Fotos de mi puta (9)
Una sumisa y una masoquista
Cap1: Una orla de instituto: http://www.todorelatos.com/relato/121670/
Cap2: Adolescente dormida y desnuda: http://www.todorelatos.com/relato/121788/
Cap3: Joven junto a mujer de pueblo: http://www.todorelatos.com/relato/121925/
Cap4: Joven desnuda y con miedo: http://www.todorelatos.com/relato/122067/
Cap5: Muchacha en el autobús: http://www.todorelatos.com/relato/122243/
Cap6: Mujer con collar de perro: http://www.todorelatos.com/relato/122455/
Cap7: Mujer atada: http://www.todorelatos.com/relato/122768/
Cap8: Una nueva puta: http://www.todorelatos.com/relato/122893/
2015
Me tomo el último sorbo de café y dejo la foto de Jazmín y Marisa sobre el montón. Quedan muy pocas fotos por inspeccionar, y solamente cuatro que merezcan realmente la pena. Escojo una de ellas. La última en donde sale Jazmín, aunque para ese entonces ya había prescindido de su alias de prostituta y volvía a responder al nombre de Violeta. Ya solo la llamaba Jazmín cuando me la follaba.
En la foto, las dos muchachas muestran su culo en pompa a cámara, a cuatro patas sobre una mesa de escritorio. En un rincón, sus ropas se mezclan en una amalgama de colores y telas. Violeta tiene una mano marcada en rojo sobre cada nalga y mira hacia atrás. Marisa aguarda. Reconozco la mesa aunque ya hace años que no la veo y no puedo evitar una sonrisa al distinguir el libro que aparece en el suelo. Las cosas solamente habían hecho que mejorar durante los dos años que Jazmín convivió con nosotros.
La mesa es la de mi despacho en la Universidad. El libro, mi primera novela. Los manotazos que se marcaban en el culo de Jazmín son míos.
Llevo la taza vacía de café a la pila de la cocina y regreso al montón de fotos. No puedo separar la vista de Jazmín. Si no hubiera sido por ella, Marisa se habría ido de casa mucho antes. Es justo que le dé el reconocimiento que merece.
Rebusco entre todas las fotos y escojo aquellas en las que sale Jazmín, sola o con Marisa. No todas tienen un tono erótico, aunque sí la mayor parte. Introduzco las fotografías de Jazmín en un sobre, junto con un viejo poema manuscrito que lleva por nombre “Huele a Jazmín”. Tengo mucho que agradecerle a la muchachita pelirroja, aunque ya de muchachita tenga poco. Cuando cierro el sobre, me asalta una repentina desazón al darme cuenta de que me estoy acercando al final de la historia. Sin embargo, eso es lo bueno de toda historia, que tiene un final. Aunque en este, nadie comió perdices.
1989
Marisa estaba ya en segundo año de carrera. Periodismo nada menos. Sus notas de C.O.U. habían sido espectaculares y le habían permitido cumplir su sueño. Estaba seguro de que triunfaría como periodista. Tal vez en unos años la vería presentando las noticias en Televisión Española. Aunque se hablaba de que pronto habría otro canal en nuestros televisores y, quién sabe, tal vez formase parte de ese nuevo periodismo del que tanto se hablaba y que parecía que por fin se estaba haciendo patente.
Obviamente, me equivocaba. Nadie hubiera podido presagiar el giro que daría finalmente la vida de Marisa, aunque para ello faltaba aún mucho tiempo y no quisiera adelantar acontecimientos.
En esa época, la vida de mi alumna era perfecta y tranquila. Iba a clases, tenía su grupo de amigos en la Facultad, y dos veces a la semana tenía cita con la catedrática de Psicología Clínica de la Universidad, con la que había trabado cierta amistad y que se había comprometido a ayudar a Marisa con sus accesos de ira descontrolada. Lo cierto es que desde que la visitaba, no había vuelto a tener ningún problema, cosa que me tranquilizaba y me daba buena cuenta de que Clementina no había llegado a ese puesto por casualidad.
Jazmín, por su parte, había dado un giro de ciento ochenta grados a su vida. Había dejado su trabajo de puta y, con él, también había renunciado al nombre de Jazmín. Se volvía a hacer llamar Violeta, aunque cuando nos acostábamos yo la seguía llamando de la otra manera, y tratándola como la puta a la que me encontré en una esquina cierta noche. A ella le encantaba, tenía una vena masoquista que mi pequeño lado oscuro complementaba con su suave sadismo. Con ella me permitía los golpes, azotes y rudezas que no me atrevía a usar con Marisa.
