Fotos de mi puta (12)

Una esquela en el periódico. Final.

Cap1: Una orla de instituto: http://www.todorelatos.com/relato/121670/

Cap2: Adolescente dormida y desnuda: http://www.todorelatos.com/relato/121788/

Cap3: Joven junto a mujer de pueblo: http://www.todorelatos.com/relato/121925/

Cap4: Joven desnuda y con miedo: http://www.todorelatos.com/relato/122067/

Cap5: Muchacha en el autobús: http://www.todorelatos.com/relato/122243/

Cap6: Mujer con collar de perro: http://www.todorelatos.com/relato/122455/

Cap7: Mujer atada: http://www.todorelatos.com/relato/122768/

Cap8: Una nueva puta: http://www.todorelatos.com/relato/122893/

Cap9: Una sumisa y una masoquista: http://www.todorelatos.com/relato/123000/

Cap10: Mujer desnuda leyendo el diario: http://www.todorelatos.com/relato/123122/

Cap11: Una novia vestida de tul: http://todorelatos.com/relato/123245/

2015

Ya no tengo ganas de quedarme en casa recordando. Mi mente lleva viente años anclada en el pasado y es hora de dejarla avanzar por fin.

Detengo el coche a las puertas de una peluquería y agarro el sobre con las fotos que había apartado. Llamo al timbre y una jovencita pelirroja, con el pelo cortado a lo

'garçon'

deja de lavarle el pelo a una anciana y corre a abrirme la puerta.

¡Tío Marcos! -la jovencita me planta dos besos en las mejillas y me abraza con cariño. No la veía desde navidades y entonces aún tenía su melena por debajo de los hombros.

¿Por qué te has cortado así el pelo? No me gusta nada cómo te queda, Jazmín.

Tío Marcos... no seas abuelo... Hay que ser más modernos... ¡A mi novio le encanta!

Ah, tu novio... ya veo -Sonrío y le acaricio la mejilla en gesto paternal. Lo cierto es que le queda precioso-. ¿Cómo está tu padre? ¿Sigue en Algeciras?

Sí, está allí. Con su nueva mujer.

¿Te llevas bien con ella? ¿Igual que con Cristina?

Sí. Pero Cris mola más.

Río y le despeino el pelo corto. Jazmín ha aceptado de muy buen grado la identidad sexual de su madre. Siempre pensé que Violeta era lesbiana, pero la sociedad la había empujado a un matrimonio clásico del que solamente había sacado una cosa buena. Aquella jovencita pelirroja que me sonríe alegre.

¿Está tu madre?

Sí, está en el almacén.

Como invocada por mis palabras, Violeta aparece por la puerta trasera del local con un par de botes de acondicionador en la mano.

Jazmín, apunta que hay que llamar al de

'Schwarkoppf'

, se nos han... ¡Marcos! ¡Qué alegría!

Violeta deja los botes sobre el mostrador y me abraza.

¿Era hoy? -pregunta, torciendo el gesto- Joder... no me acordaba.

Mi antigua alumna ya no es una niña. Es una mujer que, a sus cuarenta y cinco, aún es capaz de levantar muchas pasiones, pero nada que ver con aquella prostituta que encontré en cierta esquina una noche cualquiera.

Espera, que dejo a Jazmín en la 'pelu', le digo a Cris que haga comida para ellas y te acompaño.

No, Jaz... Violeta -me corrijo-. Prefiero ir solo. He venido para darte esto.

Le extiendo el sobre y la madura peluquera investiga un poco en su interior. No necesita mucho más para adivinar qué contiene. En cuanto ve la primera imagen, un intenso rubor cubre su rostro y me sonríe.

Gracias. Pásate luego -me dice antes de plasmarme un tierno beso en los labios que sorprende a su hija. La anciana Palmira está demasiado concentrada en el agradable masaje capilar que está recibiendo para abrir los ojos y no se da cuenta de nada.

