Fotos de mi puta (3)

Joven junto a mujer de pueblo

2015

Miro con detenimiento una de las pocas fotografías en las que Marisa aparece vestida y en la calle. Ella, abrazada a su tía Jacinta, sonríe a la cámara mientras, al fondo, aguarda el autobús que alejaría a ambas para siempre, puesto que después del entierro de los padres de mi alumna, ni Jacinta volvió a interesarse por Marisa, ni la joven quiso volver a saber nada más de “aquella pueblerina que la desnudaba con la mirada”. En la foto, Marisa viste un grueso abrigo desabrochado por cuya abertura se divisa el suéter y el escote que insinúa sus pequeños senos. La bufanda, el gorro y unos pantalones largos completan su invernal atuendo. Jacinta, en cambio, lleva una simple camisa vieja y una falda de tubo que esconden sus irreconocibles formas, si bien es cierto que su complexión no es muy dada a las curvas, sino que más bien tiende al cuadrado con sus anchos hombros y sus caderonas rectas. Sus ojos se desvían hacia su sobrina sin prestar atención ninguna al objetivo de la cámara.

Siempre creí que eran imaginaciones de Marisa, pero cuanto más observo la foto, la mirada de la rústica granjera parece con más ganas de querer colarse por el casto escote de su sobrina.

Realmente, la imagen de aquella regia pueblerina amando a un hombre, además de ser algo grotesca, también resultaba poco más que absurda. Quizás hubiera estado mejor con una mujer. Pero en aquella época, había que ser muy valiente o muy abierto para atreverse a hacer algo así. Dos aptitudes de las que Jacinta carecía completamente, y que no necesitaba tampoco para su sosegada vida en la aldea, rodeada de gallinas y demás animales de corral, sin mayores preocupaciones que rezar para que el pedrisco no acabara con su pequeña cosecha de nabos y patatas.

Dos aptitudes aquellas, la valentía y la capacidad de mantener una mente abierta, que, sin embargo, su sobrina poseía en abundancia tal y como me demostró en los diez años posteriores a ese día.

Recordar a Jacinta es recordar el momento en que no solamente Marisa pasó a formar parte de mi vida, sino que legalmente pasó a formar parte de mi familia.


1984

Al día siguiente de la fatídica explosión, llegó la tía Jacinta. No engañaba a nadie. Era una mujer de pueblo, gruesa, robusta, de brazos y piernas rechonchos y con cara de malas pulgas. Como si la naturaleza le hubiera otorgado toda la fortaleza que le había negado a Dolores. Pero también se notaba que quería a su sobrina y que estaba muy afectada por la muerte de su hermana y su cuñado.

Señora Jacinta -El alcalde había insistido en estar presente durante la reunión. Estaba claro que aquella explosión era lo más interesante que nunca había ocurrido en el pueblo y el político no quería perderse nada de lo relacionado con ella-, este es Don Marcos, ya sabe… el profesor de la escuela. Ha cuidado toda la noche de Marisa después de lo ocurrido… ya sabe…

Me removí casi imperceptiblemente en mi silla. Solo Marisa, atenta a cualquier movimiento mío, lo notó y sonrió pícaramente. No podía evitar un sentimiento de culpa.

¿A qué colegio la llevará? –interrumpí al alcalde, sabedor de que su verborrea podía llegar a límites insoportables si se le permitía seguir hablando.

¿Cómo? No… no lo sé… en el pueblo no… ¿Tú quieres estudiar más, Marisa? –preguntó la mujer.

Claro… quiero terminar B.U.P. y luego estudiar C.O.U., quiero ir a la universidad.

Ya… pero… eres... –Jacinta calló. Sabía que lo que estaba a punto de decir le causaría un problema, al menos por mi parte. Aún había muy pocas mujeres en la universidad y, para gente como Jacinta, estas estaban muy mal vistas. La robusta mujer pertenecía aún a una sociedad que sentía que el lugar de la mujer era en el interior de las casas.

¿A qué instituto la llevaría usted? –Hinqué más el dedo en la llaga. Si había alguna posibilidad de que Marisa se quedase conmigo, debía apelar a su derecho a una educación.

Pues… el más cercano… creo… está por ahí en Torrente y… yo creo… pero…

¿A qué distancia está su casa de Torrente? –Seguía recostado en la silla, acosando a preguntas a la pobre de Jacinta que, de pronto, se sentía como un barquito de papel en medio de una tormenta.

