Fotos de mi puta (5)
Muchacha en el autobús
Cap1: Una orla de instituto: http://www.todorelatos.com/relato/121670/
Cap2: Adolescente dormida y desnuda: http://www.todorelatos.com/relato/121788/
Cap3: Joven junto a mujer de pueblo: http://www.todorelatos.com/relato/121925/
Cap4: Joven desnuda y con miedo: http://www.todorelatos.com/relato/122067/
2015
Fotos, fotos, fotos…. Todo es un maremágnum de instantáneas que me sumerge en un mundo pasado que no había querido desempolvar hasta hoy. Mi vaso de “Chivas” vuelve a estar vacío, pero ya me da igual. Estoy inmerso en esta misión y ni siquiera sé si me dará tiempo a revisar todas las fotografías antes de marcharme. Son las cinco de la mañana pero no me importa porque sé que, aun intentándolo, no habría podido dormir en toda la noche. Los nervios me lo habrían impedido. Así que, en vez de pelearme con la almohada, he preferido abrir la Caja De Pandora De Las Fotografías y reflotar todos los recuerdos que me quedan de mi querida alumna.
Esta foto, de Marisa masturbándose con un consolador naranja la tomé tres meses después de que empezase a dormir en mi habitación. Esta, de ella completamente desnuda en el bosque, siete meses después, en nuestro viaje al norte de España. El Santo Camino de Santiago nunca fue menos Santo. Esta fue posterior, de cuando terminó el último curso de Bachiller ¿Quién iba a decirnos que nuestro tiempo en aquel poblacho estaba a punto de acabarse?
Una nueva foto azota mi mirada. Cualquiera diría que es una foto sin más, melancólica incluso. El rostro de perfil de una mujer, pegado a la ventanilla de un autobús mientras, tras el cristal, la lluvia cae sobre los campos del fondo. La mujer mantiene los ojos entrecerrados, y sus dedos junto a la boca, como si acabase de morderse las uñas. Un poderoso rubor cubre sus mejillas y una fina película de sudor envuelve su sien. Obviamente, esa mujer es Marisa. Nadie que viera la foto podría adivinar que, en el mismo momento que la estaba tomando, con la otra mano estaba masturbando a la joven hasta el orgasmo.
1986
–
No sé, Juancho, ¿No me puedes dejar unos días que me lo piense?... Bueno… Vale, vale… en un par de días te llamo y te digo.
–
¿Quién era, Marcos? –preguntó Marisa cuando colgué el teléfono.
–
Juan Benito, un amigo de hace años. Es profesor en la Universidad de Valencia y me ha ofrecido un empleo.
–
¿En serio? ¿De Catedrático? –La joven dejó de prestar atención a la “caja tonta” y se giró ilusionada. Su rostro emanaba candidez e inocencia.
Estallé en una sonora carcajada.
–
No, Marisa, no… para eso hace falta algo más de experiencia. De profesor asociado. Resulta que ha visto el libro que publiqué hace cuatro años y le ha gustado, quiere que imparta Lectura Poética… pero no creo que acepte.
–
¿Oh, no? ¿Por qué? –Marisa parecía sumamente decepcionada–Yo también he leído el libro. Es precioso.
Cuatro años antes, tras la muerte de Amparo, sumido en una horrible depresión, volqué todos mis demonios en unas libretas en blanco que guardaba para cuando la inspiración tuviera a bien visitarme. El resultado fueron ochenta y cinco poemas caóticos, oscuros, y profundamente melancólicos que hacían eco de mi soledad y mi dolor. Unos meses más tarde, tras darles unos retoques y añadirles algunos otros poemas que escribí cuando mi mujer aún vivía, se los entregué a un excompañero de facultad que tenía un buen puesto en una editorial. El resultado fue “Silencios y Voces y otros poemas de Marcos Solís Regueiro”, un librillo compuesto por setenta y tres poesías (la Censura aún imperante prohibió la publicación de algunos de los que los acompañaban, sobre todo la de los más críticos con el sistema establecido y los más candentes). El título del libro lo debía al poema que lo encabezaba, una silva que escribí cuando Amparo estaba ya en la fase final de su enfermedad.