Me monto de nuevo en mi coche y echo una ojeada al asiento del copiloto. La vieja

Polaroid

, como una antigualla abandonada en alguna guerra antigua, parece observarme, tal vez diciéndome que está lista para una última captura antes de marcharse al Cielo de las Cámaras de Fotos. A su lado, el álbum de las fotos de Marisa y mi bastón. Puede que ya no lo necesite, hace más de cinco años de mi lesión de rodilla y ya no tengo casi molestias más que cuando la maldita humedad de la ciudad hace estragos, pero me gusta llevarlo. Me otorga cierto porte y distinción, al menos así opino.

Arranco y me encamino hacia las afueras de la ciudad. Sigo al cartel que clama “Cementerio Municipal”, escarbo entre los recortes de periódico hasta encontrar el primero de todos y me hundo de nuevo en mis atormentados recuerdos mientras leo la esquela.

PABLO VILLAESCUSA GARCÍA DE GORGOS

PERIODISTA Y EMPRESARIO

Su vida nos fue arrebatada a la temprana edad de 29 años, víctima de la codicia y la envidia.

La familia ruega una oración por su alma e invita a quien quiera darle un último adiós a la capilla ardiente que será instalada en la Masía de la Font, propiedad de la familia.

D.E.P.”


1995

Llegué a la comisaria como alma que lleva el Diablo. Irrumpí en el interior y un policía me hizo detenerme.

Marisa López. ¿Dónde está? -mascullé alarmado.

Sorprendido, el agente preguntó con la mirada a otro que parecía portar más galones y este fue el que vino hacia mí.

¿Es usted el señor Solís?

Sí, sí. ¿Dónde está Marisa? ¿Qué es eso de que ha...?

Relájese. Pase por aquí.

Me llevó a un pequeño despacho y me hizo sentarme. Lo que dijo a continuación cayó como una bomba en mi interior.

A ver, señor Solís. Su hija adoptiva ha asesinado a un hombre.

¿Qué? ¿A... a quién?

A su marido, a Pablo Villaescusa. Los vecinos escucharon una discusión muy grande y cuando los agentes entraron en casa la encontraron desnuda y con el arma homicida en la mano.

Pero... no puede... no puede ser... seguro que ella es inocente.

Señor Solís -el policía me hablaba de forma tranquilizadora, tratando de calmarme-. Ha confesado. Ha confesado que mató a su marido. Según ella, fue una disputa marital y él la golpeó y la violó. Después, ella esperó a que se durmiera, fue a la cocina, cogió el cuchillo de la cena y lo cosió a puñaladas.

Pe-pero eso es defensa propia ¿No? No le pasará nada entonces ¿no?

Señor Solís. Le apuñaló diecisiete veces. ESO no es defensa propia. En mi opinión debería buscarse un buen abogado.

¿Puedo verla?

No, no puede recibir visitas. Mañana la trasladaremos a la prisión de mujeres a la espera del juicio. Ahora está sedada porque estaba en pleno ataque de nervios.

El mundo se me cayó encima. No podría volver a ver a Marisa hasta el día del juicio. ¿Cómo había sido capaz de hacer algo como aquello? En ese momento recordé la muerte de sus padres, recordé la reacción cuando trate de follarle el culo por primera vez, recordé la pelea que tuvo en el instituto. Parecía que la terapia con la Psicóloga había funcionado durante años, pero supuse que todo tenía su límite y Marisa tenía su límite muy bajo.

Pablo Villaescusa, con su orgullo de niño rico, consentido y malcriado, al que nunca se le niega nada, y con su violencia de macho alfa, se atrevió a violarla y Marisa descargó sobre él toda su furia en diecisiete puñaladas.

Me metí de nuevo en el coche y lloré amargamente. No por la muerte de Pablo Villaescusa, que no lo merecía, sino por mi pobre alumna. Tenía una vida perfecta y ahora iba a conocer el infierno de la cárcel.

Llamé a mi editor para que me ayudara a encontrar un abogado.

Marcos... No puedes contratar un abogado para Marisa -me escupió después de contarle todo.

¿Qué coño me estás diciendo, Jesús? ¿QUÉ COÑO ME QUIERES DECIR CON ESO?

Tranquilo, Marcos, déjame explicarme. Si contratas tú al abogado y te enfrentas a los Villaescusa, adiós a tu carrera literaria. Ni una puta editorial será tan valiente de enfrentarse al imperio mediático de los Villaescusa. Si ayudas a Marisa, te hundirán y hundirán a todo el que te ayude.