Pues… creo… no sé… como a cinco cuerdas estaba… creo… más o menos.

¿Cinco cuerdas? Eso son como treinta quilómetros, ¿no? ¿Cómo llevaría a Marisa al colegio? ¿Tiene coche?

¿Eh? Pues… No, no… no tengo ni tractora siquiera. Pero creo que el autocar a Torrente pasa por al lado del pueblo… creo…

La estrategia se tambaleó. Yo ya sabía, porque Marisa me lo había dicho, que Jacinta no tenía ningún medio de locomoción. Pero desconocía la existencia de ese autocar. Afortunadamente, mi alumna salió en mi ayuda. O en la suya propia.

Pero tía… El autobús de Torrente pasa cada cinco horas. Tendría que salir de casa con el de las seis y media de la mañana y volver con el de las nueve. ¿No tendría ningún compañero en el pueblo? A lo mejor sus padres podrían llevarnos a los dos.

La cara de Jacinta empalideció.

No creo –respondió secamente.

¿Cómo puede estar tan segura?

Somos… somos quince vecinos en el pueblo. Los conozco a todos y no hay ningún crío.

¿Disculpe? –Me levanté fingiendo indignación-. ¿Me está diciendo que piensa llevar a Marisa a una aldea en la que tendrá que estar más de 8 horas al día entre esperar al autobús y viajes, y que no tendrá ni un amigo en todo el pueblo? Lo siento, Don Bartolomé, pero no puedo permitir que Marisa acabe viviendo en ese pueblo. Sería destrozar su futuro. ¿Piensa usted que una muchacha podría aguantar ese tipo de vida?

El alcalde no sabía qué decir. Cosa extraña. El parlanchín político se había quedado sin palabras y no hacía más que mirar sucesivamente a Marisa, a Jacinta y a mí.

No te preocupes, Marcos –dijo Marisa, siguiendo el guion que habíamos practicado-. En vez de pasarme medio día en la estación, puedo empezar a trabajar en la granja de mi tía. Tal vez más adelante pueda volver a estudiar.

Su ensayada cara de resignación lo decía todo y causó el efecto que pretendía en Bartolomé.

Creo que yo tampoco debería permitir esto, doña Jacinta. Marisa es una alumna ejemplar y puede aspirar a mucho. Si usted decidiera venirse aquí al pueblo para que la niña pueda continuar su vida… Podríamos mirar de habilitarle alguna casa.

Marisa y yo nos miramos. Aquello no lo habíamos pensado. Obviamente, nos podríamos seguir viendo, pero la presencia de Jacinta lo haría todo muco más complicado. Demasiado.

¿Qué? ¿Meterme yo en este pueblo? ¿Y qué hago con la granja? ¿Con mis animalitos? ¿Con mis huertos? ¿Va a ir

usté

a cuidarlos? ¿Sabría hacerlo? –Asombroso. La pasión con la que Jacinta hablaba de su granja era tan fuerte que había borrado cualquier rastro de vacilación de su voz. No gastaba, sin embargo, la misma pasión para hablar de su sobrina. Afortunadamente, acababa de echar por tierra la propuesta de Don Bartolomé. Tan solo quedaba una salida.

El silencio se abrió paso entre los cuatro. Hasta que, finalmente, Marisa habló.

¿Y si me quedase en casa de Marcos? Me conoce de hace muchos años y me sabrá cuidar, al menos hasta que cumpla los dieciocho. Y es la persona que más se preocupa por mi educación.

Tras unos segundos de deliberada demora, como si en realidad estuviese pensándome muy seriamente mi respuesta, acepté la idea de Marisa. Jacinta, aliviada por no tener que preocuparse de una atractiva adolescente con ideas modernas, apoyó alegremente la moción y el señor alcalde, tras pensarlo unos instantes, también decidió que era la mejor salida y dijo que aceleraría en lo posible el tema de la acogida. Obviamente, luego iría diciendo que la idea había sido suya y que había salvado a la prometedora Marisa de una vida rodeada por vacas y gallinas, pero qué más daba mientras el resultado siguiera siendo el mismo, que la adolescente se quedara a vivir en mi casa.


Te noto raro, Marcos…

¿Eh?