También era mi difunta mujer el motivo por el cual no quería volver a poner un pie en la Universidad. Allí la conocí, cuando éramos dos jóvenes estudiantes de Filología en medio de una dictadura que agonizaba. Allí me enamoré de ella y de sus ideales. Allí la besé por primera vez.
La última ocasión que había estado en la facultad, fue precisamente con motivo de unas charlas poéticas a las que me invitaron para hablar de aquel dichoso libro, recién salido de la editorial, alabado por los críticos e ignorado vilmente, como era de esperar, por las ventas. Esas charlas hubieron de posponerse media hora porque el ponente, es decir, yo mismo, estaba llorando a moco tendido en el baño, incapaz de sobreponerse a esos pasillos por los que tiempo atrás paseaba con Amparo, esas aulas en las que asistía a clases con Amparo, esos baños en los que me encerraba con Amparo para follar… Todo en esa dichosa facultad me recordaba a mi mujer y yo no podía con ello.
–
No sé, Marisa. No me llama la idea de volver a la facultad –dije por única contestación. No iba a abrumar ahora a mi estudiante, a la que poco a poco y en la intimidad me atrevía a ir llamando “pareja”, con el dolor guardado por una mujer que no era ella.
–
Yo creo que lo harías bien… Has sido el mejor profesor que he tenido nunca… Y mis amigas dicen lo mismo ¡Y eso que nos dabas cuatro asignaturas!
Me reí aunque dentro me quedaba un poso de amargura. Era verdad. Durante los últimos tres años, había sido el profesor de Marisa en Lengua, Latín, Griego e Historia, pero finalmente ella había acabado B.U.P. y en unos meses empezaría el C.O.U. Como resultado, yo ya no le daría clases, y eso me reconcomía. Las horas lectivas no serían lo mismo sin su mirada atenta y pícara desde la segunda fila, sin sus sonrisas esquivas cuando nuestras miradas se juntaban, sin su voz melodiosa haciendo alguna pregunta inoportuna… iba a echar mucho de menos estar en el aula con ella.
–
Pues por eso… ¿Qué iba a hacer Violeta sin mí este año? –le dije para incordiar. Su amiga Violeta había repetido el último curso de B.U.P. y al curso siguiente volvería a darle las mismas cuatro asignaturas que les había impartido. Marisa fingió enfurruñarse mientras me miraba de soslayo.
–
¿Ahora resulta que te gusta más Violeta que yo? –bromeó.
–
Nunca, pequeña… sabes que soy solo tuyo –dije acercándome a ella y abrazándola por la espalda.
–
Pues yo no soy solo tuya… -siguió con la broma ella, cruzándose de brazos mientras yo, encendido, empezaba a darle besos en el cuello.
–
¿Ah, no? ¿Y de quién eres entonces? –Continué con mi desfile de besos y mis manos comenzaron a acariciar sus pechos por encima de la ropa.
–
Ah -suspiró-. Soy de todos… no soy solo tuya –Marisa lo decía, siguiendo su rol aunque la verdad fuera muy distinta. Estaba tan colgada de mí como yo de ella.
–
Define todos… ¿Juan? ¿Ha vuelto Juan a querer algo con mi pequeña diosa morena? –Los besos saltaban del cuello a la oreja, y notaba cómo mi pequeña estudiante se removía inquieta de placer.
–
Ufff… Mmm… no me beses así… me pone demasiado –se quejó Marisa, antes de responder a mi pregunta-. Juan es un pichafloja y un niñato… después de probarte a ti ya no tiene nada que hacer –musitó, mientras se giraba para darme un beso desenfrenado.
Le saqué la escueta camiseta veraniega que portaba. Me costó un poco al ser tan ajustada.
–
Uff… creo que voy a poner una nueva regla, te voy a impedir llevar ropa tan difícil de quitar en casa… o mejor… te voy a impedir llevar cualquier tipo de ropa en casa. Te quiero desnuda y dispuesta siempre para mí.
La idea, surgida de la mente calenturienta de mi “yo” más excitado pareció agradar a Marisa. Su respuesta fue agarrarme la cara y redoblar la intensidad de su lúbrico beso.
