Fotos de mi puta (11)
Una novia vestida de tul
Cap1: Una orla de instituto: http://www.todorelatos.com/relato/121670/
Cap2: Adolescente dormida y desnuda: http://www.todorelatos.com/relato/121788/
Cap3: Joven junto a mujer de pueblo: http://www.todorelatos.com/relato/121925/
Cap4: Joven desnuda y con miedo: http://www.todorelatos.com/relato/122067/
Cap5: Muchacha en el autobús: http://www.todorelatos.com/relato/122243/
Cap6: Mujer con collar de perro: http://www.todorelatos.com/relato/122455/
Cap7: Mujer atada: http://www.todorelatos.com/relato/122768/
Cap8: Una nueva puta: http://www.todorelatos.com/relato/122893/
Cap9: Una sumisa y una masoquista: http://www.todorelatos.com/relato/123000/
Cap10: Mujer desnuda leyendo el diario: http://www.todorelatos.com/relato/123122/
2015
Una insidiosa alarma me saca de mis pensamientos. El dichoso móvil nuevo trina estruendosamente y consigo detenerlo a la tercera intentona. Malditos trastos modernos, nunca me habituaré a ellos. Son las nueve de la mañana, tengo una hora de camino por delante, y solamente me queda una foto fuera del álbum, la última que le saqué. No es la más hermosa que le sacaron ese día, ni para la que posó más tiempo, ni la que mejor calidad tiene, pero es la que yo le saqué. Eso la hace única. La observo con una extraña mezcla de excitación y nostalgia y la ubico en la última página del álbum, la única que queda libre. Cierro el álbum porque no necesito mirar la foto para verla. La tengo grabada a fuego en la mente. Mientras lo recojo todo para salir de casa, recuerdo cada uno de los detalles de la fotografía.
Marisa mira a cámara. No está desnuda. Viste el más hermoso vestido de novia que jamás se hubo visto. Cualquier vestido de novia sería el más hermoso del mundo mientras lo llevase ella. Marisa. La misma mujer que levanta el faldón de su vestido para mostrar su coñito sobre el que asoma un pequeño bosquecillo de vello púbico. Se casó sin bragas y no solo eso. En la liga blanca que rodea su muslo está sujeto un pequeño aparato eléctrico de color azul, del que sale un cable que se introduce en su vagina. En aquel entonces ese aparato era una novedad. Un vibrador con mando a distancia. Obviamente, el mando estaba en mi mano. Fue una especie de regalo de bodas. Un regalo que ella me hacía a mí. Su último regalo.
Salgo de casa tras coger el bastón de la entrada. En la otra mano, llevo el álbum, el sobre y algunas hojas de un viejo periódico. Bajo hasta el garaje y entro en mi coche. En el asiento del copiloto yace la docena de libros que he escrito durante estos últimos veinte años. Lo cierto es que me equivoqué de pe a pa y mi segundo libro reventó el número de ventas del primero. Después de él vinieron más. Arranco y el sonido de mi viejo coche me recuerda a la última vez que llevé a Marisa en él. Fue hace veinte años y por aquel entonces el coche era primorosamente nuevo, casi comprado para la ocasión.
Entonces la llevaba a su boda con Pablo Villaescusa.
1995
–
¿Nerviosa? -le pregunté a Marisa cuando arranqué el coche.
Mi alumna se había convertido en toda una mujer. Trabajaba desde dos años atrás en uno de los diarios de la familia Villaescusa, y estaba a punto de estrenar su columna semanal a la vuelta de su luna de miel. Era una mujer independiente, con un gran trabajo y, desde ese día, con una familia y un hogar propios en los que yo no iba a estar. No podía entristecerme por ella, se le abría una nueva vida buena y sencilla.
–
Un poco -respondió.
Marisa estaba radiante. Se la veía absolutamente feliz y hermosa. Nunca me había gustado que se maquillase pero he de reconocer que el estilista contratado por los Villaescusa había conseguido realzar sutilmente su belleza sin exagerar con los cosméticos. No los necesitaba. Llevaba su vestido de novia, enorme, blanco y ostentoso, remangado en sus piernas y ocupando tanto espacio sobre su regazo que era difícil adivinar dónde acababa la tela y dónde empezaba su cuerpo.