Era verdad, llevaba toda la noche barruntando para mí. Hacía ya un par de meses que Marisa vivía conmigo y poco a poco ya me había acostumbrado a ir viéndola en casa, a preparar juntos comida y cena y a ayudarla con los deberes. Aún así, me seguía negando a que durmiera en mi cama, a pesar de que gran parte de las noches visitaba su habitación y hacíamos el amor con una extraña mezcla de cariño, pasión y, al menos por mi parte, remordimientos. No podía evitar el sentimiento de culpa que me azotaba después de follar con la joven. Quitando de la primera noche, cuando me ofreció su cuerpo desnudo a cambio de quedarse en mi casa, no había habido de su parte ninguna señal explícita más de que realmente quisiera acostarse conmigo, siempre era yo el que la buscaba y acudía a su cama en busca de su calor prohibido y adolescente.

Marisa –musité-… ¿Si te pregunto algo, me responderás con sinceridad?

Como tantas otras noches, acabábamos de hacer el amor y ella se quedaba abrazada a mí, mientras yo parecía buscar en el techo las respuestas que mi atribulada mente era incapaz de proporcionarme.

Claro, Marcos. Lo que quieras.

Las palabras se aturullaban en mi mente, quizás sabedoras de que podían acabar con esa ardiente relación que nos unía cuando mi polla decidía que había pasado demasiado tiempo fuera de su cuerpo y me impelía a buscarla en su cama.

¿En serio quieres hacer el amor conmigo? ¿O lo haces porque te crees en deuda conmigo por vivir aquí? Porque si es así, te digo desde ya que me perdones por ser tan imbécil.

¡Marcos! ¿Por qué me dices eso? ¡Claro que quiero foll… hacer el amor contigo! Eres guapo, me cuidas como nadie, me quieres y te quiero… No puedo pedir más. Me encanta hacer el amor contigo… además… disfruto muchísimo. Cuando… cuando lo hacía con Juan no lograba llegar al orgasmo, él solía acabar antes, y además no lo disfrutaba tanto como contigo.

Ya, bueno… entonces… ¿Por qué no me dices cuando te apetece? Me siento como un acosador que se aprovecha de ti cuando quiere y…

No sé, Marcos –me interrumpió-. No sé cómo va esto, yo soy la mujer, y claro que hay veces que quiero y no vienes, pero tú eres el que sabe de esto y no sé cómo decírtelo… Me muero por dormir siempre contigo, pero no quiero que pienses mal de mí, por eso te espero…

Miré a Marisa con ternura. Se expresaba condenadamente bien. Ahora lo entendía mejor, éramos dos enamorados pero a veces se me olvidaba que Marisa era simplemente una adolescente que carecía de experiencia en relaciones.

Lo que no entiendo es por qué te gusto tanto –dije, más en broma que en serio.

Marisa sonrió vergonzosa y hundió su cabeza en mi torso.

Ya te lo he dicho… me cuidas como a una reina, y además… eres muy guapo ¿No te lo ha dicho nadie?

Sonreí. Sinceramente, desde la muerte de mi mujer Amparo, no, nadie lo había hecho.

Pues últimamente, a excepción de mi madre… nadie más, la verdad –respondí jocosamente. Me arrepentí por un instante de lo que había dicho, no en vano hacía menos de tres meses que la madre de mi alumna había fallecido, pero Marisa no se fijó o no quiso fijarse en eso.

Pues lo eres. Le gustas a casi todas mis compañeras… Violeta dice que eres ideal y que si fuera ella la que viviese contigo, no te dejaría salir de la cama. Menos mal que nadie sabe lo nuestro, si no, se moriría de envidia –rió mi alumna.

Pensé en Violeta, una compañera de clase de Marisa, pecosa y pelirroja, algo feúcha pero con cierto aire de picardía salvaje que llevaba de calle a muchos de los chicos del pueblo. Era más joven que Marisa, puesto que el padre de mi ahora hija adoptiva había matriculado a su hija en el colegio un año tarde, por lo que todas sus compañeras eran menores. Sin embargo, Violeta había crecido rápido, espigada y desgarbada, y con mucha rebeldía incontenida, lo que le granjeaba problemas en el colegio y en casa, pero muchas amistades fuera de ambos.

¿Ah, sí? Vaya con Violetita…

Marcos…

¿Sí? –Ante el silencio de la joven y su giro de cabeza para no mirarme a los ojos, me vi obligado a repetir la pregunta– ¿Sí?