La ex-prostituta había encontrado un trabajo de camarera en el bar de un amigo de Juan Benito y, empujada por nuestros ánimos, había comenzado un curso de Peluquería y Estética en una academia. Como su madre, tenía afición y talento para la peluquería, únicamente no quería acabar enclaustrada en el pueblo como ella. El camino se empezaba a allanar para mis dos jóvenes alumnas.
Quedaba yo. Hacía menos de un año que había terminado mi primera novela y cuatro meses después de aquello ya estaba en las librerías de toda España. Había logrado dos premios menores y un accésit en un importante certamen nacional, lo que le había dado un poderoso empujón a las ventas. Mi editor estaba encantado conmigo, lo que, desgraciadamente, no quitaba de que fuera una mosca cojonera presionándome para que acabara la segunda, de la que solamente tenía bocetos y esquemas, mientras yo le daba largas. A pesar de que los ingresos estaban siendo cuantiosos, había ocurrido lo que más temía. Me había vuelto relativamente conocido y con esa fama llegaba la presión. De todos modos y a pesar de aquello, habían sido unos años fáciles en los que me había dedicado en cuerpo y alma a disfrutar de mis pequeñas putas.
Alguien tocó a la puerta de mi despacho, sacándome del particular ensimismamiento en que entraba cada vez que, como entonces, me enfrentaba a mi peor enemigo, mi Hispano-Olivetti con una hoja completamente en blanco. Llevaba diez minutos sentado ante la máquina de escribir sin ser capaz de poner una sola palabra en ese folio que parecía mirarme socarronamente.
–
¡Adelante! -gruñí, dándome por vencido. Temí que jamás lograse culminar una segunda novela.
La puerta se abrió y entró Violeta, más alegre que de costumbre.
–
Mira lo que acabo de encontrar en una librería de aquí al lado -dijo levantando la mano derecha.
En esa mano llevaba dos libros, uno evidente más grueso que el otro. Reconocí el mayor al instante, era mi novela. Jamás imaginé que podía llegar a escribir una novela negra hasta que los personajes y las ideas comenzaron a surgir tres años atrás. Pero ahí estaba el resultado. “El Pacto Barranco”, una enrevesada historia de crímenes y sexo que se había posicionado entre los diez libros más vendidos del año en España en solamente cuatro meses. Años antes, el libro, por sus tórridas escenas y la insinuada relación homosexual de una de las protagonistas, no habría siquiera llegado a pasar por la Censura, el propio editor la habría escondido en el más oscuro de sus cajones y se habría olvidado del tema. Pero finalmente, la Censura había ido perdiendo poder progresivamente y las editoriales se habían vuelto mucho más osadas, ansiosas de prestarle al lector algo que ansiaba por el mero hecho de que llevaba cincuenta años prohibido.
Sin embargo, era el otro librito el que llamó mi atención. Una sonrisa de oreja a oreja cruzó mi rostro cuando finalmente lo reconocí. No necesité mirar la portada para recitar el título: “Silencios y Voces y otros poemas de Marcos Solís Regueiro”.
–
¿Dónde has encontrado eso?
–
En librerías París. Lo tienen justo al lado del nuevo.
–
No me jodas... creí que los habrían quemado todos... o se lo habrían dado de comer a los cerdos. No sirve para otra cosa... -reí, a pesar de que, sin duda, le tenía muchísimo más cariño a mi prácticamente desconocido libro de poemas que a la fulgurante novela.
–
No me habías dicho que habías escrito un libro de poesía, Marcos -me reprendió Violeta.
–
Bah... no merece la pena... son un montón de ripios que no valen nada.
–
¿Pero qué dices? ¡Son preciosas! “Un brazo que abraza la ausencia / De un cuerpo en la cama / Unas lágrimas que dejan su esencia / al calor de otro sofá” -comenzó a recitar-. “Un fuego que duró cinco lustros / Apaga su llama, / Esquela de amores vetustos, / Fobia a la Soledad...”. ¡Me ha encantado!
–
No digas chorradas, Violeta. No es tan bueno.