Me la suda, Jesús, necesito al mejor abogado posible.

Vamos a hacer una cosa, Marcos. Lo voy a contratar yo, mediante una empresa pantalla que no puedan relacionar contigo. Pero te tendrás que conformar con el segundo mejor abogado. El primero seguro que ya lo tienen esos cabrones.


2015

Salgo de la ciudad en dirección al cementerio. Mientras abandono las últimas avenidas de la ciudad, no puedo dejar de pensar en mi querida alumna y los veinte años que habrá pasado. Cuando llego a la altura del camposanto, lo paso de largo mientras rezo para que la tumba de Pablo Villaescusa esté destrozada por algún vándalo. No será así, por supuesto, la familia se habrá encargado de mantenerla siempre en buenas condiciones, pero ese cabrón y toda su familia se lo merecerían por lo que habían hecho a Marisa.

Echo una ojeada de nuevo a mis compañeros de trayecto, tiro los libros al asiento de atrás y meto la cámara en la guantera. Veinte años atrás, Marisa la había considerado ya una antigualla, y ni siquiera estaba seguro de que funcionase. Queda solo una foto desde hace veinte años y no me he atrevido a usarla nunca. Ha sido una estupidez traerla. Igual que fue una estupidez intentar luchar contra los Villaescusa.


1995

La furia iba creciendo en mi interior. Marisa parecía una muñeca de trapo avasallada por las preguntas tendenciosas de aquel fiscal que solo quería hacerla aparentar como una asesina sin escrúpulos. La prensa, y en especial la manejada por los Villaescusa, habían hecho su trabajo y la habían presentado así ante la opinión pública. Según rezaba cada página de sucesos de cada uno de sus diarios, Marisa había asesinado a Pablo para quedarse con su herencia, temiendo concebir un hijo que le restara parte de esa fortuna. Una estupidez como la copa de un pino, pero que para la opinión pública acabó siendo una verdad incorruptible.

Nada había tenido que ver según ellos, y por eso no aparecía en ningún diario, que Pablo la maltratara verbalmente durante los meses que duró su matrimonio. Que en cuanto se vio “dueño” de Marisa comenzara a tratarla como una esclava más que como a una esposa. Nada tiene que ver que Marisa se defendiera de Pablo cuando, no contento con humillarla con las palabras, la violó rudamente. En ese momento, el dragón que tanto tiempo había dormido en el interior de mi alumna estalló y se llevó merecidamente con la explosión la vida del benjamín de los Villaescusa.

La fiscalía y el abogado de la acusación se centraban en la cantidad de las puñaladas recibidas por aquel idiota rubio, y desviaron la atención del juez de las pruebas que presentaba el abogado defensor. Los golpes y moratones recientes que mostraba Marisa en el momento de su detención, la declaración de uno de los policías que claramente se puso del lado de la mujer, a todo aquello le daban vilmente la vuelta sin que el letrado que había contratado mi editor supiera reaccionar. Que si el policía no era un testigo fiable porque había sido el último de sus compañeros en entrar, que si los golpes se los había propinado Marisa misma para buscarse una coartada... Todo aquello era una locura. Una locura que la acercaba inexorablemente a la fría celda de una cárcel. Miré al rostro al juez, que lo escuchaba todo con el tedio de quien ya ha tomado una decisión. Recordé su rostro cuatro meses antes, sentado en la cuarta fila de la Catedral mientras Pablo y Marisa se casaban. Un amigo más de la familia. Un enemigo más de Marisa.

Al final pasó lo que más temía. Las palabras del juez retumbaron en mi cabeza y cada una era una grieta más que se abría en mi alma. Asesinato. Ensañamiento. Alevosía. Mi querida alumna, la niña que saqué de un hogar roto, la joven que se dormía acurrucada a mi lado noche tras noche, fue sentenciada a la mayor pena posible. Veinte años de cárcel.

Una mujer joven, sin antecedentes, con atenuantes como el maltrato sufrido durante su infancia y su matrimonio que el juez no quiso estimar, condenada a pasar el resto de su juventud y casi media vida en la cárcel por culpa de haberse ido a meter en un nido de víboras.