Enséñame a ser mujer -dijo, finalmente, con un hilo de voz, muerta de vergüenza.

¿Qué?

Sí, enséñame a hacerte gozar… No sé, tú siempre me dedicas mucho tiempo, me acaricias, me… me… me comes el coño –escupió con mucho esfuerzo-… y yo… yo solo me sé abrir de piernas y dejar que me folles… Quiero hacerte lo mismo que tú me haces.

Sonreí mientras mi polla daba una cabezada, como animada por las palabras de Marisa y previendo lo que iba a pasar a continuación. Asentí y dije:

Bésame.

No se lo pensó. Se lanzó hacia mí y juntó sus labios con los míos con desesperación.

Despacio –pude musitar.

Obedeció al instante. Los besos se volvieron suaves, densos, cálidos… se abandonó al cálido ósculo mientras mi verga se alzaba llamándola.

Baja por mi cuerpo, besándome.

Marisa lo hizo. Repitió en mi cuerpo lo que tantas veces había hecho yo en el suyo. Me besó en la barbilla, descendió con besitos rápidos y seguidos por mi cuello y, al llegar a mi torso, se desvió hacia uno de mis pezones. Suspiré. Me encantaba el roce de su lengua con mi areola. Tras ensalivarme bien el pezón, aplicó el mismo tratamiento al otro y siguió bajando por el vello de mi vientre. Su barbilla chocó con mi polla y se lanzó hacia ella.

Tranquila –le dije en un suspiro-. No hay prisa… Sigue besando los alrededores.

Hizo caso y bordeó el erecto ariete que ansiaba sus caricias. Me vino a la cabeza, repentinamente, la imagen de Violeta. Imaginé su cara de niña mala hundiéndose en mi vello púbico, como lo hacía en ese momento Marisa.

¿Así? –preguntó Violeta-Marisa tras darme un beso y un largo lengüetazo en mi escroto.

Mi jadeo y la aceleración de mi respiración respondieron por mí.

Métete uno en la boca –ordené, y mi doble alumna obedeció como han de hacerlo las buenas chicas. Apresó uno de mis cojones entre los labios y lo chupó con cuidado. Repitió luego las caricias en el otro para terminar jugando con la lengua sobre la piel de mis testículos.

Mmmm… muy bien, así –murmuré.

Igual que hacía yo con Marisa, su dedo se internó entre mis nalgas y acarició mi esfínter. Suspiré agradecido. Amparo solía follarme el culo sin miramientos mientras yo me la follaba a ella. Habíamos sido dos supervivientes de una época salvaje. Fuimos dos paladines del amor libre mientras buscábamos la arena bajo el asfalto de la ciudad y gritábamos aquello de prohibido prohibir. Habíamos probado muchas cosas en aquellos maravillosos años de finales de los sesenta y principios de los setenta, y nunca nos arrepentimos de nada.

Marisa no se atrevió a meter su dedo. Siguió solo acariciando mientras su lengua pasaba de mis cojones a mi polla lentamente.

Con parsimonia, tal como le había ido indicando durante los últimos minutos, la boca de la rara mezcolanza de mi mujer y mis dos alumnas que mi mente formaba, fue subiendo por el agradecido ariete que latía como si el corazón se hubiera mudado bajo el glande.

Abre la boca –dije, aunque Marisa ya lo había hecho y se preparaba para engullir mi verga-. Mucho cuidado con los dientes –advertí.

Marisa-Violeta-Amparo hizo un círculo perfecto con sus labios y descendió su cabeza haciendo que mi polla entrase en su boca. Un escalofrío de placer me recorrió enteramente. Marisa era una gran alumna en todo cuanto emprendía.

Con lentitud, fue subiendo de nuevo tras meterse poco más de la mitad de mi polla.

Usa la lengua en el frenillo.

Un amago de orgasmo me sacudió cuando mi joven felatriz obedeció. Posé mis manos en la nuca para dirigir con suavidad el movimiento de Marisa y ella se acopló a mis deseos. Su dedo había abandonado el trabajo en mi culo para apoyarse mejor sobre su pierna, pero en cuanto se acomodó a la velocidad que yo le imprimía, su mano decidió por iniciativa propia cubrir ese espacio en la base de mi pene que su boca no se atrevía a alcanzar.