A su camiseta le siguieron la minifalda, el sostén y las braguitas. No quise que se quitase las medias todavía. Siempre que estuvieran limpias, Marisa prefería llevar sus medias del uniforme del colegio antes que los pantis que tanto boom estaban teniendo, algo que me encantaba porque los pantis eran un incordio de quitar.
Empujé a Marisa de nuevo sobre el sofá, y ella se dejó caer con el rostro arrebolado por la excitación. Físicamente no había cambiado demasiado en los últimos dos años, desde que vivía conmigo. Quizás sus curvas se habían terminado por definir hasta mostrarme toda la voluptuosidad de una mujer adulta. Joven aún, pero ya adulta. Seguía con ese encanto adolescente que jamás en su vida terminaría por perder, pero rezumaba una femineidad completa por todos sus poros.
Marisa me miraba con el deseo impregnado en los ojos, y me moría de ganas de plasmarla en ese estado en una de mis fotos, pero mis ganas de follármela eran superiores. Me desvestí en tiempo récord y me lancé sobre ella. Hundí mi cara entre sus muslos y ella gimió al primer contacto de mi lengua sobre su coñito.
–
¿Me vas a decir de quién eres entonces? –pregunté de nuevo, mientras ella trataba de mantener la cordura en medio del cunnilingus.
–
Ah… no… Yo… ah…
Sustituí la boca por los dedos y a Marisa le encantó el cambio. El aumento en la cadencia y volumen de sus gemiditos lo atestiguaba.
–
Dímelo –Repetí mientras mis dedos en su interior buscaban aquel punto que la hacía perder la consciencia.
–
Oh, Dios, no…
Mis dedos continuaban con ese movimiento curvo, entrando y saliendo al tiempo que atacaban su punto G. Añadí su clítoris como objetivo de mi ofensiva, teniendo que usar ambas manos. Marisa se retorcía de placer y mi polla estaba rogando por entrar en su cuerpo.
Me incorporé junto al sofá y la orienté de nuevo hacia mí para poder penetrarla sin miramientos. Aunque no era la posición más cómoda para ella, era la que mejor acceso me permitía a su coñito sin tener que dejar de mirarla a los ojos.
La agarré de los tobillos y la abrí de piernas. El vello que cubría su sexo estaba perlado de flujo. Sin soltarla, acerqué mi polla a su coño y ella misma la encauzó a la entrada de su vagina. La primera embestida le arrancó un grito de éxtasis. La segunda, una corriente de placer que contrajo sus músculos, dándole una cálida y apretada bienvenida a la verga que alojaba en su interior.
–
¿De quién eres? –gruñía yo, sin soltarle los tobillos, ayudándome en ello para hacer más profundos los envites.
–
Dios… Yo soy… yo no soy de… ah…
Marisa estaba a punto de correrse, y todo su cuerpo me lo estaba diciendo. Pero no quería que lo hiciera. Al menos, no todavía. Una embestida algo más potente la dejó atrapada entre mi cuerpo y el respaldo del sofá, con el cuello haciendo un casi imposible ángulo en él.
–
Dime de quién eres –escupí, negándole cruelmente su clímax.
–
Tuya… tuya… soy toda tuya, Marcos… -respondió desesperada, buscando ella misma el último empujón hacia su orgasmo con las caderas, sin conseguirlo por culpa de la “llave” de la que era presa.
–
¿De quién?
–
Tuya, por Dios, Marcos, deja que me corra.
Sonriendo con satisfacción, reanudé mis empellones sobre Marisa hasta que, menos de veinte segundos después, estallaba en un orgasmo que le tensó todos los músculos de su cuerpo, notorios sobre todo en sus muslos, aun cubiertos por las medias.
Cuando se recuperó de su éxtasis divino, la joven me obsequió con una suculenta felación que exprimió hasta la última gota de semen de mis testículos.
Tras unos minutos de reposo en el sofá, Marisa hizo amago de coger su ropa del suelo pero se lo impedí.
–
Te he dicho que no te voy a permitir llevar esa ropa en casa.
Divertida por la propuesta, Marisa soltó las prendas y se volvió a arrebujar en el sofá junto a mí. No tardó en quedarse dormida, con la cabeza sobre mi muslo, casi rozando mi polla.
