Frankenstein

Una fantasía construida a partir de recuerdos reales.

Iba camino de una farmacia con un dolor de azotea importante. Me estaba acercando a un chorbo que caminaba solo delante de mí. No era bajo pero no se podría clasificar de esbelto. Con su andar lento y pesado tenía de todo menos elegancia. Un armario con patas (algo torcidas). Pelo muy corto castaño oscuro… No reparé en nada más porque lo adelanté y entré en la farmacia. Dos mujeres, mayorzotas ellas, enfundadas en bata blanca. Me atendió la que tenía cara de muy pocos amigos. Eché mano al bolsillo y lo encontré vacío (“mierda, me olvidé de coger las monedas”) Ante la cara antipática de la farmacéutica, enseñé con timidez un billete de 50 euros. Me disculpé “no llevo nada suelto.” Ella graznó un “no se preocupe” y me arrebató el billete. En ese momento oí una voz masculina. “Preservativos” ─ “¿Alguna marca?” ─ “Control”… … “XL” … … “una caja de 12.” Yo ya tenía mi cambio en la mano y, antes de salir de la farmacia, eché un ojo al que había pedido la caja de condones. Era el que había adelantado por la calle un momento antes.

Parado en un paso de peatones esperando por el verde. Alguien se me acercó “perdona” “¿eres de aquí?” Era el de los condones. “Sí” ─ “¿sabes donde está la calle Roupeiro?” Le costó pronunciar el nombre. Él no era gallego.  Ahora, visto de cerca y por la cara, me di cuenta de que era mucho más joven de lo que  parecía visto de espaldas. Cara anchota, simpática, sonrisa de niño malo. “Sigue por ahí siempre para delante hasta que veas una iglesia” “la calle está más o menos delante de la iglesia” “es una transversal estrecha hacia la izquierda.” El semáforo se puso en verde, crucé y lo dejé a él con su caminar lento y pesado dirigiéndose hacia la calle Roupeiro.

Delante del café que había pedido para pasar el nolotil, até cabos. “Coño, en Roupeiro sólo hay un gimnasio y la sauna. Y este tío no llevaba ninguna bolsa de deporte. Al gimnasio no va…” Cambié de planes y me fui a la sauna. Aunque la pinta heterazo del gachó no era demasiada garantía. Podía buscar la calle por cualquier otra razón. Pero la pinta heterazo también era una provocación para ir…

Allí me lo encontré, en una cabina, con la puerta abierta, tumbado sobre la camilla y púdicamente envuelto en una toalla. Le eché cara y no me anduve con rodeos. “Ya veo que has encontrado la calle” ─ “Era fácil” “entra y cierra la puerta.” Rapidez la mía en hacerlo y sentarme en la camilla junto a sus pies. Ya no hubo más palabras. Metí la mano por debajo de la toalla para averiguar la razón por la que pedía aquella talla de condones. (“A ver que tiene aquí este tío”). ¡Qué tranca! “¿Te gusta?” “puedes jugar con ella.” Y para facilitar el juego, se liberó de la toalla. Yo de la mía. No sigo contando. Sólo un pequeño detalle: la forma de ponerse el condón. Metió en él dos dedos de cada mano y estiró. Así estirado, se lo calzó en la punta de la polla y lo desenrolló. Aquello dio para desenrollarlo por completo. Más no se podía ya. Podéis imaginar como fue media hora de cabina. Terminamos empapaditos en sudor y leche y fuimos a ducharnos juntos. No sé por que, pero la ducha se llenó de tíos. Supongo que en esta necesidad súbita y colectiva de ducharse influyó el tamaño de una polla que ahora, corrida hacía cinco minutos, estaba morcillona pero todavía hinchada.

Ya duchados, fuimos a sentarnos a unos sillones en el vestíbulo de la sauna. Relajados, empezamos una conversación. Era extremeño. Se llamaba Miguel. Estaba recién llegado a Vigo con un contrato de trabajo de seis meses. Quería datos sobre la ciudad. Pasó el tiempo. Empecé a notar en su mirada que le volvían las ganas. A mí también, pero quería sacar algo mejor que otra pasada por la cabina de una sauna. “Es una lata tener que hacer estas cosas con condón por la mierda esta del VIH” ─ “si” “debe de ser mucho mejor hacerlo a pelo” ─ “no tiene color, nada que ver, tío, es otra cosa” ─ “pero la seguridad…” ─ “ya” “si te parece quedamos el viernes por la tarde” “nos hacemos los dos una prueba rápida que sé yo donde la hacen y después nos vamos a mi casa” “puedes quedarte todo el  fin de semana si quieres” ─ “¿eso que dices de la prueba es seguro?” ─ “seguro” ─ “joder” “tengo unas ganas de follar sin la mierda de la gomita…” ─ “pues quedamos y va.” Quedamos. “Pero antes quiero echar otro aunque sea con condón” “vamos pa arriba”

