con violencia mientras el mástil pulsaba todas mis zonas erógenas internas. Me parecía increíble la compatibilidad entre nuestros cuerpos, su anatomía y la mía se correspondían a la perfección.

Pronto volví a correrme y me desacoplé de Abner. Su pene, empapado por mi flujo vaginal, me desafiaba a seguir con el juego. Me coloqué en cuatro sobre la cama y ronroneé incitadora.

El sabra se acomodó detrás de mí. Separó mis nalgas con sus manos y me lamió desde el perineo hasta la espalda baja.

—Niña, esto que tienes es una joya! —exclamó entusiasmado—. ¡Hay que prepararte bien para que disfrutes!

Repitió el recorrido de su boca. Yo fritaba de placer cuando su lengua pasaba sobre mi ano y su barba me friccionaba con aspereza. Introdujo dos dedos en mi vagina y los extrajo empapados de flujo. Acomodó su boca sobre mi orificio anal y creí desmayarme en el momento que succionó con fuerza. Doblé los brazos cuando su lengua inició un movimiento rotatorio alrededor de mi orificio posterior.

Abner introdujo cuidadosamente su dedo índice en mi ano. Fue despacio, ayudándose por la lubricación que brindaba mi flujo. Jugó con mi esfínter moviendo su dedo en círculos para hacerme sollozar de placer.

—¡Dámelo ya, por favor! —grité descontrolada.

—Todavía no —replicó—. Tienes que estar preparada, dilatada y lubricada.

Su dedo medio acompañó al índice y juntos emprendieron la misión de reconocimiento anal. El hombre los incrustaba por completo para separarlos dentro de mi conducto y retirarlos jugando con mi resistencia. Yo me retorcía de gozo con la cabeza acunada en mis antebrazos, el pelo revuelto y el cuerpo entero empapado en sudor.

Cuando sentí que el placer era insoportable, Abner se arrodilló detrás de mí y acomodó su glande en la entrada de mi sexo. Aullé cuando penetró mi vagina sin liberar mi ano.

Lancé mis caderas hacia atrás para responder a sus movimientos. Bombeó con maestría. Su virilidad llegaba hasta el fondo de mi vagina y sus dedos entraban y salían de mi ano.

Yo movía las caderas con desesperación. Pene y dedos se coordinaban en mis orificios para hacerme gozar como nunca antes. Alcancé un nuevo orgasmo en medio de gemidos y sacudidas.

El militar liberó mis orificios y acomodó su glande en la entrada de mi ano. El ariete estaba empapado con mi flujo vaginal. Apoyé la cabeza sobre la cama y separé mis nalgas con las manos. Sentí la resistencia de mi orificio y noté cómo su virilidad se abría camino.

Yo disfrutaba con cada pulgada de pene que él incrustaba en mí. Jadeé cuando su virilidad estuvo completamente alojaba en mi ano. Un sudor frío cubrió mi piel y me estremecí de gozo. Permanecimos quietos por espacio de algunos segundos, luego Abner me sujetó por la cintura e inició un lento bombeo.

Sus penetraciones eran profundas. Yo lanzaba las caderas hacia atrás para recibir el ariete que se empeñaba en alojarse dentro de mí. Gritaba cada vez que el miembro del militar perforaba mis entrañas y en cada retirada apretaba mi cavidad anal, como queriendo retenerlo. Nuestros cuerpos impactaban una y otra vez, como en una danza amatoria mil veces ensayada.

El éxtasis me recorrió entera en oleadas de pasión. Mi espalda se arqueó, mi cabeza se sacudió y varios gritos desgarradores salieron de mi garganta mientras el orgasmo fulminaba toda mi cordura. Abner gritó junto conmigo, se aferró a mis caderas y me penetró a fondo para eyacular varios chorros de semen que irrigaron mis entrañas.

Cuando nos desacoplamos caímos desmadejados, reímos, bebimos de nuestros combinados y nos abrazamos durante varios minutos.

Después él se dirigió al sanitario para asearse y yo, llena de semen y en pleno estado de gozo, quise averiguar más acerca del hombre con quien había tenido aquel encuentro. La billetera de Abner estaba aún entre las mantas revueltas de la cama. La recogí y revisé su contenido.

Encontré los condones, dinero, las identificaciones y, en un lateral, una vieja fotografía.

La imagen mostraba a un Abner muy joven, abrazando por detrás a una chica rubia platino, de ojos azul cobalto y cuerpo escultural. Al reverso tenía escrita la leyenda “Tel Aviv, 1993”. La joven en la foto se parecía a mí, pero no era yo.

Abrí mucho los ojos al darme cuenta de la verdad. La mujer que abrazaba el joven Abner era Vero, mi madre. Acababa de acostarme con un ex amante de mi mamá, con esto había roto nuestro “pacto de no agresión”. Era cierto que Abner no figuraba entre los miembros de la lista de conquistas masculinas que mi madre me reveló, pero esto no cambiaba el hecho de que acababa de cometer alguna clase de incesto.

Continuará