Marisa se derrumbó al escuchar la sentencia. Yo mismo me derrumbé igualmente. La había dado por perdida cuatro meses antes ante el altar de la Catedral, pero la sensación ahora era completamente distinta. En su boda, la dejaba a las puertas de una vida mejor, llena de lujos y lo que ambos creíamos amor. Tras el juicio, solamente le esperaba la cárcel.

La policía se llevó a rastras a mi alumna. Me dejó de importar en aquel momento la presencia de los poderosos Villaescusa y avancé hacia ella.

Te visitaré, iré a verte siempre que pueda, Marisa -le dije con un desgarro en la voz.

Ella, con su rostro demacrado cubierto por las lágrimas trató de alcanzarme para darme un beso, pero los policías lo impidieron y se la llevaron.

No pude cumplir mi promesa de visitar a Marisa. A los pocos días de estar en prisión se vio envuelta en una pelea y le fueron retirados todos los beneficios penitenciarios. No podría recibir visitas hasta que no cumpliera su castigo.

Se notaba la mano negra de los Villaescusa en cada movimiento de Marisa en la cárcel. Cualquier pequeño inconveniente causado se convertía en más y más tiempo en aislamiento. El acoso a mi alumna se traducía en peleas e incidentes en las que siempre achacaban las culpas a Marisa. Durante toda su estancia había sido castigada con mucha más dureza que sus compañeras. Solamente había podido escuchar su voz en contadas ocasiones, en las llamadas telefónicas que le permitían hacer. En ellas, intentaba parecer tranquila, alegre y parlanchina como siempre, pero su voz siempre tenía un poso de tristeza insondable. Trataba de mantenerme al margen, pero en cada llamada, a causa de mi insistencia acababa confesándome la última de las peleas en las que se había visto involucrada y por la cual no la dejaban recibir visitas. Cada mes había una nueva pelea, un nuevo desplante, un nuevo guardia de prisión que se enfrentaba con ella... Y detrás de todo ello, no podía dejar de escuchar el mismo nombre: “Villaescusa”.


2015

Llego al centro penitenciario y tras pasar por el primer control de seguridad, detengo mi coche en la puerta acristalada. Miro el reloj para observar que aún faltan unos minutos para las diez, la hora en que Marisa saldrá. Mi corazón late con fuerza, en mi cuerpo se abarrotan cientos de sensaciones distintas pero entre todas se hace cada vez más patente el nerviosismo.

Veinte años son muchos años, pero desaparecen todos en cuanto veo abrirse las puertas y una figura femenina, cargando una bolsa de deporte, aparece por ellas. Es ella. La niña que se me presentó desnuda rogándome que la sacara de la casa donde su padre abusaba de ella. La adolescente que me animó a escribir mi primera novela. La joven que se plegaba a mis más oscuros deseos. La mujer que sale de la cárcel después de dos décadas.

Su rostro se ilumina al verme. Veinte años antes, hubiera soltado la bolsa y hubiera corrido hacia mí para llenarme de besos y abrazos. Pero con cuarenta y seis años, no tiene la misma energía en sus piernas. Se acerca lentamente, sin dejar de sonreírme, con un contoneo de caderas que es sensual hasta con esa ropa vieja y desteñida que lleva.

Marisa... -susurro cuando ya está a pocos centímetros de mí.

Entonces sí que suelta la bolsa y se abraza a mí. Me besa con toda su pasión contenida durante veinte años. Sus labios parecen locos por chupar los míos, su lengua sale rápido al encuentro de la mía y el tiempo se detiene a nuestro alrededor.

Ya no somos un jubilado de sesenta y dos años y una exconvicta de cuarenta y seis. Somos un profesor de instituto que le dobla la edad a su alumna adolescente, somos un profesor universitario y una joven estudiante que se funden desnudos en un beso mientras Violeta nos mira, somos un padrino de boda y una novia que se acaba de correr antes de casarse y, finalmente, después del extraño y circular viaje en el tiempo, volvemos a ser el jubilado y la exconvicta que se funden en un beso que guarda en cada partícula de saliva todos los besos que no nos hemos dado durante veinte años.

