¡Franco ha muerto! ¡Viva el Gay!
Relato NO EROTICO. Los tiempos en los que amar, se pagaba con la vida...
Este relato ha sido publicado anteriormente bajo la cuenta Ejercicio como parte del "Ejercicio de relatos históricos", con dirección http://www.todorelatos.com/relato/41696/
-¡FRANCO HA MUERTO! ¡VIVA EL GAY!
Me resulta curioso poder escribir algo como ésto en una época en que no tengo que preocuparme por acabar ante un pelotón de fusilamiento. Es extraño no tener que preocuparme de tener que ocultar mis sentimientos como antaño.
El Caudillo de España, Francisco Franco, está muerto. Vivimos en democracia y sólo hace unos meses se aprobó la ley que permite casarse a las personas como yo. Si me hubiesen contando algo así hace treinta años me hubiese reído y le hubiese dicho que tuviesen cuidado con que les oyese alguien. Pensar que ni tan siquiera había libertad de expresión...
A veces, al levantarme al lado del hombre que es mi pareja, no puedo evitar pensar en lo que fueron aquellos tiempos, lo que fue sentirme perseguido, incomprendido, repudiado, considerado un criminal junto con proxenetas, explotadores de menores de edad y vagos. No sólo se nos consideraba delincuentes, sino además enfermos mentales.
Podría reírme de todo aquello, si no fuese porque esos recuerdos traen a mi cabeza la imagen de Armando, mi primer amor y primer amante.
Jamás podré olvidar sus profundos ojos negros de mirada viva e inteligente, su rubio cabello siempre perfectamente peinado, su cara casi lampiña y aniñada, su jovial sonrisa y su duro y bien formado cuerpo a causa de los trabajos en el campo en su juventud y de los ejercicios en el ejército unos años más tarde.
Tal vez una de las pocas cosas que Franco hizo bien tras la guerra civil fue el volcar sus esfuerzos en la reconstrucción de un País que había quedado asolado. Viviendas, caminos, iglesias, ferrocarriles, la industria, los campos...todo estaba en la ruina. Una gran parte de la población había sido muerta o exiliada. Y el General puso manos a la obra para que el País saliese de nuevo a flote. Debía educar a su pueblo para que éste hiciese resurgir una nación prospera.
El ejército fue un gran apoyo para el Caudillo y se encargó de que los analfabetos hombres del campo pasaran a formar parte de sus filas. Se aseguró de que ninguno de sus nuevos soldados tuviese siquiera un permiso o pudiesen licenciarse sin antes haber aprendido a leer y escribir y algo de matemáticas.
Así fue como mi querido Armando pudo pasar de ser un pobre campesino en la miseria, sin conocimientos, a ser un soldado capaz de redactar sus propios informes. Si bien es cierto que su nivel de vida mejoró, lo mismo no pasó con sus manos, que aún expertas en el arte de acariciar, nunca fueron suaves, tan acostumbradas como acabaron al tacto de su arma.
Lo que nadie parecía notar era que esas caricias que prodigaba mi buen Armando, no tenían como destino la piel de una mujer, sino la mía. La de otro hombre...
1.954 fue el año de nuestra desgracia. Fue el año en que el cabrón de Franco aprobó la extensión de la ley contra los vagos y maleantes, en la cual incluía a como delincuentes a los homosexuales.
Confesar nuestro amor era imposible. Nadie podía saberlo si no queríamos ser detenidos, encarcelados y separados. Lo menos que nos podía pasar, si alguien nos denunciaba, es que termináramos en lo que llamaban un centro de reeducación, lo cual en realidad equivalía a ser condenados a trabajos forzados en alguna de las colonias agrícolas. Aunque nuestro peor temor era que Armando, al ser un soldado del Caudillo, acabase ante un pelotón de fusilamiento por alta traición.
Escondidos como los ladrones y los asesinos teníamos que vivir nuestro amor y nuestra pasión...
Las persecuciones y las redadas se sucedían una detrás de otra. Las mujeres acusadas de homosexualidad no eran encerradas en cárceles sino que eran enviadas a manicomios y tratadas como enfermas mentales. Los hombres eran directamente encarcelados y condenados a trabajos forzados. La sola mención del Fuerte de Pardaleras en Badajoz, un antiguo baluarte militar del siglo XVIII convertido en prisión para homosexuales (hoy en día, un museo abierto al público), hacía que se me helasen las venas.