Su rostro era la viva imagen de la candidez cuando dormía, parecía ajena a este mundo, como un ángel caído del cielo que intentase hacerse pasar por humano. Con suavidad, acaricié su mejilla y, aún dormida, sonrió.
¡Dios, cómo iba a echar de menos tenerla en clase!
–
Vamos, Padre Jorge, no creo que sea tan difícil. Marisa va a coger Humanidades, y esa es precisamente mi especialidad. No le pido que me dé cuatro asignaturas, con una o dos me bastaría, y no tendría que dejar B.U.P. Podría seguir dando clase a primero y tercero.
Sentados a la mesa del rincón de uno de los bares del pueblo, mientras Marisa y sus amigas charlaban fuera sentadas sobre un banco, yo trataba de convencer al director del centro de que me permitiese dar clases a los alumnos del Curso de Orientación Universitaria.
–
Marcos… sabes que no es posible… no vamos a variar todo el cuadro de profesores solo para que estés dándole clases a tu hij… a Marisa.
El Padre Jorge, un adusto cura que parecía extraído de un poema de Machado, tenía la voz que cabía esperar de su cuerpo enjuto y su rostro severo. Tenía una voz rasposa, grave, monótona, más apta para dar misas que para dar clases, pero el cura había demostrado tener el carácter y la paciencia para dirigir un instituto como el nuestro.
–
Además… no deberías estar tan encima de ella siempre. Porque no es tu hija de verdad –Me pareció notar cierto reproche en las palabras del cura-. ¿Te molesta si…? –dijo, sacándose un pitillo del bolsillo de su sotana.
–
No, adelante… ¿Pero a qué se refiere usted con lo de que no es mi hija de verdad? ¿Qué más da eso?
–
Nada, Marcos, nada… habladurías del pueblo. Se dice que no es lo mismo el amor que puede sentir un padre hacia su hija que el que puede sentir un hombre a una mujer menor que no es su hija. Más aún cuando ambos están tan solos…
–
Perdone, Padre. ¿Acaso está insinuando que yo…?
–
Oh, no, no, no -se excusó el cura-… Por supuesto que yo no opino eso, pero ya sabes… la gente es lenguaraz y comenta cosas… y modificar los horarios para que puedas estar con Marisa podría verse de una forma diferente para algunas personas.
–
Ya… -Me removí inquieto en el asiento. Así que por las callejas del pueblo ya danzaban los cuchicheos sobre Marisa y yo. La verdad es que una muchacha que no parecía mostrar ningún interés por los chicos de su edad viviendo en la casa de un joven viudo, visto desde la perspectiva correcta, podía parecer exactamente lo que era.
El Padre Jorge ya se había encendido su cigarrillo y su cara se iba emborronando de vez en cuando al exhalar el humo.
–
Pero entonces, Padre Jorge… también podríamos intercambiarnos las clases de Lengua. Yo en E.G.B y usted en B.U.P. –dije, con una sonrisa maléfica en el rostro. Desde que Marisa vivía conmigo, había ido notando una vena impulsiva que tomaba de vez en cuando el control de mi boca. Como un pequeño demonio aletargado que fuera alimentándose de la inocencia o de la sensualidad de mi alumna, ganando más y más poder.
El sacerdote dio un respingo y me miró como si viera al mismo Diablo. Un Diablo que entraba en su mente y leía sus pensamientos más oscuros. Los rumores volaban en el pueblo. Una mirada, un gesto, un segundo de diferencia eran suficientes como para que alguien pensase “¿Y si...?”. Obviamente, casi siempre eran rumores que poco o nada tenían que ver con la verdad, pero que a un cura siquiera se le pudiera llegar a relacionar con ciertas “apetencias” era algo muy grave que en mi vida habría osado insinuar. Pero mi demonio interior no tenía las mismas barreras que yo.
–
¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué…?
–
Ya sabe, Padre. La gente es lenguaraz y comenta cosas…
La situación se acababa de volver divertida. El Padre Jorge, pálido como la luna, trataba de balbucir algo mientras yo sonreía y me encendía un cigarrillo. Por supuesto que no pensaba darle clases a los niños de E.G.B. Estaba muy a gusto con los adolescentes que, aunque rebeldes a veces, poseían cierta madurez y estaban más educados que los impúberes monstruitos de la General Básica.