Cambié de marcha, mi mano rozó su vestido de novia e hizo un leve contacto con la piel de su pierna. No pude separar mi mirada de ese punto. Un pequeño triángulo de piel asomaba entre todo el montón arrebujado de tela blanca.
–
Mira a la carretera, Marcos... no querría que tuviésemos un accidente en el día de mi boda.
Redirigí mi vista al frente con una sonrisa. Marisa había usado un tono de voz muy conocido para mí. Su tono más travieso, el que me daba carta blanca para dar rienda suelta a mis pensamientos más lascivos.
Coloqué mi mano sobre su muslo tras esquivar el vestido.
–
Marcos... No quiero mojarme las bragas...
–
Pues quítatelas -ordené perversamente.
Mi alumna no tardó nada en obedecerme. Ya llevaba un par de meses sin pasar una noche en mi casa y yo estaba deseando volver a tomarla como antiguamente.
–
¡Qué cabrón eres! -dijo tras dejar las bragas en la guantera.
Mi mano volvió al muslo y comenzó a subir. Bajo el vestido, Marisa abrió sus piernas para permitirme mejor acceso.
El coche avanzaba por el centro de la ciudad, yo mantenía una mano en el volante y otra entre las piernas de Marisa. La humedad de su coñito era cada vez más evidente. La novia se había dejado crecer un pequeño triángulo de vello púbico sobre su monte de Venus, porque a Pablo no le gustaban los coños completamente depilados. Me decepcioné levemente la primera vez que me lo dijo, ya me había acostumbrado a su pubis sin vello pero, al verla cada vez menos, lo último que me importaba cuando estaba conmigo era aquel pequeño matojo moreno y rizado.
Introduje dos dedos de golpe en su vagina y Marisa se arqueó. Comencé a masturbarla lentamente mientras sus suspiros elevaban la temperatura en el pequeño Peugeot.
–
Date prisa -pidió-. Nos están esperando todos.
–
No. Están esperando a la novia. La novia que va a llegar cachonda y sin bragas...
–
Uuuhhh -Marisa se retorcía de placer con mis dedos en su coño. Trató de alcanzar mi bragueta con su mano izquierda, pero no la dejé. Era su día especial, no el mío.
Marisa gemía sin control cuando detuve el coche. Se sobresaltó y miró por la ventanilla, convirtiendo su sorpresa en pánico. Habíamos llegado. Habíamos llegado a la puerta de la Catedral, las damas de honor se acercaban al coche y yo seguía masturbando su coñito desnudo sin importarme lo más mínimo.
Se tapó con el vestido y yo retiré la mano. A pesar del maquillaje, el rubor se extendía por toda su cara. Aún faltaba tiempo para la boda, yo la había traído para que se subiera desde ahí al Rolls Royce en el que haría su entrada triunfal después de que llegase el novio.
Salió del coche un poco aturdida y comenzó a saludar a todo el mundo. Todos se acercaban a decirle lo hermosa que estaba, la suerte que tenía y lo bonito que estaba el día para casarse.
–
Marisa, vente, que hay un problema
Aurora, la hermana de Pablo, la arrastró de una mano sacándola del círculo de asistentes que se había formado a su alrededor. Marisa me miró interrogante y yo alcé los hombros. Al fondo, una joven pelirroja dejó a una pequeña niña de no más de dos años con su padre y avanzó hacia las dos cuñadas.
–
¡Violeta! ¡Estás lind...! -Mi otra alumna, la que había sido durante dos años mi otra putita particular y que en ese momento era la dama de honor de la boda, hizo callar a Marisa.
–
Vamos dentro, el Rolls se ha estropeado viniendo hacia acá y han tenido que pedir otro. Va a tardar quince minutos.
–
Joder... ¿Y Pablo?
–
Ya ha llegado. Está dentro -terció Aurora.