De pronto, me di cuenta de algo. Unos años antes, recitar ese poema, leerlo o escucharlo, me habría causado un dolor espantoso y casi me habría hecho llorar al recordar a mi difunta mujer, Amparo. Aquel día, sin embargo, leído por la voz aguda y basta de Violeta, no había convocado en mí más que un leve orgullo. Por supuesto que me gustaba. Por supuesto que pensaba que eran unos versos preciosos. Pero jamás fui un arrogante; nunca me había vanagloriado de mi trabajo y no iba a empezar a hacerlo ahora.
–
Es del año ochenta y uno. Aún no habías llegado al pueblo -interrumpió Violeta mis cavilaciones-. Es decir, que no es para Marisa... ni para mí. Porque siempre he tenido la impresión que cuando estaba en tu clase estabas enamorado de mí, pero que nunca te atreviste a intentar nada con una alumna. Pero bien podrías haber escrito poemas de nuestro amor imposible...
Reí la broma de Violeta, lo que, por un momento, consiguió hacerme olvidar de que no tenía ni la más mínima idea de por dónde pensaba la joven dirigir la conversación.
–
Lo que nos lleva a la siguiente pregunta -Violeta continuaba con su tono de detective televisivo, que en una carita infantil y pecosa como la suya quedaba bastante fuera de lugar-. ¿Me has escrito alguna poesía a mí, la diosa pelirroja que apaga tus fuegos?
Reí y negué con la cabeza.
–
No -mentí-. Además, la diosa pelirroja lleva ya una semana dejándonos solos a Marisa y a mí para apagar nuestros fuegos -repliqué en el mismo tono divertido. Desde que Violeta entró en casa, las reglas habían quedado claras. No nos debíamos ningún tipo de fidelidad, lo nuestro no era una relación convencional, no estaban permitidos ningún tipo de celos, follaríamos solo si nos apetecía, nunca por obligación, y cuando llegara alguna visita a casa había que actuar como si Violeta fuera una prima de Marisa que había querido mudarse a la ciudad y yo la hubiera acogido para que durmiera en el sofá hasta que el trabajo le permitiera independizarse por completo.
Afortunadamente no recibíamos muchas visitas, porque habrían sido sospechosos los casi dos años que llevaba Violeta “durmiendo en nuestro sofá”. Lo normal era que durmiese en el cuarto de Marisa, nos hubiera ayudado o no a apagar esos fuegos de los que hablábamos. Dormir con Violeta era una tortura por culpa de sus ronquidos y sus repentinos movimientos en mitad de la noche. Ella lo había aceptado y se “exiliaba” todas las noches a la cama de noventa de la otra habitación, donde sus vueltas y revueltas no amenazaban con dejarnos tuertos a manotazos a Marisa y a mí.
Sin embargo, durante las últimas semanas, había tenido que hacer horas extra en el bar en que trabajaba, con lo que volvía a casa normalmente pasada la una de la madrugada y, aunque Marisa y yo la esperábamos despiertos en mi cama después de hacer el amor, Violeta solo entraba para saludar y se excusaba alegando el cansancio de tantas horas de labor.
–
¿Entonces no nos has escrito nada ni a Marisa ni a mí?
Por supuesto que había escrito poesías inspiradas en mis dos alumnas. Muchas más para Marisa que para Violeta, y unas pocas también para ambas. “Huele a Jazmín” había sido la última y, como las demás, escrita con la misma tortuosa caligrafía de mi pluma estilográfica, también yacía encerrada en el segundo cajón de mi escritorio en ese mismo despacho.
Subconscientemente, mi mirada resbaló hacia ese cajón. Fue solo un gesto que apareció y desapareció en un instante, que para la mayor parte del mundo hubiera pasado desapercibido, pero no para Violeta. Mejor dicho, no para Jazmín.
Por muy inteligente que fuera Marisa, siempre tendría una inteligencia inocente. Sería capaz de decidir la mejor de las opciones que pudiera, de asimilar y tener en cuenta cada uno de los datos que se le facilitaran, pero siempre carecería de esa picardía que solamente tienen quienes han tenido que luchar para sobrevivir y, aunque ya hiciera casi dos años que había dejado la calle, aquellos seis meses habían despertado en Violeta un sexto sentido que aún mantenía. Era capaz de captar inconscientemente hasta el más mínimo gesto y su instinto latente le decía qué significaba.
–
¿Los tienes ahí?
En añadidura, la jovencita era condenadamente rápida. Casi en un salto, rodeó mi escritorio y extendió la mano para abrir el primero de los cajones.