–
No se preocupe, Padre. Era broma. No voy a dar clases en E.G.B. –dije al fin, levantándome de mi asiento y saliendo hacia casa.
–
¿Qué ha pasado, Marcos? Has desaparecido del bar. Ha tenido que ser Antonio el que me dijo que te habías ido a casa.
Marisa se había ido desvistiendo tras cerrar la puerta a medida que hablaba. Hacía solo tres días que se había impuesto el nudismo en casa, pero ella lo había acatado desde el primer momento. A mí aún había veces que se me olvidaba.
–
¡Eh! ¡No vale! ¡Estás vestido! –se quejó la joven.
–
Ya, ya… no he tenido tiempo de desnudarme. Estaba hablando por teléfono.
–
¿Con quién? –inquirió.
–
Con Juan Benito, mi amigo de la Universidad.
–
¿Y…? –El rostro se le iluminó a mi pequeña amante.
Sonreí.
–
Nos vamos a vivir a Valencia. Nos alquila un piso. Tendré que dar la asignatura a tres grupos, pero...
El grito de Marisa me asustó en un principio. Corrió hacia mí y se lanzó a mis brazos con tanta fuerza que me tiró al suelo.
La sorpresa me inmovilizó durante algunos segundos. No sabía las ganas que tenía realmente Marisa de salir de aquel pueblo.
Aún estaba en mi particular shock cuando la joven comenzó a maniobrar mi bragueta para sacarme la polla.
En menos de un minuto, me estaba follando con pasión.
–
Espera, espera, espera… ¡La maleta roja!
Marisa entró de nuevo a casa y cogió la maleta que hacía número cinco. Eso solamente hablando de sus maletas; a mí me había bastado con un par y de un tamaño mucho menos gigantesco. A pesar de ser pleno verano, la tarde había encapotado el cielo y un aire fresco nos había obligado a llevarnos puestas unas finas chaquetas de entretiempo para huir del frío.
–
Vamos, Marisa… vamos a perder el autobús –decía yo mientras avanzábamos por las intrincadas callejas del pueblo.
–
Aún queda mucho rato. No llega hasta dentro de media hora… No sé por qué tanta prisa.
–
Porque eres muy lenta –reí, arrastrando tras de mí las dos maletas con ruedas “Rodelle” que había tenido que comprar para la ocasión, mientras otras dos maletas colgaban de mis hombros-. ¿Qué llevas aquí? ¿Piedras?
–
Quejica… -Marisa sonrió y frunció los labios, dibujando un mohín divertido-. ¿Ves? ¡Aún ni ha llegado! –dijo cuando salimos a la Plaza Mayor del pueblo, que parecía desierta.
–
No tardará en llegar.
Marisa dejó caer sus maletas frente a un banco de madera y se abalanzó a mi brazo para mirar la hora que marcaba mi reloj.
–
¡Faltan más de diez minutos! ¿Ahora qué hacemos mientras esperamos?
Marisa me miraba con un gesto alegre y juguetón que me empezaba a excitar. Obviamente, no había tiempo de nada. O casi.
Me acerqué a ella y le susurré algo en el oído. Ella me miró como si estuviera loco y luego sonrió de forma traviesa. Miró hacia atrás y salió trotando hacia el único bar de la plaza, con su faldita amplia revoloteando alrededor de sus esbeltas piernas.
Cuando Marisa salió del bar, el autobús ya estaba girando la esquina. El conductor bajó para abrirnos el portón del compartimento para maletas, que casi llenamos con nuestro equipaje. Afortunadamente, no mucha gente usaba esa línea.
–
¿Por qué has tardado tanto? –pregunté, aunque la muchacha no dio más que la callada por respuesta,
Nos sentamos en una de las últimas filas, nos quitamos las chaquetas y las dejamos sobre nuestros regazos. Marisa parecía nerviosa e ilusionada a la vez. Le acaricié el rostro con el dorso de uno de mis dedos y tembló inquieta.
–
¿Has hecho lo que te he dicho? –pregunté.