Nos besamos durante minutos que parecen horas. Cuando nos separamos, ambos sonreímos como si no hubiera pasado ni un solo día desde que nos vimos por última vez.

Metemos su macuto en el maletero y nos introducimos en el coche. Marisa observa con curiosidad el álbum y lo abre por la primera de las páginas. Ahí aparece ella, treinta años antes, desnuda y fingiéndose dormida después de hacer el amor por primera vez.

Parece que hayan pasado siglos ¿eh? -le pregunto mientras arranco.

No. Para mí, parece que fuera ayer.

Marisa se detiene en cada foto y las examina con más atención incluso que la que yo he puesto. Sus ojos se humedecen y una sonrisa melancólica asoma a su rostro avejentado. Por las ventanillas, los árboles y postes de luz de las cunetas pasan a toda velocidad. Lentamente, vuelvo a sentir esa nube de alegría que me envolvía cada vez que estaba junto a Marisa. Mi corazón no cabe en sí de gozo.

Son preciosas. Eres un gran fotógrafo -dice tras cerrar el álbum.

Son preciosas porque la modelo es preciosa.

Desvío mi mirada de la carretera para mirarla a los ojos. Puede que su piel y todo su cuerpo hayan madurado, pero sus ojos brillan con la misma vivacidad que cuando tenía veinte años. Mientras conduzco, su mano abandona el libro y se posa sobre mi muslo, acariciando lentamente mi paquete.

Ya no tengo treinta años, pero mi cuerpo comienza a responder. Mi vieja polla se va llenando de sangre mientras Marisa me soba sin contemplaciones.

Para ahí mismo -me ordena, señalando un polvoriento camino rural, y yo obedezco. Obedezco a quien siempre me obedecía.

Marisa, con sus finos y largos dedos, desabrocha mi pantalón y saca mi verga de su encierro.

Veinte años sin tu polla son demasiados, Marcos -suspira, antes de inclinarse y metérsela en la boca. Cuando consigue una poderosa erección, la detengo. Después de tanto tiempo no me basta con su saliva. Quiero su sudor. Quiero su flujo. Quiero su cuerpo entero.

Desnúdate.

En un instante retomo mi puesto. Yo mando, ella obedece. Marisa se deshace rápidamente de su sudadera y sus pantalones de chándal. Sus pechos, mucho menos firmes que cuando la vi por última vez, aún llenan su sujetador. Botan libres cuando se retira el sostén, clamando por unas manos que les den calor. La hago quitarse las bragas también y sonrío al no encontrar ni rastro de vello.

¿Lo has hecho para mí?

¿Para quién si no? -contesta ella, pasando su mano por su pubis depilado.

Me quito la camisa y los pantalones y Marisa misma me baja los calzones hasta los tobillos. Recuesto lo máximo posible mi asiento y ella se sube sobre mí.

Mi polla entra en su coño como si no hubieran pasado veinte años. Está mojada como una colegiala y mi polla dura como la de un joven. Ella empieza a cabalgarme y sus gemidos salen mucho antes de lo que había imaginado. Nos besamos. Nuestros cuerpos se reconocen el uno al otro y repiten esos movimientos que tanto nos gustaban y que no habíamos usado desde veinte años atrás.

No hacía... falta... que trajeras tus libros... -dice entre jadeos, mirando los tomos que yacen en el asiento trasero–Los he leído todos... Es lo único a lo que tenía acceso, a los libros. Así... Así me sentía aún en contacto contigo.

Los Villaescusa la habían tomado con Marisa y, en su encegamiento, se habían olvidado de hacerme a mí la vida imposible, por lo que pude seguir publicando mis obras sin casi ningún problema. Lo que no me esperaba es que la biblioteca de la cárcel tuviera mis libros. No parecían los más indicados para criminales convictas.

¿Te gustó “Los lobos salen del bosque”? -pregunto, tratando de acomodar mis caderas a su suave follada.

Me encantó la dedicatoria. Y la historia.

Los lobos salen del bosque” había sido todo un hito. Más rayano en la literatura erótica que en la novela negra, narraba la historia de una poderosa y rica familia que controlaba una secta que a su vez controlaba un pueblo. Los protagonistas, un policía recién destinado a la zona y una joven que temía por su vida por salirse de la secta, emprenden además de la investigación, una relación sexual de dominación y sumisión que chocó con muchos tabús de la época.