–
¡No me puede ver antes de casarnos! -gritó. Me divirtió su supersticioso nerviosismo.
–
Ya, chica, ya -la calmó Violeta-. Esperaremos en la vicaría. Vente por aquí.
Vi como se alejaba mientras saludaba a los asistentes. Los señores Villaescusa me abordaron y tuve que malgastar unos minutos con ellos mientras maldecían la poca profesionalidad de la empresa de alquiler de coches y me preguntaban sobre cuándo saldría mi próxima novela.
- Me he tomado una temporada sabática en la escritura. Quiero concentrarme en la Universidad. Ya logré el doctorado y quiero sacarme la Cátedra.
–
¿Catedrático? ¡Vaya, eso será genial! ¿Y en...?
–
Disculpe, creo que Marisa me llama.
Por la puerta de la Catedral asomaba Violeta, con un elegante y espectacular vestido rojo pálido que iba a juego con su melena. La joven me llamaba con grandes gestos. Me acerqué rápidamente para saber qué quería.
–
Marisa quiere que vayas... ¿Has visto a Jazmín?
Por un momento me aturullé, hasta que recordé que Jazmín era el nombre que le había dado a su hija. Obviamente, el padre no tenía ni la más remota idea de dónde venía aquel nombre y le había parecido precioso. “A este paso me monto un Jardín” había dicho en más de una ocasión. Solamente esperaba que si tuvieran un hijo no lo llamasen Jacinto.
–
He visto a tu marido llevándosela al parque. Estarán ahí.
–
Joder, se va a poner perdida -Violeta miró a ambos lados, se cercioró de que nadie nos miraba y me dio un rápido beso en los labios. Luego salió corriendo hacia el parque con una bronca preparada ya en los pulmones.
Yo sonreí mientras veía alejarse aquel culazo duro y redondo embutido en el vestido y me escabullí al interior de la Catedral. Al fondo, cerca del altar, estaba el hombre que me había robado a Marisa. Con aquel frac que llevaba, había ganado en adustez y a sus 28 años aparentaba como mínimo cinco más, a pesar de que no había una sola arruga en su rostro.
Avancé junto a la pared, casi oculto tras una de las columnatas que decoraban ambos lados del edificio. Encontré la puerta que daba acceso a la vicaría y entré. Aurora me vio, me saludó cortésmente y salió de la estancia.
–
No me digas que ahora tienes dudas -indagué, aun a sabiendas de que, por mucho que me hubiera gustado fugarme con Marisa así vestida, ella acabaría contrayendo santo matrimonio con Pablo.
–
No... no es eso.
Marisa permanecía sentada en un pequeño banco con las rodillas juntas y los pies en unos preciosos zapatos blancos que unía por las punteras, su respiración seguía ligeramente acelerada y sus ojos no se separaban de los míos. Se había quitado el velo y su melena morena le cubría parte del rostro.
–
Necesito mis bragas.
–
Están en el coche.
–
Tráemelas, por favor -pidió.
–
¿Y qué me das a cambio si te las traigo?
Marisa torció el gesto. No se creía que fuera capaz de hacerle aquello el día de su boda, pero si lo hacía era precisamente por ella, porque estaba seguro de que lo deseaba más que yo.
Sin responder, ahuecó su vestido hasta subirlo sobre las rodillas y se colocó a cuatro patas sobre el suelo. Gateó hacia mí y comenzó a sobarme la polla por encima del pantalón. Respondió al instante.
–
¿Tal vez con esto tengas suficiente? -dijo melosa.
–
No. Necesito más.
La llevé de nuevo al banquito y me senté en él. Marisa lo entendió y maniobró mi bragueta hasta abrirla y conseguir que mi verga saliera al aire libre.
Apartándose un mechón de pelo del rostro, comenzó una suave pero firme mamada que mi polla agradeció con espasmos de placer. Su boca subía y bajaba por mi tronco, me lamió las pelotas cuando me bajé los pantalones para facilitar su trabajo. Miré a la puerta de la vicaría y observé que no tenía paño que la cerrase. Cualquiera podía entrar y descubrirnos.