–
Sabes que no sé decirte que no a nada. Claro que lo he hecho.
–
Buena chica
La besé en la mejilla. El enorme vehículo avanzaba con dificultad entre las sinuosas callejuelas que nos llevarían a la carretera principal y, de ahí, en un viaje lleno de curvas y traqueteos, a una nueva y excitante vida en la gran ciudad. Pero aún seguíamos en el pueblo y aunque ya me importaba muy poco lo que pensaran esos paletos cotillas y malpensados, no quería que mis antiguos alumnos tuvieran la certeza de que estaba follándome a mi hija adoptiva. Prefería que siguieran teniéndome en alta estima.
Pensé de pronto que tal vez sí que me importaba algo lo que pensaran. Había pasado demasiado tiempo en ese pueblo como para que no me hubiera calado algo de aquella forma de aparentar más que de ser.
Marisa abrió las piernas bajo su chaqueta, pero la ignoré por completo con una sonrisa. No, no íbamos a empezar ya.
Saqué la cámara de fotos del único petate que había subido conmigo al autobús, y que ahora reposaba en la bandeja sobre nuestras cabezas. A medida que nos íbamos alejando del pueblo, tomaba fotos de la sonriente pero expectante Marisa y del paisaje vespertino que se veía al otro lado del cristal. Tras tomar una última foto a través de la luna trasera del autocar, en la que se veía el pueblo en el que había vivido los últimos cuatro años reducido a unas manchitas blancas y marrones perdidas entre la simetría irregular de los campos colindantes, volví a mi asiento y, sin más, colé mi mano bajo el abrigo que calentaba las rodillas de mi alumna. Marisa me miró con una sonrisa y respondió abriendo de nuevo sus piernas y arremangándose ligeramente la falda, hasta que esta subió de sus rodillas. Me sorprendió la facilidad con que la joven se plegaba a mis deseos sin discusión.
Las chaquetas ocultaban el movimiento de mi mano y solo alguien que estuviera observándonos fijamente durante largo tiempo hubiera adivinado qué era lo que estaba haciendo. Afortunadamente, solo una pareja de ancianos en las primeras filas y un tipo fornido y avejentado, seguramente un jornalero que debía acudir a la capital, nos acompañaban en nuestro viaje, además del conductor, y ninguno de todos parecía demasiado interesado en nada que no fuera el largo camino de dos horas que nos quedaba por delante.
En esos primeros instantes, me conformaba con acariciar el muslo de mi alumna, acercándome suavemente a su coñito y alejándome antes de tomar contacto con él, a pesar de que Marisa abría sus piernas todo lo que le dejaba el exiguo espacio del que disponía, empujando mi pierna con la suya, deseando un avance mayor y más directo.
Sus manos reposaban sobre los abrigos, engarfiándose en ellos con nerviosismo.
–
¿Dónde las has dejado? –le pregunté sin mirarla.
–
¿Eh? –La joven pareció, por un instante, confusa. Pero cuando mis dedos comenzaron a acariciarle suavemente sus labios vaginales y, súbitamente, se alejaron negándole el placer que apenas empezaba, respondió-. A-aquí, en la chaqueta.
Echó mano a su abrigo pero la detuve. Con parsimonia, y con la misma mano que había comenzado a acariciarle, hurgué en el bolsillo de su chaquetita
Extraje las braguitas del bolsillo y, ocultas en el interior de mi mano, hechas una diminuta pelotita de tela arrugada, me las acerqué al rostro para olerlas.
–
Marrano –me susurró ella, fingiendo vergüenza.
–
¿Yo? –Guardé las braguitas en el bolsillo de mis pantalones y devolví mi mano a su muslo-. Eres tú la que no lleva bragas –le espeté al oído, mientras mi mano avanzaba lentamente por la cara interna de su pierna hasta un calor que se hacía cada vez más evidente-. Te has subido a un autobús sin braguitas, deseando que tu profesor te meta mano –esa misma mano llegó a su destino, un coñito joven y hambriento que se humedecía sin cesar-. ¿Y qué crees que va a pasar ahora? –Los dedos empezaban su trabajo, subiendo y bajando por la tierna hendidura, mojándose más a cada segundo, mientras Marisa cerraba los ojos y se abandonaba a mis palabras y caricias– Yo te voy a decir lo que va a pasar…
–
Ah… -Marisa soltó un gemidito cuando uno de mis dedos se coló en su anegado chochito.