–
¡Ni se te ocurra! -Me levanté y la agarré de la muñeca antes de que lo hiciera. No tenía nada que esconder en ese primer cajón. Exámenes, notas, una tesina de un alumno de último año... pero nada que pudiera comprometerme. Sin embargo, si le dejaba abrir ese cajón, sería imposible que no le dejara abrir el segundo sin retratarme.
Violeta me miró a los ojos y redescubrí en ellos un brillo que hacía tiempo que no tenían. Sonrió con su architrabajada carita de niña mala y con la mano libre, abrió el segundo cajón. ¿Cómo había averiguado ella tan rápido que estaban allí? No lo sé. Tal vez su intuición, su sexto sentido, ese
je-ne-sais-quoi
suyo me habían vuelto a ganar con la gorra.
Agarré esa segunda mano cuando el cajón ya estaba completamente abierto. “Huele a Jazmín” asomó encima de las demás. En la centésima parte de un segundo que tardé en empujarla hacia la pared, hasta que su espalda chocó con el yeso quizá con una violencia excesiva pero que Violeta no acusó, le había dado tiempo a leer el título. La acorralé contra la pared mientras la mantenía agarrada firmemente de ambas muñecas. Nos separaban escasos milímetros, y podía notar su respiración caracoleándome en los labios.
–
¿Es para mí? -Violeta me miraba fijamente y aquel brillo de sus ojos no hacía más que aumentar hasta volverse, para mí, casi tan doloroso como mirar una puesta de sol. Más doloroso quizá, porque yo era incapaz de desviar mi mirada de aquellas dos estrellas.
–
No, es para la florista de la esquina, también huele a jazmín -mentí con una aparente seriedad.
–
No me refería a la poesía -La carita de niña mala de Violeta se acentuó cuando presionó aún más su pelvis contra la mía. No me había dado cuenta de que una escandalosa erección empujaba mis pantalones hasta tomar contacto con el vestidito rosa de Violeta.
–
Depende de si hoy también estás cansada de trabajar.
–
Hoy tengo el día libre -me respondió con una sonrisa lasciva.
Tanto Marisa como Violeta eran capaces de despertar mis instintos más primitivos cuando y como quisieran, pero los efectos en mí eran tan dispares como ellas mismas. Si bien mi adoración por Marisa me impelía a tratarla como a una diosa del Amor Tierno e Inocente a la que agasajar con caricias, con besos y con cariño, a lo que ella respondía con un sometimiento absoluto a mis deseos, mi reacción ante las insinuaciones de Violeta sacaban mi lado más visceral y peligroso. Marisa se sometía a mí a través del Amor. A Violeta la sometía mediante la Fuerza, y eso le encantaba.
Violentamente, arrastré a Violeta, ya milagrosamente transmutada en Jazmín por gracia y efecto de mi excitación, hacia la mesa, obligándola a doblarse sobre ella, poniendo su poderoso culo en pompa hacia mí.
–
¡Ah! ¡Don Marcos! ¡No sea tan bruto! -pidió ella, aunque su tono de voz decía lo contrario que sus palabras.
Cerré con la pierna el cajón y le subí el vestido hasta que sus braguitas azules de encaje negro asomaron a la vista. El primer azote cayó sobre ellas.
–
¡Au, Don Marcos!
Igual que ella no era Violeta, yo tampoco era Marcos cuando follábamos. Yo era Don Marcos y normalmente volvía a ser su profesor.
–
¿Quién escribió “El rayo que no cesa”? -La pregunta me llegó a la mente por ensalmo. Era una de las preguntas que salvaron a Violeta de suspender Lengua y Literatura en tercero de B.U.P.
Jazmín mordió su labio inferior. La noté dudar, boca abajo sobre la mesa, con las piernas colgando y el culo expuesto ante mi mano.
–
Me lo sabía. Me lo sabía. Melosabíamelosabíamelosabía... ¿Fue Machado?
El azote resonó por todo el despacho. Tuvo tanta fuerza que la mano me empezó a picar en el momento y estoy seguro que, de haber pasado alguien por el pasillo en ese instante, lo habría escuchado sin problemas.
Agarré las llaves del bolsillo y dejé a Jazmín sola por un momento sabiendo que, cuando volviera, estaría en la misma posición, esperándome.