Me imaginé la cara de la familia Villaescusa al entero cuando abriesen la puerta y nos sorprendieran en plena sesión de sexo oral. El padre con los pantalones en los tobillos dejando que su hija le comiera la polla vestida de novia.
–
Avísame si te corres, ¿Eh? -jadeó Marisa con la voz más sensual que pudo.
–
Tranquila, no quiero mancharte tu precioso vestido blanco.
Marisa volvió a embutirse mi polla en la boca. Desde que estaba con Pablo sus mamadas habían ganado habilidad pero habían perdido ese sentimiento de cariño con el que las hacía. Ahora se esforzaba en que el glande llegara lo más hondo posible, hasta taponar la entrada de su garganta. Recordé aquella adolescente de pueblo que solo se atrevía a meterse la punta entre sus labios, que mantenía la boca cómicamente abierta por miedo de hacer daño con sus dientes y la comparé con la hábil felatriz que soportaba estoicamente las arcadas y que lamía desesperadamente mi frenillo.
Me moví sobre el banco para poder levantar las piernas, quitándome los pantalones por completo. Marisa leyó el cambio de postura y comenzó a lamer mis huevos para luego ir bajando un poco más. Siguió masturbándome mientras su lengua lamía mi ano, ensalivándomelo bien. Me acarició mi oscuro agujero con un dedo de la mano que tenía libre mientras volvía a succionar mi escroto y yo me deshacía en murmurios de placer.
–
Mételo -ordené, mientras me colocaba de forma que pudiera volver a chuparme la polla.
Su dedo atravesó mi recto y su boca volvió a cerrarse sobre mi glande. Me recorrió un sentimiento de victoria al notar que el dedo que me follaba el culo era el anular.
“
Ahora, ahora... que entren ahora” pensé imaginándome a la familia Villaescusa. Tal vez a Doña Carmen Lahoz de Villaescusa, la futura suegra de Marisa, le diera un patatús al ver a su nuera comiendo una polla e introduciendo el dedo que dentro de poco hubiera llevado el anillo nupcial en el culo de su padre. Por primera vez en muchos meses, no tenía su anillo de compromiso puesto y su dedo desnudo me penetraba sin obstáculos.
Quizás Violeta se uniera a la fiesta al vernos mientras la estirada familia del novio se debatía entre desmayos y gritos. Nunca sabía uno a qué atenerse con Violeta, pero tenía la casi completa certeza que, de unirse, sería Marisa quien recibiera sus caricias y no yo. No sería un problema para mí. A mí me bastaba con la boca de la novia. Esa boca que subía y bajaba, esa boca que dejaba escapar lúbricos sonidos mientras me mamaba el rabo. Esa boca que, en definitiva y poco a poco, me iba llevando al orgasmo.
–
Me corro -gemí.
Marisa dudó durante una décima de segundo. Nada más. Afianzó mi polla dentro de su boca y dobló su dedo para buscarme la próstata desde dentro.
Me corrí como un joven. Como la primera vez que eyaculé en la boca de Marisa. Pero esta vez mi aún joven alumna pudo con toda la carga de mis testículos. Tragó todo el semen sin dejar escapar una sola gota que pudiera manchar su carísimo traje. Aunque siendo tan blanco, tal vez no se notase de haber caído algo. Marisa no se arriesgó y se lo tragó todo.
–
Ahora... ¿Me traes las bragas? -inquirió, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
Me volví a poner los pantalones y salí de la Catedral. El Rolls aún no había llegado. El señor Pedro Villaescusa gritaba como un poseso a alguien a través de su moderno teléfono móvil.
Llegué a mi coche y busqué en la guantera las braguitas blancas de Marisa. Detrás de la pequeña prenda asomaba la Polaroid. No me iba a quedar sin hacer fotos en la boda de la mujer más importante de mi vida. Agarré las bragas, la cámara y una pequeña bolsa que también reposaba dentro de la guantera.