Antes de que llegara el viernes, me preocupé de que la nevera estuviera bien provista de cervezas y el congelador, de platos precocinados. No olvidé hacer una pasada por el sex-shop. Un buen lubrificante y un plug. También me hice una buena provisión de hierba. Por si acaso…

Viernes por la tarde. Miguel llegó con una pequeña bolsa. Se explicó: “una muda, cepillo de dientes y los trastos de afeitarme.” No dije nada pero pensé: “esa bolsa la escondo yo en cuanto lleguemos a casa” “la muda no te va a hacer falta porque te vas a pasar cuarenta y ocho horas en pelotas y esa sombra oscura que tienes ahora en la cara promete que va a estar mucho mejor si no afeitas nada”

Lanceta. Picotazo en la yema del pulgar. Gotita de sangre. “En 20 minutos tenéis el resultado.” Se nos hicieron largos los 20 minutos. “Podéis iros tranquilos. No hay nada. Y esta prueba no da falsos negativos.”

Íbamos felices los dos. Limpios. Pensando en las posibilidades que eso nos abría. No sé cuáles eran sus pensamientos. Sé cuales eran los míos. Sentir todo aquello sin ninguna goma molesta. Contacto directo.

“Tú no eres una maricona.” No me hizo mucha gracia un comentario que no venía muy a cuento. Me hice el sordo y seguí con otro tema. Volvió a la carga. “Si me lo dicen no lo creo” ─ “¿el qué? ─ ”que tragas como tragabas en la sauna.” Seguí a lo mío. No me estaban gustando los derroteros que tomaba la conversación.

Ya en casa. No le di ninguna clase de facilidades. El mismo tipo de recibimiento cortés que le daría a un amigo, un compa de trabajo o un pariente. Miró el reloj. “Te invito a tomar algo” ─ “se acepta” “pero déjame pasar un momento por el baño.” En el baño yo no quería hacer nada más que ponerme el plug.

Sentados uno frente al otro con unas cervezas, unas hamburguesas y una bolsa de patatas fritas. Mientras pringábamos las hamburguesas de mostaza y kétchup, yo pensaba en el plug. Más que pensar, lo sentía. Miraba la cara de bestia y me preguntaba por qué estaba sentado frente a él. Era feo. Su cuerpo estaba muy lejos de los cánones de belleza. Aparentaba por lo menos diez años más de los que tenía... No hablábamos nada pero yo intuía que tenía ganas de follar. Y yo pensaba “dirás que no soy una maricona pero no sabes como me estoy sintiendo yo ahora sentado aquí delante de ti. Me gustaría decirte con qué me estoy dilatando el culo para ti. Pero me da vergüenza. Prefiero que no lo sepas.” “No sé por qué me gustas.” “¿Será porque desbordas vitalidad y rebosas testosterona?” “Estoy sentado sobre un plug mirándote, deseando que te pongas bestia y me folles.” “Dices que no soy una maricona, pero ¿tú sabes como me estoy aflojando delante de ti? ¿lo que estoy deseando que hagas conmigo?” “Si me gustaría ser todo yo un inmenso coño para ti…”

¿Qué estaría pensando Miguel mientras comía la hamburguesa?

Las hamburguesas y las patatas dieron para poco. Volvimos a mi casa. Ahora ya no era un amigo, un compa de trabajo o un pariente. Era Miguel. Desbordaba vitalidad y rebosaba testosterona. Quería follar y yo estaba abierto por un plug. Y los dos sin miedo al VIH...              Ya en casa. Yo tumbado en la cama, boca arriba. Miguel de pie en el suelo, inclinado sobre mí, comiéndomela. Me acordé de lo que había visto en la sauna. Los dedos anchos de sus pies, con una matilla negra encima, con aspecto de no ser precisamente suave. Pensé que a lo largo del fin de semana malo sería que no se me presentara la ocasión de tener aquellos dedos dentro de la boca. También me acordé de unos tobillazos sólidos. Ésos no podía meterlos en la boca ni en ningún otro sitio. Dedos y tobillos estaban fuera de mi campo visual. Me dediqué a observar lo que había ante mis ojos mientas me dejaba chupar.

Muslos. Oscuros por el vello que los cubría. Las dos como bolsas que formaban sus vastos justo encima de su rodilla. Y entre ellos, el volumen del recto anterior. Buena foto para ilustrar un libro de anatomía. ¡Qué definición! Más arriba el cacho mástil erguido. Y dos bolas. Pero no colgando debajo. No. Puestas una y otra a ambos lados de la base del mástil. Reprimí las ganas de echar mano a todo aquello y me limité a pensar que aquella cosa terminaría estando dentro de mí. Me tardaba. Sí que estiré el brazo para llegar a alcanzar con la mano la pelambrera negra que se veía en su pecho.