Cerré con llave la puerta para que nadie nos molestase y regresé a donde estaba Jazmín. Le bajé las braguitas hasta las rodillas y metí una mano entre sus piernas. No tardé en comprobar que estaba completamente húmeda.
–
Damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego -le dije. Si tenía buena memoria, recordaría las clases de latín.
–
¿Cómo? -Levanté la mano, presto a descargar otro azote sobre las rotundas nalgas de Jazmín, pero recordó en el último momento–
Girum... In girum imus nocte et... et consumimur igni
.
Bajé suavemente la mano sobre su culo y lo acaricié suavemente. Gimió cuando mis dedos se internaron entre sus nalgas, acariciaron su ano y siguieron bajando hasta hacerse hueco entre sus labios vaginales, empapándose con su humedad interior. Se le contrajeron los muslos cuando toqué su inflamado capuchoncito.
–
Buena chica...
–
Gracias, Don Marcos -respondió en mitad de un suspiro.
Retiré la mano y seguí con el examen.
–
¿En qué obra aparece La Celestina?
Jazmín dudó. Tras pensar unos instantes, decidió que debía ser una pregunta trampa.
–
¿En “La Celestina”? -respondió, aunque con muchísimas dudas. Algo le decía que esa no podía ser la respuesta correcta.
Golpeé con saña su culo desnudo y Jazmín elevó un gritito de dolor. Puede que se conociera con ese nombre, pero la verdad es que Fernando de Rojas tituló a su obra magna como “Tragicomedia de Calisto y Melibea”.
Mi mano se marcaba sin problemas en su nalga derecha.
–
¿Quién la escribió? -Notaba mi respiración acelerada, el corazón me latía a mil por hora y la polla casi no me cabía en los pantalones.
–
¿Cervantes?
Dos azotes, uno por nalga, cayeron sobre su culo.
–
¿Quién lideraba a los Guardias Civiles que entraron en el Congreso para dar un golpe de Estado?
–
Tejero -contestó decidida, aunque luego añadió-... Tejero en el 81. En 1874 fue el General Pavía.
Acaricié nuevamente su culo y no pude resistir más. Me desabroché los pantalones y liberé mi verga, hinchada y erecta. La fui metiendo con suavidad en el coñito depilado de Jazmín.
–
Oh, sí... Don Marcos... fólleme Don Marcos... -jadeó ella.
Empecé a penetrarla lentamente pero no tardé en acelerar mis embestidas. Me incliné sobre Jazmín mientras me la follaba para taparle la boca; sus gemidos habían alcanzado un volumen peligroso.
Las patas del escritorio chirriaban sobre el suelo con cada embestida, Jazmín, sin mover un ápice su postura, comenzó a hacer trabajar los músculos de su coño. Liberé su boca y ordené que fuera ella quien se la tapase. Jazmín, como siempre, obedeció. Mientras me la follaba, comencé a azotarle de nuevo el culo, con golpes mucho más suaves pero igualmente sonoros.
Deslicé el pulgar sobre su ano y lo fui colando. Jazmín emitía gemidos ahogados por su mano y temblaba de cachondez. Podía notar mi polla entrando y saliendo de su cuerpo al otro lado de la estrecha pared de carne que la separaba de mi dedo. Me desabroché la camisa con la otra mano, estaba sudando a mares, al igual que ella.
Alguien tocó a la puerta de mi despacho. Solamente me detuve durante un instante, pero luego continué. Fuese quien fuera, tendría que volver luego, cuando no me estuviera follando a una veinteañera espectacular sobre mi escritorio.
–
Abre, Marcos, sé que estás ahí -La voz de Marisa se sobrepuso a los gemidos apagados de Jazmín.
Me separé de la mujer con la que estaba follando y me comencé a vestir de nuevo a pesar de las quejas mudas de la joven.
–
Métete bajo la mesa -ordené.
Me abroché de nuevo el pantalón y la camisa y me retiré el sudor de la cara. Coloqué de nuevo la máquina de escribir en mitad de la mesa, puesto que Jazmín la había empujado a un lado cuando la tumbé sobre la madera, y avancé hasta la puerta.
Abrí con la llave y Marisa me esperaba sonriente bajo el dintel. Vestía unos vaqueros sencillos y una blusita blanca que hacía resaltar su escote. Me giré antes de que pudiera fijarse en el sospechoso bulto de mi pantalón y volví a mi silla.
–
Dime, Marisa, estaba intentando escribir -dije una vez sentado.