Pese a ello, al ver que teníamos suerte y nadie parecía notar nuestra relación, nuestra guardia se relajó. Nos volvimos descuidados sino en nuestras citas, sí en nuestras maneras. Así que un día, ocurrió...
Aquella tarde, al pasar por el cuartel, entré como tantas otras veces, pues me ganaba los garbanzos trabajando de recadero, con la excusa de dar una carta al Cabo Armando Álvarez Romero. Lo que en realidad le di fue una carta en el que le citaba para esa noche, aprovechando que tenía permiso, y hacía una pequeña descripción de cómo pensaba hacerle gozar. ¡Valiente idea la mía! Y valiente idea la de él: guardar la nota en vez de romperla en mil pedazos.
Armando no apareció aquella noche...
No me alarmé. No era la primera vez que algo así sucedía, así que pensé que, como otras veces, su noche de permiso habría acabado convirtiéndose en una visita al calabozo por alguna falta, o que lo habían requerido para algún servicio.
Esperé un par de días antes de ir por el cuartel para "entregar otra carta" al Cabo. Fue entonces cuando el soldado de guardia me contó que El Cabo Armando Álvarez había sido arrestado por sodomita.
A pesar de todo lo que sentí en aquel momento, conseguí de alguna manera que el centinela me contase lo que había ocurrido como si de simple curiosidad morbosa por mi parte se tratase.
Armando había guardado aquella condenada nota en uno de los bolsillos del uniforme. Mientras hablaba con otro cabo, se le cayó al suelo y éste la recogió. Bromeando con Armando sobre una posible novia, el cabo comenzó a leer la misiva en voz alta.
No me atrevo a poner aquí las palabras subidas de todo que yo le había escrito, pero aquella nota dejaba muy claras las inclinaciones sexuales de Armando. ¿Cómo pude ser tan estúpido de hacer algo así...? Condené al hombre que quería de la forma más ridícula y absurda que alguien pueda imaginar.
Durante unas semanas, permanecí escondido convencido de que vendrían a por mí, pero al ver que nada ocurría, quedé convencido de que Armando no había confesado quien le había escrito aquello.
Mi pobre Armando... Nunca volví a verle...
Sólo tuve dos noticias sobre él. La primera fue que había sido llevado al temido Fuerte de Pardaleras con una condena de cuatro años de trabajos forzados.
Lloré como un niño. Me sentí culpable de todo lo que había pensado. Me intentaba consolar diciéndome a mí mismo que al menos no lo habían declarado un traidor. Me sentí tentado de confesar, con la intención de que al menos me llevaran a su lado. Pero fui un cobarde, un maldito y ruin cobarde. Lo reconozco. Aún hoy no me he librado de esa vergüenza. ¿Ése era el tan grande amor que yo sentía por Armando? Nunca he llegado a perdonarme aquello y creo que nunca lo haré.
La segunda noticia que tuve de él fue aun peor. Armando había muerto. Unos decían que había sido un accidente en el campo de trabajo, pero las malas lenguas contaron que había sido el cabecilla de una revuelta en la que algunos presos habían intentado luchar por el derecho a tener relaciones sexuales y lo habían ejecutado.
Nunca llegué a saber la verdad...
De hecho poca gente de hoy en día sabe lo que supuso ser lo que se llamaron presos sociales en los tiempos de Franco, el calvario que vivieron por culpa de una legislación represiva llena de una falsa moral.
Cuando por fin el dictador murió y se instauró la monarquía y la democracia, los presos políticos fueron rehabilitados social y moralmente, pero no así los presos sociales y a mi entender, tal vez porque de cierta forma yo fui una victima, a día de hoy esta rehabilitación sigue sin haberse realizado del todo.
Por suerte las generaciones que vienen ahora recibirán otro tipo de educación, más tolerante, más libre, menos hipócrita, que permitirán que un amor como el que Armando y yo compartimos, no se rompa por unas simples letras en un trozo de papel.