Cuando volví a la vicaría, Marisa paseaba intranquila entre las figurillas e iconos de santos, vírgenes y cristos primorosamente decorados.
–
¿Las has traído?
Extraje las bragas de la bolsa y se las mostré. Marisa suspiró aliviada y se acercó hacia mí con la mano extendida.
–
No te las voy a dar.
Marisa ya no era mía. Estaba a punto de casarse con otro hombre y seguramente me terminaría olvidando. No en un año, ni en cinco. Pero tal vez dentro de diez años ya solo fuera un recuerdo difuso de sus años locos de juventud. Lo que no iba a ser un obstáculo para que me fuera a permitir un último placer a su costa.
–
¿Qué dices, Marcos? Por favor, no bromees... -dijo nerviosa.
Me guardé las braguitas en el bolsillo interior de la chaqueta del traje y metí la mano en la bolsa.
–
Imagino que llevarás algo azul -pregunté, esquivando su mirada entre la ira y la inseguridad.
Sin saber qué responder, Marisa elevó su mano derecha convertida en un puño y agitó su muñeca, haciendo que repiqueteara la pulsera que llevaba. De ella colgaba una pequeña medalla azul en la que se notaba el plateado relieve con la figura de una Virgen. No supe distinguir de qué Virgen se trataba. Para mí eran todas iguales.
–
Quítatelo.
–
Pero tengo que llevar algo azul.
–
Lo sé, algo nuevo, algo prestado y algo azul. Quítate la pulsera.
Marisa exhaló un suspiro de rendición y, como siempre, me obedeció. Sería la última vez que la tendría exclusivamente para mí. Desde que hubo fecha para la boda, más de un año atrás, mi puta había dejado clara su intención de no volver a serlo después del enlace. “Una mujer casada debe fidelidad” me había dicho.
Saqué de la bolsa una cajita gris evitando la cámara de fotos.
–
¿Qué es eso? -preguntó.
–
Algo azul -fue mi única respuesta.
Me arrodillé ante ella y levanté su vestido hasta encontrarme de nuevo con su apetitoso coñito. Tuve que contener mis ganas de lanzame a lamer y chupar su sexo hasta que se corriese. Extraje el pequeño aparato de la caja y lo humedecí con mi boca antes de acercarlo a la rajita aún húmeda por nuestro pequeño juego durante el viaje.
El vibrador, un pequeño ovoide azul unido a una cajita de controles del mismo color por un cable, se coló por el hambriento sexo de mi puta. Marisa no pudo reprimir un gemido.
–
Marcos, por favor, no me hagas esto... -rogó, con su coñito anegado restándole veracidad a sus palabras.
–
Lo estás deseando. Vas a casarte sin bragas no porque yo quiera, sino porque te excita. Te excita saber lo puta que puedes llegar a ser.
–
Marcos.. por Dios...
Mi mano resbaló hacia su clítoris y, con un respingo, Marisa dejó caer su vestido casi cubriéndome con él.
–
¿Hablas de Dios? Tú, que tienes el coño a punto de nieve en la vicaría de la Catedral el día que te vas a casar con otro hombre. ¿Tú me hablas de Dios?
Las caricias y las palabras iban haciendo mella en Marisa. O al menos en su sexo, que volvía a destilar flujo en indecentes cantidades. Allí, debajo de su vestido, el aroma de su femineidad era un olor penetrante que me encendía cada vez más. Pero ese no era mi día. Era el de Marisa y lo iba a empezar con un orgasmo largo y negado.
Introduje mi lengua entre sus labios y noté cómo le temblaban las piernas cuando pasé sobre su clítoris.
–
Súbete el vestido -mandé.
Escapé del caliente y dulce infierno que se respiraba bajo aquel vestido y busqué la vieja Polaroid.
–
¿Aún sigues con esa antigualla, Marcos? Modernízate un poco -se burló Marisa- ¡Ay, Dios!
La repentina vibración del artefacto alojado en su coño sorprendió a la joven. El vestido se soltó de sus manos mientras ella se doblaba sobre sí misma, como queriendo apagar ese movimiento que taladraba sus entrañas.