–
He acabado la sesión con Clemen... ¿Vas a venirte a casa?
El botón de mi pantalón se escapó de su ojal, la cremallera bajó silenciosamente y una mano experta extrajo mi polla de los calzones.
Me arrimé más a la mesa para impedir que Marisa nos viera.
–
Aún estaré un rato más por aquí -me excusé mientras notaba la caliente humedad de la boca de Jazmín envolver mi verga.
Marisa sonrió, agarró mis llaves de la mesa y fue hacia la puerta del despacho.
–
¿Puedo cerrar la puerta? -rogó inocente, mirándome a los ojos.
Una mano me acarició los huevos suavemente y uno de sus dedos avanzó por el periné hasta mi propio ano.
–
Cierra la puerta.
La joven cerró la puerta con llave y volvió hacia mí. En ningún momento Jazmín había dejado de comerme la polla.
Cuando Marisa llegó a mi silla, le señalé el hueco entre mis piernas, donde la inconfundible melena pelirroja de Jazmín continuaba su trabajo.
–
Oye... yo venía porque pensé que te sentirías solo.
–
Yo pensé lo mismo -rió la pelirroja descansando un poco su mandíbula.
Me levanté aún con la polla apuntando al cielo y seguramente preguntándose por qué tantas interrupciones, para permitir que Jazmín pudiera salir del reducido espacio. No tardaron las chicas en ponerse de acuerdo en bajarme los pantalones y gallumbos a los tobillos y arrodillarse frente a mí. Casi me corro en el momento en que la boca de Marisa se cerró sobre mi polla y la de Jazmín apresaba uno de mis testículos. Me quité la camisa, quedando prácticamente desnudo mientras las dos muchachas se repartían mis puntos más sensibles.
La inmediata sencillez con la que decidían compartirme era algo normal en casa, pero nunca se había dado la ocasión fuera del hogar. Entendí que mi despacho quedaba excluido del trato “fuera de casa, somos de la sociedad”.
Yo suspiraba extasiado con la doble felación que recibía. Marisa se entretenía jugando con su lengua sobre mi frenillo y agarrándome de las caderas para guardar el equilibrio, mientras Jazmín acariciaba mis cojones con una mano y el cuerpo de Marisa con la otra, mirándome a los ojos, divertida con mis reacciones.
La pelirroja se sacó su vestido y su sostén quedando completamente desnuda. Aún de rodillas, me rodeó y se colocó a mi espalda.
Con más espacio para operar, Marisa se sacó mi polla de la boca para obsequiarme con un largo y lascivo lengüetazo desde el escroto al glande mientras Jazmín me separaba las nalgas con ambas manos y comenzaba a comerme el culo. Espasmos de placer me recorrían el cuerpo, mis manos no sabían donde posarse y yacían inertes a ambos lados de mi cintura. No podía más que dejarme vencer por el inmenso placer que me causaban aquellas dos lenguas que se internaban en mi ano, que me lamían el frenillo, que me llevaban al delirio.
–
Me corro -avisé, en mitad de un jadeo, y Marisa se apresuró a embutirse mi polla en la boca.
Los borbotones de semen la inundaron. Entre convulsiones, me corrí en la amorosa boca de mi alumna mientras Jazmín me acariciaba los huevos desde atrás sin abandonar su beso negro.
–
Subíos a la mesa -Ordené a mis dos alumnas.
Violeta obedeció al instante y ayudé a Marisa a desnudarse mientras recobraba mi respiración.
Las dos se pusieron a cuatro patas sobre la maciza mesa de roble después de dejar mi máquina de escribir en el suelo. Dos culos, cuatro nalgas, dos sexos asomándose incitantes entre las piernas... y todo para mí.
Amasé cada uno de los atractivos panderos que tenía a la altura de la nariz. Besé uno y luego otro. Acaricié cada sexo con una mano y la humedad fue impregnándomelas lentamente. Mordí a Jazmín en una nalga y se le escapó un gemido de placer. Repetí, tras dudarlo, el gesto con Marisa, y su cuerpo se contrajo. No se quejó, el trabajo en las sesiones con Clementina, la catedrática de Psicología, se volvía más evidente, aunque seguía quedando claro que Marisa no disfrutaba de aquello, al menos no tanto como Jazmín.