Dejó de chupar y me colocó a su antojo sobre la cama. Me dejé dócilmente. Me tumbó atravesado sobre la cama y llevó mis tobillos hasta descansar sobre sus hombros. Flexionando sus piernas, pretendió ensartarme. No me dejé. Aquello era demasiado mástil. Con alguna dificultad, cogí el tubo de gel que yo había dejado sobre la mesilla. Se lo di y el entendió lo que tenía que hacer. Lo hizo y ahora sí… ¡por fin! ¡y sin un molesto condón! Ya calzado, cogió mis pies y los bajó hasta su cintura. Yo me abracé (apierné) a ella y él, tirando de mis brazos, me ayudó a incorporarme.  Me apierné a su cintura, me abracé a su cuello de toro; él me sujetó con sus manos y con su mástil. Eché una mirada hacia abajo y pude ver la poderosa musculatura de sus muslos resaltada por la sentadilla que se estaba haciendo cargado con mi peso. Mi boca quedó al alcance de la suya. No pude resistirlo mucho tiempo y disparé unos buenos chorros. Al notarlo, él dejó caer mis hombros sobre el colchón y reacomodó la postura. Ahora los dos teníamos medio cuerpo sobre la cama y medio cuerpo fuera. Yo estaba tumbado boca arriba, con vientre y pecho embadurnados, con las piernas suficientemente separadas como para que él pudiera estar cómodo entre ellas. En tal postura, la penetración no podía ser profunda. Pero era penetración. Y mi sensación, al acabar de correrme, tenía un matiz diferente.

“¿Me corro dentro?” No lo pensé: “sí”. Pensé un poco “¡no!” Me arrepentí:  “siiiiiii.” Empezó a moverse y muy pronto sentí sus estremecimientos, vi su cara de placer y oí sus suspiros de alivio. Nos miramos y leí el agradecimiento en sus ojos y en su sonrisa. Nos fundimos en un inacabable beso. Yo pensaba en lo que acababa de echarme dentro.

Antes de quedarnos dormidos, me hizo una pregunta “¿qué has sentido con mi polla dentro?” ─ “no sé como explicarte, tío” “sentí placer” “mucho placer”. Y, muy juntos, nos quedamos dormidos. Yo seguía pensando en que me había dejado algo suyo dentro…

Me despertó a mitad de la noche. Quería follarme otra vez. “Espera, que puede ser todavía mejor” “¿tú fumas?” ─ “si” “¿tienes?”  Y me levanté a buscar la hierba. “Líalo tu”. Se sentó sobre la cama y yo me instalé entre sus piernas con la cabeza puesta en lo alto de uno de sus muslos. Con la cara muy cerca de algo que me gustaba mucho. Pasó una pierna por encima de mi espalda y me sujetó bien sujeto.

La segunda follada no os la cuento. Sería muy largo. ¡Qué resistencia la de Miguel! Debieron de ser casi dos horas explorando todas las posturas posibles y alguna casi imposible…

Al despertar por la mañana, me preguntó “¿te traigo algo para desayunar?” ─  “no” “déjalo, que tú no sabes donde están las cosas” “y, además, no hay donuts.” Puso cara de no entender lo de los donuts, pero yo no le expliqué nada y me fui a la cocina dejándolo a él en el baño.

Ya en la cocina, oí un chorro en el baño. ¿Qué pasa aquí? ¿Es que este tío no sabe mear sin hacer ruido o es que está provocándome?  Fui a ver. Llegué a tiempo de ver su cuerpo en pelotas, de espaldas, con sus piernas algo torcidas. Ya no se oía chorro. Estaba sacudiéndose la polla. Lo mandé a la cocina y me quedé a vaciar mi vejiga, aunque evitando hacer ruido…

Desayunando. Vuelta a insistir. “¿No te duele cuando te la meto?” ─ “no” ─ “¿qué se siente?” ─ “mucho placer” “no sé como explicarlo” “es imposible”. Algo empezaba a quedarme claro. Pero no me atrevía. Hasta me daba miedo. Mañana de charla, cerveza, maría y alguna chupadita que otra. Los dos, en pelotas, lo teníamos todo muy fácil. Aprendí bien, sin perder detalle, como era su cuerpo (pies incluidos).

Perdí el miedo cuando nos metimos en la cama después de comer. Realmente no lo perdí, pero él consiguió que, a pesar del miedo, yo pudiera explicarle lo que se siente cuando te la meten.

Miguel y yo seguimos juntos hasta la tarde del domingo. A mí sólo me quedó una fantasía por cumplir. La que me hice en la cocina cuando oí el ruido de un chorro. No me atreví, aunque la idea volvió a darme vueltas por la cabeza. Miguel averiguó lo que se siente cuando te la meten. Aunque creo que no llegó a disfrutar tanto como me hizo disfrutar él a mi...Había una diferencia importante entre él y yo. Fue uno de los mejores fines de semana de toda mi vida.

En este relato hay muy poquita fantasía. Inventar cosas no se me da nada bien. Sólo es fantástico el hilo argumental y algunos detalles insignificantes añadidos para dar coherencia. En realidad, Miguel es un Frankenstein construido a partir de vivencias mías tomadas de acá y de allá, de unos y otros.