La dedicatoria era al completo para Marisa. Sin decir su nombre, proclamaba a los cuatro vientos mi amor y mi deseo por ella de una forma tan sexual que muchos críticos la tomaron como parte misma de la historia, como si el personaje principal se la hubiera dedicado a su sumisa.

Después de veinte años de lenguas, nada como una buena polla -susurra Marisa a mi oído, recuperando mi total atención. Dejan de importarme entonces “Los lobos salen del bosque”, “La ciudad de las maldiciones”, “Un teléfono estropeado”, “La pasión invisible” y todos los demás libros escritos por mí.

Ya solo me importa el coño de Marisa cerrándose sobre mi polla, sus manos aferradas a mis hombros, las mías engarfiadas sobre sus nalgas redondas y maduras, sus jadeos en mi oreja, mi lengua en su cuello, sus gemidos y los míos, nuestro calor empañando las ventanillas de mi coche... En resumidas cuentas, su cuerpo y el mío reuniéndose tras veinte años de separación forzosa y recuperando el tiempo perdido.

Marisa cabalga decidida hacia el orgasmo. Arquea su espalda y se apoya en el salpicadero para seguir follándome. Sus senos botan delante de mis ojos, hipnotizándome.

Los pechos, chúpale los pezones”. El Marcos de treinta y siete años que escuchaba a Marisa follar con Pablo a través de la puerta me habla ahora a mí. “Los pechos, chúpale los pezones”. Doblo con dificultad mi espalda avejentada y atrapo una areola entre mis labios. Marisa gime. Su coño se tensa sobre mi polla. Nuestros sudores se mezclan sobre nuestras pieles.

Marisa me agarra la cabeza como si quisiera hundirme en su torso. Como si en verdad quisiera que me comiese sus pezones, sus areolas, sus pechos e incluso sus costillas para pegarle dentelladas a su corazón, ese corazón que noto latir acelerado, al compás del mío. El corazón del que nunca debí haberme separado.

Mi alumna, pues a pesar de los años que han pasado siempre será mi alumna, se corre y yo me corro con ella mientras le muerdo suavemente un pezón. Mi semen la inunda y sus flujos se escurren por mi polla.

Veinte años... -sentencia Marisa.

Recuperamos lentamente la respiración entre besos y caricias, miro a través de los cristales empañados y como no descubro ninguna sombra que pudiera corresponder a un ente humano, abro la ventanilla para ventilar el viciado ambiente del auto.

Marisa vuelve al asiento del copiloto apartando el bastón que sigue ahí y busca en la guantera algo con lo que asearse. Se le escapa una carcajada al encontrarse de bruces con la vieja Polaroid.

¿Aún funciona? -pregunta divertida.

Sinceramente, no tengo ni idea. Pero no te preocupes.

Rebusco en los bolsillos de mis pantalones, que yacen en el suelo del coche, cerca de los pedales, y a duras penas extraigo el móvil. Tiene menos de un mes, y lo único que pedí al comprarlo es que tuviera buena cámara. El vendedor me dijo que tenía cuarenta megapíxeles y me conformé con ello, aún sin saber qué carajo significaba aquello. Lo cierto es que hacía fotos mucho mejores que el viejo cacharro que tenía Marisa en sus manos.

Ponte otra vez aquí -Me doy unas palmadas sobre mi muslo desnudo para que mi alumna me entienda. Marisa se coloca de nuevo a horcajadas sobre mí, como si quisiera follarme de nuevo, aunque mi polla está ya descansando después de darlo todo por primera vez en mucho tiempo.

¿Así? -me pregunta mimosa, apartándose el pelo de la cara.

Sí, así perfecto.

Extiendo el brazo con el móvil hacia el lado del copiloto y lo enfoco hacia nosotros. En la pantalla del teléfono aparecen nuestras caras sonrientes, los pechos desnudos de Marisa, y tras ellos, la ventana abierta del conductor.

Ahora se llevan los 'selfies' -digo, mientras pulso el botón azul.

FIN

Fotos de mi puta

Kalashnikov