–
Va a pasar que te voy a masturbar -La respiración de Marisa se aceleraba cada vez más, aunque ella se esforzaba lo posible en no gemir para no ser descubierta-. Voy a hacer que te corras aquí, delante de estos desconocidos. Y si nos descubren...
–
Por dios... –Los senos de Marisa iban y venían bajo su camiseta, sus mejillas parecían de un color rojo fuego pero ella seguía sin abrir los ojos ni cerrar lo más mínimo sus piernas.
–
Si nos descubren me va a dar igual, voy a seguir pajeándote hasta que te corras como una cerda para que todos vean qué puta te has vuelto.
No me reconocía. Era cierto que, durante toda la relación, había sido yo el que había llevado siempre la voz cantante y Marisa la que obedecía en todo, casi todo lo contrario que había pasado durante mi matrimonio con Amparo. Pero siempre lo había hecho desde una perspectiva de práctica devoción absoluta hacia el cuerpo de mi joven amante. En ese momento, no obstante, me encontraba susurrándole obscenidades al oído, degradándola con apelativos como “puta” y “cerda” mientras dos dedos míos se colaban hasta lo más profundo de su sexo.
–
Dios mío… -A Marisa no parecían desagradarle ni la situación ni mis palabras. Sus gemidos ahogados, su respiración acelerada, su cara convertida en un poema a la cachondez y el resto de su cuerpo así lo atestiguaban.
Su mano abandonó el abrigo para posarse sobre mi paquete. Aunque mi polla era pura roca, y el simple tacto de sus dedos a través de la tela de mis vaqueros me arrancó un escalofrío de placer, la detuve.
El olor de su coño era cada vez más notable, y no podía dejar que, además, se le sumara el olor de mi semen amén de las manchas que me delatarían cuando bajáramos. No, en ese viaje solo Marisa llegaría al orgasmo. A menos que los abuelitos de la primera fila tuvieran una sorprendente vida secreta.
La joven se removió en un preludio de lo que consideré que iba a ser su orgasmo, lo que coincidió con la primera parada del autobús después de la de nuestro pueblo.
Saqué mi mano de debajo de su falda y Marisa me miró como si quisiera fulminarme. Yo simplemente sonreí mientras los abuelitos descendían del autobús y subían ocho personas más que fueron tomando sus respectivos asientos.
Tres de ellas avanzaron hasta las últimas filas donde estábamos nosotros. Abracé a Marisa con la misma mano que segundos antes estaba en su coño y la atraje más hacia mí, para que apoyara su rostro contra mi hombro. Cuando el hombre que se sentó dos filas detrás de nosotros pasó por nuestro lado, no parecíamos más que un padre con su hija a punto de dormirse sobre él. Nada más lejos de la realidad. Por encima del hombro de Marisa, mi mano se posó sobre uno de sus pechos y lo amasaba con suavidad, mientras la joven movía casi imperceptiblemente sus caderas en círculo, como buscando una polla que tomara hueco en su interior y que, de momento, no llegaba.
El hombre saludó con un leve gesto de cabeza y se sentó justo dos asientos detrás de mi pareja. Otro joven se sentó en la fila siguiente a la nuestra, pero al otro lado del pasillo, y tres filas delante de mí una mujer tomó asiento. En la parte delantera, una familia con dos niños y otro anciano también se preparaban para el viaje.
El autocar arrancó de nuevo y yo seguía amasando la teta de Marisa, esperando que bajara un poco su nivel de excitación para continuar el juego. Ella, sin embargo, parecía con más prisa, porque abandonó mi abrazo para apoyarse sobre el cristal de la ventana mientras abría las piernas de nuevo, invitándome a proseguir mis lascivos toqueteos.