Le mostré sonriente el pequeño mando en mi mano.
–
No creo haberte dicho que soltases el vestido.
Marisa volvió a mostrarme su coño entre gemidos. El murmullo del pequeño aparato se escuchaba en el pequeño recinto, algo apagado pero igualmente notorio. No me importó. Estaba seguro que, en el barullo de la ceremonia, nadie prestaría atención a ese débil zumbido.
–
Dios.... Dios... -blasfemaba Marisa, con el aparatito vibrando en sus adentros, pero sin soltar el vestido para seguir permitiéndome una vista clara de su coñito palpitante.
Puse el aparato al máximo y a Marisa parecieron empezar a fallarle las piernas. Si no se derrumbaba en el suelo y se abandonaba al orgasmo era precisamente porque yo le había ordenado mantener su coño a la vista.
Hice la foto y avancé hacia mi puta. Unas suaves caricias en su clítoris, sumadas a la enloquecida vibración, consiguieron hacerla llegar al orgasmo. La agarré de la cintura para evitar que cayera al suelo, con las piernas aún convulsionándose de placer.
–
Ya... ya puedes quitármelo... -dijo con una sonrisa satisfecha.
–
De eso nada. Necesitas algo azul para casarte, y no pienso dejar que te vuelvas a poner ese horror de aderezo de la Virgen.
Alguien tocó a la puerta, esperó un par de segundos y entró. Supe quién era antes de que abriese por esa misma manera de proceder. La única persona en toda la ceremonia que habría tocado antes de entrar era la única que podía imaginarse que estábamos en plena acción sexual.
–
Marisa, ha llegado el coche. Tu suegro casi se come al pobre conductor. Vete para allá rápido.
Marisa salió corriendo de la vicaría, sin bragas y con el vibrador metido en su coño, y Violeta se quedó, interrogándome con la mirada y con una sonrisa divertida en la cara. Puse la mejor cara de inocencia que pude y me encogí de hombros, lo que causó que Violeta estallara en carcajadas.
–
Ni siquiera el día de su boda, ¿Eh, Don Marcos? ¿Le ha gustado?
–
Mucho -respondí, sin saber exactamente si lo decía por Marisa o por mí.
La marcha nupcial sonaba mientras yo llevaba a Marisa al altar. Allí esperaba sonriente y emocionado Pablo Villaescusa mientras mi corazón se marchitaba al ritmo de la manida música del órgano eclesiástico. Al lado del novio aguardaban los varones Villaescusa. Su hermano Federico, su padre Pedro y su tío Antonio. Tras el altar, el arzobispo esperaba la llegada de la hermosa y dulce novia, impecable con su vestido blanco y su velo, cuya cola arrastraba tras de sí arrastrando algunos pétalos de rosa que ya habían sido lanzados.
Dejé a Marisa junto a su futuro esposo, la besé en la frente y tomé mi puesto a su lado, justo delante de Violeta, su hija y su marido. Miré al resto de asistentes y no reconocí a casi nadie. Supuse que la mayoría vendrían de parte del novio. Mejor dicho, de parte de la familia del novio. Amigos influyentes y socios diversos con los que había que seguir contando y agasajando para continuar aspirando a un trocito del pastel. Marisa terminaba de entrar de ese modo en un mundo que yo siempre había criticado.
Pulsé disimuladamente el botón del mando que mantenía en el bolsillo y la novia se removió. El arzobispo recitaba un interminable texto bíblico sobre el amor y el matrimonio y la fidelidad y cualquier tontería más. Marisa se giró y me miró directamente. Pensé que me encontraría con una mirada llena de reproche, ira contenida y fastidio, pero fue todo lo contrario. Mi querida puta me miraba con una sonrisa tierna, de oreja a oreja. Tal vez entendía que aquella era la mejor forma de terminar una relación como la nuestra, con un orgasmo disimulado en mitad de su propia boda.