Un suave beso en el mismo lugar del mordisco fue mi forma de pedir perdón. Dos dedos de cada mano se internaron en los coñitos de mis alumnas. Violeta echó sus caderas hacia atrás para que la penetración fuera más rápida y profunda mientras Marisa simplemente se quedaba quieta.
–
No te he dicho que te muevas -repliqué a la pelirroja, antes de castigarla sacando los dedos y propinándole un azote que hasta Marisa habría aceptado de buen grado. Las nalgas de Violeta estaban rojas de los azotes anteriores, y se marcaban claramente tanto la palma como los cinco dedos.
–
Perdone, Don Marcos, no lo volveré hacer hasta que me lo pida -murmuró disculpándose.
Volví a masturbarla sin más, igual que hacía con Marisa. Los gemidos de ambas se entremezclaban en la habitación, creando una tercera voz que no era ni la de una ni la de otra sino una mixtura de ambas, igualmente lasciva.
Seguí penetrándolas con mis dedos durante un buen rato, tratando de equilibrar la cachondez de ambas, reduciendo la velocidad cuando veía que alguna se aceleraba demasiado en su lujuriosa carrera al orgasmo. Con eso conseguí sin proponérmelo que incluso los gemidos fueran a la par. A cada sonido de placer de una le seguía el de la otra y viceversa.
Las llevé a las puertas del orgasmo y saqué los dedos a pesar de sus quejas.
–
No os mováis -ordené mientras rebuscaba en el último de los cajones de mi escritorio.
No sabía qué extraño pensamiento había cruzado por mi mente cuando me decidí a llevarme la cámara a la Universidad, quizás hacerme una copia rápida de algunos documentos, pero allí estaba la vieja Polaroid, deseando de nuevo fotografiar aquellos maravillosos cuerpos femeninos desnudos.
–
Por favor, Don Marcos, dese prisa -rogó Jazmín, y la palmada por hablar más de la cuenta no tardó en llegar.
Aún no se había disipado completamente el eco del azote cuando tomé la cámara en mis manos y apunté a aquellos dos culos de infarto. La morena aguardaba, manteniendo su postura, mientras Violeta miraba hacia atrás forzando ligeramente su cuello.
Había suficiente luz, la que se colaba a través de las leves cortinas del despacho a pesar de que la tarde estaba a punto de agonizar, pero de todas formas activé el flash.
El fogonazo inundó la habitación y con él, el sonido del obturador. Mientras la cámara extraía mi obra, volví a acariciar ambos culos con devoción, entreteniéndome sobre todo en la entrada de sus sexos.
Finalmente, la foto ennegrecida surgió, y mientras magreaba una nalga con una mano, con la otra agité la imagen hasta que los colores fueron saliendo a la luz.
–
Estáis preciosas -dije sonriendo, dejando la fotografía al final de la mesa, entre ambas, para que pudieran contemplarla.
–
¡Qué culazo tienes, Violeta! Ya me gustaría a mí tener uno así -dijo Marisa al compararlo con el suyo en la instantánea.
Cuando quise darme cuenta de lo que hice, el azote ya estaba dado. Marisa se quejó y miró hacia atrás, acusadora.
–
Tienes un culo perfecto. Y el que te diga lo contrario, miente o es gilipollas.
Marisa mudó el semblante y sonrió mientras Violeta me daba la razón. Agitó suavemente su culito, llamándome, y lo besé con cariño.
–
Tumbaos boca arriba.
Ambas lo hicieron, una al lado de la otra. Ahora podía ver aquellos dos coñitos lampiños, jóvenes y hambrientos que casi parecían clamar por una polla que los llenara.
Me decidí por el de Jazmín. No en vano, era ella la que más tiempo llevaba en el despacho. Abrí sus piernas y me coloqué entre ellas. El coño me quedaba ligeros milímetros demasiado arriba, pero lo solucioné apoyando una de mis rodillas en la silla.
–
¡Oh, Dios, sí! -gritó Violeta al sentirse llena de mi hombría.
Comencé a amasar uno de sus grandes pechos mientras me la follaba, y con la mano que me quedaba libre, agasajé a Marisa con eróticas caricias sobre su coñito calvo.
Volví a introducir dos dedos en su interior húmedo mientras a su lado Jazmín se apretaba los pechos, poseída por la cachondez. Marisa respondió a la intrusión con un gemido, al que le siguió otro cuando busqué su punto G doblando mis dedos dentro de ella.