Muy bien… lo estás haciendo muy bien.

Su otra mano, sobre la que se estaba apoyando, también varió su cometido, buscando la humedad de su coñito, y haciendo que el peso que hasta el momento soportaba descansase sobre la que me agarraba la polla, añadiendo una presión ligeramente incómoda.

No te masturbes – le mandé, más por mi comodidad que por la sensación de dominancia, y acto seguido la mano volvió a su situación inicial. Tenía que reconocer que me gustaba su total predisposición a la obediencia.

Dlo cien –empezó a comentar con mi glande aún dentro de su boca-… Lo siento –se disculpó finalmente, sacándose mi polla y volviendo inmediatamente a su labor.

La boca de mi joven alumna iba ganando rápidamente experiencia y habilidad, la lengua se volvía más atrevida y tomaba acertadamente mis suspiros y ligeros temblores como el indicador de goce que eran.

Poco a poco, notaba esa espina tomando forma en mis cojones, preparada para salir en torrente por mi verga.

Sí.. Voy a correrme, Marisa… mmm… si no quieres que…

Marisa continuó chupando con más saña, esperando las andanadas de semen que, como había previsto, no tardaron en producirse acompañadas de un gemido gutural por mi parte. Intentó tragar como pudo, pero la copiosidad de la corrida hicieron que se atragantara, tosiera, y un reguero de semen se le escurriera de entre los labios hasta acabar manchando la funda del colchón.

Perdona –se disculpó mientras se limpiaba la barbilla con el dorso de la mano-. Creí que podría tragarlo todo.

No pidas perdón. Lo has hecho perfecto, Marisa –la consolé, aún sudando-. Ahora te voy a devolver el favor, que no aguantaré una tercera corrida.

No… quiero que descanses Marcos -replicó.

Pero te mereces un orgasmo por lo que me has hecho gozar…

Ella me miró directamente a los ojos, sin saber qué responderme. Hasta que se me ocurrió la solución.

Mastúrbate para mí entonces.

Marisa tembló de excitación durante un instante.

¿Aquí? ¿Contigo delante?

Claro –respondí mientras me incorporaba sobre el lecho.

La jovencita asintió y se tumbó frente a mí. Podía hasta oler su sexo empapado desde donde estaba, mientras ella comenzaba a acariciarse.

Coló de golpe dos dedos en su coñito y gimió una mezcla de molestia y éxtasis. Tras unos pocos segundos de calentamiento, comenzó a pajearse furiosamente, haciendo que sus dedos entrasen y saliesen de la húmeda abertura. Su otra mano se internó bajo su cuerpo y con un dedo empezó a trazar pequeños círculos sobre su culito, haciendo que su ano palpitase mientras continuaba el metisaca en su coñito. La habitación pronto se llenó de sus gemidos. Algunas semanas antes le había dicho que me encantaba oírla gemir y ahora ya no se cortaba un pelo a la hora de demostrar su placer.

El dedo sobre su culito avanzó un poco más y se introdujo unos centímetros en su esfínter con un gemido. Sus caderas se empezaron a mover como si tuvieran vida propia, mientras exponía su coñito juvenil a mi vista.

Los dedos continuaban su trabajo; Marisa continuaba gimiendo. Cerró las piernas y se colocó de lado para facilitarle el trabajo al dedo que le hurgaba la retaguardia. Desde mi posición, podía ver sus tres apéndices entrando y saliendo de sus dos agujeritos. Marisa gemía y gozaba, gozaba y gemía.

Ummm… ¿Te… ahh… te gusta lo que ves? –murmuró entre jadeos.

Me encanta.

Al primer dedo de su culo se le sumó enseguida otro. Aún no había probado con ella el sexo anal, pero estaba seguro de que no tardaría en hacerlo, y algo se removió en mi interior ante ese pensamiento.

Ay Dios… Me voy a… oh… me… me… me…

No dijo nada más. Abrió y cerró los ojos como la boca de un pez fuera del agua mientras la suya propia se abría en un grito mudo que no necesitaba palabras para exponer lo que estaba pasando. Por un instante, mientras su cuerpo entero se contraía, sus dedos quedaron apresados en su interior, al tiempo que en sus piernas se marcaba la momentánea tensión del clímax.

Masturbándose para mí por sus dos agujeritos, Marisa se corría.