Sin apresurarme, dejé caer mi brazo sobre los abrigos mientras miraba disimuladamente por el pasillo. Mi propia ansia me impelía a otorgarle a Marisa su orgasmo ya, pero mi recién descubierto espíritu de dominación era más fuerte y me hacía avanzar con desesperante lentitud. Desesperante para Marisa y desesperante también para esa parte de mí más primitiva e impulsiva que, notaba, poco a poco me iba abandonando. Quizá se había quedado en el pueblo, sentada en la parada, mirando a uno y otro lado esperando que llegasen Marisa y el autobús, sin saber que su tiempo había acabado y que en Valencia no habría lugar para ella, que su hueco lo ocupaba ahora la sensación de dominación.
Introduje de nuevo el brazo bajo los abrigos. La falda continuaba arremangada hasta llegar a poco menos de medio muslo, lo que me garantizaba de nuevo acceso fácil a su sexo.
Al primer contacto de mi dedo sobre sus sensibles labios, Marisa no pudo reprimir un gemidito de placer.
El joven de la fila anterior a la nuestra se giró al escucharlo. Reaccioné más rápidamente de lo que puedo contar y coloqué mi mano libre sobre la frente de Marisa.
–
¿Te encuentras bien? Parece que tengas un poco de fiebre -No necesité hablar muy alto. Cuando era joven, había participado en muchas obras de teatro con Amparo, y había aprendido ciertos trucos para proyectar la voz. Había perdido mucha práctica, pero recordaba lo suficiente como para que el chaval me escuchase con nitidez y nadie más del autocar se percatara de la escena.
–
Sí, me encuentro muy caliente... -balbució ella, con una sonrisa de medio lado y un hilillo de voz mientras mi otra mano seguía su delicado y lascivo juego sobre su coñito.
El joven desvió su mirada de nuevo al lluvioso paisaje que aparecía tras su ventana y yo desvié asimismo mis atenciones de nuevo hacia el sexo de la joven que me acompañaba. Dos dedos se colaron de golpe en su interior y Marisa dio un respingo.
–
Siéntate más adelante, recuéstate mejor a ver si se te pasa -susurré yo, más por seguir el juego que porque nadie nos estuviera escuchando.
En aquel momento hubiera dado un brazo para que el autocar fuera más moderno y los asientos se pudieran reclinar, pero no era el caso y únicamente podía hacer que Marisa se sentara en el extremo justo del asiento para dejarme un acceso total a sus entrañas.
Cerciorándome de que nadie nos estuviera viendo, colé la otra mano bajo su blusa y apresé uno de sus jóvenes pechos. El pezón parecía querer arañarme la piel bajo la tela de su sostén.
Redoblé los esfuerzos de la mano que la pajeaba. Cualquier oído atento podría haber escuchado el lúbrico chapoteo de unos dedos entrando y saliendo de un coño, pero nadie parecía querer escuchar más allá de los ruidos del autobús, de la lluvia en los cristales y de sus propias conversaciones.
Marisa lamía y chupaba sus dedos a falta de cualquier otro material que pudiera calmar o apagar sus gemidos. Podía notar su corazón encabritado en su pecho, y su coño latiendo alrededor de mis dedos. Sin dejar de masturbarla, saqué la mano de su blusa y agarré la cámara sin que ella se diera cuenta. Marisa era en ese instante un cuerpo incendiado cuyos cinco sentidos estaban concentrados en su coño. Los ojos cerrados, dos dedos apretados entre los dientes, la respiración ardiendo y enloquecida, las piernas comenzando a temblar, su garganta apagando gemidos como un único bombero apagaría un incendio forestal y de pronto... un fogonazo inundó el autobús. Rodeada de luz y placer, Marisa se tensó en un orgasmo intenso pero casi silencioso.
El repentino sonido del flash y el posterior de la cámara habían solapado el débil gemido ahogado de Marisa al correrse. También hicieron despertar del cansino letargo del no menos cansino viaje a algunos de nuestros compañeros más cercanos, que se giraron únicamente para ver cómo un padre orgulloso mostraba a su hija una foto en la que la había cogido desprevenida. Nadie que nos hubiera visto ni nadie que viera la foto más tarde hubiera podido ver más allá de las facciones suaves de Marisa, del marco de la lluvia a su alrededor, del brillo del cristal y de los avejentados detalles del autobús. Nadie hubiera podido adivinar que había capturado la instantánea de un orgasmo.