Me resultó complicado acompasar mis envites al coño de Jazmín y la masturbación a mi otra alumna, pero una vez logrado, los tres nos dedicamos a disfrutar. Las jóvenes entrelazaron sus manos mientras me las follaba, en un gesto fraternal que lejos de parecerme fuera de lugar, me excitó aún más que casi cualquier caricia entre ambas.
Al contrario de lo que había pensado, Marisa fue la primera en correrse, tras lo que saqué los dedos de su interior y amplié el área de mis caricias sin dejar de follarme a Jazmín.
Jazmín se corrió en el mismo momento que uno de mis dedos entraba por el ano de su compañera. En los últimos años, Marisa había acabado aceptando de buen grado el sexo anal, aunque siempre con unos preliminares extensos que, sin embargo, en esta ocasión habían sido mucho más exiguos.
El dedo se coló hasta el fondo por su culo y Jazmín, jadeando y resoplando por el reciente orgasmo, agarró mi mano y la llevó al lugar que había dejado vacío mi polla tras lograr que se corriese. Casi iba a preguntar “¿Y yo qué?”, por masturbarlas a ambas mientras mi polla carecía de atenciones, cuando la propia Jazmín se adelantó a mis deseos y, aferrándome la polla suavemente, la dirigió a la entrada de su ano.
No necesité más explicaciones. Mi polla fue entrando lentamente en su recto mientras la pelirroja siseaba aguantando lo mejor posible las molestias.
–
No pares -musitó, con la voz convertida en casi un ronroneo, Marisa. En el acto de penetrar el culo de Jazmín, me había llegado a olvidar de mi dedo, inmerso en otro ano.
Extraje el dedo corazón del interior de Marisa y lo sustituí por dos, el anular y el meñique, mientras el corazón y el índice se abrían paso en el anegado coño de mi alumna.
No tardamos en corrernos los tres de nuevo. Jazmín mientras la sodomizaba, yo impulsado por sus contracciones, y Marisa poco después, mientras yo le comía el coño sin dejar de dedearle el culo y su compañera lamía lascivamente sus pezones.
–
Entonces... -le dije a Violeta mientras nos volvíamos a vestir. ¿Quién te folla mejor, yo o tu novio?
La pelirroja palideció un poco, lo que hizo que sus pequitas resaltaran más sobre su rostro.
–
¿Cómo... cómo sabes que tengo novio? ¿Se lo has contado? -acusó a Marisa.
–
Ey, ey, ey... yo no le he dicho nada -mintió. Lo cierto es que me lo había acabado confesando unos días antes-... pero tantas “horas extra” al final son sospechosas -se defendió la morenita.
–
Disfruto más contigo, Marcos... y con Marisa -añadió con una mirada tierna a su compañera-. Pero tú siempre has dicho que esto es eventual, que no puede ser para siempre, que tenemos que hacer nuestra vida fuera de casa y...
–
Ya, ya, ya, ya -la calmé-. No te estoy echando nada en cara, Violeta, me alegra muchísimo que tengas alguien de quien enamorarte. Y si te cuida bien y le quieres, no te lo pienses más.
Con una sonrisa, Violeta se acercó a mí, me dio un tierno beso en los labios, otro idéntico a Marisa, cogió sus (mis) libros y. tras abrir la puerta, se giró para decir algo más.
–
Lo hace... lo hacemos. Nos queremos. No tardaré en presentártelo. Y estoy segura de que Marisa no tardará en presentarse al suyo.
Dicho esto, sacó la lengua de forma burlona a Marisa y salió con un femenino contoneo de caderas que, por lo que sé, hizo que más de un docente se girara para ver cómo se alejaba aquel prodigioso culo por el pasillo .
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Y... ¿Cuándo pensabas decírmelo? -pregunté a Marisa divertido.
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Después de que folláramos hoy -respondió alegre-. Para eso había venido yo sola.
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Pues... ¿Cómo es?
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No, no... las preguntas después de follar. Que hoy solo te has follado a Violeta.
Fue de nuevo hacia la puerta, la cerró con las llaves que había dejado puestas la pelirroja y, mientras se giraba, ya se estaba volviendo a desnudar.
Jamás un despacho de un profesor de la Universidad vio tanto sexo, vicio y depravación como el mío. Fue la primera vez que lo hicimos allí, pero no sería la última. Marisa me obsequió con tres años más de lujuriosas visitas a mi despacho, todo el tiempo que duró su carrera.