La ceremonia avanzó mientras me divertía con los botones y las reacciones casi imperceptibles de Marisa. Solamente Violeta se acercó a mi oído y me preguntó si sabía qué le pasaba a su amiga.
Mi falta de respuesta fue precisamente la respuesta que necesitaba. Se rió y su primera carcajada antes de atinar a taparse la boca, resonó por toda la Catedral. El monseñor la miró con furia y Violeta se disculpó y se acomodó en el asiento.
–
Cuando acabes con Marisa... -me susurró la pelirroja mientras el arzobispo continuaba la liturgia- ¿lo usarás conmigo?
Asentí divertido mientras subía la intensidad del vibrador. Marisa estaba pronunciando sus votos y la voz se le quebraba. En el vídeo de la boda quedaría fantástico como muestra de la emoción y el sentimiento de amor de Marisa hacia Pablo, pero solamente yo sabía que la causa real era aquel aparatito vibrando en sus entrañas cada vez más anegadas. Estaba seguro de que, si no fuera por el aparatoso vestido, podría ver un hilo de flujo descendiendo por sus muslos.
Noté cómo Marisa se apoyaba cada vez más en su marido, agarrándose con fuerza de su brazo. Ya había visto al más joven de los Villaescusa buscar un par de veces con la mirada el origen de ese débil zumbido que se escuchaba, que iba y venía, pero que no podía ubicar.
Podría asegurar que fue en aquel momento y no en otro. Fue todo a la vez. Marisa dijo “Sí, quiero”, el sacerdote dijo aquello de “puedes besar a la novia” y, en mitad del beso con su nuevo y flamante esposo, la novia se corrió. Hizo acopio de todas sus fuerzas para no caer al suelo, aunque Pablo la tenía bien agarrada. El beso duró tanto como su clímax. Demasiado largo para las convenciones sociales y demasiado corto para todo el placer que acababa de sentir.
A mi lado, Violeta lloraba a mares, e incluso a mí se me deslizó una lágrima mejilla abajo al ver casarse a la mujer que más había amado.
Con la lágrima pendiendo en mi barbilla, apagué el vibrador y salí de la Catedral antes que los esposos. Fui uno más de los que echaron arroz a la feliz pareja, un comensal más en el lujoso banquete de boda, uno más de los que gritaron el “que se besen, que se besen” a los novios, pero yo ya no estaba allí. Lo estaba mi cuerpo, pero mi mente luchaba por quedarse en los diez años anteriores, aquellos en los que Marisa era parte de mi vida. Mi cerebro se rebelaba ante la realidad y quería quedarse encerrado en el pasado, con la Marisa adolescente y la Marisa joven y la Violeta prostituta. No le gustaba el futuro que se avecinaba, donde la soledad sería lo único que me esperase cuando llegara a casa.
Durante semanas, aún esperé volver a sentir en cualquier momento esa aura de alegría inundando lentamente mi casa antes de que
mi alumna volviese a entrar por la puerta, pero no ocurrió. Me llamó tras acabar su luna de miel para contarme las magnificencias de Cancún, pero ya no era lo mismo. Me llamaba porque tenía que hacerlo, pero no porque realmente lo deseara.
Lo cierto es que el siguiente recuerdo nítido relacionado con Marisa me remonta a tres meses después, cuando recibí una inquietante llamada mientras comenzaba la que iba a ser mi cuarta novela, la primera después del parón para convertirme en Catedrático.
El teléfono sonó como siempre, con el mismo tono insidioso y anodino, pero supe que algo no marchaba bien mucho antes de responder.
- ¿Sí? Sí, sí, es mi hija adoptiva. ¿Cómo que la policía? Que ha pasado... ¡¿QUÉ?!
El teléfono cayó de mis manos y se estrelló en la mesa. Noté que algo dentro de mí se rompía en mil pedazos. ¿Cómo había podido pasar algo como eso?
Con el corazón en un puño y el horror marcado en el rostro, salí de mi casa a la carrera.
–
Marisa... oh, Marisa... -musitaba entre lágrimas mientras corría a la comisaría.